ME apoyé contra la sucia pared de un bloque de oficinas y encendí un cigarrillo, protegiéndolo del viento con el abrigo.
Me metí las manos en los bolsillos, pero seguía sintiendo el frío que se me acumulaba en la nuca y los hombros. Salieron del bloque de oficinas dos mujeres de mediana edad, con sendos uniformes, que parecían gemelas, y me lanzaron una mirada sospechosa al pasar. Como no conseguía calentarme los dedos, entré en un supermercado y compré una lata de café caliente. Con la lata en las manos, me dirigí hacia el auditorio.
En la zona para fumadores hice ver que estaba enviando un mensaje de texto y me fumé otro cigarrillo. Me llegó el rumor de una masa de gente bulliciosa y al mirar vi que justo en ese momento empezaba a salir del recinto una multitud de personas. La mayoría del público que había ido a escuchar el concierto de música clásica tenía cierta edad y era de clase pudiente. El programa incluía la Sinfonía fantástica de Berlioz y las Variaciones Enigma de Elgar, entre otras, pero yo de eso no entendía mucho.
Me mezclé con los asistentes al concierto que se dirigían hacia la parada de taxis, y seleccioné a un matrimonio de edad avanzada, los más elegantes de entre toda la muchedumbre. Me acerqué a ellos con paso lento, mientras iba moviendo los dedos dentro de los bolsillos. La pareja anciana intercambiaba sonrisas mientras elogiaban al director de orquesta francés y hablaban de ir a escucharlo a Francia la próxima vez. El hombre mayor vestía un grueso abrigo marrón de la firma Loro Piana y su mujer, un mullido abrigo de color crema y una bufanda de Gucci. El hombre sugirió ir a comprar algo para su nieto antes de regresar, y la mujer aceptó la propuesta de su marido con una sonrisa. Los rostros de la pareja rebosaban bondad; aún los envolvían los ecos del concierto que habían escuchado, y el poder haber disfrutado de esa hermosa música los llenaba de satisfacción. Las suaves arrugas que surcaban de forma natural el rostro del anciano sugerían que la vida de ambos había discurrido por los cauces correctos, libre de cualquier error, hasta el momento actual.
Supuse que probablemente el hombre llevaría la cartera en el bolsillo interior del abrigo, así que no me quedaba más remedio que usar la vieja táctica del choque frontal. Pero entonces el hombre anunció que tenía calor, aflojó el paso y empezó a desabrocharse los botones del abrigo para quitárselo. Me coloqué justo detrás de él, usando mi propio cuerpo para protegerme de las miradas de atrás. Era necesario acabar la faena antes de que la mujer empezase a ayudarlo a quitarse el abrigo. Cuando el hombre hubo acabado de desabrocharse todos los botones, cogió el abrigo por las solapas y empezó a abrirse la parte delantera; en ese instante yo extendí la mano por la izquierda, en diagonal desde arriba. Introduje los dedos corazón e índice de la mano izquierda en el bolsillo interior izquierdo de su abrigo y agarré entre ellos la cartera. En ese momento me dio la sensación de que estaba tocando con mis dedos la cordial expresión de su rostro así como la apacible vida del matrimonio. Extraje la cartera sacándola hacia arriba y me la metí en la manga del abrigo. Entonces me fui, pasando por la izquierda del hombre, y al adelantarlo oí que la mujer le decía algo, le estaba costando quitarse el abrigo y finalmente ella extendió un delgado brazo para ayudarlo.
La cartera del anciano contenía doscientos veinte mil yenes, todo tipo de tarjetas de crédito y también fotos de fotomatón en las que salían con su nieto. En las fotos el niño aparecía sonriente entre sus dos abuelos, rebosante de felicidad y haciendo muecas. Eché la cartera a un buzón con rabia. En lo alto de los bloques de oficinas había un pararrayos que emitía destellos plateados al erguirse en vertical hacia el cielo y captar los rayos del sol. Aparté la vista y volví a mezclarme con el gentío.
Me subí a un taxi y me bajé cerca de mi apartamento. De entre la sombra del bloque de pisos de delante, que tenía las paredes deterioradas, salió corriendo y gritando un niño pequeño con el pelo largo y teñido de castaño por detrás. Pasé por delante de un cartel oxidado y me quedé mirando distraídamente una tienda con la persiana bajada que estaba al lado de una pared de cemento llena de llamativos grafitis. Me entraron ganas de fumar pero cambié de idea; sin embargo, me apetecía llevarme algo a la boca, y en ese momento mis dedos palparon un paquete de chicles dentro del bolsillo. Un coche pasó justo delante de mí acelerando a toda velocidad. No recordaba si esos chicles los había comprado hace tiempo y se me había olvidado, o si los había birlado cuando compré la lata de café. De todas formas decidí fumarme un cigarrillo mientras intentaba serenarme, tapándome bien con el abrigo para entrar en calor. Fui a salir a una amplia calle y, entre los peatones que caminaban lánguidamente, reconocí al niño que había estado robando con su madre en el supermercado. Iba solo, cargando con la misma bolsa de papel que la otra vez, y entró en el mismo supermercado. Me iba a ir para casa pero vacilé por un momento y finalmente entré en el supermercado.
