Epílogo

Una alondra nos despertó justo cuando la luz plateada del amanecer empezaba a suavizarse y a volverse dorada. Antes de desayunar dimos un paseo por lo alto del acantilado, viendo las olas estrellarse contra las rocas, y hordas de aves marinas ir y venir construyendo sus nidos, preparándose para la llegada inminente de sus crías. Era un día inusualmente cálido para finales de mayo. Las armenias marítimas y las minúsculas flores azules con forma de campana de la escila de primavera cubrían los acantilados cual confeti. De regreso a casa por el borde de la carretera, apenas se veía la hierba bajo la gruesa alfombra de prímulas. Las Shetland estaban en su máximo esplendor. Y un pequeño ejército de agentes de policía ingleses rastreaba nuestro terreno en busca de los restos de Kirsten Hawick.

Duncan y yo nos sentamos en el área acordonada de detrás de la casa. Aun a cierta distancia, podíamos ver que esa vez iban en serio. Todas las muestras de tierra que habían tomado anteriormente habían dado negativo en la prueba del fosfato. Nuevos análisis, realizados siguiendo órdenes de Helen, demostraron que las muestras no procedían de nuestro jardín. ¡Vaya sorpresa! De modo que volvieron a empezar. Tomaron más muestras y las llevaron a analizar a otro laboratorio; y esa vez, varias dieron positivo.

Habían dividido todo el campo en un tablero. Metros de cinta, sujetos con pequeñas estacas, se entrecruzaban a lo largo y ancho del terreno. Los agentes, que trabajaban en equipos de tres, comprobaban sistemáticamente cuadrado tras cuadrado, midiendo, sondeando, cavando, prestando especial atención a las zonas donde habían encontrado fosfato. Llevaban cuatro horas y habían cubierto una cuarta parte del terreno. De momento no habían encontrado nada, pero esa mañana los enviados de prensa de todo el mundo que llevaban acampados desde la semana anterior frente a nuestra puerta parecían haberse multiplicado. En el aire flotaba una expectación sombría.

Habían transcurrido dos semanas desde nuestras aventuras en Tronal. La pierna se me estaba curando bien y Duncan se había recuperado completamente. Habíamos tenido una suerte extraordinaria. La parada que yo había hecho esa noche en la casa de Dana nos había salvado la vida. Helen había pedido a uno de sus agentes que fuera a recoger algo que se había olvidado. El agente encontró el sobre dirigido a Helen y, siguiendo instrucciones, lo abrió. Al enterarse de lo que me proponía hacer (y, según me dijeron, maldiciéndome sin parar durante las dos horas siguientes), Helen envió una docena de agentes a Tronal. Rescataron a Duncan del sótano y encontraron el barco que yo había robado en la playa. Helen en persona dirigió la operación a bordo de un helicóptero de la policía, el mismo que nos rescató del mar cuando se hundió la lancha.

Y entonces empezó la diversión.

Doce isleños, entre ellos los empleados de la clínica de Tronal, varios miembros del personal del hospital, el dentista McDouglas, el inspector Andy Dunn y dos agentes del cuerpo de policía local, estaban detenidos por diversos cargos: asesinato, conspiración de asesinato, secuestro y daños corporales, por citar solo algunos. El comisario Harris, del Departamento de la Policía del Norte, había sido suspendido en espera de una investigación interna. Duncan decía que esos hombres solo eran la punta del iceberg, y yo no lo dudé ni por un momento. Pero, por supuesto, una cosa era creerlo; las pruebas irrefutables estaban resultando tan esquivas como los trows de las leyendas. Esos trece podrían ser lo único que tendríamos.

Stephen Gair seguía sin aparecer. Si estaba vivo o muerto, nadie lo sabía. Solo podíamos confiar.

Al día siguiente iba a celebrarse en Unst un funeral por Richard. Aquella noche la lancha se hundió en aguas relativamente poco profundas; recuperarla, con el cadáver de Richard a bordo, fue fácil. Se esperaba que la mitad de los habitantes de las Shetland acudirían para honrar su recuerdo, pero Duncan y yo no estaríamos entre ellos. Habíamos hablado mucho sobre ello, pero ninguno de los dos nos veíamos con fuerzas. Yo todavía tenía cardenales en el cuello; no sería capaz de fingir que lloraba al hombre que me los había hecho. Tampoco podría mirar a los feligreses a la cara sin preguntarme…

Los motivos de Duncan eran más complejos. Estaba tratando de encajar lo cerca que había estado de convertirse en uno de ellos.

