CON el brazo aún sujeto por el hombre, atravesamos el barrio de Kabukichô y entramos en un bloque de oficinas en medio de la oscuridad. Tenía tanta fuerza que parecía que por más que yo recurriese a la violencia o forcejease no serviría de nada. Así que subí por las tenebrosas escaleras siendo consciente en todo momento del peligro que corría en caso de que intentase escapar. Los rellanos de cemento estaban sucios de barro y porquería, y las paredes grises estaban muy descoloridas, y en algunas partes hasta negras. La salida ya nos quedaba muy lejos.
Al abrir una puerta sin letrero ni placa nos encontramos con una nueva puerta, negra y de hierro; y al abrir esta puerta nos recibió una luz roja acompañada por un estridente ruido. Una multitud de hombres y mujeres se contorsionaban bajo la potente iluminación. Había sofás y mesas, y sobre ellos retozaban cuerpos desnudos. Un hombre mayor hundía la cara entre las piernas abiertas de una mujer sentada sobre una mesa; se oían los gritos de placer de una mujer producidos por los movimientos de un hombre joven; y en los sofás había varias parejas copulando y besándose unos con otros. Pasamos entre todos ellos mientras el hombre seguía agarrándome del brazo. Crucé la mirada con una mujer que tenía en la boca el pene de un hombre; tras ella había otra mujer con la boca abierta, cuyo cuerpo manoseaban insistentemente dos atractivos jóvenes. Un hombre con apariencia de camarero salió de detrás de la barra sin decir palabra y, sin echar ni una mirada a los hombres y mujeres que lo rodeaban, guió a Kizaki a través de la sala. Una mujer que se arrastraba por el suelo como si fuese un perro me agarró de la pierna mientras gritaba. Me deshice de su brazo, pero parecía que la mujer no se daba cuenta de que me la había quitado de encima. Había otra tumbada con la vista perdida, y también un hombre corpulento tirado en el suelo. Pasamos al lado de una mujer que arqueaba el cuerpo mientras la estrangulaban, y por fin llegamos hasta la puerta, que quedaba detrás de un hombre al que una mujer le lamía todo el cuerpo y de otra que se estremecía en espasmos en el suelo. Por alguna razón, había un pensamiento que no me podía sacar de la cabeza: ¿Acaso no estará aquí Ishikawa?
El camarero abrió la puerta y cruzamos un estrecho pasillo que acababa en otra puerta. Tras abrirla, entramos en una pequeña habitación en la que había dos sofás, uno frente al otro, y entre ellos, una mesita plateada. En las paredes no había nada más que un cuadro de una planta difuminada, al estilo de los impresionistas.
—¿Quieres tomar algo? —Soltó estas palabras como si nada, haciendo caso omiso a la escena que acabábamos de ver.
—No, gracias.
—Bueno, pues entonces agua y para mí lo de siempre.
El camarero le hizo una profunda reverencia, salió de la habitación y cerró la puerta. El ruido desapareció por completo y en la habitación se hizo el silencio, pero a mí me quedó un potente zumbido en los oídos, como si alguien me estuviese llamando desde lejos.
—Esto es el infierno. ¿No te parece fascinante? —Tras decir esto, Kizaki sacó un cigarrillo de su pitillera y se lo puso entre los labios—. Pero es un infierno seguro, ya que solo pueden entrar aquellas personas que hayan pasado una prueba para detectar enfermedades de transmisión sexual. Pero una vez que entras, ya no hay salida. Puesto que es el infierno. No hay una sola persona que no repita.
El camarero entró de nuevo tras llamar a la puerta. Dejó sobre la mesa un vaso alargado grabado con espirales y una botella que contenía un líquido parecido al whisky, y por otro lado un vaso transparente y un botellín de agua. En cuanto se fue, la habitación volvió a quedarse en silencio.
