SALÍ a la calle por primera vez en varios días. La llovizna se la llevaba el viento, y todo lo que había a mi alrededor se veía borroso, como en medio de la niebla. Me crucé con un grupo de extranjeros que llevaban puestos monos de trabajo y luego pasé por al lado de una mujer que llevaba una falda extremadamente corta y hablaba a gritos por teléfono. Me di cuenta de que el niño me venía siguiendo por detrás, pero pensé que si no le hacía caso se daría por vencido, y seguí mi camino. Eché mano al móvil sin ningún motivo en concreto, me compré una lata de café en una máquina expendedora y me calenté las manos con ella. Me había bajado la fiebre, pero aún tenía dolor de cabeza. Me bebí el café mientras pensaba adónde ir.
Decidí que sería mejor ir a algún hotel cercano, y mezclarme con los asistentes a algún evento, que ir hasta el aeropuerto de Haneda. Así que entré en una tienda abierta las 24 horas y me compré una revista para informarme sobre los eventos que se iban a celebrar. Al salir de la tienda con la bolsa en la mano, vi que el niño estaba detrás de una camioneta aparcada que tenía los neumáticos muy sucios. Entré en una destartalada cafetería para leer la revista y también para hacer que el niño se rindiese. El interior del establecimiento me pareció oscuro y húmedo, y el techo era bastante bajo. Pedí un café, a pesar de que me acababa de tomar uno.
La camarera llevaba una falda corta y unas medias negras. Me recordó a la madre del niño, y justo en ese momento él entró en la cafetería. La puerta de vidrio estaba llena de gotas de lluvia. Ni el niño ni yo llevábamos paraguas.
El niño se sentó en mi mesa. La mujer de la minifalda se acercó sonriendo y él le pidió un zumo de naranja. Mientras me encendía un cigarrillo observé la ropa sucia que llevaba el niño.
—Vuelve a casa —le dije, pero no contestó. Después, como si hubiese empezado él la conversación, habló en voz baja.
—Me ha quitado el dinero.
—No me digas.
—Sí, pero solo cien mil… los otros ciento veinte mil aún los tengo…
—Ah…
En cuanto le trajeron el zumo de naranja, como si el acto de bebérselo fuese algo muy importante, fijó la vista y con una expresión solemne se llevó la caña a la boca.
—Bueno, pues vuelve a casa. Yo tengo cosas que hacer —le dije, pero seguía bebiendo el zumo de naranja, como si no tuviese ojos para nada más.
—Enséñame a hacerlo.
—No es posible, ya te lo dije. Serías un estorbo.
Al acabar de bebérselo, se puso a mirar mi taza de café y a juguetear con el envoltorio de la pajita.
—Solo miraré desde lejos. Si solo miro, sin más, no pasará nada, ¿no?
—Que no.
—¿Por qué? Si miro desde lejos, no te estorbaré. —El niño estaba más hablador que la otra vez.
—Si no te gusta quedarte en casa, ve a la biblioteca y ponte a leer un libro o algo.
—¿Lo has hecho con mi madre? —La escasa iluminación de la cafetería se reflejaba en el agua de mi vaso. Su pregunta me sorprendió un poco, pero intenté que no se me notase en la cara. Inspiré lentamente.
—Mira, entiéndelo, yo no soy tu salvador. Soy como cualquier otro hombre de por aquí.
—Vale, a mí no me importa. —Bajó la cabeza mientras seguía toqueteando el envoltorio de la caña—. Ya estoy acostumbrado. Incluso los he pillado haciéndolo.
—Pero seguro que no te gusta…
—No me gusta. Pero…
El niño se rascó el muslo. Iba a decir algo pero cambió de idea. El hielo de su vaso se había derretido y el agua se había mezclado con el poco zumo de naranja que quedaba; lo sorbió ruidosamente con la pajita. Por los altavoces de la cafetería sonaban canciones de Navidad.
—Pero en vez de ese tío, tú…
—Imposible.
—Pero mi madre…
—¿Y tu padre?
—No lo conozco.
¿Por qué tuve que preguntarle nada? Cogí la cuenta y salí de la cafetería; él me siguió.
Abandonamos la estación de Shinjuku por la salida este y caminamos bajo las luces de neón, esquivando el continuo flujo de gente. Me apoyé contra la pared de un bloque de oficinas y al ir a encenderme un cigarrillo, crucé la mirada con un vagabundo que venía caminando hacia nosotros. El niño se asustó, se acercó a mí e hizo intención de agarrarme de la manga, pero no llegó a hacerlo. Yo seguí fumando y me puse a observar el variado ir y venir del flujo de la multitud.
—La gente no siempre está concentrada. Nos distraemos muchas veces a lo largo del día.
