Capítulo 9

ME desperté con la nuca y los hombros empapados de sudor. Tenía la impresión de que había estado soñando, pero no podía recordar el sueño con claridad. Había una torre en medio de la niebla, en una región lejana más allá de las casas y los postes de electricidad. Era una torre de piedra, tallada con un diseño geométrico, que tal vez estuviese allí desde la antigüedad. Se alzaba hacia el cielo, aunque difuminada, como una entidad inquebrantable.

Me fumé dos cigarrillos mientras recordaba a Ishikawa. Aquella vez le podía haber preguntado un poco más a Tachibana, pero no me podía fiar de sus palabras. No soportaría que me influyesen las mentiras que él me pudiese contar. La oficina de aquel edificio en la que había estado Ishikawa se había convertido en un salón de belleza que ocupaba toda la planta.

De repente empecé a inquietarme y sentí la necesidad de salir afuera. Intenté decidirme entre ir al salón de algún hotel de lujo, a alguna tienda de marca o al aeropuerto de Haneda, adonde me había propuesto ir anteriormente pero al final cambié de idea. Pensé que ya lo decidiría mientras iba caminando. Abrí la puerta y ahí estaba el niño, sentado en el agrietado suelo del descansillo. Su apariencia no desentonaba en este viejo lugar que más bien parecía un vertedero. Alzó la vista y se me quedó mirando distraídamente mientras seguía con su espera pasiva.

—¿Qué haces aquí? —le pregunté, pero él no reaccionaba. Sabía que después de lo de ayer me había seguido, pero no pensaba que hubiese llegado hasta aquí.

Llevaba en la mano una bolsa de papel marrón, pero era más grande que la de ayer. Sin embargo, me daba la impresión de que él mismo sabía que ése no era el problema.

—¿Qué necesitas esta vez?

Al preguntarle, el niño sacó un trozo de papel. Era una lista escrita, con una letra desordenada e inclinada hacia un lado, en el reverso de un papel de publicidad:

300 g de carne de cerdo

Jengibre

Lechuga

Raíz de loto

Zanahorias

3 latas de cerveza Super Dry de 500 ml

Tiras de calamar

Fideos instantáneos de bote (los que te gusten)

Pensé que tal vez la madre tenía una cita y quería cocinar algo para su acompañante masculino.

—No puede ser. Estas cosas no son fáciles de robar en una tienda. Hay que elegir cosas como comida enlatada; o, por ejemplo, en el caso de verduras, algo procesado y envasado.

El niño llevaba la misma ropa que las otras veces: unos pantalones cortos azules y una cazadora verde, algo sucia. Se frotaba constantemente con la mano derecha las piernas que le asomaban por debajo de los pantalones cortos. No sabía si lo hacía porque tenía frío, o si era una manía inconsciente profundamente arraigada, pero no podía evitar distraerme al observar el movimiento de su brazo. Volví a entrar en mi casa para coger un bolso y el niño me siguió, con su bolsa de papel en la mano. Si Ishikawa pudiese verme en estos momentos, seguro que se reiría. No pude evitar sonreír.

Paré un taxi que se acercaba y entonces el niño habló por primera vez.

—¿Adónde vamos? —El entorno aún no había erosionado su voz infantil, que sonaba alta y cristalina.

—En aquel supermercado ya no puede ser. Ya te han echado el ojo. Nos vamos lejos de allí.

Le di la dirección de destino al taxista y me recosté en el asiento. Por algún motivo, el chaval iba mirando fija y seriamente por la ventana, con los labios fuertemente cerrados, como si el paisaje que íbamos dejando atrás fuese algo totalmente novedoso para él.

Entramos en un enorme supermercado que había en la planta baja de unos grandes almacenes y tomé una cesta. El bolso era negro y tenía un corte junto al estampado; lo que me permitía meter las cosas sin tener que abrir la cremallera. Cogí unos filetes de carne de cerdo y los metí dentro. El niño, tras ver los movimientos de mis manos, no le quitaba el ojo de encima al bolso.

—Agárrame del pico derecho del abrigo —le pedí—. Quédate a mi lado y hazte pasar por mi hijo. Con tu cuerpo crearás un ángulo muerto para el bolso.

