Capítulo 18

ATAVIADO con un abrigo negro, observaba a Yonezawa desde un extremo del andén.

Comprobé que el cuchillo aún seguía en mi bolsillo y fingí que leía el periódico. Yonezawa lanzó una mirada furibunda a unos niños que reían y luego siguió con la mirada a una mujer que le pasó por delante. Al poco tiempo empezó a caminar con la cabeza baja, y aunque se chocó contra un oficinista, pasó de largo sin ofrecer disculpa alguna. Cuando el tren llegó al andén, me subí en el mismo vagón que él. Estaba lleno, pero no resultaba agobiante, así que me puse a leer el periódico a cierta distancia de él. Yonezawa permanecía apoyado contra las puertas, con los brazos caídos a ambos lados, mientras el tren se balanceaba.

Al llegar a Ikebukuro se apearon muchos pasajeros pero subió un número aún mayor. Un grupo de chicas de instituto en chándal subieron poco antes de cerrarse las puertas y llenaron el vagón. Pensé que era mi oportunidad; cerré el periódico y me acerqué a él. Yonezawa miraba fijamente a las estudiantes, se acercó lentamente al grupo de chicas chasqueando la lengua en señal de desaprobación. Sus movimientos abriéndose paso por el vagón atestado de gente eran bastante evidentes. Se fue desplazando hasta pegarse a ellas y se puso a mirarlas descaradamente. No les dijo nada ni las tocó, simplemente se quedó allí plantado mirándolas fijamente.

Pensé que si en ese momento hacía algún movimiento sería demasiado obvio, así que esperé hasta la siguiente estación. Apenas se bajaron pasajeros, y subieron también muy pocos. Me fui acercando gradualmente a Yonezawa y me quedé de pie detrás de él. Una de las estudiantes se movía como incómoda dentro de la aglomeración. Atrapé entre los dedos la tela del faldón izquierdo del abrigo de Yonezawa. La estudiante a la que Yonezawa estaba pegado, para apartarse de él, interpuso entre ambos su mochila, y en ese momento el cuerpo de Yonezawa se balanceó; aproveché ese momento para ir cortándole con el cuchillo, poco a poco y de arriba abajo, el costado del abrigo. Pero el corte no llegó hasta el bolsillo interior. Resoplé silenciosamente. El ambiente dentro del vagón estaba cargado y me empecé a acalorar. Yonezawa echó una mirada a la mochila que se interponía entre ellos y finalmente, como si se hubiese dado por vencido, se conformó con solo mirarlas con el ceño fruncido. Al ver que Yonezawa empezaba a palparse el cuello del abrigo y a ir bajando la mirada diagonalmente, pensé que en pocos segundos se daría cuenta de la rasgadura. Contuve la respiración, que cada vez era más acelerada, estiré la pierna izquierda y le di un golpecito con el pie a una de las chicas. Ella se sacudió, dijo algo en voz baja y se giró lentamente hacia Yonezawa. Su delgado cuerpo tembló un poco por la sorpresa, y yo metí una vez más el cuchillo en el costado de su abrigo. Levanté la tela con los dedos de la mano izquierda y empecé a cortarle el bolsillo interior. Con la punta del cuchillo fui rasgando la tela poco a poco. Extendí los dedos y, a la vez que sujetaba el cuchillo entre los dedos índice y pulgar, con los que me quedaban libres (el corazón y el anular) cogí el sobre que había en el interior. En ese instante me recorrió un temblor desde la punta de la mano hasta el hombro, y a la vez que intentaba contener esa tensión, conseguí extraérselo. El sobre que veía por el rabillo del ojo parecía diferente al que yo tenía para darle el cambiazo. «De mal en peor», pensé, y sentí que me hundía allí mismo. La chica, quizá por miedo, no mostró más reacción que aquélla, y cuando me di cuenta el tren ya había llegado a Shinjuku.

Saqué el sobre mientras observaba a Yonezawa avanzar por delante de mí en el andén. El sobre que yo tenía era verde y blanco, pero el suyo era marrón. Me temblaban un poco los dedos, sin embargo al mirarlo al trasluz, vi que dentro había otro sobre. Al abrir el sobre marrón y sacar el que había en su interior, pude comprobar que era verde y blanco con el nombre de una empresa, idéntico al sobre falso. A pesar de que las diferencias entre ambos sobres eran evidentes, uno nuevo y limpio y otro viejo y descolorido, respiré algo aliviado. A ambos lados del andén se elevaban sólidos y monumentales edificios. Seguí a Yonezawa a pesar de que no sabía qué hacer y comenzaba a dolerme la cabeza.