—Sí —asintió el niño. No sé por qué pero se había traído el colorido posavasos de cartón de la cafetería en la que habíamos estado hace un rato.
—Cuando alguien te llama, o cuando oyes un ruido muy fuerte, gran parte de tu atención se centra solo en eso. En realidad, tú mismo hace un momento has centrado toda tu atención en aquel vagabundo. Y es que la percepción de una persona tiene unos límites. Para ser más exactos, una persona es más sensible cuando toma aire o contiene la respiración, pero al soltar el aire se relaja. —El niño dirigió la vista hacia mi manga—. El carterista se aprovecha deliberadamente de estas características del comportamiento humano.
»El método clásico consiste en chocarte con alguien y en ese mismo instante robarle la cartera. Pero en realidad un carterista no actúa solo, sino que tiene otros compinches. Lo normal son tres personas: el que se encarga de toparse contra alguien, el que oculta ese momento a los que los rodean, y el que roba la cartera. Y aunque hable de “chocarse”, no se trata de chocar con todas tus fuerzas… basta con que le roces con el hombro. Y si se trata de aglomeraciones como ésta, si caminas por delante de tu blanco y de repente te detienes, la persona de atrás perderá el equilibrio, ¿verdad? Con eso es suficiente. El que se encarga de robar en realidad también impide que se le vea por la izquierda, y de las miradas por detrás y por la derecha se ocupa el que se encarga de ocultar. El que sustrae la cartera se la pasa enseguida al que le oculta de las miradas, y éste se la guarda. Al hacerlo así, no hay forma de que te pillen.
Frente a nosotros, un acompañante de un club nocturno perseguía a una mujer, que mientras andaba iba hablando por el móvil, para convencerla de que entrase al club. El hombre, con su desagradable cara excesivamente bronceada, tenía un aspecto tan horrible que hasta cortaba la respiración.
—En el caso de que sean cinco personas, dos de ellas hacen que se pelean, y mientras los transeúntes les prestan toda su atención, los otros tres pueden ir robándoles las carteras a estos espectadores improvisados. También hay historias sobre carteristas que tienen como compinches a artistas callejeros. Hace tiempo, cuando me juntaba con ese tipo que te dije antes que robó diez millones, hacíamos todo tipo de cosas. Él hacía ver que estaba borracho y le echaba el brazo por encima del hombro a alguien por la calle; yo hacía que iba a separarlos y le robaba la cartera. O yo le ponía la zancadilla a alguien para que se cayese y me iba corriendo, entonces él, mientras echaba una mano a esa persona para que se levantase, le robaba la cartera. O también le dábamos dinero a un vagabundo para que gritase que había un carterista en medio de una muchedumbre. Todas las personas, inconscientemente, se llevaban la mano al lugar en el que guardaban la cartera. De esta forma sabíamos dónde estaba cada cartera y nos era más fácil robarlas.
»Con tu altura no puedes llegar a las carteras que estén en el bolsillo interior de una chaqueta. Te tienes que conformar con las del bolsillo trasero de los pantalones. A mí no me gustan nada las herramientas, pero podrías usar una pequeña navaja… si haces un corte paralelo a la costura del bolsillo, la cartera caerá sin más por la fuerza de la gravedad. Pero de todas formas, lo básico es cómo distraer a tu blanco.
Me puse a andar y el niño me siguió.
—Quédate aquí. Solo lo haré una vez. —Seguí con la mirada al horrendo acompañante de club nocturno que había visto antes—. Ese tío lleva la cartera en el bolsillo trasero de la derecha. Ahora voy a ir caminando por detrás de él y le pisaré el talón del zapato; entonces él perderá el equilibrio y en ese momento le quitaré la cartera adaptándome al movimiento de su cuerpo. Obviamente, también es importante cómo se pisa el talón. Hay que pisar justo en el momento en que el pie va a dar un nuevo paso adelante. Si lo haces así, por lo general el resultado es una caída hacia delante. Y con tu propio abrigo tapas el campo visual de las personas que hay alrededor.
Me desabroché el abrigo y me acerqué al empleado del club nocturno. El hombre recorrió los alrededores con la vista hasta que dio con una mujer de aspecto llamativo y cambió de dirección. Me puse a seguirlo y me abrí un poco el abrigo para obstaculizar posibles miradas por la izquierda; luego miré hacia la derecha y comprobé que no había nadie, le pisé el pie derecho y simultáneamente atrapé su cartera entre los dedos. Finalmente, justo en el instante en el que él perdía el equilibrio, siguiendo el movimiento de su cuerpo, le saqué del bolsillo. Me metí la cartera en la manga derecha del abrigo, me disculpé brevemente ante el hombre, que al estar a punto de caerse se había girado para mirar atrás. Fingí que tenía prisa y seguí hacia delante. Él hizo intención de decirme algo pero desvió la mirada y echó a correr tras la mujer a la que antes había echado el ojo. Con la cartera dentro de la manga, doblé la esquina y el niño me siguió.