Kizaki, sin decir palabra, sonrió y empezó a beber ese líquido que parecía whisky. Yo bebí el agua poco a poco para mojarme la garganta, que la tenía seca y dolorida. Él me miraba continuamente mientras tamborileaba con los dedos sobre la mesa.
—No ha sido por casualidad, ¿verdad? —pregunté. Aún tenía la voz ronca, a pesar de que el agua ya debería de haberme aliviado la garganta seca. Tenía los músculos posteriores de ambos brazos un poco entumecidos.
—Claro que no ha sido casual. Sabía desde hace tiempo que habías regresado a Tokio.
—¿Cómo?
—Me lo dijo Tachibana. Bueno, aunque no lo hubiera sabido por él, tarde o temprano me hubiera enterado. Porque precisamente tenía la intención de volver a verte. Un subordinado me dijo que estabas en Shinjuku. Me asomé por la ventana y efectivamente, ahí estabas. Y cuando iba a acercarme, ¡tú mismo vienes hacia mí! ¡Eres todo un carterista!
—¿Qué pasó con Ishikawa…?
—Desapareció. Sin dejar ni rastro. —Sentí una punzada en el corazón—. Para ser más exactos, solo han quedado sus dientes. Quemamos su cuerpo y luego quemamos sus huesos, y se convirtió en polvo blanco. Sus dientes estarán esparcidos por alguna parte de la Bahía de Tokio, ya que es un coñazo tener que pulverizarlos. Así que su cadáver no está enterrado en ninguna parte. Ha desaparecido, literalmente.
—Y yo… ¿también desapareceré?
—Recibiste el mensaje, ¿no? Decía que a ti te dejaba libre. Puedes serme útil, y además me pareces interesante. Aquel tío, en cambio, sabía demasiado. Aunque a ti no te hubiese contado nada, como sabía demasiado, dijo que quería dejarlo. Simplemente le hice colaborar en un atraco a mano armada antes de liquidarlo.
Sentía que perdía las fuerzas y por unos momentos no reconocía ni lo que tenía ante mí. Me pareció que sus ojos, ocultos tras las gafas de sol, permanecían inmóviles y me miraban fijamente.
—¿Y por qué… aquello…?
—¿El qué?
—¿Por qué no os encargasteis de aquel atraco vosotros solos? ¿Por qué nosotros…?
Tras mi pregunta, Kizaki se secó los labios. Me extrañó pensar que incluso los hombres como él se secaban los labios.
—En el hipotético caso de que las cosas no saliesen según lo previsto y la policía no llegase a la conclusión de que había sido una banda de atracadores chinos, entonces necesitábamos unos cadáveres: los cadáveres de los verdaderos autores del atraco. Les haríamos creer que vosotros formabais parte de otra banda de atracadores, bajo las órdenes de una organización ajena a la nuestra. Si hubiésemos matado a alguien cercano a nosotros, la cosa podría acabar salpicándome. No podrían llegar hasta mí, pero se acercarían bastante. Sin embargo, si los que muriesen fueseis vosotros, la policía solo se podría encaminar en la dirección que nosotros les habíamos preparado. ¿Sabes por qué?
Permanecí callado.
—Porque vosotros no tenéis familia. Porque vosotros estáis solos en este mundo, y aunque murieseis no habría nadie que os echase en falta. Hasta que se esclareciese vuestra identidad, pasaría mucho, mucho tiempo. La policía, al encontrarse frente a unos cadáveres y sin pista alguna, se lanzaría de cabeza a las pruebas falsas que nosotros les habíamos dejado. Así que en ese momento necesitaba personas sin ataduras en ese sentido. Aunque claro que, si realmente no tuvieseis ataduras, quizá podrías escapar de mí… también teníais ese tipo de libertad.
—Aquella vez… vuestro objetivo no era el atraco, ¿verdad? —Al hablar me tembló la voz—. Puede que necesitaseis de verdad el dinero y los documentos, pero el principal objetivo era el asesinato.