Abandonó la estación por la salida este y se puso a caminar entre la multitud. Cuando vio a un grupo de mujeres vestidas de forma llamativa se paró, y al girarse para mirar atrás, estuvimos a punto de cruzar las miradas. Volví hasta la estación y me compré una lata de café en el quiosco. Me apoyé contra los cristales que había delante de la salida de la estación, dando la espalda al exterior. Tomé aire, saqué el teléfono móvil y marqué el número de Yonezawa que me habían facilitado en las notas. Las gotas de sudor se arrastraban por todo mi rostro y me llegaban hasta la barbilla.

Podía ver a Yonezawa a lo lejos, en la plaza frente al edificio Alta. Estaría murmurando algo, porque la gente que lo rodeaba se giraba para mirarlo con cara de sorpresa. Se llevó la mano al costado y recorrió los alrededores con la vista. Al cabo de un rato se dio cuenta de que le estaba sonando el móvil y se llevó la mano al bolsillo. Contestó con la respiración entrecortada.

—¿Yonezawa? —le pregunté en voz baja, pero él no contestaba—. Te pregunto que si eres Yonezawa. ¡Responde!

—¿Quién eres?

—¿No has perdido un sobre? —Yonezawa masculló algo ininteligible. Con el teléfono pegado a la oreja empezó a caminar en mi dirección pero se detuvo a mitad de camino y se puso a inspeccionar a las personas que había en la plaza. No tenía ningunas ganas de vérmelas cara a cara con un hombre que llevaba encima una pistola—. No sirve de nada que mires a tu alrededor. No estoy tan cerca de ti. Te estoy observando desde un edificio lejano con unos prismáticos.

—¿Quién eres?

—Eso no importa. —Yonezawa se había ido acercando un poco, así que me separé de los cristales, que empezaban a empañarse. Un hombre que parecía ser un detective de la policía vestido de paisano pasó apresuradamente por delante de mí—. No es muy normal eso de ir por ahí con un sobre cosido al abrigo. A mí ciertas personas me han pedido que me haga con ese sobre. Pero como no me puedo fiar de que esos tipos me vayan a pagar, he cambiado de idea. Según he oído, me pueden pagar mucho por esto. Tú lo necesitas, ¿no? Para mí es un misterio por qué este insignificante sobre es tan importante. Si quieres recuperarlo, contéstame a unas preguntas.

—¿Eres… eres de aquella empresa? ¿O te envía Yada?

—No tengo porqué decírtelo.

—¡Te mataré!

Varias personas miraron hacia Yonezawa, y éste se puso de nuevo a caminar por los alrededores, arrastrando un poco la pierna. Yo entré dentro de la estación y pasé a la planta de los grandes almacenes contiguos.

—Responde a mis preguntas.

—Ya… ya lo sospechaba.

—¿El qué?

—Ya sabía que me estaban siguiendo. ¡No me jodas con bromitas! Por… por eso no me gusta salir a la calle.

—Si no paras de decir tonterías, lo voy a tirar —le dije, y Yonezawa se quedó en silencio. Entré en los servicios y cerré la puerta del retrete—. En primer lugar, dime qué es esto.

—No te lo puedo decir.

—¿Por qué?

—Si lo hago me matarán. Por favor, devuélvemelo.

—¡A que lo quemo! —Yonezawa replicó algo entre dientes.

—¡Te lo suplico, joder, devuélvemelo!

—Ahora está un poco mojado.

—¿Qué?

—Es que se me ha caído un poco de café. Si no me lo dices inmediatamente, los documentos de dentro también se estropearán. —Me puse un poco de café en la mano y la pasé suavemente por la superficie del sobre.

—¡Basta ya!

—Ay, se ha ensuciado bastante. Qué divertido.

—Está bien. Te daré dinero.

—Ahora lo estoy doblando.

—¡Escucha! Eso en tus manos no vale nada, no sabrías a quién ni cómo entregarlo. Te pagaré. Te daré trescientos mil yenes.

—Esto se cae a pedazos…

—Vale, quinientos mil. No tengo más que eso. Seguro que es más que lo que ellos te iban a pagar.

Estrujé las cuatro esquinas del sobre auténtico y lo comparé con el otro. El falso había quedado aún más sucio que el verdadero. Si se miraba de cerca, difería un poco el ángulo del sello central, pero estaba más o menos en la misma posición.

