TENÍA un ligero dolor de cabeza, así que me entregué por completo al traqueteo del tren. Se dirigía al aeropuerto de Haneda, pero estaba atestado de pasajeros. Entre la calefacción y el calor que emanaba de los cuerpos de las otras personas, estaba sudando. Contemplé el paisaje exterior mientras movía los dedos dentro de los bolsillos. Grupos de sucias casas iban pasando en intervalos regulares, como si de un código se tratase. De repente me acordé de la última cartera que sustraje el día anterior y, al parpadear, pasó ante mis ojos una enorme torre de hierro, acompañada de un potente estruendo. Fue cosa de un instante, pero mi cuerpo se puso tenso. La torre era alta y me pareció como si me hubiese lanzado una mirada indiferente mientras yo permanecía en tensión dentro de aquel tren abarrotado.
Al dirigir la mirada al interior del vagón, vi a un hombre que parecía estar totalmente absorto en algo; más que concentrado, estaba ensimismado, con los ojos entreabiertos, mientras manoseaba el cuerpo de una chica. Yo pienso que los hombres como ese caen dentro de dos categorías: personas corrientes que tienen tendencias pervertidas, o personas tan sumidas en la depravación que la frontera entre realidad y perversión se difumina y las acaba consumiendo por completo. Deduje que éste pertenecía al segundo grupo. Entonces me di cuenta de que a quien estaba manoseando era una estudiante de secundaria y me abrí paso a través de un hueco en la multitud. Aparte de mí, el hombre y la chica, nadie más se había percatado de nada.
Con mi mano izquierda, calmadamente agarré por detrás la muñeca izquierda del hombre que estaba manoseando a la joven. De repente todos sus músculos se tensaron y luego noté que se iban relajando, tras haber recibido el violento estímulo. Sin soltarle la muñeca, sujeté su reloj poniéndole encima el dedo índice, abrí el cierre de la correa con el pulgar y me lo metí en la manga. Después agarré con los dedos de la mano derecha la cartera que llevaba en el bolsillo interior derecho del traje. Al pensar en la posibilidad de que topase con su cuerpo, alteré mi movimiento, dejé caer la cartera por el espacio que había entre su chaqueta y su camisa y la recogí por debajo con la mano izquierda. Era un empleado de alguna empresa, de treinta y tantos años y a juzgar por el anillo que llevaba, estaba casado. Volví a cogerlo del brazo, esta vez con la mano derecha. Se había puesto pálido e intentaba girarse hacia mí, retorciendo el cuello mientras se tambaleaba por el movimiento del tren. Al notar el cambio a sus espaldas, la chica movió la cabeza, dudando sobre si girarse o no. El vagón estaba en silencio. El hombre intentaba abrir la boca para decir algo, como si quisiese justificarse ante mí o ante el mundo. Parecía como si algún ente malévolo estuviese iluminando desde lo alto su presencia. Se le estremecía la garganta como si se estuviese preparando para gritar. Le corría el sudor por la frente y las mejillas, y tenía los ojos muy abiertos pero desenfocados. Tal vez yo también tenga esa misma expresión en la cara cuando me pillen a mí. Relajé la presión sobre su brazo y gesticulé con los labios: «¡Vete!». El hombre seguía con la cara desencajada y no acababa de decidirse. Con un movimiento de la cabeza le señalé hacia la puerta y él, con los brazos temblorosos, se giró de nuevo hacia delante, como si hubiese caído en la cuenta de que yo le había estado mirando a la cara. Se abrió la puerta y él salió corriendo. Se metió entre la muchedumbre, abriéndose paso a empujones, y se alejó apartando a la gente de su camino.
La colegiala, que permanecía dentro del vagón, me estaba mirando. Le di la espalda e intenté contener la repugnancia que sentía. Me había quedado con un reloj y una cartera que no me interesaban para nada, y tanto el hombre al que se los había robado como la chica me habían visto la cara. Pero al menos podía estar seguro de que el acosador no iría a denunciarme.
Ya había perdido todo el interés en aquel vagón, así que me bajé en la siguiente estación. Al subir a las escaleras mecánicas vi el semblante lánguido de un próspero hombre de mediana edad, pero pasé por el torno, salí afuera y me apoyé contra la sucia pared de la estación. La tensión iba abandonando mi cuerpo gradualmente. Pensaba en coger un taxi mientras me calentaba los dedos dentro de los bolsillos.
Noté una presencia y al volver la cabeza vi que había un hombre delgado apoyado contra la pared justo a mi lado. Llevaba un traje negro del que no pude reconocer la marca y unos zapatos de piel negros cuya marca tampoco reconocí. «Es Tachibana», pensé. Me había pillado desprevenido, pero me esforcé por contener mi desconcierto. El pelo, que anteriormente había sido rubio, lo llevaba ahora teñido de castaño. A la vez que me miraba fijamente con los ojos entornados hacía una mueca con sus gruesos labios. Podría haber sido una sonrisa, pero no estaba seguro.
—Creía que solo robabas a los ricos. —Al decir esto giró todo su cuerpo hacia mí. Tachibana podría no ser su verdadero nombre, pero suponía que él sí que conocía el mío. Pensaba que nos volveríamos a ver en alguna parte, pero esperaba que cuando eso ocurriera sería yo quien lo descubriese a él. Volvieron de nuevo a mi mente todos los recuerdos y tuve que respirar hondo.
—Sí, así es. —Quería haber dicho algo diferente, pero estas palabras vacías fueron las únicas que se me ocurrieron como respuesta a las suyas.
