A LA una de la madrugada nos subimos a la furgoneta y allí dentro nos cambiamos de ropa; por alguna razón las prendas eran de nuestra talla, pero desprendían un penetrante olor corporal. Los otros hombres levantaron la alfombrilla del suelo de la furgoneta y abrieron una trampilla negra.
—Las espadas están dentro de este asiento de aquí —dijo el hombre alto mientras introducía nuestras ropas en la cavidad del suelo—. Aquí se pueden meter drogas o cualquier otra cosa. Incluso personas.
Tras esperar un rato dentro del vehículo, al fin se abrió la puerta y se sentó en el asiento del conductor un hombre al que no había visto nunca. Saludó a los otros hombres inclinando levemente la cabeza y acto seguido pisó el acelerador. La furgoneta recorrió la ciudad en medio de la noche, atravesando estrechos callejones y deteniéndose de vez en cuando en los semáforos.
Fumábamos sin intercambiar palabra y mirábamos constantemente por la ventana sin motivo aparente. Yo seguía con mirada indiferente a un hombre que iba en bicicleta, o admiraba la elegancia de la pareja de mediana edad que circulaba en el coche de al lado. Como se acercaba la Navidad, las casas ya estaban vistosamente iluminadas. Había relucientes muñecos de Santa Claus trepando por las paredes, e hileras de lucecitas azules, verdes y rojas brillaban en todas las casas.
—Éste es solo el conductor, así que cuando nosotros nos bajemos él desaparecerá con la furgoneta durante algún tiempo, ya que no podemos dejar un vehículo sospechoso aparcado delante de la casa. Si todo sale bien, le llamaré al móvil y volverá a traerla. Cuando hayamos cogido el dinero, os haré una señal con la mano y entonces vosotros salís primero y os volvéis a meter en la furgoneta junto con estos tíos. Yo me tendré que quedar a encargarme de algunos asuntos para que no quede ningún cabo suelto, como amarrar al viejo y a la mujer a una columna, o cortar la línea telefónica, para que no puedan denunciar el atraco inmediatamente. En cualquier caso, es importante actuar con rapidez.
Atravesamos un paso a nivel y ascendimos sigilosamente una suave pendiente. Tras dejar atrás las luces de las casas adornadas, cuyas decoraciones navideñas parecían competir entre sí, la oscuridad iba poco a poco ganando terreno a nuestro alrededor.
—¡Es esa de ahí! —dijo el hombre, y al mirar hacia donde señalaba vimos una casa de dos plantas relativamente nueva. Era enorme y su diseño, que enfatizaba el carácter cuadriculado de la estructura, sugería más bien un moderno bloque de oficinas. El jardín no era tan grande como cabría esperar, pero tenía un trozo de césped y había unos cuantos árboles plantados de forma asimétrica, como si los hubiesen arrancado y plantado de cualquier manera—. Ésta es la casa que el viejo tiene en Tokio —explicó el hombre alto. En el vecindario había otras opulentas viviendas similares, y tanto las farolas como los senderos estaban muy bien cuidados.
Nos pusimos el casco dentro de la furgoneta y nos dieron a cada uno una espada enfundada en su vaina, iguales que las que ellos llevaban. Pero no eran las típicas espadas japonesas, sino más bien una especie de toscos cuchillos de cocina, solo que un poco más grandes y alargados; un arma que únicamente inspiraba miedo, pues carecía de toda majestuosidad o serenidad. Mientras la furgoneta se iba desplazando lentamente, los hombres inspeccionaban los alrededores. Finalmente el vehículo se detuvo sigilosamente.
—Primero iré yo solo y abriré la puerta de la casa —dijo en voz baja el hombre de la cabeza rapada, quien llevaba puesta una cazadora verde y no había abierto la boca hasta ese momento—. Pase lo que pase, solo hablará Niimi; vosotros dos no digáis ni una palabra.
El de la cabeza rapada se bajó de la furgoneta, con la espada sujeta por el cinturón, abrió sin hacer ruido la puerta de acceso al jardín y se dirigió hacia la casa. En ese momento se encendió la luz del recibidor, lo que me pilló totalmente desprevenido e hizo que contuviese la respiración por acto reflejo. La luz iluminaba la silueta del hombre sobre el césped en el centro del jardín. Tachibana iba a decir algo, pero el hombre alto lo acalló alzando la mano.
