EL hombre del primer encargo se llamaba Kirita, tenía cuarenta y dos años y vivía en un apartamento en el barrio de Gotanda. En la fotografía vestía un traje de buena confección y llevaba el pelo corto. Como bróker financiero, se dedicaba a hacer de intermediario entre la mafia y empresas que aún no habían salido a bolsa. A las empresas que no podían conseguir financiación de un banco les ofrecía como mediador el dinero de la mafia. Si la empresa conseguía mejorar sus resultados y salir a bolsa, la cotización de sus acciones subía y obtenían un gran beneficio. En estos casos, las empresas que habían recibido financiación no sabían que ese dinero provenía de la mafia. A él solo tenía que robarle el teléfono móvil, pero cuando te señalan el objetivo, el hurto resulta más complicado.
Memoricé la fotografía y las escuetas anotaciones que me habían entregado y me pasé por delante del apartamento de Kirita. Si hubiese una cafetería o algo así cerca, podría vigilar desde dentro a través de una ventana, pero no había ningún establecimiento de ese tipo a la vista. El apartamento estaba en medio de una zona residencial y si me quedaba parado en la calle llamaría la atención. Al ver que se movía la cortina de la habitación de Kirita, bajé la cabeza y me puse a andar. Me alejé del apartamento, encontré un parque y me senté en un banco oxidado. Había una madre con su hijo jugando en silencio al lado de un estrecho tobogán. Me llamó la atención lo que pensé que era un trozo de madera con un agujero que salía de la cabeza del niño, pero resultó que no era más que una bolsa de papel que éste se había puesto en la cabeza. Entre bromas, la madre perseguía al niño mientras éste se escapaba. Podía ver la salida del apartamento, pero estaba lejos y resultaba difícil distinguir con claridad quién salía.
Transcurridas cuatro horas, salió un hombre que podría ser el de la foto. Llevaba puesto un abrigo de color crema y un bolso colgado del hombro, pero se puso a caminar en dirección opuesta a donde yo me encontraba, así que no pude verle la cara. Empecé a seguir al hombre a paso ligero. Caminaba con el cuerpo doblado hacia delante como un langostino, y con sus dedos, extrañamente largos, separados. Cuando llegué casi a la altura de la salida del apartamento, la puerta automática se abrió de nuevo y salió otro hombre. Llevaba un abrigo negro y un maletín de ejecutivo también negro. «Éste sí que es Kirita», pensé. Aunque me había pillado totalmente desprevenido, reaccioné y al cruzarme con él bajé la cabeza y me llevé la mano al bolsillo haciendo ver que buscaba un cigarrillo. Me habían pedido algo del todo absurdo: robarle el móvil sin que se diese cuenta, para que pensase que lo había perdido. Me puse a seguir a Kirita manteniendo cierta distancia.
Entró en una droguería y luego fue a la estación, donde se vio con un hombre gordo en un establecimiento de una cadena de cafeterías. Llevaba la cartera guardada en el bolsillo interior izquierdo de la chaqueta, pero el móvil lo llevaba dentro del maletín. Me pareció que dentro de la cafetería sería complicado robárselo, así que esperé a que saliese. Pensé en quitárselo dentro del tren, pero al salir de la cafetería se despidió del hombre gordo y cogió un taxi. Yo hice lo propio y le dije al taxista que siguiese al taxi de delante. Pero el taxista aún era joven y tuve que ir constantemente dándole instrucciones, como que dejase un coche entre nuestro taxi y el otro, o que a ser posible cambiase de carril.
Se bajó en el distrito de Akasaka y se metió en un bar subterráneo. Era un local amplio que incluso tenía un escenario para actuaciones. Estaba repleto de gente y de bullicio. Me senté en la barra mientras pensaba que ese sitio se adaptaba muy bien a mis necesidades. Pedí un cóctel ligero y descansé ambos brazos sobre la superficie de madera desgastada y descolorida.
