Capítulo 3

NO podía conciliar el sueño y permanecí en la cama con los ojos abiertos.

La lluvia que golpeaba la fina ventana de mi apartamento producía un molesto ruido. Desde la habitación del piso de arriba retumbaba un potente ritmo de guitarra que a veces paraba, volvía a empezar, y no acababa nunca. No dejaba de pensar en cómo la lluvia caía desde el cielo y mojaba no solo mi habitación situada en la planta baja del edificio, sino también, naturalmente, todo cuanto la rodeaba.

El sonido de guitarra paró definitivamente y lo único que se oía ya era el eco de la lluvia. Supuse que el del piso de arriba se habría ido a dormir. Me sentí solo, como si fuera la única persona que quedaba en el mundo. Encendí un cigarrillo, pero luego vi que en el cenicero aún había otro a medio fumar. Mi habitación no era nada del otro mundo, equipada únicamente con una cama metálica, un armario y una tabla de planchar. Las fibras sintéticas sobresalían como estacas por los agujeros deshilachados del tatami. Me puse a contemplar mis largos dedos mientras repetía una y otra vez movimientos de estiramiento, abriendo y cerrando el puño. ¿Cuándo supe realmente que era ambidiestro? Le di muchas vueltas pero no lo recordaba. Tan pronto me parecía que había sido así desde siempre, como que había ido evolucionando gradualmente hasta llegar a ello.

La lluvia no cesaba, como si quisiera privarme de la opción de salir afuera. Pensé en la inmensidad de las nubes en el cielo y en el reducido espacio en el que yo me encontraba en ese momento. Para mostrar mi oposición, cogí la cajetilla de tabaco, me puse los calcetines y abrí la fina puerta de madera para salir al exterior. La lluvia empapaba las oxidadas columnas del edificio de apartamentos y la bicicleta que estaba tirada en el suelo como si fuera un cadáver, y hacía que el ambiente fuese aún más frío.

Giré en la esquina donde había una señal de tráfico torcida, caminé junto a una fábrica con las escaleras oxidadas y luego giré a la izquierda en un cruce en forma de T antes de llegar a una hilera de casas. Un coche se iba acercando hacia mí a toda velocidad. Pensé que era el vehículo el que tenía que esquivarme a mí, y efectivamente cuando hice amago de acercarme a él, el conductor dio un cobarde volantazo. Más allá de los postes de teléfono, una colosal torre eléctrica seguía recibiendo los azotes de la lluvia. Aparté la vista pero era consciente de que, obviamente, aunque yo no la mirase, la torre seguía allí.

Cuando llegué a la estación, había un solo taxi vacío empapado por la lluvia. El taxista miraba lánguidamente hacia delante, con la mirada fija, como si estuviese absorto en algo. Subí las escaleras de la estación y cerré el paraguas. Un vagabundo que estaba tumbado dentro, protegiéndose del frío y la lluvia, se me quedó mirando. Su figura estaba totalmente adaptada al entorno, como si fuese algo obvio que a esas horas y en ese lugar aquel hombre tuviese que estar allí. Me agité al pensar que la mirada del mendigo se parecía a la de Ishikawa, pero tanto la edad como los rasgos faciales eran los de otra persona. Sin embargo, el vagabundo no me miraba a mí; mientras yo caminaba él no cesaba de mirar hacia un punto justo detrás de mí, como si allí hubiese algo. Para distraerme, encendí un cigarrillo y bajé las desgastadas escaleras que llevan al otro lado de las vías.

Entré en un pequeño supermercado abierto las 24 horas para comprar tabaco y una lata de café. Al entregarle el dinero, el dependiente lo cogió y me dio las gracias a voz en grito. Ese dinero era el que le había robado el día anterior al pervertido, pero no tenía ni idea sobre quién habría sido su propietario anterior. Pensé que ese dinero había sido testigo de momentos de la vida de distintas personas. Quizá había estado presente en la escena de un crimen, tal vez luego el asesino se lo habría entregado al dependiente de alguna tienda, y quizá habría acabado en las manos de una persona honrada.

Cuando salí del supermercado, la lluvia me envolvió. Las gruesas e inmensas nubes parecían echárseme encima desde el cielo, y poco a poco se me empezó a acelerar el pulso y doblé los dedos dentro de los bolsillos. Empecé a imaginar que cogía un taxi para ir hasta un bullicioso barrio comercial y una vez allí, metía mis manos en los bolsillos de la gente que aún quedaba por la calle; me situaba en medio de la muchedumbre y cogía una cartera tras otra, de forma rápida y precisa…

Seguía lloviendo y el corazón continuaba latiéndome con fuerza, así que pensé que no me quedaba más remedio que darme una vuelta por la ciudad, pero antes intenté tranquilizarme. De nuevo volví a subir las escaleras de la estación. Decidí que las pisadas que oía persistentemente a mis espaldas no eran más que el eco de mis pasos y me encendí otro cigarrillo. El vagabundo había desaparecido. El corazón me latía lenta y pesadamente; atravesé el interior de la estación y volví a bajar las escaleras. Ante mí, en la rotonda, había un hombre que llevaba un chubasquero y estaba empapado por la lluvia. Las luces delanteras de un coche blanco iluminaban la neblinosa lluvia y hacían que las gotas pareciesen afilados granos dorados, lo que me hizo pensar en la connotación punzante de la lluvia. Volví a ver la figura dormida del vagabundo de antes, pero el hombre del chubasquero se había esfumado.

Tuve la tentación de volver a mirar hacia atrás, pero me detuve y pensé que no debía haber salido. Sentí la presencia de la torre eléctrica, que desde aquí no era visible, y también la de la lluvia que no cesaba, y tomé conciencia tanto de las enormes nubes que hacían que lloviese, como de mí mismo caminando bajo ellas.