Capítulo 16

CUANDO era pequeño, siempre había una torre en la distancia.

Al alzar la vista desde un sucio callejón formado por filas de casas y pisos bajos, siempre se veía esa torre borrosa. Era como una torre de una vieja ensoñación, cuya silueta difuminada se elevaba entre la niebla. Era como algo sacado de algún país extranjero, solemne, tan alta que no se le veía la cúspide, y era tan hermosa y tan lejana que parecía que por mucho que anduvieses nunca podrías llegar hasta ella.

Entraba en una tienda y deslizaba una bola de arroz en mi bolsillo. Las posesiones ajenas pesaban en mis manos como cuerpos extraños. Pero yo no sentía ninguna culpa ni veía ninguna maldad en esos actos. Yo estaba creciendo, necesitaba comer, no había nada malo en robar un poco de comida, así que simplemente la cogía y me la comía. Las reglas de los demás eran algo que otros habían creado. Me metía la bola de arroz en la boca y mientras la masticaba me quedaba contemplando la alta torre que se elevaba por detrás de la hilera de postes de electricidad, más allá de las calles sucias, junto a la arboleda de la colina. Quizá algún día esa torre me hablara. Mientras me rascaba el muslo que asomaba por debajo de los pantalones cortos, no era plenamente consciente de que lo que se alojaba en mi estómago, era la comida de otro.

Se oían las voces eufóricas de un grupo de niños de mi misma estatura. Uno de ellos, de pelo largo, llevaba un coche de juguete en la mano. La voz chillona del niño proclamaba que lo había comprado en el extranjero. El coche era resplandeciente y tenía un sofisticado acabado. El niño lo hacía correr y acelerar con un pequeño mando que tenía en la mano.

Al ver aquello me agité por dentro. Pensé que ese niño era un ser despreciable porque estaba presumiendo de algo que no había conseguido por sí mismo, sino que se lo habían regalado. Me propuse darle un escarmiento, y se lo robé. Puesto que ellos no sabían que yo estaba allí, fue un robo extremadamente fácil. Los objetos del extranjero, por alguna razón, siempre me hacían pensar en aquella torre.

Me puse a jugar con el coche yo solo, en silencio, en una callejuela sin asfaltar llena de tierra y piedras. Pero ya no relucía tanto como cuando lo vi por primera vez. Sentí que había algo extraño, empecé a encontrarme mal y apagué el interruptor. Puse el coche lejos de mí y encendí el interruptor de nuevo temerosamente, pero la extrañeza que sentí cuando empezó a moverse me hizo detenerlo de nuevo y ponerlo aún más lejos. Finalmente abandoné el coche en medio de un lodazal al lado del río. Muy lejos en la distancia se alzaba la torre. Seguía elevándose hacia el cielo, lejos de mí, oculta entre la niebla, y sin decirme nada.

Nunca se me ocurrió preguntarme por qué había una torre en las afueras de mi ciudad. Tal vez ya estuviese allí cuando yo nací. El mundo era firme e inamovible. Siempre todo discurría a la velocidad oportuna, empujándome por la espalda, desplazándome gradualmente hacia alguna parte. Solo cuando robaba las posesiones ajenas sentía que era verdaderamente libre. La tensión de ese momento me permitía desprenderme de todo cuanto me rodeaba, era la única manera de alejarme de ese mundo sólido e inflexible.

Cuando empecé la escuela primaria, un día el niño elegido como delegado de la clase trajo un reluciente reloj.

—Es de mi padre —decía mientras se lo enseñaba furtivamente a cuantos lo rodeaban—. Funciona incluso debajo del agua.

Todos los niños se quedaron mirando ese reloj que aunque se mojase no se estropeaba. Y yo se lo robé.

¿Por qué se me tuvo que caer el reloj al suelo justo en el momento en que todos estaban mirando? Moví la mano ágilmente y para cuando tenía el reloj metido hasta la mitad dentro del bolsillo, se suponía que mi acto había llegado a su fin. Pero el reloj se deslizó desde mi pequeño bolsillo y cayó al suelo con un gran estruendo. Todos dirigieron la mirada hacia el reloj caído en el suelo, que del impacto había dejado de funcionar, y luego todos los ojos se dirigieron a mi cara.

—¡Ladrón! —gritó el delegado de la clase—. ¡Se ha estropeado! ¡Era muy caro! ¿Cómo te has atrevido a tocarlo con esas manos tan sucias?

Se armó un gran alboroto en el aula. Varias manos me agarraron por los brazos y las piernas y me zarandearon hasta que me desplomé en el suelo de la clase. Un joven profesor que oyó los gritos de «¡Ladrón, ladrón!» se acercó a mí, que estaba tumbado en el suelo, y me cogió del brazo. El maestro parecía estar confuso por las acusaciones que los niños vertían hacia mí.

—Discúlpate —dijo el profesor, también gritando—. Si lo has robado de verdad, discúlpate.

Ahora que lo pienso, quizá aquello fuese una liberación, ya que ése fue el momento en que por primera vez (si exceptuamos la torre) mi comportamiento fue expuesto a los que me rodeaban y al mundo entero. No obstante, yo no sentí tal liberación. En medio de la vergüenza que suponía que me estuviesen inmovilizando entre todos, lo que yo sentía era una especie de profundo placer. Si no puedes evitar que la luz te dé directamente en los ojos, es mejor que tomes la dirección opuesta. Me quedé tirado en el suelo mientras me sujetaban, sin oponer resistencia y sin ocultar la sonrisa que afloraba en mis labios. Desde la ventana del aula pude ver la torre. Llevaba allí tanto tiempo que pensé que tal vez me dijera algo. Pero incluso en ese momento la torre simplemente se mostró hermosa y remota. Sin aceptarme ni rechazarme mientras sentía placer en medio de mi humillación. Y así cerré los ojos.

Me propuse seguir robando hasta que dejase de ver esa torre. Cayendo cada vez más bajo, moviéndome entre las sombras. Pensé que mientras más robase más me alejaría de aquella torre. Pronto, la tensión al hacerme con algo ajeno empezó a atraerme; la tensión al tocar con mis dedos las pertenencias de otras personas, y esa calidez que me inundaba justo después. Era una acción que negaba cualquier valor y ultrajaba cualquier restricción. Robaba cosas que necesitaba y cosas que no necesitaba, y me deshacía al momento de las que no necesitaba. Ese placer que hacía desaparecer toda extrañeza y que me recorría la piel de las puntas de los dedos cuando éstos se estiraban hacia esa zona en la que está prohibido entrar. No sé si sería porque mis acciones sobrepasaron cierta línea, o si fue simplemente porque me hice mayor, pero antes de que me diese cuenta la torre había desaparecido.