—Bueno, supongo que tendré que aceptar tu oferta, necesito el dinero…

—¡Serás cabrón!

—Si no cierras el pico lo tiraré de verdad. —Pensé que probablemente ya era seguro entregárselo así, pero si se lo daba sin más podría dudar del sobre. Salí de los servicios y me crucé con varias personas. Regresé a la estación y subí las escaleras que llevaban a la entrada este—. Ve ahora mismo a un banco y saca el dinero. Luego lo metes en una de las consignas que hay enfrente de los tornos de la línea Marunouchi, en la entrada este. La llave de la consigna déjala en el extremo derecho de la abertura de la máquina expendedora que hay al lado del quiosco. No sé por qué, pero hoy hay varios policías de paisano rondando por aquí. No hagas ningún movimiento sospechoso.

—¿Policías?

—Pero eso no importa. Ni se te ocurra quedarte a ver al tipo que irá a recoger el dinero a la consigna. Sal enseguida y deja que te vea de nuevo en la plaza. Desde aquí te veo perfectamente. Tras comprobar que has regresado a la plaza, meteré el sobre en la misma consigna. Y dejaré la llave en el mismo sitio. Así de fácil.

—¿Puedo confiar en ti? ¿Por qué no hacemos el intercambio en persona?

—No tienes elección —respondí, y colgué el teléfono.

Al atravesar la salida este, vi a lo lejos la figura de Yonezawa, con el móvil aún en la mano. Él se puso a andar y yo lo seguí con la vista, dejando una amplia distancia entre nosotros, hasta que entró en un banco.

Cambié la dirección en la que iba andando y me dirigí al espacio para fumadores frente al edificio Alta, donde me encendí un cigarrillo. Pensé que había estado mucho tiempo sin poder fumar y al levantar la cabeza vi que en la gran pantalla del edificio estaban dando un especial informativo. Era sobre un ministro que había sido tiroteado mientras daba un discurso en la entrada oeste de la estación de Shinjuku. Las personas que pasaban por allí se alborotaron, y el presentador hablaba con gesto solemne, como si le afectara personalmente. Yonezawa salió del banco, cruzó el paso de cebra y se encaminó hacia la entrada este. No obstante, se dio cuenta de la multitud de gente que había parada, se giró y se quedó inmóvil con la vista clavada en la pantalla. Yo miré hacia otro lado y seguí fumando. Esperé a que Yonezawa reemprendiese la marcha y lo seguí guardando las distancias.

Abrió la consigna, metió algo en su interior y compró algo en la máquina expendedora. Tras comprobar que estaba inspeccionando a la gente de los alrededores, volví a atravesar la salida este. Con algo de retraso, Yonezawa salió de nuevo al exterior y se puso a observar a la gente desde el centro de la plaza. Volví a la estación, le llamé por teléfono, le dije que recogiera el sobre diez minutos después y colgué. Un hombre alto que parecía ser un detective pasó justo por mi lado con un teléfono móvil en la mano. Después desapareció entre la muchedumbre mientras gritaba algo.

Cogí la llave de la máquina expendedora y abrí la consigna. En su interior había un sobre del banco. Lo abrí para comprobarlo, dentro estaba el dinero. A cambio metí el sobre falso, me compré un café en la máquina expendedora y al cogerlo dejé la llave en la abertura.

Me fallaban las fuerzas y tenía ganas de sentarme allí mismo, pero debía esperar hasta que viniese Yonezawa a recogerlo. Si se daba cuenta de que le había quitado los documentos, es decir, si no se llevaba la falsificación pensando que era el sobre auténtico, todo este intercambio no habría servido de nada. Me mezclé con el gentío y me puse a observar desde cierta distancia. Entonces apareció él. Abrió la consigna y se puso a examinar el sobre. Los latidos del corazón se me aceleraron, pero él se lo metió en el bolsillo sin darle más vueltas. Volví a marcar su número.

—¿Lo has cogido? —le pregunté, pero tardó en responder—. ¿Me oyes?

—Está muy sucio. Lo has dejado hecho un desastre. —Al menos de momento me pareció que no se había dado cuenta.

—La culpa es tuya. Yo cumplo con lo que digo. Podría haber huido con el sobre, pero me asustaba un poco pasearme por ahí con algo así. Deberías estar agradecido, a fin de cuentas te he hecho un favor.