—Así es… aunque con algún matiz. —El hombre seguía sonriendo mientras bebía aquel licor—. Era necesario asesinarlo de tal forma que, tanto a los medios de comunicación como a la sociedad, les pareciese una muerte desafortunada a manos de unos atracadores. Aún así, quedaría un reducido número de personas que se daría cuenta de que la muerte de aquel político era obra mía. A estos últimos no podíamos amenazarlos con matarlos de forma violenta, que te empujen desde el andén y te caigas a las vías del tren, o que te encuentren tiroteado, genera dudas, cabos sueltos que alguien podría querer investigar. Teníamos que cometer el asesinato y disfrazarlo de suceso, un caso de mala suerte, pero asegurándonos de que todo el mundo captase el mensaje. Los que creyesen la versión oficial, pensarían que soy lo suficientemente poderoso como para conseguir que la mafia china trabaje para mí; en cuanto al resto, simplemente sabrían que tengo el poder como para matarlos y hacerlo pasar por obra de los chinos. En ambos caos, conseguiría que me tuviesen miedo, mucho miedo. —Mientras se mojaba los labios con el licor, movía la lengua dentro de la boca como para acariciarse suavemente la carne del interior de la boca—. Aquel político era un mandado de algunas figuras importantes del hampa con influencia sobre las concesiones administrativas. Vaya, que su mera existencia nos suponía un estorbo. Y ahora que ha muerto, a todos los que antes eran reacios a hacer negocios con nosotros, de repente les ha entrado miedo y acceden a tratar con nosotros. Por supuesto, cuando estamos negociando nunca sale a relucir ese suceso. Intentan decir cosas plausibles como que han recibido autorización de su superior, o que por supuesto su prioridad es el beneficio. Sin embargo, en muchas de esas transacciones había obstáculos, y algunos de esos impedimentos han desaparecido gracias a los documentos que conseguimos aquella vez. Sabíamos que a causa de aquello morirían varias personas, y también sabíamos que como consecuencia de la muerte de esas personas finalmente nosotros tendríamos más libertad de movimientos. Si pasa esto, ocurrirá eso; y si ocurre eso, sucederá aquello. Todo es como un rompecabezas. Con respecto a los beneficios que hemos obtenido nosotros gracias a aquello, la recompensa que os dimos a vosotros parece incluso una miseria. Y no se trata solo de beneficio. También de poder. Además, aquello no era nada más que un simple negocio secundario, así que para mí no era gran cosa.
—¿Por qué me dejaste vivir?
—No tengo ningún motivo para matarte. ¿No te lo he dicho ya? Puedes serme útil. No necesito a dos carteristas bajo mis órdenes. Tal vez, si tú no hubieses aparecido, Niimi no habría muerto. Aunque bueno, todo depende de mi estado de ánimo. Quiero pedirte que hagas algo por mí…
Tras decir esto, Kizaki me miró a la cara. Yo empecé a hacer fuerza con las piernas para poder levantarme enseguida del sofá.
—No lo haré. —Se me oprimió la garganta y me costaba respirar. Noté que él tomaba aire silenciosamente y empecé a levantarme.
—Últimamente, ¿verdad que te has hecho amigo de cierto niño? ¿Ya te has acostado con su madre? —Tras las gafas de sol se veían los contornos imprecisos de sus ojos.
—¿No está un poco pasada de moda esa amenaza?
—Las amenazas clásicas son las más efectivas —replicó, y soltó una carcajada—. Tú y Niimi, ¡vaya par de idiotas! A pesar de haber elegido este tipo de vida, aun así os empeñáis en establecer lazos. ¡Es el colmo de la estupidez! Si fueseis realmente libres os iría mucho mejor. Mira, si Niimi no huyó antes de aquel atraco fue por ti.
—¿Es por eso que Niimi…?
