Capítulo 10

LA mujer llevaba puesta una falda corta y sus piernas estaban enfundadas en unas medias negras estampadas. Observó mi rostro con mirada sospechosa y luego echó un vistazo al interior del apartamento; movía los ojos de un lado a otro, como desconcertada, a pesar de que se suponía que había venido hasta aquí por propia voluntad. Se puso a toquetear los botones del bolso, mientras hacía ese tic nervioso de cerrar fuertemente el ojo derecho, y poco después alzó la vista inquisitivamente hacia mí. Su forma de alzar la vista me pareció similar a la de su hijo.

—¿Qué quieres? —le pregunté.

—Bueno, pues… —La mujer volvió a cerrar con fuerza el ojo derecho—. ¿Tú vives en un sitio como éste?

—¿Qué?

Afuera estaba lloviendo y me di cuenta de que ella llevaba un paraguas. Bajo la lluvia, un extranjero con ropa de trabajo iba fumando mientras atravesaba el oscuro callejón que había enfrente.

—He venido porque el niño me ha dicho que tú le has dado dinero… ¡cien mil yenes!

De repente me harté.

—¿Y has venido a devolvérmelos?

—¡Ni hablar! No pienso devolvértelos. Solo quiero saber por qué.

—Eso no importa.

—¿Y no te parece que es un poco extraño?

Ciertamente era extraño, pero no me parecía suficiente motivo como para que viniese hasta aquí solo por eso.

—A mí no me importa, así que te puedes ir.

—Déjame entrar, o si no gritaré.

Tras decir esto la mujer movió los labios para intentar forzar una sonrisa. Volví a entrar en la habitación y ella se quitó las botas mientras murmuraba algo. Los movimientos que hacía con el ojo derecho, la excesiva fuerza con la que lo cerraba, me evocaban el cuerpo de Saeko. Se quitó el chaquetón que llevaba puesto y dejó al descubierto el jersey blanco que llevaba debajo, ceñido al cuerpo, que acentuaba la forma de sus senos.

Fui apartando con el pie la ropa que había desparramada por el suelo para sentarme, pero ella se me adelantó y se sentó en ese espacio. Sobre la tabla de planchar que estaba en un rincón de la habitación, había extendido dinero en efectivo mezclado con papeles. Fui a sentarme en la cama.

—¿A qué te dedicas? —Mientras hablaba, la mujer seguía observando mi habitación.

—Eso no importa. Bueno, ¿qué es lo que quieres?

—Quiero saber por qué le has dado tanto dinero a mi hijo. Solo se me ocurre un motivo.

—¿Cuál?

—Pues que le hayas hecho algo al niño. Si voy a la policía estarás en un buen lío. —La mujer me miraba con los ojos llenos de furia y el rostro crispado. Todo me parecía tan ridículo que me puse a reír. Para estar amenazándome, estaba demasiado desconcertada.

—¡Yo no hago esas cosas!

—Pero tendrás algún motivo. Y no te servirá de nada engañarme.

—Es que se parece a mi difunto hijo —le mentí. Por un momento la mujer miró de un lado a otro como dudando. Yo proseguí, soltando palabras al tuntún—. Se parece a mi difunto hijo. Yo tengo dinero, pero vivo aquí porque no me interesan las casas y esas cosas. Voy alquilando lugares como éste por todo Japón según me parece. Para mí cien mil yenes no es gran cosa. Vi a ese pobre niño robando en el supermercado y simplemente le di el dinero como si fuese una obra de caridad. Estaba bastante borracho en ese momento. Pero si vas a la policía, quien tendrá problemas serás tú.

—Pero… —La mujer parecía estar pensando en algo. Miró hacia el dinero que estaba extendido de cualquier forma sobre la tabla de planchar, y luego hacia el armario—. Entonces, ¿no es lo que yo pensaba?

—No, para nada.

—Pero es que… esto… bueno, yo tampoco es que estuviese segura del todo de que se tratara de eso… —Tras decir esto bajó la vista al suelo; luego volvió a alzarla y me miró como decidida a dar el gran salto—. Entonces, ¡hazte cliente mío! Últimamente no tengo muchos. Mi novio es un manirroto, así que estoy jodida. Necesito dinero para mañana. La otra vez te dije que me bastaba con diez mil yenes, pero ahora necesito unos cincuenta mil. Si no por mí, hazlo por el chico, ¿no dices que se parece a tu difunto hijo?

—Paso.

Por alguna razón había en mis palabras cierto tono despectivo. La mujer me miró abstraída a la vez que cerraba con fuerza y volvía a abrir el ojo derecho y respiraba visiblemente por la boca.