—Si alguna vez te encuentro, te mataré.

—Inténtalo si puedes.

Al colgar el teléfono me sentí sin fuerzas y me entraron ganas de fumarme otro cigarrillo. Sin embargo, me di cuenta de que mucha gente se giraba para mirar atrás y al dirigir la mirada en esa dirección vi que, delante de las consignas, Yonezawa sujetaba la mano de un chico. El joven llevaba en la mano un teléfono móvil. También cargaba con una gran bolsa, como si estuviese viajando en solitario, y tenía una apariencia descuidada. Podría haberme ido ya de allí, pero recordé que Yonezawa llevaba encima un arma de fuego, así que decidí llamarle de nuevo al móvil. Justo en ese momento nuestras miradas se cruzaron apenas unos segundos. Miré para otro lado, pero él comenzó a dirigirse hacia mí. El corazón me palpitaba con fuerza. Pensé en colgar el teléfono, pero si dejaba de sonar el tono de llamada justo cuando yo hacía ese gesto, eso le diría que yo era a quien estaba buscando. Me guardé el móvil en el bolsillo sin cortar la llamada y me mezclé con la gente. Cada vez que me giraba me encontraba con su mirada. Lo veía de reojo abriéndose paso entre la gente a empujones, como un loco. Pensé que si echaba a correr la cosa se pondría aún peor, así que empecé a subir las escaleras guardando la compostura, pero Yonezawa se acercó hasta llegar justo a mi lado y me agarró del brazo. Al notar el tacto de sus dedos se me cortó la respiración. También se me secó la garganta.

—¿Eres tú?

—¿Cómo?

Yonezawa respiraba bruscamente.

—¿Dónde está el dinero? —Yo puse cara de perplejidad, pero los latidos me iban aún más deprisa—. Sí, el sobre estaba ahí dentro, pero eso ya era mío desde el principio. ¡Rápido, suelta el dinero! Y no armes jaleo.

Yonezawa se pegó a mí y me apuntó con algo a la altura del estómago. Aun sin verla, estaba seguro de que era la pistola. Me vino a la mente la cara de Kizaki y pensé que Ishikawa y Saeko me estaban observando desde cerca. Tenía justo frente a mí esa cara que nada más verla en la fotografía ya me había causado repugnancia.

—Te he visto en alguna parte. Eso es. Eres tú. Seguro que sí.

La gente que pasaba a nuestro alrededor, aparte de ladear un poco la cabeza, no nos prestaba especial atención. El tono de llamada del móvil de Yonezawa seguía sonando, como si formase parte de una especie de rito. Los ojos se le salían de las órbitas y el sudor le caía a chorros. Yo intentaba no perder la calma, pero en una situación como esa mantenerse impasible era lo menos natural.

—Perdone… lo siento si he hecho algo…

—¿No eres tú? ¡Mierda! ¡Lo mataré! ¿Dónde está? ¡No, eres tú! Si no eres tú, ya no sé qué hacer.

Mientras hablaba, Yonezawa iba escupiendo saliva por todas partes. Intentó rebuscarme en el bolsillo del abrigo, y consideré que tal vez sería mejor confesar que había sido yo y devolverle el dinero; pero teniendo en cuenta su enajenación y el hecho de que pudiese encontrar el sobre verdadero, me pareció demasiado arriesgado. Y justo en el momento en que me había decidido a salir corriendo, pese al riesgo de que me disparase, alguien agarró a Yonezawa del brazo.

—Es imposible huir del señor Yada —le dijo el hombre—. Aunque has llegado bastante lejos. Eres Yonezawa. Por fin te encuentro.

Inesperadamente, Yonezawa le dio un puñetazo al hombre y se escapó corriendo entre la multitud de personas que se giraba para ver qué pasaba. No entendía lo que estaba sucediendo así que la única alternativa que me quedaba era huir. Sin embargo, el hombre ya me estaba sujetando el brazo. ¿Por qué no perseguía a Yonezawa? ¿Por qué me tenía a mí agarrado? No podía moverme. Justo cuando pensaba que ya estaba todo perdido, aquel tipo me apretó aún con más fuerza.

—Tío, eres increíble. Has conseguido darle el cambiazo —dijo mostrando sus dientes amarillos—. El señor Kizaki me ordenó que te siguiera, si fallabas, yo tenía que encargarme de los dos y hacerme con los documentos. De hecho, he estado a punto de matarte, creí que no lo lograrías. Tal vez hubiera sido mejor hacerlo, se habría montado un buen follón, lo suficiente para camuflar el asesinato de la entrada oeste.