—Así es. Le di a elegir entre dos opciones: participar los dos en el atraco, y entonces os dejaría vivir a los dos; o escapar, y entonces os mataría a ambos. Si hubiese pensado únicamente en sí mismo, a pesar de que tú corrieses el riesgo de morir, hubiese escapado. —Me disponía a encenderme un cigarrillo, pero me di cuenta de que en el cenicero había quedado uno encendido. Kizaki estaba mirando fijamente el humo que salía de ese cigarrillo—. En pocas palabras, estás bajo mi control. No te puedes negar. Porque si lo haces, aquella mujer y su hijo serán brutalmente asesinados. Ése es tu destino.
»¿No crees que el destino se parece a la relación entre los poderosos y los débiles? Y si no, mira la religión. ¿Por qué los israelitas, que adoraban a Jehová, le tenían miedo? Pues porque ese dios tenía poder. Las personas que creen en dioses, en mayor o menor medida, también les tienen miedo. Y esto se debe a que los dioses son poderosos. —Volvió a beber del licor—. Supongamos que Dios no fuese un ser que ha creado el mundo, sino simplemente un ser sobrehumano con superpoderes. ¿Acaso no sería lo mismo? Ellos lo adorarían, le ofrecerían ceremonias, y rezarían a esos súperpoderes por su propia prosperidad. Te voy a contar un cuento, ya que hoy estoy de buen humor.
En cuanto el hombre hizo sonar el teléfono móvil, el camarero volvió a entrar y trajo el mismo licor de antes y otra botella de agua. Sin apenas darme cuenta me había acabado el agua y la superficie del vaso estaba seca. El camarero se movía sin modificar su cara inexpresiva y, como la otra vez, le hizo una reverencia a Kizaki y se fue. En la otra sala, hombres y mujeres seguían retozando.
—Érase una vez un noble francés, de la época en la que aún existían amos y siervos en Francia. —Kizaki parecía estar bebido, pero no había ningún cambio en su rostro moreno. Miraba hacia mí jovialmente recostado en el sombrío sofá, y mientras hablaba iba haciendo gestos con las manos—. Al castillo de este noble llegó un joven de trece años al que habían vendido como sirviente. Era un joven muy bello. El aristócrata estaba harto de su vida y andaba buscando algo que se la alegrase. Le sobraba el dinero y lo derrochaba, se procuraba todo lo que quería. Se acostaba con diferentes mujeres casi cada día y era como un rey que tenía de todo, incluyendo tanto poder como fama. —Aquí se detuvo brevemente para tomar aire antes de continuar.
»Mientras contemplaba al joven, el noble se propuso decidir por completo él mismo la vida del chico. Pensó que él sería quien determinase el progreso de esa vida, sus alegrías y sus tristezas, hasta su muerte. Justo como Abraham y Moisés, que siempre estuvieron bajo el control de Dios. Durante todo un año el aristócrata estudió la personalidad y las aptitudes del joven. Hacía estimaciones sobre cómo reaccionaría el joven ante ciertas situaciones. El noble cogió papel y durante varios días se puso a anotar cómo sería la vida del chico a partir de entonces. Era “el cuaderno del destino”. El contenido de esas notas ya no se podía alterar. El joven iba a vivir su vida tal y como estaba escrita en ese cuaderno. —La luz naranja de la estancia se reflejaba como una esfera en sus gafas de sol.
»Cuando tenía quince años el joven se enamoró de una chica, pero antes de que pudieran llegar a estar juntos, ella fue trasladada a un territorio lejano y ambos se despidieron entre lágrimas, como en una escena sacada de una película mediocre. Quien hizo que esa chica se acercase al joven fue el aristócrata, y obviamente también fue él quien hizo que se separasen. Cuando tenía dieciocho años le permitieron que fuese a ver a sus padres, que eran siervos, durante un solo día, y ese día la familia al completo fue asaltada por unos bandidos. Naturalmente, todo esto también había sucedido según las instrucciones del noble, y estaba previamente escrito en su cuaderno. El joven vio con sus propios ojos cómo mataban brutalmente a sus padres. Al parecer, en aquella ocasión el noble permaneció sentado en su silla palpitando de inquietud; pero no debido al horror que le producían sus propias acciones, sino que lo que le preocupaba era que los bandidos a los que había contratado pudieran confundirse y matar también a su pupilo. Al sumirse en la frustración y la rabia, desapareció toda inocencia del rostro del joven.
