Capítulo 17

LLAMÉ por teléfono a la madre del niño y me dijo que podíamos ir a un hotel, así que cogí un taxi. Quedamos en encontrarnos al mediodía delante de un salón de pachinko; caminamos por el distrito de los hoteles y entramos en uno al azar.

—Ya sabía yo que me volverías a llamar —dijo la mujer en cuanto llegamos a nuestra habitación, y empezó a desnudarse.

Yo iba a decirle algo, pero en lugar de eso la acosté en la cama. En parte lo hice porque si se enfadaba sería difícil hablar con ella sobre el niño, y en parte porque tenía la lamentable sensación de que podía morir pronto y quería acariciar a una mujer por última vez. Ella se subió encima de mí, me clavó las uñas, y no sé si sería porque se había tomado aquellas pastillas, pero no le bastó con una sola vez.

Desnuda, salió de la cama y se dirigió hacia la ventana. Abrió un poco las cortinas y me comentó que allí delante habían abierto un nuevo centro comercial. Mientras se rascaba la mejilla intentó mostrármelo. Las prendas de ropa que se había quitado estaban esparcidas por el suelo, como un cadáver aplastado. A través de las cortinas entraba un delgado rayo de sol. Me incorporé un poco en la cama.

—Por cierto —empecé a decir, aunque aún dudaba si éste era el momento oportuno—, ¿qué te parecería ceder la custodia del niño?

Su rostro se quedó petrificado por un instante, mientras se giraba.

—¿A ti? —respondió, con una sonrisa en la boca.

—No, a un centro de acogida.

—¿Puedo hacerlo?

Yo pensaba que se enfadaría, pero en lugar de eso corrió las cortinas y volvió a meterse en la cama.

—Sí, aunque hay que seguir un procedimiento.

—Qué asco —dijo de repente, miró para otro lado y se encendió un cigarrillo. Supuse que lo que le daba asco era el papeleo.

—Yo voy a tener que desaparecer por un tiempo. Ya no podré volver a ver al crío. Sería mejor que tú y ese niño vivieseis por separado. Si él no está te lo podrás montar mejor con ese hombre, ¿no? Si cedes la custodia del niño, te daré quinientos mil yenes. ¿Qué te parece?

—¿Qué?

La mujer dirigió la mirada hacia mí lentamente. Tanto sus ojos como sus labios estaban un poco húmedos y tenían un brillo triste. Desvié la mirada al darme cuenta de que me estaba excitando de nuevo.

—Mi novio, últimamente, le da puñetazos. A ver, no lo va a matar, pero aun así es maltrato, ¿no? Como lo que sale en las noticias. No me gustaría que pasase eso. Entonces vendría la policía, ¿no? Lo de antes… ¿lo decías en serio?

—Yo tengo mucho dinero. Para mí esa cantidad no es gran cosa. Ponte en contacto con un centro de asesoramiento infantil para que se hagan cargo de él. Si no fuese posible, ponte en contacto con una institución de atención a los niños, una con buena reputación. Pero si te quedas el dinero y no cedes la custodia del niño sin ningún motivo que lo justifique, tendrás problemas. Aunque yo desaparezca, les pediré a mis colegas que se encarguen de ello. Son yakuza. ¿Entendido?

No sé si me había estado escuchando o no, pero de repente me lamió los labios.

—Cuando mis padres vivían, podía dejarles el niño, pero ellos ya no están, desde entonces me he estado preguntando qué hacer. Tienes razón, quizá lo mejor sea que se hagan cargo de él en un centro de acogida. No había pensado en ello… Así que todo lo que tengo que hacer es ponerme en contacto con ellos, ¿no es así? Con el dinero que sobra hasta podría irme de viaje, ¿no?

La mujer se metió en el bolso los papeles que yo le había pasado. Cuando saqué el dinero del abrigo que había dejado tirado en el suelo, pareció sorprenderse y me preguntó si se lo iba a dar ya; sin embargo, no tardó en guardárselo en el bolso. Cerró varias veces uno de sus ojos, apretando muy fuerte.

—Eres increíble. En serio, eres genial. ¡Estoy tan contenta! Ay, ¿qué me puedo comprar?… No sé por qué decidí tener el niño. Nunca tuve instinto maternal, no entiendo que la gente se muera de ganas por tener un bebé, solo son graciosos los dos primeros meses, ¿no crees?

Al bajarme del taxi delante de mi apartamento, el niño estaba allí esperándome. Tenía en las manos una Coca-Cola abierta y una lata de café de la marca que yo solía beber. Me pasó la lata sin decir palabra y yo la abrí allí mismo. El niño observó mi cabello, que ahora era castaño, pero no comentó nada. El café ya estaba bastante frío.

