EL hombre del segundo encargo tenía veintiocho años y vivía en un edificio de siete plantas. No sabía a qué se dedicaba pero, a juzgar por su semblante y apariencia, no parecía que se encargase de algo excesivamente importante y clandestino. Este piso también se hallaba en una urbanización, así que no podía permanecer parado en las inmediaciones. Entré en un café cercano y me puse a observar a los transeúntes a través de la ventana. El tipo no tenía coche ni bicicleta, así que para ir hasta la estación, tendría que pasar por delante de mí. Esperé unas dos horas, pero el hombre no se dejó ver. Salí del café, caminé a paso lento por la calle, me dirigí de nuevo hacia el piso, y volví a entrar otra vez en el café.
A media mañana del segundo día de vigilancia, el hombre salió por fin del piso. Yo había ido hasta allí en taxi y me había puesto a esperar, pero como no había indicios de que fuese a salir, me fui al café. Justo cuando acababa de hacer mi pedido vi al hombre venir andando. Salí del café y lo seguí. Entró en la estación, atravesó el torno y llegó al andén. Si iban a dejar un mechero y unos cabellos suyos al lado de un cadáver, eso significaba que tenía antecedentes penales. Sin embargo, tenía aun más cara de niño bueno que en la foto, por lo que al verlo en persona no daba para nada esa impresión.
El tren que llegó estaba convenientemente abarrotado. Pensé que lo mejor sería hacerlo dentro del vagón, así que me situé justo detrás de él. Llevaba su pelo negro ligeramente fijado con gomina. No tenía ningún cabello suelto ni en los hombros ni en la nuca, así que no me quedaba más remedio que arrancárselos directamente. La calefacción dentro del vagón era excesiva y el hombre estaba sudando. Cuando el tren empezaba a pararse, empujó con el pecho a los pasajeros de delante para poder apearse. En ese momento acerqué mi cuerpo a su espalda. En las puntas de los dedos índice y corazón me había adherido unos fragmentos de lima para las uñas que tenía por casa. Al abrirse la puerta entró una bocanada de aire frío. En cuanto puso un pie fuera del vagón, alcé la mano fingiendo que perdía el equilibrio justo a sus espaldas, le atrapé unos cuantos pelos de la zona del remolino entre mis dedos índice y corazón, y tiré de ellos como si estuviese arañando el aire. Al arrancárselos, sintió un ligero tirón y se giró suavemente, casi indiferente, para mirar atrás, pero yo ya le había rodeado y me hallaba delante de él. Ya solo me quedaba robarle el mechero.
Se encaminó hacia las escaleras de la estación, pero de repente cambió de dirección. Me di cuenta de que se dirigía hacia la zona de fumadores del andén de la línea Yamanote. Sacó un cigarrillo, pero parecía que no encontraba el mechero. Primero pensé que sería un fastidio que lo hubiera perdido, pero luego se me ocurrió una idea; me puse unos guantes, limpié una y otra vez mi propio mechero barato de usar y tirar dentro del bolsillo y me encendí un cigarrillo justo a su lado. Vi que él aún lo seguía buscando y que estaba a punto de darse por vencido, y le pasé mi mechero sin mediar palabra. Él me lo agradeció con una leve inclinación de la cabeza y se encendió el cigarrillo con mi mechero. Pensé que las huellas dactilares podían parecer poco naturales, así que cuando me devolvió el mechero, lo cogí mal adrede para que se me cayese al suelo y hacer que él lo recogiese. Me entregó de nuevo el mechero y con eso acabó todo. Me subí al primer tren que vino y me alejé del lugar.
Fui a un salón de belleza para cortarme el pelo y teñírmelo de castaño. También me puse unas gafas sin graduar. La otra vez que me encontré con Kirita apenas me vio un instante así que probablemente no me reconocería pero, por si acaso, era necesario cambiar de imagen. También sustituí mi habitual abrigo negro por una chaqueta blanca de plumón. A las seis de la tarde me dirigí hacia Shibuya.
Cogí un taxi y justo en el momento en que éste se detuvo en el semáforo frente a los grandes almacenes Seibu, lo vi. Llevaba puesto el mismo abrigo negro que la otra vez y también cargaba con el mismo maletín de ejecutivo. Me bajé del taxi y me puse a seguirlo. Las estrechas calles estaban a rebosar de gente y cada vez que Kirita se detenía, yo me iba acercando a él. Tal vez se lo podría robar antes de llegar al bar. Kirita se paró en el semáforo y yo me puse justo detrás de él, pero por algún motivo había al lado una mujer que no dejaba de mirar hacia él, así que no podía hacer ningún movimiento. El semáforo se puso en verde y yo seguí persiguiéndolo entre la asfixiante masa de gente.