»Entonces le ofrecieron aprender a manejar la espada con el ejército privado del noble. No era posible que un esclavo llegase a ser caballero, pero sí que podría ir al campo de batalla. También podría participar en batidas para capturar a bandidos. Así que el joven aprendió esgrima. Por supuesto, el comandante de los soldados también seguía las órdenes del noble. Durante el día el joven desempeñaba sus funciones de sirviente en el castillo, y por la noche aprendía la técnica de la espada. Y es que esa herida era para toda la vida y le había proporcionado al joven una razón de vivir. Y el chico, igual que Job que siempre estaba a merced de Dios, en ningún momento se quejó a su dios ni le preguntó por qué le tenían que pasar a él esas cosas. Porque él no sabía que estaba bajo el control del noble. Éste había apuntado de antemano incluso muchos de los sucesos triviales de la vida del joven. Por ejemplo, hizo que una mujer, sirvienta como el joven, lo sedujese, y acabaron acostándose juntos; un chambelán lo iba a castigar, pero lo salvó el indulto del noble. Tras esto, el joven le juró aún más lealtad al aristócrata. Por lo demás, el joven también pasaba su ordinario día a día tal y como estaba escrito en el cuaderno, desde los errores que cometía en sus labores de sirviente hasta las pequeñas recompensas que recibía.
»Pero al cumplir los veintitrés años, el siervo se acercaba a la plenitud de su vida. Es decir, al clímax del cuaderno. Participó en una batida contra bandoleros y se encontró cara a cara con los bandidos que habían matado a sus padres. El comandante le ordenó que fuese él quien les diese el golpe de gracia. ¿Pero acaso lo disfrutó? El joven mató a los bandidos entre lágrimas. Más tarde, a los veintiséis años, se casó con una esclava siguiendo las órdenes del noble, pero la mujer tenía una personalidad tan problemática que la vida con ella empezó a aburrirle y se dejó seducir por la amante del noble. Empezó una relación con ella y a menudo quedaban para verse a escondidas. Lógicamente, esto también lo había preparado el noble y sucedió tal y como había escrito previamente en el cuaderno. Al poco tiempo la amante del aristócrata se quedó embarazada y éste, aun sabiéndolo todo, le comentó de pasada al joven que quería designar a ese niño, de entre todos sus hijos, como su sucesor. El chico estaba preocupado y asustado. También hubo una escena, en un banquete que reunió a gran número de aristócratas, y en el que el joven hacía de sirviente, en que la amante del noble estuvo a punto de confesarlo todo, pero finalmente abandonó la idea. El noble no cabía en sí de gozo. Y cuando el joven cumplió treinta años, el noble lo llamó a su habitación.
Kizaki detuvo aquí su narración. Yo aún tenía un leve zumbido en los oídos y me molestaba la sombra que hacía el ventilador que daba vueltas en el techo. Él habló brevemente por el móvil y colgó enseguida. Yo no paraba de fumar, pero él sin embargo solo bebía de su licor.
—El joven recibió del noble un fajo de papeles encuadernados con un cordel. Al abrir las páginas, el joven vio que lo que había allí escrito era toda su vida hasta ese momento. Y estaba escrito desde hacía unos quince años. Al ver aquello debió de recibir una impresión considerable. Lo último que ponía era que el joven, por el delito de haber tenido relaciones con la amante, debía morir ante los ojos del noble, a pesar de que aquel delito también lo había preparado el propio noble. Al joven, hundido en el suelo, le llevó bastante tiempo poner orden en todas las cosas que le habían sucedido hasta ese momento. Cuando, estremeciéndose por las emociones encontradas que sentía, alzó la vista hacia el noble tras haberlo comprendido todo, el soldado que había tras él lo apuñaló por la espalda. No sé en qué pensaría el joven hasta que al fin murió, pero al parecer el noble temblaba de placer. Sentía un goce abrumador comparable a la alegría de estar con una mujer, o al que se disfruta a través de la riqueza o la fama. El noble hasta se olvidó de reír y saboreaba absorto ese placer con una expresión muy seria, como paralizado.