Nos subimos a un coche y, una vez dentro, el hombre se despojó de un ligero chaleco antibalas. Reía y no paraba de repetirme: «Serás un buen subordinado para el señor Kizaki». Le faltaba una oreja. Me pasó su sucio brazo por encima del hombro y me dijo que teníamos que quedar algún día para ir a tomar algo. Y entonces sonó mi teléfono móvil. Era Kizaki.

—¿Le has entregado los documentos a mi subordinado?

—Todavía no.

—Eres prudente. Perfecto. —Kizaki se rió, pero yo aún no acababa de adaptarme a las circunstancias—. Es porque yo te dije que me entregases el sobre en persona, ¿no? Pero ya puedes entregárselo a él. —Tal y como me dijo, le entregué el sobre al otro—. De momento, ven a verme. Que te traiga Maejima.

Colgó el teléfono y yo resoplé. No podía convertirme en compañero de los tipos que habían asesinado a Ishikawa. En el bolsillo interior llevaba el cuchillo con el que le había cortado el abrigo a Yonezawa. Pensé que no estaría mal utilizarlo también para matar a Kizaki, pero en ese caso era evidente que poco después yo también moriría, y no sé por qué pero me invadió un intenso pensamiento: no quería acabar así. No sabía qué era lo que me retenía, pero el hecho en sí de intentar seguir adelante sin cometer fallos significaba que yo me seguía aferrando a algo en este mundo. Por el momento, me puse a darle vueltas a algún método para rechazar unirme a ellos.

Cuando llegamos al aparcamiento, el tal Maejima me hizo bajar del coche a mí primero. Él se llevó el teléfono móvil a la única oreja que tenía y se puso a hablar con alguien. Interrumpió la conversación para decirme que entrase por una puerta que había al fondo de una callejuela entre dos edificios y volvió a hablar por el móvil. Se trataba de un resquicio entre dos bloques de oficinas por el que apenas podían pasar dos personas, demasiado estrecho como para ser considerado una calle. En los bloques de oficinas no había ningún letrero, así que no podía saber qué tipo de empresas estaban allí instaladas. Me pareció todo muy siniestro, pero no me quedaba más remedio que ir a ver a Kizaki.

El espacio entre los edificios era angosto y olía a moho. Alguien venía andando desde el fondo del callejón; al pensar en el poco espacio que había para que pasásemos los dos a la vez, hice intención de darme la vuelta, pero por detrás venía andando Maejima, y su cuerpo se me antojaba aún más grande que antes. «¿Por qué me parecerá ahora más grande?», me pregunté. Y al girarme de nuevo para seguir adelante, sentí un intenso calor en el vientre. Perdí las fuerzas y me desplomé. «Está caliente pero no duele», pensé al principio, pero entonces me recorrió un dolor intenso, como si me estuviesen pellizcando el estómago por dentro. Se me cortó la respiración, todo mi cuerpo se estremeció y me entraron náuseas, pero no pude vomitar nada. El intenso dolor se extendió desde el abdomen hasta el pecho, incluso llegó a los brazos; se me nubló la vista y entonces supe que había recibido una herida mortal. Un charco de sangre negra se iba extendiendo sobre el suelo de cemento. Vi ante mí unos zapatos e intenté alzar la vista, pero no podía moverme.

—Mala suerte. —Era la voz de Kizaki—. Acabar así, a pesar de haberlo hecho tan bien. Supongo que no entiendes nada.

Alguien me agarró el abrigo y me lo arrancó bruscamente. Me dieron la vuelta pero no podía respirar. Todo se volvió negro y cuando volví en mí aún estaba allí ese inmenso dolor.

—Tanto si fracasabas como si tenías éxito, yo ya había decidido que morirías aquí. La razón principal es que necesito un cadáver justo en este lugar. Aún es un poco pronto, pero dentro de una hora todo saldrá a la luz. —Kizaki parecía estar sonriendo—. Es una lástima, pero tú no vas a poder ver lo interesantes que se van a poner las cosas en este país. El sistema, con todos sus parásitos influyentes obsesionados con los fondos públicos y las concesiones administrativas, por fin va a cambiar. ¡Y de forma drástica! Y también tendrá un tremendo impacto sobre la gente corriente, no solo sobre los políticos ¡Toda va a saltar por los aires!