De modo que Kenn iba a ser nuestro apoderado. Lo habíamos visto mucho esas últimas semanas. Se había acostumbrado a aparecer por casa sin anunciarse, normalmente a la hora de comer. Seguía flirteando vergonzosamente, pero solo en presencia de Duncan. Evitaba quedarse a solas conmigo, de modo que al menos ese problema estaba resuelto por el momento. Yo todavía no estaba segura de quién había robado la novia a quién, y sospechaba que nunca lo sabría; tampoco estaba segura de si les seguía importando. Había sido Kenn quien había extirpado el coágulo a Duncan. Supongo que es difícil seguir odiando a quien te ha salvado la vida. Además, los dos disfrutaban quejándose de la investigación policial aparentemente interminable.

De modo que hasta la fecha no se habían presentado cargos contra Duncan ni contra Kenn, pero aún no teníamos la sensación de que podíamos respirar tranquilos. El punto más importante a favor de Duncan era que, cuando el equipo de Helen había rastreado la isla esa noche, lo había encontrado encerrado en el sótano, sangrando profusamente de una herida en la cabeza y al borde de la muerte. El hecho de que no hubiera puesto un pie en las Shetland en casi veinte años también ayudaba. En cuanto a Kenn, había estado oportunamente fuera del país todos los veranos en que el índice de defunciones de mujeres había aumentado. A lo largo de los años Richard se había esforzado mucho en proteger a su hijo predilecto.

La clínica de maternidad de Tronal se había cerrado para siempre. Los dos niños que había visto aquella noche habían sido trasladados a otra unidad neonatal de Edimburgo y estaban evolucionando bien. Se buscaría a sus madres biológicas, así como a todas las mujeres que en los últimos años habían estado en Tronal para someterse a un aborto tardío. Cuál sería su relación legal con los niños que creían haber abortado, nadie lo sabía. Otro de los muchos líos que habían salido de Tronal.

Estaban rastreando concienzudamente el terreno que rodeaba la clínica. Ya habían encontrado algunos restos humanos, pero, por lo que sabía, la cosa iba para largo. Cerca de la playa donde había atracado esa noche habían desenterrado varios esqueletos pequeños. De todos los bebés nacidos en Tronal a lo largo de los años, esos eran los que más lloraba mi corazón. Los que no lo habían logrado.

Collette McNeil y Alison Rogers estaban embarazadas como consecuencia de su estancia en Tronal. No hubo relaciones sexuales; los médicos les abrieron el cuello del útero y les insertaron esperma directamente en las cavidades uterinas. Los abogados todavía están discutiendo sobre si, técnicamente, constituye una violación. Collette piensa abortar. Ella y su familia van a marcharse de las Shetland. Alison, de veintiún años, está pensando en quedarse el bebé.

Al oír pasos en la grava, me volví. Dana había logrado cruzar la barricada de la prensa y se acercaba a nosotros. Llevaba unos téjanos, un suéter grande y amorfo, y el pelo recogido en una coleta. No la había visto desde la noche que saltamos todas juntas al océano, y me pareció más menuda y delgada de como la recordaba. Cuando llegó hasta nosotros, no parecía saber qué decir.

—Creía que estabas en Dundee. De baja por enfermedad —dije; me daba la impresión de que estaba a punto de echarse a llorar y no sabía si podría soportarlo. Suficientes lagrimas había habido las dos últimas semanas…

Acercó una silla plegable de madera y la abrió.

—Debería estar allí, pero me aburría como una ostra. He vuelto esta mañana en avión. —Se sentó a mi lado.

—Me parece que podrías estar en un apuro —dijo Duncan, que miraba hacia lo alto del campo.

Las dos seguimos su mirada. Helen, con un mono blanco, había dejado de moverse de un lado para otro como una gallina clueca y nos miraba.

Me volví hacia Dana, me arriesgué a sonreír, y vi en su cara el pálido reflejo de una sonrisa.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó, mirándome la barriga.

—De pena —respondí; era bastante aproximado a cómo me sentía.

Pero en realidad no hay palabras para describir lo que tiene que pasar una mujer en el primer trimestre de embarazo. En cuanto pudiera hablar por teléfono sin vomitar sobre él, llamaría a todas mis antiguas pacientes para disculparme por no haber sido lo bastante comprensiva.

—¿Y eso es… bueno?

—No, pero es normal —dije.

Guardamos silencio mientras veíamos a Helen debatirse entre acercarse y reprender a Dana por haber vuelto al trabajo, y quedarse donde estaba y seguir con lo que hacía. Me dio por pensar que lo único remotamente normal en mi embarazo era la pequeña criatura que había en el centro de él. Jenny me había explorado el día anterior. Duncan y yo nos habíamos cogido de la mano, con los ojos llenos de lágrimas, mientras escuchábamos los fuertes latidos de esa pequeña masa informe, totalmente ajena a lo que había estado ocurriendo a su alrededor.

—¿Supongo que esperamos que sea… niña? —dijo Dana tanteando.

Oí que Duncan se reía suavemente y me pareció una buena señal.