—Pues vaya rollo. Además, ¿acaso los ricos de verdad cogen el tren? Eres un caco, pues birla todo lo que se te ponga por delante.
—Me las apaño bien. Así que sigues vivo…
—Pues claro, te estoy hablando, ¿no? A todo esto, te he estado observando.
—¿Desde cuándo?
—Todo el rato. Desde que le quitaste la cartera al pervertido. Me sorprendió un poco que no te dieses cuenta de que te estaba siguiendo.
Empecé a caminar y él me siguió. Pasamos por debajo del puente de las vías del tren y me detuve.
—¿Cuánto tiempo hace que estás aquí? —me preguntó Tachibana. Por alguna razón me estaba mirando seriamente.
—Desde hace poco. Al fin y al cabo en Tokio hay más facilidades… entre unas cosas y otras.
—Pero al estar solo debe de ser más difícil. Yo estoy libre. ¿Y si formamos equipo?
—No, gracias. No me fío de tus habilidades ni me fío de ti a la hora de repartir.
En cuanto dije esto, Tachibana soltó una carcajada y volvió a ponerse en marcha. Reír adrede tan sonoramente suele hacer que tu interlocutor se sienta incómodo, pero a pesar de que él seguramente era consciente de ello, no se cortó en hacerlo. Cuando salimos al otro lado del puente del tren, me pareció como si a mis espaldas las colosales estructuras de los grandes almacenes y los edificios me estuviesen mirando con desprecio desde las alturas. Un escalofrío me recorrió la nuca y sin darme cuenta me puse a observar la hierba marchita que asomaba entre el hormigón. Tachibana se detuvo, se recostó sobre una alambrada y encendió un cigarrillo.
—Es verdad, yo no soy muy bueno. Empecé robando en tiendas, cuando estaba en secundaria. Robar carteras no era más que una extensión de aquello, solo por diversión. No soy capaz de hacerlo como tú o Ishikawa. Tú birlas la cartera, se la pasas a Ishikawa, él saca lo que haya dentro y luego tú la devuelves al bolsillo de su propietario. ¡Y encima solo le quita dos tercios! De esta manera la víctima no se entera de lo que ha pasado, y aunque se enterase no podría denunciarlo. Y cómo os intercambiabais los papeles, cambiando de posición por turnos; haciendo señas solo con los ojos. Lo único que podía hacer yo era quedarme mirándoos. Pero hoy en día ya no quedan carteristas. ¿Aún sigues cambiando de trabajo cada dos por tres? Si necesitas algo extra, ¿por qué no te unes a una banda organizada, como ya hiciste anteriormente, o te dedicas a traficar, o algo así? ¿O es que robar carteras ha pasado a ser tu ocupación principal?
Debido al contenido de la conversación, no tuve más remedio que acercarme más a él.
—Hace un tiempo estuve vendiendo falsificaciones. ¿Qué es lo que funciona ahora?
—La usura ya no sale a cuenta; he estado usando a unos chavales para estafar en transferencias bancarias, pero ahora lo que se lleva son las acciones. Aunque yo no soy más que un intermediario.
—¿Acciones?
—Es que he dejado de ser un cualquiera. La yakuza me da dinero y yo se lo paso a otros para que lo inviertan. Es increíble la información que tienen. En pocas palabras: tráfico de influencias, de eso se trata. Todo el mundo lo hace actualmente. —Tiró la colilla del cigarrillo y prosiguió—. Estoy ganando un montón de pasta, mucha más que tú. Te podría pasar algo de trabajo. Solo tendrías que ofrecerles un piso mugriento a unos vagabundos de por aquí. A cambio de eso haces que ellos abran cuentas bancarias…
—No me interesa.
—Qué desagradable eres. Como Ishikawa. ¿Entonces qué es lo que quieres? —Yo permanecí en silencio—. Bueno, ¿es que no me vas a preguntar qué le pasó a ese Ishikawa? —Tachibana me estaba mirando. El corazón me empezó a latir más rápido.
—¿Tú lo sabes?
—No —contestó Tachibana, y se puso a reír. La luz del sol que brillaba sobre nosotros empezaba a molestarme—. Pero supongo que tuvo algo que ver con aquello. Que no te quepa duda. Aquello fue siniestro. Da miedo cuando en un delito de tal envergadura todo sale a pedir de boca. Imagino que entonces se metería en algún lío. Pero te voy a decir una cosa: deberías irte de Tokio, especialmente de esta zona.
—¿Por qué?
—Parece ser que otra vez están tramando algo. —Nuestras miradas se cruzaron. No sabía muy bien cómo responder a su mirada, así que bajé la vista al suelo—. Deberías desaparecer antes de que te veas involucrado de nuevo.
—¿Y tú?
—Yo estaré bien. De hecho, si están planeando algo yo ganaré un montón de pasta. Además, así es cómo me gano la vida. A estas alturas ya no pienso en salvar mi pellejo.
Tras decir esto se echó a reír, así que yo hice lo mismo. Como si se acabase de dar cuenta de que había estado hablando demasiado tiempo, alzó levemente la mano y giró en el cruce. A lo lejos vi a un hombre alto que parecía rico, pero yo ya había perdido todas las ganas de seguir trabajando. Los edificios de los alrededores me molestaban, así que me volví a meter debajo del puente. En un envase de comida para llevar que se estaba pudriendo se había ido acumulando agua turbia. Por alguna razón, me dio la impresión de que era desagradablemente cálida.