»Pero aun así… —Kizaki me estaba mirando fijamente a la cara, con sus pequeños ojos rasgados ocultos tras las gafas de sol—. A mí, todo eso me aburre. ¡Ja, ja, ja! Lo que verdaderamente me hace disfrutar, lo que me provoca temblores de gusto, es poder presenciar el instante en el que finaliza la vida de un ser humano, un hombre elegido por mí de forma totalmente arbitraria que va a morir dónde, cuándo y cómo yo he decidido. Es un placer único, no hay nada que se le parezca.

»Mañana saldré del país por una temporada. Todavía queda mucho por hacer, tengo que seguir creciendo, hacerme más poderoso. —Kizaki estaba muy cerca de mí, pero su voz sonaba extrañamente lejana—. Ahora vas a morir como el joven de aquel noble, preguntándote qué ha sido tu vida. Una vida triste y miserable. Nunca entra nadie en este callejón. Se acabó para ti. —Kizaki se desplazó ligeramente—. Apuesto a que ni siquiera sabes por qué has acabado así, por qué está sucediendo todo esto. Pues escúchame bien, la vida es un misterio, hay muchas preguntas que quedan sin resolver. ¿Crees en el destino? ¿Quién diablos soy yo? ¿Por qué te elegí precisamente a ti? ¿Acaso yo controlaba tu destino o es que el tuyo era ser controlado por mí? Poco importa ya, porque ¿no te parece que en realidad ambas cosas son las dos caras de una misma moneda?

Tras decir esto Kizaki se fue, pasando por encima de mí. Me llegaba el sonido del gentío. Noté una sombra y no transcurrió mucho tiempo hasta que dejaron de oírse sus pisadas.

Sentado contra la pared, intentaba contener con las manos la sangre que iba fluyendo poco a poco. Con la vista nublada y el dolor en aumento, pensé que no quería morir. No quería que mis últimos momentos fuesen así. Me vinieron a la mente aquel niño, Ishikawa, Saeko.

Parecía como si pudiese verme a mí mismo, moviendo las manos constantemente, en medio de una multitud. Quizá estaría bien irse al extranjero y seguir robando carteras a lo largo del viaje. Dicen que en Londres y otras ciudades aún se conserva una cultura de hábiles carteristas. Tal vez podría competir con ellos en destreza. Sería agradable poder seguir robando el dinero de los estúpidos ricachones del mundo entero. Fuera del callejón, en una lejana región oscura, se veía una torre. Seguía elevándose como si nada, alta y remota. Podría robarles el dinero a los ricos de todo el mundo y entregárselo a un grupo de niños harapientos. Sentí ese placer en las yemas de los dedos, ese calor, como si los tuviese justo ante mis ojos. Seguir progresando como carterista, convertirme en un auténtico ladrón de guante blanco y seguir moviéndome hábilmente hasta desaparecer entre la multitud como un destello. «Sí, eso haré», pensé. Y justo en ese instante se oyeron unas pisadas a lo lejos.

Alguien estaba pasando por la calle al otro lado del callejón. Luego se oyeron voces de mujeres jóvenes quejándose animadamente de la empresa y de los clientes. La entrada al callejón estaba bastante lejos, pero si conseguía hacer ruido con algo, ellas se percatarían de mi presencia. No había ni una sola piedra a mi alrededor, me habían quitado el abrigo y no tenía fuerzas suficientes como para quitarme un zapato, pero dio la casualidad de que tenía una moneda en el bolsillo del pantalón. Advertí que era una moneda de quinientos yenes y pensé que se la debía de haber sacado a alguien del bolsillo no sé cuándo sin darme cuenta. Sonreí levemente. Si mis manos iban en busca de dinero inconscientemente, eso quería decir que ya era todo un carterista. Si conseguía darle a alguien con esa moneda teñida de sangre, esa persona miraría hacia aquí. «Ese bastardo ha subestimado a los carteristas», pensé, y seguí prestando atención a las pisadas que se iban acercando. «No puedo morir aquí», me dije. Estaba seguro de que mi vida hasta ahora no había sido tan insustancial como para merecer esta muerte. Agarré la moneda entre los dedos con todas las fuerzas que me quedaban. A lo lejos había una alta torre que se elevaba entre la niebla.

A pesar del dolor, en cuanto vi la silueta de una persona, lancé la moneda. La circunferencia teñida de sangre ocultó los rayos del sol, brillando en medio de la oscuridad, como si esperase ser desviada en el último momento.