Pasó toda una hora y Kirita parecía que estaba ya un poco ebrio: hablaba más alto, hacía más gestos, abría la boca como un reptil para reírse. Lo acompañaba un hombre joven con pinta de universitario que le extendía unos documentos sobre la mesa, pero él apenas los miraba.
Kirita sacó el móvil y tras llamar a alguien lo volvió a guardar en el maletín, que estaba en el suelo. Yo esperaba que se lo metiese en el bolsillo interior, pero no hubo suerte. Al ver su estado de embriaguez, pensé que si conseguía robárselo ese día sería fácil que él pensase que lo había perdido; además, no sabía cuándo volvería a encontrármelo en condiciones tan favorables, y el plazo en el que tenía que cumplir esta tarea también era el más próximo. Cuando la camarera se acercaba a su mesa, me levanté de la silla.
Los servicios estaban detrás de la mesa de Kirita. Fingí que me dirigía hacia allí y adapté mi velocidad a los movimientos de la camarera. Esta puso vasos limpios sobre la mesa, inclinó la cabeza y justo en el momento en que comenzaba a andar de nuevo, yo me crucé con ella y le puse la zancadilla. La mujer se cayó y los vasos que llevaba en la bandeja fueron a parar al suelo y se rompieron estrepitosamente. Yo fingí que también perdía el equilibrio y me caí al suelo, pero la mayoría de las miradas estaban puestas en el cuerpo de la mujer, enfundado en una falda corta, que se había derrumbado acompañado por el estridente ruido. Al mirar para comprobar la reacción de Kirita, vi que se llevaba sorprendido las manos a los hombros, que se le habían mojado un poco, y miraba hacia la camarera. Me incorporé y, sentado en el suelo, usé mi abrigo como si fuese una falda y oculté con él el maletín de Kirita. Metí la mano izquierda por el agujero que tenía hecho en el bolsillo y así pude abrir la cremallera del maletín por dentro del abrigo. El joven compañero de Kirita se levantó y empezó a decirle algo. La mujer intentó levantarse e inmediatamente se llevó la mano a la falda, que se le había subido al caerse; luego abrió la boca como para disculparse. El maletín estaba totalmente oculto bajo el abrigo, que interceptaba todas las miradas. A través del abrigo metí la mano izquierda en el maletín y rebusqué un poco en su interior hasta que atrapé con los dedos la correa del móvil y me lo metí en la manga. Kirita se estaba levantando para ir a ayudar a la camarera. Mientras sacaba la mano del maletín, concentraba las fuerzas en las piernas para poder levantarme del suelo. Justo cuando empezaba a sentir una calidez ascendiéndome por la garganta, el móvil que me acababa de meter en la manga empezó a sonar estridentemente.
Por un momento me quedé como petrificado y no me podía mover. El tono de llamada del móvil sonaba desde dentro de mi manga. Kirita dejó de mirar a la camarera y se puso a mirar en mi dirección. Dejé caer el móvil desde la manga hasta el interior del maletín, concentré toda mi atención y, a través del abrigo, volví a cerrar la cremallera del maletín. El sonido se amortiguó al meterlo de nuevo en el maletín, pero Kirita pareció no percatarse del cambio. La camarera se disculpó ante Kirita y ante mí. Yo me levanté con el pulso acelerado y también me disculpé. Sin embargo Kirita abrió la cremallera del maletín sin mirarnos y se puso al teléfono, que aún seguía sonando. Pensé en irme de allí, pero sentí la necesidad de escuchar la conversación de Kirita, así que me puse a ayudar a la camarera a recoger los vasos que se le habían caído. De un vistazo rápido pude ver lo que Kirita apuntaba en silencio: Jueves, 7, Shibuya, Daijingu. Me disculpé de nuevo inclinando la cabeza y pagué la cuenta. Me había visto la cara de cerca, lo que hacía su seguimiento aún más complicado.