—¿Se la has birlado?
Era una cartera Louis Vuitton de color marrón.
—¿Solo ocho mil yenes? Pues sí que le va mal. La cartera la tiraremos en cualquier sitio.
—No he podido ver nada. Pero creo que he entendido más o menos lo de adaptarse a los movimientos del otro.
—¿Sí?
El niño asintió enfáticamente con la cabeza.
—Como tú aún eres pequeño, quizá es mejor que te choques con todas tus fuerzas, como lo haría un niño. Y justo en el momento del choque, robas la cartera. Luego te disculpas y te vas corriendo igual que has venido. Nunca robes dentro de un tren, si te descubren, no hay escapatoria.
—Quiero probarlo.
—Ni hablar. Bueno… prueba a hacérmelo a mí.
Entramos en unos grandes almacenes de la cadena Marui que estaban cerca, y nos quedamos de pie frente al espejo de los servicios. Me quité el abrigo y me metí la cartera en el bolsillo trasero de los pantalones. El niño chocó contra mí y en el mismo instante me quitó la cartera. La tenía agarrada entre los dedos índice, corazón y anular.
—Intenta hacerlo otra vez.
Repitió el movimiento de antes y, de la misma forma, me sacó la cartera. El momento en que yo perdí el equilibrio y el momento en que me quitó la cartera fueron prácticamente simultáneos. Pensé que era casi igual de rápido que yo a su edad, y que mientras no cometiese ningún error no lo pillarían.
—Ya no tiene remedio —dije.
El flujo de gente era más abundante que antes. Justo cuando estaba pensando en comprarle algo de ropa, murmuró que se volvía a casa. Pensé que se había enfadado, pero luego dijo en voz baja que si llegaba tarde le pegarían.
—¿Te pega tu madre?
—Ella no, el hombre que vive con nosotros. —Me miraba impasible—. A veces… cuando está borracho. Es como si buscase motivos para enfadarse… así que, siempre acabo recibiendo.
Paré un taxi y le entregué los ocho mil yenes que le había robado al del club nocturno. Antes de que se cerrase la puerta, el niño me dijo en voz baja que quería que nos volviésemos a ver. Le contesté que aunque le dijese que no él vendría igualmente; asintió con la cabeza y me pareció que se le relajó ligeramente la expresión de los labios.
Mientras observaba cómo se alejaba el taxi, pensé que el tipo que vivía con ellos seguramente sabía a qué se dedicaba la madre. Tal vez a petición de él se metió en ello. En el escaparate de los grandes almacenes había un maniquí infantil vestido de gala. Justo cuando estaba considerando si comprarle el conjunto, al otro lado de la calle distinguí a un hombre que parecía adinerado. Yo no llevaba dinero encima, así que me venía de perlas.
Me vino a la mente el rostro de Saeko y me puse a pensar en cómo le iría a su hijo ahora. Seguramente su hijo y aquel niño eran más o menos de la misma edad. Me giré para estar de cara al hombre rico que acababa de ver hace un rato, choqué contra él levemente y conseguí agarrarle la cartera entre los dedos. Quizá sea mejor que, en lugar de comprarle un solo conjunto bueno, le compre mucha ropa para que tenga varias mudas. El pulso se me aceleró violentamente: me habían cogido de la muñeca. Sin saber momentáneamente qué era lo que estaba ocurriendo, intenté huir, pero los dedos que me apretaban la muñeca estaban dotados de una fuerza extraordinaria. Tenía la mano totalmente atrapada y, como si tuviese el cuerpo petrificado, había perdido toda movilidad. La gente iba pasando por allí sin reparar en nosotros. Había luces de neón, una hilera de coches que iban circulando, un grupo de bloques de oficinas que se erguían hacia el cielo. Y ante mí, sujetándome la muñeca, estaba Kizaki. Llevaba puestas unas gafas de sol sobre su inexpresivo rostro, y el pelo extremadamente corto. Por extraño que parezca, en el cuello ya no tenía aquella cicatriz. La marea de gente seguía moviéndose a nuestro alrededor, esquivándonos. No podía apartar la mirada de él.
—¡Cuánto tiempo! Te he estado observando todo el rato. —Se me aceleraba la respiración sin que pudiese hacer nada para evitarlo. No acababa de entender qué hacía él allí—. Ya lo dijo Niimi… que vuestro único objetivo eran los ricos. Te vi desde lejos, me acerqué y me puse a andar a propósito delante de tus narices. Ha sido espléndido. Y es que ciertamente yo soy el más rico de por aquí.