CUANDO aún era pequeño, a menudo la pifiaba en mitad de la acción.
Dentro de tiendas abarrotadas o en casas ajenas, las cosas que cogía furtivamente se me caían de las manos. Las posesiones de otras personas eran como cuerpos extraños que no se acomodaban a mis manos. Como si el punto de contacto, que era esencialmente prohibido, me rechazase, el cuerpo extraño temblaba débilmente afirmando su independencia y, antes de que me diese cuenta, caía al suelo. Y a lo lejos siempre estaba la torre: una simple silueta que emergía entre la niebla como si fuera una ensoñación del pasado. Pero hoy en día ya no cometo ese tipo de errores. Y naturalmente ya tampoco veo la torre.
Un hombre maduro caminaba por delante de mí en dirección al andén; llevaba un abrigo negro y una maleta plateada en la mano derecha. Estaba seguro de que era el pasajero más rico de todos los allí presentes. El abrigo, así como el traje que llevaba puesto, eran de la marca Brunello Cucinelli. Sus zapatos Berluti, probablemente hechos a medida, no mostraban ni la más mínima rozadura. Saltaba a la vista de todos los que lo rodeaban que era un hombre adinerado. El reloj de plata que le asomaba por el puño de la manga izquierda de la camisa era un Rolex Datejust. Puesto que no estaba acostumbrado a coger el tren bala, estaba teniendo problemas para comprar un billete. Se inclinó hacia delante y comenzó a palpar la máquina expendedora con sus gruesos dedos que parecían repugnantes orugas. En ese momento detecté que llevaba la cartera en el bolsillo frontal izquierdo de la chaqueta.
Subí a las escaleras mecánicas manteniendo las distancias y me bajé sin prisas. Me situé detrás de él, con un periódico en la mano, mientras esperaba el tren. El corazón me latía con fuerza. Conocía la posición de todas las cámaras de seguridad del andén. Como solo tenía un billete, debía terminar el trabajo antes de que él subiese al tren. Me protegí con mi propia espalda de las miradas de la gente que había a mi derecha y me pasé el periódico a la mano izquierda mientras lo iba doblando; luego lo hice descender lentamente para crear un escudo e introduje los dedos índice y corazón de la mano derecha en su bolsillo. La luz del fluorescente se reflejaba levemente en el botón del puño de su abrigo y se deslizaba por el extremo de mi campo visual. Inspiré suavemente y contuve la respiración. Pillé entre los dos dedos el borde de la cartera y la saqué. Me recorrió un temblor desde las yemas de los dedos hasta los hombros, y noté que una cálida sensación se extendía gradualmente por todo mi cuerpo. Me pareció como si de entre las innumerables líneas de visión que se entrecruzaban todas aquellas personas, ninguna estuviese dirigida hacia mí, como si yo estuviese en un vacío. Preservando el contacto entre mis tensos dedos y la cartera, escondí esta dentro del periódico doblado, que luego trasladé a la mano derecha y finalmente me lo metí en el bolsillo interior del abrigo. Fui exhalando poco a poco, consciente de que la temperatura me iba subiendo todavía más, y comprobé los alrededores con la mirada. Mis dedos aún retenían la tensión de haber tocado un objeto ajeno, el entumecimiento por haber entrado en el espacio personal de otro. Un hilo de sudor me bajaba por la nuca. Saqué el teléfono móvil y simulé que enviaba un mensaje mientras me alejaba.
Volví al torno de acceso y bajé las escaleras grises hacia la línea Marunouchi. De repente se me nubló la visión de un ojo y toda la gente que se movía a mi alrededor se volvió borrosa y parecía que sus siluetas se iban difuminando. Al llegar al andén vi por el rabillo del ojo a un hombre que llevaba un traje negro. Pude ubicar su cartera por el ligero bulto en el bolsillo trasero derecho de sus pantalones. Por su apariencia y porte deduje que se trataba de un relativamente exitoso acompañante masculino de un club nocturno solo para mujeres. Mientras miraba perplejo su teléfono móvil, sus delicados dedos se desplazaban atareados por las teclas. Me subí al tren con él, analicé el flujo de la multitud de pasajeros, y me situé a su espalda en el interior del bochornoso vagón.
Cuando los nervios de una persona detectan a la vez estímulos grandes y pequeños, el más pequeño es desechado. En este tramo de vía hay dos pronunciadas curvas y, entre una y otra, el tren se sacude violentamente. El oficinista que estaba detrás de mí leía un periódico vespertino plegado, y las dos mujeres de mediana edad a mi derecha estaban cotilleando sobre alguien y riendo a mandíbula batiente. De entre todos los pasajeros yo era el único cuyo objetivo no era simplemente un desplazamiento. Dirigí el dorso de la mano hacia el hombre y agarré su cartera con dos dedos. Los otros pasajeros me rodeaban a uno y otro lado formando líneas perpendiculares. Dos hilos de la esquina del bolsillo los tenía gastados y se enredaban formando elegantes espirales que parecían serpientes. Cuando el tren se balanceó, acerqué mi pecho hacia él como si estuviese apoyándome en su espalda y le extraje la cartera verticalmente. La presión contenida salió al exterior y al exhalar noté que una reconfortante calidez fluía por mi cuerpo. Eché un vistazo a mi alrededor, pero nada parecía fuera de lo normal. De ninguna manera iba a cometer un error en una tarea tan simple como ésta. Me bajé en la siguiente estación y me alejé de allí encorvando los hombros como si tuviese frío.