Cogí un taxi para volver a casa. Le pregunté al taxista que si podía fumar; me dio permiso ya que ésa era su última carrera del día, y abrió un poco la ventanilla. Encendí un cigarrillo y me puse a contemplar las hileras de luces de neón de las concurridas calles que íbamos dejando atrás. No conseguía relajarme; me venían a la mente los rostros de Ishikawa y de Saeko. ¿Qué diría ella si me viese en estos momentos? Hundido, manipulado, sometido a Kizaki… aun así pensé que ella trataría de animarme, me apoyaría. Conociéndola, seguro que incluso se reiría mientras se quitaba la ropa, diciendo que tal vez íbamos a morir pronto y que vendría conmigo.
Me bajé del taxi y regresé a mi apartamento. Ahí estaba otra vez el niño, sentado delante de la puerta, durmiendo. Llevaba puestos unos pantalones largos, pero la tela de la sudadera gris que vestía era fina. Al observar sus extremidades, volví a tener la sensación de que el lugar en el que había nacido había determinado su vida. Y en medio de esa opresiva situación, él seguía esforzándose por seguir adelante. Pensé que con el frío que hacía podría morir si se quedaba ahí, así que le di un golpecito con el pie y el niño abrió los ojos. Por un instante me miró con el ceño fruncido, y antes de que yo pudiese abrir la boca, me preguntó en voz baja si podía quedarse a dormir esa noche en mi casa.
—Ni hablar. Vuelve a tu casa.
—¿Por qué? —Al respirar el niño expulsaba un débil vaho blanco.
—Tu madre vendrá a buscarte, y traerá a la policía.
—No vendrá.
—¿Cómo lo sabes?
—Pues porque me quiere echar de casa. —El niño se levantó y se sacudió suavemente la arenilla y porquería que se le había quedado en las palmas de las manos. Tenía la piel sucia y las suelas de sus zapatos estaban totalmente desgastadas. Iba a dejarlo entrar en casa, pero recordé que ni siquiera tenía vajilla, así que decidí ir primero a una tienda de 24 horas. En cuanto me puse a andar él me siguió.
—El tío ese ahora siempre está en casa, y yo le molesto.
—¿Te lo ha dicho él?
—Me lo dice cada dos por tres, porque quiere hacerlo con mi madre a todas horas. —A lo lejos se oía el motor de un coche que iba acelerando—. Es que tiene celos, por mi madre. Como quiere hacerlo a todas horas, yo tengo que estar fuera de casa todo el rato. Y cuando acaban, está borracho y me pega… —Le puse la mano encima del hombro.
—Y ese tío… ¿sabe que tu madre trabaja de…?
—Claro que lo sabe. Y encima está celoso, a pesar de que él mismo la obliga a hacerlo. —Tras oír esto me costaba respirar.
—¿Quieres irte de casa?
—Sí. —En sus ojos apareció un extraño brillo—. Pero aunque me escape, me pillarán enseguida. Y cada vez que me pillan me riñen, y si está el tío ese en casa, me pega. Así que…
—Conmigo no te puedes quedar.
—¿Por qué?
Le quité la mano del hombro, pero me pareció que no había sido el mejor momento para hacerlo.
—Yo tengo un trabajo arriesgado. No sé cuándo me voy a morir. Tú no tienes porqué mezclarte con más adultos que hayan fastidiado sus vidas.
—Pero…
—¿Y qué te parecería ir a un centro de acogida? —Observé su cara y me pareció que se lo estaba pensando.
—¿Podría entrar en uno?
—Sí, siempre que cumplas los requisitos que exigen. Pero, antes de hacer nada, debes pensarlo bien, ¿realmente quieres separarte de tu madre?
—Oye, que ya no soy un crío.
Alzó la vista hacia mí. Con sus grandes ojos desafiantes y penetrantes como dardos, me recordaba a mí mismo hacía mucho tiempo.
—Intentaré comentárselo a tu madre. A partir de ahora dejaré la puerta abierta, así que si alguna vez tienes frío, puedes entrar con total libertad.
Tras esta conversación, entramos en la tienda de 24 horas, donde compramos té con leche caliente, una cajita de grasienta comida preparada y un cartón de leche.