—Es solo luz —le susurró el hombre—. Es solo una luz que se enciende. Lo hemos investigado todo sobre esta casa. Esa luz no está conectada a nada. No hay nadie por ahí, así que no pasa nada porque se encienda. No es más que un mecanismo de seguridad.
El de la cabeza rapada metió la llave en la cerradura y tras abrir un poco la puerta nos hizo una señal. Nos bajamos todos de la furgoneta y avanzamos por el césped iluminados por la luz, formando una fila negra, hasta llegar al recibidor. Me recordó a la tensión que sentía en los tiempos en que pertenecía a una banda de rateros, una tensión que me dejaba la garganta seca. La furgoneta en la que habíamos venido empezó a alejarse silenciosamente. El hombre alto se aseguró de que habíamos entrado todos al interior de la casa y luego cerró la puerta suavemente.
Tras el recibidor se extendía un oscuro pasillo, frío y silencioso. Me vino a la memoria la añorada sensación de extrañeza al entrar en la casa de otra persona sin haberme quitado los zapatos. Siguiendo a Tachibana e Ishikawa, me dirigí hacia la habitación de la mujer, que se encontraba antes del lavabo que había al fondo del pasillo. El anciano debía de estar en su dormitorio del segundo piso. Los otros hombres subieron por la escalera poco a poco y desaparecieron en medio de la oscuridad. Nosotros debíamos encargarnos de inmovilizar a la mujer y llevarla atada hasta la habitación del anciano en la planta de arriba.
Nos detuvimos ante la puerta de madera y respiramos hondo. Ishikawa fue abriendo la puerta lentamente y entramos en la habitación. Todo estaba oscuro, pero en un rincón del amplio dormitorio estaba la cama y sobre ella se distinguía un bulto. Ishikawa se fue acercando a la cama con unos trozos de cinta aislante, previamente cortados, en la mano. En caso de que la mujer opusiese resistencia, Ishikawa y Tachibana la inmovilizarían mientras yo la amenazaba mostrándole la espada. Agarré la vaina y contuve la respiración. Ishikawa estaba acostumbrado a caminar amortiguando el sonido de sus pisadas. Pero justo cuando estaba a punto de taparle la boca a la mujer dormida con la cinta, Tachibana pisó algo y se oyó un fuerte ruido de plástico rompiéndose. Cuando me giré para mirar hacia Tachibana, oí un susurro ininteligible de una voz femenina proveniente de la cama. Ishikawa tapó la boca de la mujer con una mano e inmovilizó su cabeza con la otra; luego le dijo algo al oído. La mujer asintió varias veces con la cabeza, pero su cuerpo se seguía retorciendo como por acto reflejo, y emitía violentos suspiros mezclados con leves gemidos, hasta que al fin se calmó y se quedó en silencio. Ishikawa encendió la luz de al lado de la cama y Tachibana, para evitar asustar demasiado a la mujer, fue desenfundando su espada poco a poco. La mirada de la mujer fue de la larga espada de Tachibana a los brazos de Ishikawa y luego hacia mí, que estaba de pie ante la puerta. Exhortada por Ishikawa, la mujer salió de la cama, respirando violentamente por la nariz. Solo llevaba encima una camisola, no llevaba ni siquiera ropa interior. Ishikawa la hizo sentarse en el centro de la habitación y le ató con la cuerda las manos a la espalda.
La mujer era hermosa, alta y delgada. Al tener los brazos atados a la espalda, los movimientos de sus pechos por debajo de la camisola resultaban más evidentes. Su cuerpo se retorcía en espasmos de terror, y sus largas piernas indefensas se extendían por el suelo. Al temer por su vida, había olvidado por completo su propia anatomía femenina y dejaba expuestas todas las curvas de su cuerpo, del que se desprendía un aroma a perfume. Sumido en el miedo y el peligro, el cuerpo de la mujer, sin que ella se lo propusiera, parecía atraernos a todos como si fuese el fuego de la vida. Ishikawa comprobó bajo la luz que los brazos de la mujer estaban bien atados. Seguidamente le susurró de nuevo al oído, cortó otro trozo de cinta y volvió a cubrirle la boca. La figura de esta bella mujer, iluminada por la lámpara, destacaba sobre todo cuanto la rodeaba y, por alguna razón, parecía cernirse sobre mí. Me venía a la memoria una y otra vez la imagen de Saeko. Al darme cuenta de que durante un rato me había quedado mirando fijamente a la mujer, aparté la vista. Noté que Tachibana evitaba tocarla por todos los medios, y tampoco Ishikawa la tocaba más de lo estrictamente necesario. Ishikawa la cubrió con una manta de algodón que había sobre la cama, la agarró de los brazos por donde los tenía atados, y la hizo levantarse poco a poco. La mujer subió las escaleras entre Ishikawa, que iba por delante, y Tachibana, que la escoltaba por detrás. El intenso perfume de su cabello se mezclaba con el olor corporal de un desconocido que desprendía la cazadora que yo llevaba puesta.