Un ruido repentino me llamo la atención. En la valla que se extendía a lo largo del campo había un grupo da pájaros de color gris claro con la cola ahorquillada, la cabeza negra y el pico rojo. Eran charranes árticos que habían vuelto de pasar un largo invierno en el hemisferio sur. Esperando anidar en nuestro campo, como todos los años, parecían desconcertados por la repentina invasión humana. Las charranes no son pájaros apacibles. Saltaban a lo largo de la valla y describían círculos sobre nuestra cabeza, pidiendo a gritos a los policías que se buscaran otro lugar donde cavar, que aquel era su lugar de cría.

—Creo que han encontrado algo —dijo Dana.

Aparté la mirada de los pájaros.

—¿Dónde?

—Ese grupo cerca de Helen. Hombre alto de pelo rubio. Mujer con gafas de montura de pasta. Cerca de los juncales.

Miré. El pequeño grupo al que Dana se refería ya no era un equipo entre muchos, se había convertido en el centro de la actividad que tenía lugar en el campo. Uno tras otro, los demás agentes con mono blanco se acercaron.

—Oh, han estado haciendo eso mismo durante la última hora —dijo Duncan—. Creo que ese equipo se emociona más que el resto.

—Están muy cerca de donde encontré a Melissa —dije con una voz que no estaba segura de si se habría oído.

Nadie habló. En lo alto del campo cuatro hombres empezaron a cavar con mucho ímpetu.

—Deberíamos entrar en casa —dijo Duncan.

No nos movimos.

Siguieron cavando. En el resto del campo la actividad había cesado. Todos los ojos estaban clavados en los cuatro hombres con pala. Hasta los charranes parecían haberse callado.

Las nubes procedentes del voe empezaron a amontonarse. La tierra, de un color tan intenso hacía unos momentos, quedó cubierta de sombras. Nadie, en el campo y en el jardín trasero de la casa, parecía capaz de hablar. Escuchamos el golpeteo regular de las palas contra la tierra húmeda y esperamos.

Creía que no podría seguir soportándolo cuando dejaron de cavar. Los hombres con pala retrocedieron y otros se acercaron. Empezaron a dispararse cámaras, la gente hablaba por la radio, se descargaron equipos de las furgonetas aparcadas en nuestro patio y una oleada de emoción recorrió las filas de la prensa. Helen empezó a bajar de la colina en dirección a nosotros.

Encontraron en nuestro terreno los cadáveres, perfectamente conservados y manchados por la turba, de cuatro mujeres. La primera que desenterraron ese día fue Rachel Gibb; a las demás las identificaron más tarde como Heather Paterson, Caitlin Corrigan y Kirsten Hawick; todos ellos nombres que conocía; los había visto en la pantalla de mi ordenador la noche que conocí a Helen. En los días que siguieron averigüé más cosas de ellas, dónde habían vivido, quiénes habían sido, cómo se había creído que habían muerto. Y pasé más tiempo del que era saludable imaginando un último año. Apartadas de su vida y de todos sus seres queridos, esas mujeres habían tenido que enfrentarse solas y asustadas a los largos y dolorosos meses de un embarazo y a la terrible experiencia de un parto. Habían recibido la mejor atención médica posible, pero nadie les había cogido la mano, ni les había dado un abrazo tranquilizador, ni les había dicho que al final todo valdría la pena. Prisioneras de su propio cuerpo y de los hombres de Tronal, esas mujeres habían permanecido en sus rediles como reses preñadas, esperando hasta que cumplieran su cometido y no volvieran a necesitarlas. Si pensar en ello os hace gritar de rabia, entonces bienvenidos al club, amigos, bienvenidos al club.

A todas las mujeres que desenterraron esa semana les habían arrancado el corazón, como habían hecho con Melissa. Todas tenían tres símbolos rúnicos grabados en la espalda: Othila, que significaba Fertilidad; Dagaz, la runa de la Cosecha, y Nauthiz, Sacrificio.

Han dado por terminada la búsqueda, para consternación mía; estoy convencida de que hay dos cadáveres más enterrados en alguna parte; un año después de que esas mujeres supuestamente murieran, nacieron siete niños KT. Pero el equipo de policía insiste en que los campos de detrás de mi casa han sido concienzudamente rastreados; hasta Duncan y Dana me dicen que es mejor dejarlo ya. De modo que esas mujeres se quedarán ahí. Yacerán eternamente en la tierra de las Shetland, junto con todas las demás mujeres que han desaparecido sin dejar rastro en estas islas a lo largo de los siglos. O tal vez aparezcan algún día, cuando alguien lo bastante ignorante para saber las consecuencias se atreva a remover la tierra.

Los charranes árticos ya se han buscado otro lugar donde anidar. No me extraña; nosotros vamos a hacer lo mismo.