—¿Te estás quedando conmigo? ¡No me jodas! —gritó de repente. Me sorprendió, pero me esforcé porque no se me notase en la cara. Unas extrañas arrugas recorrían su rostro. Parecía que no se podía controlar, golpeaba el suelo y jadeaba con una voz ininteligible. Sus emociones parecían no tener término medio. Al mirarla de cerca, vi que el mentón y los hombros eran desproporcionadamente delgados, y en el dorso de la mano y en el cuello tenía unas marcas rojas de bastante amplitud, como si se hubiese arañado—. ¿Te has estado riendo de mí? ¿No te puedes acostar con una prostituta? ¿Te crees mejor que yo? ¡Yo tampoco disfruto haciéndolo, pero no tengo más remedio! ¡No te atrevas a censurarme, tú no tienes un crío que alimentar!

Mientras la escuchaba hablar, notaba que algo empezaba a hervir en mi interior. Por algún motivo, mi respiración se iba acelerando.

—Te equivocas, yo no pienso así. Para empezar, yo soy un carterista. ¿Acaso puede un carterista reírse de una prostituta? Escucha, yo… —La mujer me observaba con cara de sorpresa. Pensé que mi forma de actuar había sido extraña, así que encendí un cigarrillo y me puse a fumarlo sosegadamente—. De verdad que soy un carterista. Así que entiendo de estas cosas. Si ese niño sigue robando en tiendas, lo acabarán pillando. Y entonces la policía se pasará por tu casa. Y tú también estarás metida en un lío. Así que no le obligues a robar más.

—Pero es que…

—Si es por el dinero, te doy el que tengo aquí. Hay unos doscientos mil yenes. Si hay suerte, eso es lo que puedo robar en un día. Así que no le obligues más.

—¿Lo dices en serio?

Tras decir esto, apareció un leve brillo en sus ojos bajo la capa de fatiga y, como si nadie la estuviese mirando, dirigió lentamente la mirada hacia el dinero. En ese instante me pareció como si un foco la iluminase desde lo alto. Sus hombros delgados, su cuerpo arqueado, el momentáneo y suave brillo de su mirada me hicieron estremecer.

—He cambiado de idea. Desnúdate, a cambio de ese dinero. —En cuanto dije esto, sonrió levemente, como dando su consentimiento. Y después me miró a la cara.

—Muy bien. No obligaré al niño a robar. Y también lo alimentaré como es debido.

Sin dudarlo un momento, se quitó el jersey y se me acercó mientras se desabrochaba el corchete de la falda. Entonces metió la mano en su bolso y sacó unas pastillas.

—Son muy buenas —dijo mientras me las ofrecía. Pero yo interpuse la mano y las rechacé.

—Los carteristas no pueden consumir drogas —le volví a mentir antes de que pudiese decir algo más.

Mientras la tumbaba en la cama pensé en Saeko. Hasta hacía cuatro años, me veía con ella a menudo. Estaba casada y tenía un hijo, pero a menudo venía a mi apartamento. «No debería haberme casado», solía repetir. Saeko lloraba mientras hacíamos el amor.

Mientras sollozaba, jadeaba y le temblaba todo el cuerpo; me agarraba del pelo y me metía la lengua una y otra vez en la boca. Su cuerpo era delgado pero hermoso, captaba el brillo de la luz y parecía que vibrase por todas partes. Mientras lloraba, abría la boca como para respirar y al poco tiempo se echaba a reír a carcajadas, como si eso le sirviese para liberarse de algún tipo de emoción.

—Me entran ganas de destrozar todas las cosas de valor que aparecen ante mis ojos. ¿Por qué será? A pesar de que no me hace ningún bien. A veces no sé ni lo que estoy intentando hacer. Y tú… ¿tienes algún deseo? —Cuando hablaba, Saeko nunca me miraba a la cara—. Tú eres carterista, ¿no? Pero no parece que lo hagas por el dinero.

—Quizá es por el final —dije repentinamente.

—¿El final?

—¿Cómo será mi final? ¿Cómo acaba alguien que ha vivido así? Eso es lo que quiero saber.

Aquella vez Saeko no se rió. Por alguna razón, sin decir palabra, se subió sobre mí y comenzamos a hacerlo de nuevo.