El niño llevaba puestos unos pantalones cortos azules y una cazadora verde, con la tela desgastada. Fue hasta la sección de carne y, tras permanecer un rato allí parado, inclinó un poco la cabeza, cogió una bandeja de carne picada y la introdujo en la bolsa al instante. Su mano se movió con rapidez, eligiendo la distancia más corta hasta la bolsa de papel. Me pareció que la vida de este niño había quedado determinada por el lugar en el que había nacido, y que él constantemente seguía avanzando contra esa densa corriente que lo iba empujando. Después fue a la sección de verduras y se escurrió por al lado de las amas de casa que se amontonaban en el rincón de las ofertas del día; aprovechando el punto ciego que éstas le proporcionaban, metió en la bolsa de papel cebollas y patatas. El niño era diestro, y los productos que cogía pasaban poco tiempo en sus manos: en cuanto se hacía con algo, en un abrir y cerrar de ojos estaba ya dentro de la bolsa. Mientras observaba sus movimientos, me preguntaba quién era más hábil, si él o yo cuando tenía más o menos su edad. Pero por más que sus movimientos fuesen precisos, el simple hecho de que un niño esté solo en un supermercado llama la atención, y por encima de todo la elección de la bolsa de papel no era la más acertada. De hecho, ya había una mujer de mediana edad, contratada por el establecimiento para evitar los hurtos, que se hacía pasar por una clienta y no le quitaba el ojo de encima. Esta mujer de pelo largo no era la misma de la otra vez. No perdía de vista al niño, a la vez que también prestaba atención a un hombre mayor que hacía movimientos sospechosos.
El niño, que no se daba cuenta de que estaba siendo observado por la mujer, se detuvo en la sección de bebidas alcohólicas. Daba la impresión de que le entraron dudas al darse cuenta del desequilibrio entre los productos que debía llevarse y la capacidad de la bolsa de papel. La mirada de la mujer no se despegaba de él en ningún momento. Me vino a la mente la imagen de innumerables manos intentando alcanzarlo. Sentí su pequeño cuerpo atrapado, bajo el foco constante de miradas y murmullos de pena y asombro, exponiéndolo ante el mundo como «esa clase de niño». Me acerqué a él y me quedé de pie a su lado. Lo pillé desprevenido y le tembló un poco el cuerpo, pero no me dirigió la mirada.
—Te han pillado. Deja la bolsa y huye —le dije. El niño alzó la vista y me miró con impotencia—. Te están vigilando, como la otra vez. Déjalo.
Caminé hacia la mujer que vigilaba al niño. En cuanto me vio, apartó la mirada y se agachó simulando que estaba eligiendo algo de la sección de bollería. Por su parte, el niño se metió de un golpe tres latas de cerveza en la bolsa de papel y seguidamente se dirigió correteando hacia los estantes de productos lácteos. Una vez allí movió la cabeza de un lado a otro en busca de los productos que quería robar o, mejor dicho, los productos que previamente le habían ordenado que robase. Me volví a acercar al niño. Me aseguré de que la mujer no estaba mirando hacia nosotros y, en un instante, me hice con una cesta y le quité al niño la bolsa de papel.
—Ya está bien —le dije—. Ya te lo compro yo.
Al principio se resistió, como por acto reflejo, pero al dirigir la mirada hacia mí y ver que yo era mucho más grande que él, se detuvo. Tenía la piel sucia, pero sus pestañas eran largas y sus ojos, grandes y puros.
—¿Qué más necesitas? —le pregunté, pero el niño permaneció en silencio. Por el bolsillo de la cazadora le asomaba el borde de un trozo de papel. Lo agarré con los dedos y se lo saqué del bolsillo. Al estirarlo vi que era una lista de la compra escrita con bolígrafo; supuse que esa caligrafía inclinada y descuidada era la de su madre.
Fui metiendo los productos de la lista en la cesta y él me siguió. La mujer de antes también nos seguía y observaba inquisitivamente a ese hombre que había aparecido de repente al lado del niño. Observó también los productos que habíamos metido en la cesta, pero en cuanto el hombre mayor de antes desapareció por una esquina, se fue detrás de él. El niño seguía mis acciones de forma pasiva y ya no mostraba ninguna resistencia. Para poder robar, yo vestía ropa cara que contrastaba con la suya. Pensé que tal vez se sentía avergonzado por haber sido descubierto mientras robaba en el supermercado. Dirigí la mirada hacia él.
—Eres muy hábil, pero… así es cómo se hace. ¡Mira!
De los productos que había en la lista, solo nos quedaban los yogures. Haciendo ver que estaba eligiendo un yogur, extendí la mano hacia el estante en el que estaban expuestos. Comprobé de un vistazo que no había nadie a izquierda y derecha y entonces, con la punta del dedo corazón, enganché el yogur por la tapa y lo incliné para que me entrase por la manga. Acto seguido, fui deslizando el brazo hacia la izquierda y de la misma forma me metí otros tres yogures. El niño observaba atentamente mis dedos con cara muy seria y después, como si acabase de ver algo totalmente incomprensible, se me quedó mirando a la cara. Le resultaba extraño que por más que yo bajase el brazo los yogures no se cayeran al suelo.
—Lo demás lo compramos. ¿De acuerdo?
Sin esperar a su respuesta me dirigí hacia la caja registradora y pagué la compra. Salí del supermercado y saqué los productos de la bolsa para meterlos en su bolsa de papel.
—No vuelvas por aquí. Tienen vigilantes y ya te han visto la cara. —El niño me miraba con los hombros un poco caídos por el peso de la bolsa—. Lo de ocultar el contenido de la bolsa de papel con una toalla puede que sea una buena idea. Pero es mejor que no lo vuelvas a hacer. Para empezar, no es natural que un niño vaya por ahí con una bolsa de papel, así que llama la atención. Además, es demasiado pequeña y no te caben todos los productos. En cuanto a tus movimientos, vas directamente a por tu objetivo y resulta demasiado obvio. Para hurtar en una tienda son necesarios movimientos hasta cierto punto inútiles. —Al notar que su rostro se ponía más serio, desvié la mirada—. Bueno, coge esto y vuelve a casa.
Me puse a andar sin girarme para mirar atrás. Me metí en la boca uno de los chicles que había encontrado en el bolsillo y lo mastiqué con ganas.