Desde el dormitorio del anciano, en la segunda planta, se filtraba claridad; también se oían débilmente unas voces. Al abrir la puerta la luz era cegadora. En la habitación, que era el doble de grande que la de su amante, estaban los tres hombres con las espadas desenfundadas y el anciano de pelo canoso, con los brazos totalmente inmovilizados con una cuerda detrás de la espalda, tirado en el suelo como un insecto.
Los hombres nos miraron un segundo mientras entrábamos con la mujer y luego se giraron de nuevo hacia el anciano. Hablaban entre ellos en chino, bajo la atenta mirada del hombre mayor. Nos hicieron un gesto con la mano para que sacásemos las espadas. El anciano no decía nada, únicamente nos observaba furiosamente con los ojos muy abiertos.
—Abre la caja fuerte, que no te vamos a matar. —Me di cuenta de que el hombre alto, en vez de chapurrear el japonés, más bien hablaba como lo haría un extranjero que lo hablase relativamente bien, con sutiles diferencias en la pronunciación.
—No me… —suplicó el anciano con voz ronca y turbia, similar al graznido de un ave salvaje.
—No me obligues a repetírtelo.
—Pero si me matáis no podréis abrir la caja fuerte —sugirió el anciano, intentando oponer una débil resistencia, pero la voz le temblaba y todo su cuerpo estaba empapado de sudor.
—Mi jefe dice que le da igual, que podemos matarte o podemos no matarte. Si decidimos liquidarte, nos llevaremos la caja fuerte con nosotros y la abriremos en el taller. Nos da igual. Bueno, me estoy cansando. ¡Hazlo ya!
El hombre del corte militar se acercó indiferentemente al anciano con la espada en la mano.
—¡Que no te salpique la sangre! Ponte por detrás y córtale el cuello.
—Entendido.
—¿De verdad que no me mataréis? —gimió el anciano.
—Tú decides.
—Seis, cinco, dos, dos, uno, asterisco, asterisco, cero, cinco.
El hombre de la cabeza rapada se sentó frente a la caja fuerte, de color plateado, que estaba empotrada en una estantería que había en un rincón de la habitación. Introdujo la combinación y la caja se abrió. El hombre alto sacó el teléfono móvil, habló con alguien en chino y enseguida colgó. Lo que había en el interior de la caja fuerte era una cantidad mucho mayor que los ochenta millones de yenes que nos habían dicho al principio. Tachibana soltó una amarga risa gutural. El hombre alto le lanzó una bolsa blanca y el de la cabeza rapada fue metiendo el dinero en ella sin decir palabra.
—¡Un momento! ¡Llevaos solo el dinero! —gimió el anciano en cuanto el de la cabeza rapada cogió un fajo de documentos y sobres.
El hombre alto le contestó algo en chino, que obviamente el anciano no entendió.
—¿Qué?
—Que también nos llevamos los certificados de acciones y los títulos de propiedad.
—No, eso no son certificados de acciones. Son papeles que no os sirven de nada a vosotros.
—No sé qué pone aquí, no lo entiendo —dijo el de la cabeza rapada mirando los papeles e intercalando palabras en chino.
—¡Os digo la verdad!
—¡Calla!
En cuanto el hombre alto, como si se le hubiese acabado la paciencia, le hizo una señal al del corte militar, el anciano enmudeció. La mujer permanecía sentada y ensimismada, con los ojos muy abiertos. El anciano forcejeaba para liberarse, y se estremecía y se sacudía aparentemente desconcertado.
—De verdad que no son lo que os pensáis —repetía el anciano una y otra vez mientras observaba al de la cabeza rapada coger la bolsa y levantarse del suelo.