Entré un momento en mi casa y al salir y ponerme a andar me siguió. Se asustó de un coche que avanzaba acelerando y me agarró del extremo del abrigo. El coche tenía el chasis bajo y llevaba una música monótona sonando a todo volumen. Caminando hacia nosotros se acercaba una niña pequeña que también iba agarrada del extremo de la ropa de su padre. Nos cruzamos con ellos en silencio. El padre le dijo algo a la niña y ésta le replicó algo aparentemente insatisfecha.

Caminamos poco a poco por al lado de un estrecho río bastante alejado de la ciudad. El río estaba bien cuidado, pero a pesar de eso el agua estaba turbia y flotaban en ella botellas de plástico y otras cosas. El niño empezó a decir algo pero luego vaciló y se quedó callado. Yo me encendí un cigarrillo y dirigí la vista hacia el río estancado.

—He hablado con ella. De verdad que te parece bien lo de ir a un centro de acogida, ¿no? Por fin saldrás de esa casa.

—Sí. —La voz del niño sonaba algo más fuerte.

—Si tu madre no te lleva al centro y tú no soportas estar en esa casa, llama a este número de teléfono. Este centro es de confianza. —Al pasarle el papel, el niño se quedó mirándolo como si fuese a memorizarlo—. Tú aún puedes volver a comenzar. Puedes hacer cualquier cosa. Olvídate de hurtar en tiendas y robar carteras.

—¿Por qué? —El niño alzó la vista para mirarme.

—Porque si no, no te podrás adaptar a la sociedad.

—Pero…

—Calla y hazme caso. Olvídate de eso —le aconsejé sintiéndome extraño, ¿quién era yo para dar consejos a un niño? Saqué una cajita y le dije—: Toma, te regalo esto.

—¿Qué es?

—Es algo que yo hubiera necesitado al principio, pero no ya. Ábrela cuando todo te vaya tan mal que te quieras morir, cuando necesites fuerzas, cuando las cosas se pongan difíciles. ¿De acuerdo?

—Pero… ¿y si me lo quitan como la otra vez?

—Pues entonces… vamos a enterrarlo en algún sitio.

Vi una ruta de senderismo y nos encaminamos por el sendero pavimentado de color marrón. A mitad de camino había una estatua de piedra de una mujer que se reía como una loca. Nos pusimos a cavar en la tierra de detrás de la estatua con las manos y con las latas vacías hasta hacer un agujero bien hondo. La inscripción de la estatua estaba casi borrada pero ponía algo sobre una donación para conmemorar algo, así que pensé que allí no se pondrían a hacer ninguna obra, ni corría peligro de ser desenterrada por alguien.

—Si resulta que al final no la necesitas, dásela a algún otro niño como tú.

El niño y yo seguimos andando sin abrir la boca. Poco a poco el sol se iba poniendo y me entró frío. Fuimos a salir a una plaza, donde vimos una pelota de tenis en el suelo. Cogí con indiferencia la pelota, estaba manchada de tierra y le sacudí el polvo con la mano. Al otro lado de un banco había un chaval con su padre jugando a lanzarse una pelota. Aquel chaval tenía más o menos la misma edad que el niño, pero su forma de lanzar la pelota era torpe y sin ganas. Cada vez que el chaval lanzaba la bola, el padre le decía algo. Sobre el banco habían dejado sus pertenencias: una cámara de fotos digital y una videoconsola portátil.

—¿A ti se te da bien lanzar la bola?

—No sé…

—Lánzamela más rápido que ese crío inútil.

Al lanzarle la bola lejos, el niño dudó por un instante pero luego corrió a por ella. El padre y su hijo se habían percatado de nuestra presencia y nos estaban mirando. El niño recogió la pelota y me la devolvió desde allí con fuerza. Al recibirla, sentí dolor en las puntas de los dedos, pero se la devolví con más fuerza todavía. Sin embargo, el niño la capturó con ambas manos y me la devolvió con más potencia que la vez anterior. Esta vez fallé al cogerla y el niño se echó a reír. Padre e hijo nos observaban desde lejos mientras nos lanzábamos la pelota. Tras continuar así un par de minutos, caí en la cuenta de que esa pelota debía de ser suya. Les di las gracias como haría una persona normal y les devolví la pelota con un lanzamiento bajo.

—Escucha —le dije al niño cuando llegó hasta mí, casi sin aliento—. Ya no nos podremos volver a ver, porque me tengo que ir lejos de aquí. Pero no te conviertas en alguien insignificante. Aunque lo pases mal, tendrás tu oportunidad.

Cuando le dije esto él asintió con la cabeza. Nunca me había cogido de la mano, pero en el camino de regreso a casa me volvió a agarrar de la punta del abrigo.

—De momento, cómprate algo de ropa… ropa presentable.