Metí una cajita de comida preparada en la cesta, para camuflar los otros productos que iba introduciendo en el bolso. La persona contratada por el supermercado para encargarse de la prevención de hurtos era una mujer bastante mayor que llevaba gafas. Aunque la mujer, para aparentar ser una clienta más, llevaba varios productos en el carro de la compra, como tenía que mantenerse en guardia durante mucho tiempo, entre los contenidos del carro no había nada que pudiese estropearse. Tenía la vista puesta en una mujer de mediana edad, de unos cuarenta y pico años, con el pelo teñido de castaño, que se paseaba por delante de los estantes de los productos balanceando de un lado a otro un largo abrigo blanco de plumón.

—Quédate ahí y observa a esa mujer —le dije al niño.

La mujer de mediana edad, cesta en mano, se metió rápidamente en el bolsillo una caja de bombones. La vigilante se perdió ese momento, pero debía de estar muy convencida en sus sospechas, porque seguía constantemente los pasos de la mujer.

Las dos mujeres siguieron andando hasta desaparecer por una esquina del pasillo.

—Esa mujer… probablemente está enferma.

—¿Enferma?

—Sí. Es la enfermedad de Pick: robar cosas inconscientemente. Se ven casos así. —Mientras decía esto me esforzaba por mantenerme impasible—. Es un tipo de demencia que se da en personas relativamente jóvenes. Se dicen varias cosas al respecto, pero es una enfermedad extraña, rodeada de misterios. ¿Cómo es que el cerebro se vuelve totalmente inconsciente y le da por robar? ¿Por qué tiene que robar? ¿No te parece que es algo que está en nuestra naturaleza?

El niño negó con la cabeza para mostrar que no lo sabía.

—Pero ésta es nuestra oportunidad. Está abarrotado de gente y la vigilante no está…

Me metí en el bolso todos los productos que figuraban en la lista del papel. En la cesta metí una lata de cerveza, una botella de agua y jamón. Pasamos por caja para pagar la compra y salimos del supermercado.

Fuimos a un parque y en cuanto le ofrecí al niño la cajita de comida preparada, éste lo cogió y enseguida se puso a comer sin decir palabra. También le pasé la botella de agua, pero apenas se la llevó a la boca; únicamente daba bocados a la carne y la tortilla de la cajita, metiéndoselos en la boca uno tras otro hasta casi atragantarse.

Yo abrí la lata de cerveza y le di un bocado al jamón. En el cielo había unas gruesas nubes que poco a poco iban descendiendo, como si se estuvieran cayendo, e iban ocultando los rayos del sol. A lo lejos, en un banco, se arremolinaba un grupo de niños, cada uno con una videoconsola portátil en las manos, todos ellos con los ojos fijos en la pantalla.

—Para que un niño pueda robar en una tienda, hay que escoger muy bien los artículos; si no, es complicado. —Mientras yo hablaba, él me iba mirando en las pausas que hacía entre un bocado y otro—. Unos dulces… o como mucho unos zumos. Robar verdura en un supermercado es difícil. —Seguí hablando mientras tocaba su cazadora—: Por ejemplo, a esta cazadora se le puede coser por dentro una bolsa. Luego se le hace un agujero en el bolsillo que esté conectado con el interior de esa bolsa. O también se le podría hacer un corte en paralelo a la cremallera de delante, que quedaría oculto por la tela de la solapa. Todo iría a parar dentro de la bolsa, pero tienes que dejarlo antes de que abulte demasiado. —No me había dado cuenta, pero el niño ya había terminado de comer—. O también podrías usar una mochila… pero no una de esas mochilas escolares grandes, que llaman mucho la atención; mejor una cartera más pequeña, como para ir a la academia de repaso después de clase. Si le haces un corte como el del bolso que he usado yo antes, puedes meter varias cosas. Y luego está el robo… como robar carteras…

—Eso ya lo he hecho —dijo mientras miraba a los niños que se agrupaban a lo lejos—. Una vez que me subí a un tren abarrotado con mi madre.

—¿Ah, sí?

—La cartera le asomaba por el bolsillo a un abuelo. Pensé que se la podía robar… me pregunté si realmente podría… y se la robé. Dentro había siete mil yenes. Y después de eso, lo he vuelto a hacer de vez en cuando. Yo solo, en el tren…

—A ver, vamos a probar —le propuse.

Me metí mi propia cartera en el bolsillo trasero del pantalón y me levanté. El niño se apoyó en mi pierna izquierda haciendo ver que se había chocado sin darse cuenta y, con el centro de gravedad ladeado hacia la izquierda, prácticamente al mismo tiempo me cogió la cartera con la mano derecha.