El hombre alto nos señaló con la mano hacia la puerta y nosotros salimos de la habitación. Al salir miré a la mujer, que seguía distraída y con sus largas piernas estiradas relajadamente; la manta se le había caído de los hombros. El hombre del corte militar abrió la puerta del recibidor e inspeccionó los alrededores. La hilera de casas permanecía en calma. La furgoneta se acercó lentamente y nosotros salimos del recibidor en cuanto el hombre nos hizo la señal. La puerta de la furgoneta se abrió lentamente justo delante de la entrada. Había sido todo demasiado fácil.
—¿Y el otro tío? —preguntó Tachibana, con voz un tanto exaltada, a los otros hombres. Supuse que se refería al hombre alto, que se había quedado en la habitación.
—Espera un poco más. Supongo que ya os lo dijo: está atando los últimos cabos sueltos. Si diesen parte inmediatamente tendríamos problemas.
Mientras ellos hablaban, el hombre alto salió de la casa y sin más se sentó en el asiento del copiloto. La furgoneta, igual que había llegado, se puso lentamente en marcha.
Antes, en aquella banda de rateros en la que estuve, al finalizar el golpe todos nos echábamos a reír, como si nos sintiésemos liberados. Sin embargo, estos hombres permanecían en silencio. Como si hubiesen acabado un trabajo cualquiera, se quitaron tranquilamente las cazadoras dentro de la furgoneta, metieron los cascos y la bolsa con el dinero en el hueco que había bajo las alfombrillas del suelo, e introdujeron las seis espadas dentro de la cavidad oculta en uno de los asientos. Tras concluir estas tareas, los hombres suspiraron como si estuviesen aburridos. En ese instante Ishikawa, que estaba sentado a mi lado, puso su mano sobre la mía y me pasó un trozo de papel.
—A ver —empezó Tachibana—… si iba a ser así de fácil, ¿no podríais haberlo hecho vosotros solos? O mejor dicho… para empezar, ¿por qué nosotros?
No me quitaba de la cabeza el papel que me había pasado Ishikawa, pero dirigí mi atención hacia la respuesta que le darían a Tachibana. El hombre alto encendió un cigarrillo y, como para mostrar que no tenía ganas de hablar, contestó sin girarse.
—Lo podríamos haber hecho los tres solos, pero por precaución es mejor aumentar el número de personas. De esta forma la víctima se siente aún más coaccionada; además, si el viejo se hubiese negado a colaborar, hubiésemos necesitado a más personas para poder salir con la caja fuerte a cuestas. ¿Qué era lo otro?
—¿Por qué nosotros…?
—Ah, pues en realidad íbamos a usar a otros tres tíos, unos colegas nuestros. Pero es que el jefe se enteró de que Niimi se iba a ir de Tokio y cambió de idea. En pocas palabras, vosotros sois una especie de incentivo añadido. Supongo que le gusta darles dinero a gánsteres de poca monta como vosotros.
Bajé la cabeza haciendo ver que me iba a rascar el tobillo y aproveché para leer el trozo de papel de Ishikawa. En él se leía: «Sal de Tokio inmediatamente. Mañana a las siete de la tarde, frente a la salida norte de la estación Shin-Yokohama».
—Sí, pero… —insistió Tachibana.
—¡Qué tío más pesado! Yo tampoco sé lo que le pasa por la cabeza. Pero de todas formas, sois afortunados. Como él mismo dijo, basta con que le estéis agradecidos desde allá donde os encontréis. Hasta ahora han ido ocurriendo cantidad de cosas muchísimo más extrañas, y todas han sido idea suya. Y si he aprendido algo es que cuando él dice que uses a cierta persona, puedes estar seguro de que esa persona no la va a cagar. Yo también, en cuanto os vi, pensé que lo haríais bien. Supongo que querría ofrecerle un último trabajo a Niimi y darle algo de dinero antes de que se vaya; para hacerle sentir en deuda con él, por así decirlo. Ha habido otros tipos como él, aunque no muchos. Le gusta la gente joven, así que no es que esté pensando en haceros algo. No hay razón para que tenga miedo de que unos simples mafiosillos como vosotros vayan por ahí campando a sus anchas. Incluso cuando ayudó a Niimi en Pakistán, para él no era más que un juego. Esta vez también, el guión estaba muy bien escrito desde el principio, y no era nada complicado: simplemente permanecer callados y atar a la mujer. Vaya, que habéis tenido mucha suerte. —Tras decir esto, reprimió un bostezo y apagó el cigarrillo. El coche atravesó un callejón oscuro y fue a salir al solar que había quedado tras la demolición de una fábrica—. Aquí está bien, para la furgoneta.