—Vaya locura —dije yo, metiéndome por primera vez en la conversación. Kizaki siguió sonriendo como de costumbre.
—No es ninguna locura. Ese noble simplemente estaba saboreando el poder absoluto: sentirse como un Dios.
—¿Y por qué me cuentas esa historia?
—Porque tú eres ese joven. A partir de ahora tu vida está en mis manos. —Kizaki apuró la copa—. Tengo el cuaderno de tu destino dentro de mi cabeza. Es tan interesante poder manipular la vida de otra persona. Pues bien, te voy a hacer una pregunta: ¿tú crees en el destino?
—No lo sé…
—Es la peor respuesta que me podías dar. Piénsalo bien: ¿Realmente el destino del joven estaba totalmente controlado por el noble? ¿O es que el destino del joven era ser controlado por el noble?
Alguien llamó a la puerta. Kizaki contestó y entonces entró un hombre delgado y trajeado. Dejó un maletín sobre la mesa, hizo una reverencia inclinando la cabeza y se fue. Kizaki abrió el maletín y sacó de su interior unas fotos y varios documentos.
—Te voy a encargar tres pequeños trabajos. Son tareas muy simples, pero utilizarte a ti nos facilita considerablemente otros asuntos que tenemos entre manos. En primer lugar, tienes que robarle el teléfono móvil a este hombre en un plazo de seis días. Su casa cuenta con todos los sistemas de seguridad, así que es complicado entrar cuando está vacía, y por varias circunstancias aún no podemos matarlo. En cuanto al porqué del teléfono móvil, se debe a que nos ha surgido la necesidad urgente de saber rápidamente con quién está en contacto. Aunque una posibilidad sería asaltarlo y robárselo en plena calle, es preferible que no se entere de que alguien se lo ha robado y piense que lo ha perdido en alguna parte. El móvil robado me lo dejarás dentro del buzón de un apartamento que ya te indicaré.
»El segundo encargo es robarle a este hombre de aquí, en un plazo de siete días, alguna pequeña pertenencia que lleve encima. Un mechero será suficiente. Para ser más exactos, lo que necesitamos es algún objeto cotidiano que tenga sus huellas dactilares. Como en el caso anterior, lo esencial es que este hombre tampoco se entere de que le han robado algo; ese objeto personal aparecerá al lado de un cadáver. Obviamente, el objetivo no es que lo culpen a él de ese crimen. Pero al hacer que la policía sospeche de él y lo detenga temporalmente, otras cosas saldrán a la luz. También es complicado entrar en su vivienda. Además, no es solo el mechero o lo que sea; también le tienes que robar unos pelos. Sé que será difícil, pero lo harás. Necesitamos dos o tres cabellos. Evidentemente, si se los cortases no parecería natural, así que tienes que arrancárselos de raíz sin que se dé cuenta. Esto también lo echarás al buzón.
Yo miraba inexpresivamente las fotografías que él me iba señalando alegremente, como si de un juego se tratase.
—Por último, también le robarás unos documentos a otro tipo. Tienes diez días para hacerlo. Aquí no tengo una foto suya, pero la tendremos más adelante. Uno de mis hombres entró en su casa pero no consiguió encontrar los papeles en cuestión. Al parecer, los lleva consigo cuando sale de casa. Es un cobarde y es extremadamente nervioso. Hasta va armado con una pistola. Además, le tienes que robar esos documentos de forma que él no se entere de que los ha perdido durante, por lo menos, dos días.
—Eso es imposible.