—No está mal, pero es mejor que lo dejes. Ahora no es más que una diversión y aún no te has acostumbrado a ello. Mira, en realidad se hace así, se atrapa la cartera entre dos o tres dedos. De esta manera no tienes que usar el pulgar. Pero claro, tú aún no tienes suficiente fuerza y tienes los dedos cortos, así que no te queda más remedio que usar el pulgar. —Me acabé de beber la cerveza y proseguí—: También se pueden usar herramientas. Como un chisme con una punta parecida a un anzuelo, para enganchar las carteras…

—¿Tú tienes uno?

—No, yo no uso herramientas. Pero hubo un carterista famoso que usaba ese tipo de instrumento.

—¿Quién? —preguntó el chaval, mirándome atentamente.

—Un tal Barrington, un irlandés que vivió en Inglaterra hace mucho tiempo. Estaba en una compañía teatral a la que llamaban para actuar en las fiestas de la nobleza, y él se ponía las botas robando a los ricos. Se fabricó él mismo ese instrumento para poder robar más fácilmente. También robaba a parlamentarios o embajadores, e incluso se disfrazaba de monje y salía a robar. Lo llamaron «el príncipe de los carteristas», era increíble.

—¿Y hay alguno más?

—Bueno, quizá sea mejor que no sepas sobre ellos…

—¿Por qué? —Él me miró con cara de sorpresa. Y luego puso cara de avergonzado, como si hubiese estado hablando más de la cuenta, a pesar de que era yo quien había estado hablando todo el rato. Las piernas que le asomaban por debajo de los pantalones cortos eran delgadas, y los zapatos estaban sucios y cubiertos de barro.

—También hubo un excéntrico que robaba carteras y las devolvía con una tarjeta firmada por él en su interior; era un famoso carterista estadounidense llamado Dawson. Otro, un hombre increíble, Angelillo, que cometió unos cien mil hurtos… y también una mujer llamada Emilie que fue arrestada por hurto y en medio del juicio le robó al juez el estuche de las gafas. Por lo visto, todos en la sala del tribunal se echaron a reír a carcajadas. —Al niño se le relajó un poco la expresión de la cara.

—¿Y en Japón?

—Hubo una muy buena, una tal Koharu. Antiguamente, los monederos más comunes eran ésos con boquilla metálica… esos que se cierran así y hacen un chasquido. Había gente que los llevaba colgando del cuello con un cordel. Pues se ve que esa Koharu era capaz de desabrocharle a alguien el abrigo y sacarle el dinero de dentro del monedero que llevaba colgando del cuello. Es la técnica conocida como «nakanuki». Y también se dice que después de sacar el dinero, cerraba el monedero y abotonaba el abrigo. ¡Tenía una habilidad tremenda!

—¿En serio?

—Fueron personas que, rodeadas de miseria, se rieron del mundo entero.

Los niños miraron el reloj, guardaron las videoconsolas y se fueron del parque. Pasó una pareja joven paseando un perro y una niña pequeña que iba de la mano de su madre se nos quedó mirando y dijo algo.

—También hay un tipo que consiguió robar diez millones de yenes en un solo día.

—¿Diez millones?

—Sí… yo lo conocía. Está muerto… probablemente. —El niño alzó la vista y me miró a la cara. Me vinieron a la mente la cara de Ishikawa cuando asintió por última vez dentro de la furgoneta y las luces traseras del vehículo desapareciendo por la carretera—. Este tipo de personas suelen acabar muy mal. Así que no sigas sus pasos. De ahí no puede salir nada bueno. —Le mostré los doscientos veinte mil yenes que le había robado a aquel abuelo—. Te voy a dar todo esto. La próxima vez que te vuelvan a decir que vayas a robar a un supermercado, coges este dinero y lo compras. Y no vuelvas a seguirme.

—¿Por qué?

—Porque estoy ocupado.

Me levanté del banco. El niño caminaba en silencio, acercándose y luego alejándose de mí. No dijo nada ni siquiera cuando nos separamos. Al llegar a casa tenía frío. Ni siquiera dentro de la cama entraba en calor, así que pensé que me había resfriado. Salí para ir a la farmacia y el cuerpo se me enfrió aún más, así que me tomé el medicamento y me fui a dormir. Me pasé dos días sin apenas salir de la cama. Estaba soñando con Saeko cuando me desperté sobresaltado por el timbre de la puerta. Me sentí desorientado, no sabía si era de día o de noche y traté de no hacerlo caso, pero no dejaba de sonar. Encendí un cigarrillo que no me supo a nada mientras me dirigía a la puerta. Al abrirla, allí estaba la madre del niño.