Me uní a la lánguida multitud de personas y pasé por la barrera de acceso. Observé a unos quince hombres y mujeres corrientes que se concentraba a la salida de la estación y calculé que entre todos ellos tendrían unos doscientos mil yenes. Encendí un cigarrillo y me puse a caminar tranquilamente. A la izquierda, detrás de un poste de electricidad, vi que un hombre comprobaba el contenido de su cartera a la vista de cualquiera y después la guardaba en el bolsillo derecho de su cazadora blanca de plumón. Los puños de la chaqueta estaban manchados de negro, sus zapatillas de deporte estaban gastadas, y lo único de buena calidad era la tela de los tejanos que llevaba puestos. Lo ignoré y entré en los grandes almacenes Mitsukoshi. En la planta de ropa de hombre, que estaba llena de tiendas de marca, había un maniquí que llevaba puesto un conjunto a juego; era el tipo de ropa que lucirían hombres de veintitantos o treinta y pocos años razonablemente acomodados. El maniquí y yo vestíamos igual. A mí no me interesa la moda, pero los que nos dedicamos a esto no nos podemos permitir llamar la atención. Para que no sospechen de ti, tienes que parecer hasta cierto punto adinerado; tienes que vestir un engaño, adaptarte al entorno como una mentira. La única diferencia entre el maniquí de la tienda y yo era el calzado. Teniendo en cuenta que quizá tendría que salir corriendo, yo llevaba zapatillas de deporte.
Aproveché la calidez del interior de la tienda para estirar los dedos, abriendo y cerrando las manos dentro de los bolsillos. El pañuelo mojado que había usado para humedecerme los dedos todavía estaba frío. Mis dedos índice y corazón tenían aproximadamente la misma longitud. No sé si es algo de nacimiento o si se fueron desarrollando así con el tiempo. Quienes tienen el dedo anular más largo que el índice utilizan los dedos corazón y anular. También hay quien agarra con tres dedos, con el dedo corazón por detrás. Como ocurre con cualquier tipo de movimiento, para extraer una cartera de un bolsillo también existe un movimiento ideal y suave. Además del ángulo, influye también la velocidad. A Ishikawa le encantaba hablar de estas cosas. A menudo cuando bebía se volvía descuidado y parlanchín como un niño. Ya no sabía nada de él. Tal vez ya estuviese muerto.
Entré en un retrete medio en penumbra de los servicios de los grandes almacenes, me puse un par de guantes finos e inspeccioné las carteras. Para mayor seguridad, tenía por norma no usar nunca los servicios de la estación. La cartera del hombre del abrigo contenía noventa y seis mil yenes, tres billetes de cien dólares, una tarjeta Visa Oro, una tarjeta American Express Oro, un carné de conducir, un carné de socio de un gimnasio y un recibo de setenta y dos mil yenes de un elegante restaurante tradicional japonés. Justo cuando estaba empezando a perder el interés, encontré una tarjeta de plástico de intrincados colores que no llevaba nada impreso. Ya me había encontrado con estas tarjetas anteriormente. Son para exclusivos burdeles privados. En la cartera del acompañante de club nocturno había cincuenta y dos mil yenes, un carné de conducir, una tarjeta de crédito del banco Mitsubishi, carnés para alquilar películas en Tsutaya y para un manga-café, varias tarjetas de visita de trabajadoras sexuales y un montón de trozos de papel, recibos y similares. También había unas coloridas pastillas estampadas con dibujos de corazones y estrellas. Solo me quedé con los billetes y dejé lo demás dentro. Una cartera muestra la personalidad y el modo de vida de una persona, del mismo modo que un teléfono móvil. Ambos objetos desvelan, como ningún otro, los secretos más profundos de sus propietarios. Nunca vendía las tarjetas porque suponía demasiada molestia. Si, como solía hacer Ishikawa, echaba las carteras en un buzón, la oficina de correos se las reenviaría a la policía, y ellos las devolverían a la dirección que constase en el carné de conducir. Limpié mis huellas dactilares y me guardé las carteras en el bolsillo. Al acompañante masculino podrían arrestarlo fácilmente por posesión de drogas, pero eso no era asunto mío.
Justo cuando estaba abandonando el retrete noté algo extraño en uno de los bolsillos ocultos en el interior del abrigo. Alarmado, volví a entrar en el retrete. Era una cartera Bulgari de cuero rígido. En su interior había doscientos mil yenes en billetes nuevos. Además de varias tarjetas Oro (Visa y de otras compañías) también contenía la tarjeta de visita del presidente de una empresa bursátil. Era la primera vez que veía tanto la cartera como el nombre que aparecía en la tarjeta.
«Otra vez no», pensé. No recordaba haberla robado. Pero de todas las carteras que había conseguido aquel día, ésta era sin ninguna duda la más valiosa.