—Siempre tengo el mismo sueño… incluso cuando estoy soñando despierta. —Saeko me contó esto un mes antes de separarnos. Estábamos en un hotel, bajo unas luces rojas, tumbados en la cama mirando al techo o a las paredes porque nos daba pereza vestirnos—. Estoy en un lugar bajo tierra, muy profundo y muy húmedo, rodeada por paredes viejas y putrefactas. Y desde allí voy cayendo más y más abajo… y al final hay una cama vacía. La cama tiene un hueco que coincide a la perfección con mi cuerpo. Y aunque al principio la concavidad se adapta a mí, poco a poco se va estrechando y me va oprimiendo, como cuando estoy en los brazos de un hombre. El hueco me va apretando, cada vez más… y esa sensación de angustia me va excitando mucho sexualmente, el cuerpo se me pone caliente como el fuego, poco a poco, y me corro una y otra vez, una y otra vez… lloro y luego me río, destruyo cosas, saco la lengua, unos espasmos me recorren el cuerpo sin parar; pierdo el conocimiento y al poco vuelvo a despertar. Mi contorno se difumina, me convierto en humo gris. Aun en esas condiciones, mantengo la consciencia y tengo en todo momento la percepción casi dolorosa de todas esas finas partículas grises, e incluso más allá de ellas. Y entonces el calor aumenta y las partículas se vuelven blancas. Pero justo en ese momento, aparece una torre muy alta. —Cuando dijo esto la miré a la cara.

»Es brillante, imponente, y está en el exterior, en un lugar elevado. Yo salgo afuera y entonces, mientras la observo, me pregunto: ¿pero qué será eso? Es bella, las nubes ocultan su parte superior, y entonces me doy cuenta de que a pesar de haberme convertido en humo blanco, nunca llegaré arriba. Lo que quiero decir es que, incluso en mi mejor momento, sé que no lo lograré. Me siento de maravilla, me difumino completamente, me convierto en humo, primero gris y luego blanco, pero esa torre alta y brillante está muy lejos, inalcanzable. Ciertamente es alta y hermosa, el mayor de mis deseos, tanto la anhelo que termino muriendo a los pies de sus ruinas, satisfecha y exhausta.

Quizá por el efecto de las pastillas, la mujer gritaba una y otra vez y me clavaba las uñas en la espalda, los hombros y el abdomen. Incluso cuando ya habíamos acabado, siguió metiéndome la lengua en la boca durante un rato. Yo todavía estaba pensando en Saeko.

—Pero la verdadera destrucción no es algo así de abstracto —me dijo una vez Saeko—. La perdición siempre tiene una forma aburrida; siempre llega en forma de una tediosa realidad.

Cuando la mujer por fin se despegó de mí, se encendió uno de mis cigarrillos y le dio una profunda calada. Volvió a acercar su cuerpo al mío y me depositó la mano sobre el corazón. Había parado de llover sin que me diese cuenta y en los alrededores reinaba el silencio. A lo lejos se oía el estridente sonido de una sirena.

—Oye, volveremos a quedar, ¿no? —dijo mientras apoyaba su cara sobre mi hombro—. No necesitaré tanto dinero como esta vez, así que con menos bastará.

—No… —En cuanto dije esto, ella alzó un poco el tono de voz. Por un instante me pareció que su voz se superponía a la de Saeko y desvié la mirada.

—¿Acaso no te ha gustado? Claro que te ha gustado. ¡Seguro que sí!

—No, no es eso.

—¿Entonces por qué no quieres volver a verme?

—Creo que si te vas a destruir, deberías hacerlo sola; no debes involucrar también al niño. —El sonido de la sirena era cada vez más alto y al poco tiempo se detuvo muy cerca.

—Lo he entendido. Ya no le obligaré a robar. Además cuando venga a casa mi novio, lo dejaré fuera, así evitaré que le levante la mano. No lo hace muy a menudo, solo cuando bebe… Con eso bastará, ¿no? Te veré pronto.

Le echó un vistazo al reloj, se puso la ropa y cogió el dinero.

Aun después de que se hubiese ido, yo seguía distraído pensando en Saeko. Estaba llorando cuando me dijo que ya no podíamos volver a vernos.

—Cuando esté jodida del todo, y no es que ahora no esté bien jodida… cuando esté arruinada de verdad, volveremos a quedar, ¿no? —Cuando me dijo esto me pareció que estaba realmente seria. Yo mantuve la mirada fija en su rostro para poder contemplarla bien aunque solo fuese un poco más.

—La próxima vez que nos veamos, yo sí que estaré bien jodido. Tanto como tú —le contesté, y Saeko rió levemente.

—Sí, que así sea. Porque tú nunca le pones mala cara a nadie.

Sin embargo, Saeko murió sola sin haber vuelto a contactar conmigo. Había desaparecido, y cuando su marido la encontró, había ingerido una gran cantidad de pastillas. No había dejado ninguna nota de suicidio. La noche en que lo supe, salí a la ciudad y robé carteras a ricos y a pobres, sin distinción. Me mezclé con la gente y robé carteras y teléfonos móviles; paquetes de pañuelos de papel y de chicles; y hasta facturas y trozos de papel. Continué haciéndome con todo tipo de cosas con la respiración agitada y una mezcla de tensión y placer en mi interior. Y en lo alto, en el cielo, lucía una luna blanca.