Justo cuando había decidido que se lo robaría en el siguiente semáforo, Kirita se giró de repente. Me puse tenso, tuve miedo de que me reconociera, luego pensé que era imposible, así que desvié la mirada y él pasó de largo por mi lado. Lo fui siguiendo a una distancia prudencial hasta que entró en unos grandes almacenes de la cadena Parco. Inspeccionó el interior de la tienda y se dirigió hacia las escaleras mecánicas. Puesto que al subir la gente va quedando a diferentes alturas, las escaleras mecánicas son idóneas para robarles cosas de bolsos que lleven en la mano. Me puse justo detrás de él en las escaleras mecánicas e intenté concentrarme mientras subíamos. En el lateral había espejos, así que esperé a un tramo en que no hubiera ninguno. El hombre de detrás estaba hablando con una mujer que había aún más atrás, y ninguno de los dos estaba mirando en mi dirección. Pensé que estaba en el lugar adecuado, en el momento adecuado. Sentía una calidez en mi interior, y era consciente de una sensación agradable a medida que los brazos se me iban entumeciendo. En cuanto la cara de Kirita dejó de reflejarse en un espejo, con la mano izquierda agarré desde abajo su maletín, para estabilizarlo y que no se balancease, y con la mano derecha abrí la cremallera, saqué de dentro el teléfono móvil y me lo metí en la manga. Cuando acabé de cerrar la cremallera, retiré la mano izquierda. Kirita se subió a otra escalera mecánica que llevaba a una planta superior y yo me desvié a la izquierda, mientras miraba de reojo para asegurarme de que él seguía ascendiendo. Busqué unas escaleras y bajé andando. Me sentía sin fuerzas y me recorrió un penetrante escalofrío mientras me sacaba el móvil de la manga y me lo metía en el bolsillo.
Salí de nuevo a las calles de Shibuya, que estaban atestadas de gente. Le metí la mano en el bolsillo interior de la chaqueta a un hombre de mediana edad y con apariencia adinerada que venía andando hacia mí, y me guardé su cartera en la manga. El destello de la luz que se reflejaba en el alfiler de su corbata permaneció en mis ojos como una ilusión óptica y lo veía de color verde aun cuando los cerraba. Cogí un taxi y una vez dentro comprobé la cartera del hombre. Contenía ciento veinte mil yenes, unas cuantas tarjetas de crédito y algunas tarjetas de mujeres de clubes nocturnos. En el estrecho interior de un taxi siempre me sentía totalmente aislado de las calles abarrotadas de gente, y tenía la sensación de que podía huir.
Me dirigí en el taxi hacia el barrio de Ebisu. El bloque de apartamentos que me habían indicado era relativamente nuevo e impoluto. En cuanto lo metiese todo en el buzón del apartamento número 702, las primeras dos tareas habrían finalizado. Tal y como me dijeron, al abrirlo encontré en su interior un sobre blanco, que reemplacé con la bolsa que contenía el teléfono móvil, el mechero y los cabellos. Se me pasó por la cabeza quedarme a ver desde lejos al hombre que vendría a recogerlo, pero finalmente me alejé del edificio y volví a coger un taxi. Una vez dentro del vehículo abrí el sobre. Mientras sostenía en la mano la fotografía de mi próximo objetivo, empecé a inquietarme. Era un hombre de unos cuarenta años, con los ojos hundidos, las mejillas macilentas y pelo ralo. Al observar su cara, me pareció el tipo de hombre con el que es mejor no cruzarse. Por desgracia, mi intuición hasta ese momento siempre me había funcionado. Sentí la necesidad de encender un cigarrillo para relajarme, pero el taxista me dijo que estaba prohibido fumar.
Bajé del taxi, aspiré profundamente el humo del tabaco y comencé a caminar por una calle en la que no había estado nunca. Era en una zona residencial de viejos apartamentos y pocas farolas. De improviso me sonó el teléfono móvil y me puse a mirar absurdamente a mi alrededor. Se suponía que los únicos que conocían este número eran Saeko e Ishikawa. Al contestar tras observar en la pantalla que se trataba de una llamada con número oculto, me habló un hombre desconocido.
—Vaya, qué rápido eres. Ya solo te queda uno. Supongo que habrás cogido el sobre del buzón, ¿no? —Su voz me parecía desagradable, era alta y áspera.
—¿Quién eres?
—Eso no importa. El último tipo, un tal Yonezawa, estará mañana a las ocho en Shinjuku. Róbaselo allí.
—¿Y si no lo consigo…?
—Tienes hasta el próximo martes para hacerlo. Quedan cinco días. Pero gracias a ti, mi trabajo ahora es considerablemente más fácil. He oído que si no lo consigues te van a matar. Pero ni se te ocurra huir, ¿eh?
Una chica rubia que llevaba un perro de paseo me miraba con desconfianza.
—¿Está Kizaki contigo?
—¿El señor Kizaki? No. Y tampoco sé dónde está.
—¿Qué es lo que quiere ese tío? —pregunté, y mi interlocutor resopló aparentemente cansado—. No son ni los documentos ni el mechero ni nada de eso.
—¿Y qué más da?
Al otro lado del auricular se oía levemente la risa lejana de una mujer, los ruidos de fondo se fueron haciendo más fuertes y al final se cortó la línea. Mientras esperaba al perro gordo, que olisqueaba insistentemente un poste de la luz, la chica todavía seguía mirando hacia mí. Al devolverle la mirada, ella le dijo algo al perro y se lo llevó de allí a la fuerza. Estaba oscuro. Quizá la mujer de hace un rato no me estaba mirando a mí, sino a algo que había justo por detrás de mí.