—Hazlo aunque sea imposible. Los documentos están dentro de un sobre lacrado, así que es posible que él mismo no conozca su contenido. En caso de ser abierto, el sobre perdería la mitad de su valor. Sustitúyelo por esta imitación que nos ha hecho alguien relacionado con los documentos. Se supone que el original va dentro del sobre de esta empresa, y que el documento secreto está sellado de esta forma. Pero no estamos del todo seguros, así que antes de darle el cambiazo, compruébalo por si acaso. Esto no se puede echar al buzón. Entrégamelo a mí en persona.
—¿Y si no lo consigo?
—Entonces morirás. Te parecerá injusto, pero cuando yo le echo el ojo a alguien, así son las cosas. ¡Ja, ja, ja! Tranquilo, aunque fracases no mataré ni a la mujer ni al crío. Es verdad que la tensión y la responsabilidad elevan al máximo las capacidades de una persona, pero cuando recibes demasiada presión, por el contrario, se producen errores. Además, a ser posible, es mejor no causar más muertes de las estrictamente necesarias. Mientras más cadáveres dejes, por pocos que sean, más aumentan las probabilidades de que algo salga a la luz. A Niimi no me quedó más remedio que matarlo porque lo sabía todo sobre nosotros. Yo solamente mato si tengo algún motivo. Tú no eres el único caso; por esa misma razón tampoco maté a Tachibana, que no me sirve de gran cosa. Pero si no aceptas, no me quedará más remedio. Mataré a la mujer y a su hijo. A mí también me supone una molestia, pero así son las cosas.
Kizaki introdujo los documentos y las fotografías en el maletín y lo deslizó por encima de la mesa para acercármelo. Tenía que aceptarlo.
—Estoy decidiendo la vida de otra persona sobre una mesa. ¿No crees que controlar de esta manera a otra persona se parece mucho a lo que hace Dios? Si existe un dios, él es quien más disfruta de este mundo. Alterar la vida de las personas es el placer más intenso que puede sentir una persona, el placer que proporciona el poder absoluto. Tú no lo puedes entender porque es algo que no has experimentado nunca. Escúchame bien. —Kizaki se me acercó un poco—. En esta vida, la forma correcta de vivir consiste en saber usar adecuadamente tanto el sufrimiento como la alegría. No son más que estímulos que nos ofrece el mundo. Y si puedes fundir con éxito dentro de ti estos estímulos, podrás darles usos totalmente diferenciados. Si te quieres impregnar de maldad, no debes olvidarte de la bondad. Ante el sufrimiento de una mujer agonizante, echarse a reír no tiene ningún sentido. Al ver a una mujer retorcerse de dolor, te tienes que compadecer de ella, sentir lástima, debes ser capaz de imaginarte su dolor y hasta a los padres que la criaron, y derramar lágrimas de pena por ella… mientras le infliges aún más dolor. ¡Ese instante es irresistible! Saborea todo lo que te ofrece el mundo. Aun en el caso de que fracasases en este trabajo, saborea la emoción que te causará ese fracaso. Saborea conscientemente el miedo a la muerte. Y cuando hayas conseguido hacerlo, te habrás transcendido a ti mismo y podrás observar este mundo desde otra perspectiva. Justo después de haber asesinado a alguien brutalmente, pienso que el sol que sale por la mañana es hermoso, veo la cara sonriente de algún niño del vecindario y me parece tan adorable. Si ese niño es huérfano, podría ayudarlo, aunque también podría matarlo de repente… ¡a la vez que siento pena por él! Si los dioses y el destino tuviesen personalidad y emociones, ¿no crees que esto se parecería a lo que ellos sentirían? ¡En este mundo en el que mueren niños y buenas personas de forma injusta!
Llegado a este punto, Kizaki dejó de hablar. Su voz estaba bañada en alcohol y resultaba empalagosa y pesada para el oído. Como hasta ahora, seguía sonriendo en todo momento.
—Bueno… que tengas suerte.