Los hombres se bajaron del coche y empezaron a cambiarse de ropa. A nuestro alrededor había esparcidos jirones de neumáticos que parecían carne blanda, escombros oxidados de un edificio prefabricado, y una camioneta blanca con los cristales rotos. Mientras me cambiaba me fui alejando un poco de los hombres, pero Ishikawa no pilló la indirecta; se desvistió en silencio y se puso de nuevo su propia ropa.
—Os vamos a dar el dinero —anunció el hombre alto. Entonces el de la cabeza rapada abrió la puerta de la furgoneta, se metió dentro y volvió a salir, como si tal cosa, con un fajo de billetes en la mano.
—Cinco millones. Ninguna queja, ¿no? Ha sido bien fácil. Más bien, hablando claro, esto es tirar el dinero.
Nos entregaron a cada uno nuestra parte. Luego el hombre alto bostezó y seguidamente el conductor se frotó los ojos.
—Ahora os dejaremos en algún sitio para que podáis coger un taxi o algo. Ah, Niimi, a ver si puedes ponerte tú al volante un rato. Ni yo ni él hemos dormido nada, podríamos tener un accidente.
La furgoneta atravesó estrechos callejones bordeados por hileras de casas y fue a salir a una carretera nacional. Tanto el conductor como el hombre alto se habían quedado dormidos, así que fue el de la cabeza rapada quien dio instrucciones a Ishikawa sobre dónde detener el vehículo. Me era imposible saber dónde estábamos. A lo lejos vi una tienda abierta las 24 horas, pero aparte de eso no había ningún otro establecimiento destacable, y además la distancia entre las farolas era amplia, por lo que estaba bastante oscuro.
—Bajad rápido. Escondeos el dinero entre la ropa. Como también sois carteristas, seguro que tenéis bolsillos secretos para meterlo. Aunque bueno, no creo que vayáis a cometer ningún error para que os pare la poli.
Tachibana fue el primero en salir de la furgoneta, y yo bajé tras él. Ishikawa también hizo intención de bajar, pero lo retuvo el hombre de la cabeza rapada.
—Lo siento mucho, pero… ¿podrías conducir un poco más? Es que ésos se han quedado dormidos, y ahora tenemos que ir hasta Shinagawa para deshacemos de la furgoneta. Por favor, solo hasta la mitad del camino.
—No, es que yo… —contestó Ishikawa, y el de la cabeza rapada se echó a reír.
—Hay que ver, os ponéis nerviosos por nada. Está bien, solo hasta llegar a la carretera de circunvalación Kannana, y a partir de ahí ya conduciré yo. Aunque es un coñazo…
Miré a Ishikawa y vi que éste asentía levemente con la cabeza, así que lo único que pude hacer fue quedarme en silencio mirando cómo se cerraba la puerta ante mis ojos. El vehículo se puso en marcha y fue aumentando la velocidad gradualmente hasta que al fin desapareció en la oscuridad. El lugar se quedó repentinamente en silencio.
Tachibana y yo nos quedamos allí parados y sin intercambiar palabra durante un rato. Yo seguía pensando en Ishikawa mientras fumaba y miraba indiferentemente a los coches que pasaban de vez en cuando por allí. Cuando le pregunté a Tachibana por el mensaje de Ishikawa, éste se estaba encendiendo su segundo cigarrillo.
—Que te vayas de Tokio, ¿no? —dijo, y se rió un poco—. A ver, ese tío se asusta por nada. ¿Acaso no ha sido pan comido? Pues yo me voy a quedar aquí. Hay tíos a los que tengo que ver, y mujeres a las que me quiero tirar.
—Pues yo… me voy a ir.
—Haz lo que te parezca. Pero ha sido genial. Y encima ha sido fácil y no nos cogerán. —Tachibana se quedó en silencio, como si estuviese pensando en algo.
—¿Quién es ese hombre?
—¿Ese tal Kizaki? ¡Y yo qué sé! De todas formas, es mejor no saberlo. Como él mismo ha dicho, basta con estarle agradecido interiormente desde algún lugar.
Fui andando con Tachibana hasta la tienda de 24 horas para llamar a un taxi. Cuando llegaron los dos taxis al aparcamiento Tachibana lanzó la colilla al suelo artificiosamente.
—Adiós, ya nos volveremos a ver por ahí —me dijo—. Las personas como nosotros están destinadas a volver a encontrarse en alguna parte.
Me fui directamente en el taxi hasta la estación de Shin-Yokohama. Con el amanecer la ciudad aparecía difuminada y azulada, y tanto los edificios, como las calles y los escasos viandantes se perfilaban entre esa atmósfera azul. Me bajé del taxi y entré en un hotel de negocios que había frente a la estación. La recepcionista me insistió en que apenas quedaban unas cuantas horas hasta que tuviese que dejar libre la habitación. Yo le dije que no me importaba pagar por dos noches de alojamiento; pagué y entré en la habitación.
Me acosté en la cama y noté que aún tenía el cuerpo tenso. No me quitaba de encima la sensación de que aún estaba dentro de aquella furgoneta, y a la vez también sentía que aún estaba en la habitación de aquel anciano. No parecía probable que pudiese conciliar el sueño, así que se me ocurrió llamar a un burdel, pero pensé que a aquellas horas ninguno tendría mujeres disponibles. Encendí un cigarrillo y me puse a pensar sobre qué sería de mí a partir de ese momento. No dejaba de darle vueltas a qué haría, a qué me dedicaría y por qué viviría. Mientras me venían a la mente imágenes de la mujer atada que había visto en el dormitorio del anciano, me puse a recordar de nuevo a Saeko.
Se acercaban las siete de la tarde, la hora a la que Ishikawa me había citado, y yo apenas había podido dormir nada. En la salida norte de la estación de Shin-Yokohama había mucho movimiento de gente. Al verme ante todas esas personas con mucha más fuerza y vitalidad que yo, que apenas había dormido, me entró un leve dolor de cabeza.
Pasaron las ocho y después las nueve de la noche, pero Ishikawa seguía sin aparecer. Me quedé sentado y fumando sin parar. Los múltiples colores de la vestimenta de las personas que iban y venían, iluminadas por las luces de neón, me hacían daño a la vista. Mis ojos iban de un lado a otro, se dirigían a una pareja que reía escandalosamente y luego a un oficinista que estaba apoyado contra la pared; después echaban un vistazo al reloj y finalmente se quedaban fijos en mis zapatos. Vi a un hombre que se me acercaba con la mano alzada, pero me di cuenta de que estaba saludando a otra persona. Entonces, desde el otro lado, se me acercó un viejo vagabundo.
—A partir de ahora —empezó a decir el anciano mirándome a los ojos. El corazón empezó a latirme más y más deprisa. A mi alrededor había innumerables personas, de rasgos difuminados, que se sonreían mutuamente—, pase lo que pase… mantente callado… si es que aún le tienes aprecio a tu vida. Me pareces interesante. Ya nos volveremos a ver.
Me quedé mirando fijamente la cara del anciano. Mi respiración era cada vez más acelerada, así que intenté relajarme y tomar aire poco a poco.
—¿Quién eres…?
—Es un mensaje. Me lo ha dado hace un rato un tipo trajeado. —El vagabundo se sacó una botella de whisky del bolsillo.
—¿Te dijo algo más?
—¡Ah, sí! ¿Cómo era? —El anciano arrugó la frente y se puso a toser—. «De momento te dejo escapar… vayas donde vayas, tienes que estarme agradecido interiormente»… creo que era así.
Entré en la estación, compré un billete al azar y me puse a esperar al tren bala. En el televisor de la sala de espera estaban dando una noticia sobre una guerra. De pronto la pantalla cambió y vi el titular: «Asesinado el señor XX, miembro de la Cámara de Representantes». Y el hombre que aparecía en la pantalla era aquel anciano al que nosotros le habíamos robado el dinero.
«Según el testimonio de la asistenta del hogar y testigo presencial, quien salió ilesa, los atracadores, que parecían extranjeros, asesinaron al señor XX con un arma blanca similar a una catana, tras obligarlo primero a abrir la caja fuerte.
El Departamento de la Policía Metropolitana de Tokio ha abierto una investigación y está tratando el caso como un nuevo robo a mano armada perpetrado por una banda de atracadores de origen chino, muy activos en los últimos años…».
Todo esto no lo supe hasta más tarde, pero en los días siguientes se suicidó el secretario personal de otro político; el administrador de una corporación de servicio público murió tras caer a las vías del tren; el director de una empresa relacionada con las tecnologías de la información desapareció y más tarde apareció muerto. Los precios de las acciones subieron de forma exagerada para poco después caer en picado. Y tras la dimisión de un ministro por motivos de salud, falleció otro político de su mismo partido.
Yo salí de Tokio esa misma noche.