40

Incapaz de apartar los ojos de la cara de Gair, sacudí la cabeza. No pensaba acercarme a él. Me daba terror.

Su cara desapareció. Lo oí dar grandes zancadas sobre el techo y me acerqué a Dana. Ella me sujetó el tobillo mientras yo asía el arma con fuerza.

La cara de Gair apareció de nuevo.

—Voy a abrir las válvulas de la toma de agua, Tora —dijo, burlón—. Tienes diez minutos antes de que el barco se hunda como una roca. Si quieres salvar a tus tres amigas, sube ahora mismo.

Se fue hacia la proa. Me acerqué tambaleante a la escalera y tomé impulso para subir. Gair estaba inclinado sobre el armario del ancla. Al verme, se irguió y se acercó a mí.

No me moví. Él también estaba herido, aunque no de tanta gravedad como yo, y yo seguía teniendo el arma. Todavía no iba a rendirme. Se subió al techo de la cabina y se quedó allí, de pie, con las piernas abiertas para mantener el equilibrio, imponente por encima de mí. El viento le sacudía la ropa y marcaba las líneas esbeltas y fuertes de su cuerpo. Tenía la cara blanca y brillante contra el cielo nocturno y enseñaba los dientes en un desagradable intento de sonrisa. Ya no tenía aspecto de lobo. Parecía más bien un diablo.

Retrocedí hasta que me topé con el timón del puente. Se me revolvió lo que tenía en el estómago y los músculos ya no pudieron contenerlo. Empecé a sentir un calor hediondo por las piernas. Piernas que se habían vuelto de paja y ya no podían sostenerme. Me derrumbé en el suelo del puente.

Gair tenía algo en la mano; una cadena corta. Le dio vueltas y la estrelló contra el techo de la cabina. Luego cogió el otro extremo con la mano izquierda y tiró de él. Tenía casi un metro de largo y los eslabones eran de dos centímetros y medio de grosor. Se quedó en el borde del techo de la cabina, listo para saltar dentro. El barco osciló y él recuperó el equilibrio. Me pareció oír la voz de Dana abajo, repitiendo la llamada de socorro que yo había hecho poco antes. Hasta me pareció oír crepitar una débil respuesta. Pero era demasiado tarde; al menos para mí.

Cerca de la proa de babor se alzaba una forma enorme, por un instante casi tan aterradora como el hombre que estaba a punto de lanzarse sobre mí. Otra mole de granito, peligrosamente cerca. Dejé caer el arma, deslicé la mano derecha a través de los radios del timón, y la moví arriba y abajo donde sabía que estaba el panel de instrumentos. Mis dedos palparon botones y los apreté. Los botones pitaron en respuesta. No tenía ni idea de para qué servían, solo podía esperar.

Gair se alzó de puntillas. Yo agarré un radio de la parte superior del timón y lo empujé hacia abajo con todas mis fuerzas.

El bote respondió; uno de los botones que había apretado había desactivado el piloto automático y yo tenía el control del timón. La lancha, que avanzaba a gran velocidad, casi volcó por la fuerza de aquel brusco giro. Abajo, en la cabina, los objetos rodaron por el suelo y oí gritar a Dana. Gair se tambaleó y casi resbaló, pero se agarró a algo y recuperó milagrosamente el equilibrio.

En ese preciso momento nos estrellábamos con una mole de granito de seis metros de altura.

Mientras el barco viraba, yo me caí al suelo del puente; la fuerza del impacto me lanzó contra el timón, me golpee los hombros y casi perdí la conciencia. A través de unos ojos que casi no veían, vi cómo Stephen Gair salía despedido hacía mi. Me miraba fijamente, y en esa fracción de segundo vi ira, luego miedo, mientras volaba por el aire y se estrellaba contra el timón. Oí un crujido que supe que era el de un hueso al romperse y me obligué a volverme hacia Gair. Luego el movimiento del barco en punto muerto lo arrojó de nuevo por los aires hasta caer en la popa.

Agarré el timón para ayudarme a levantarme. Lo rodeé y me acerqué a Gair. Él empezaba a moverse, a alzar la cabeza de la cubierta. Apoyada contra el timón, le di una patada y resbaló hacia atrás. Me cogió el tobillo. Agarrada al timón con las dos manos, levanté el otro pie y salté sobre su muñeca. Me soltó y le di otra patada. Resbaló hacia atrás y volví a propinarle una patada, esta vez en la cara, horrorizada por la violencia de la que era capaz pero incapaz de contenerme. Lo empujé por última vez con los dos pies y me desplomé en la popa mientras él caía por la borda.

No sé cuánto tiempo estuve allí arrodillada, mirando la estela del barco. Creo que hasta pensé en tirarme yo también por la borda. No pudieron transcurrir más de unos segundos antes de que el barco empezara a dar vueltas fuera de control. Regresé a gatas al puente de mando y apreté el botón para apagar los motores. Se pararon, y el ruido se desvaneció en la noche. El barco seguía moviéndose por el viento y la marea, pero ya no giraba alocadamente. Y eso era todo, yo no podía hacer absolutamente nada más. Desplomada contra el timón, me pregunté de dónde llegaría la ayuda. Si existía alguna posibilidad real de que llegara.

Entonces la cara de Dana apareció en el hueco de la escalera. Me vio, pero todavía parecía incapaz de hablar. Luego desapareció y me pregunté si se había caído. Quería ir a ayudarla, creo que hasta traté de levantarme, pero no pude. También quería gritar, pero ni siquiera para eso tenía fuerzas.

Luego vi aparecer algo en lo alto de la escalera. Una maraña de tela y metal. Era un chaleco salvavidas; los había visto en uno de los estantes que rodeaban la cabina principal. Vi aparecer otro. Y un tercero.

—Vamos, Tora. Ponte uno —apenas alcancé a oír la voz de Dana, muy débil contra el viento.

Me agarré al timón y logré ponerme a cuatro patas. Lo rodeé y cruce el puente a gatas. Volvía a sentir palpitaciones en la pierna y traté de no pensar en ella y concentrarme solo en llegar hasta la escalera.

Apareció una mano, el brazo de una mujer. Alargué la mano y lo agarré. No tenía fuerzas, pero lo sujeté mientras me echaba hacia atrás. Una mujer asomó en lo alto de la escalera. El pelo negro le caía hacia delante y le tapaba la cara. Volví a tirar y oí gruñir a Dana mientras empujaba desde abajo. La mujer del pelo negro salió por fin de la escalera y aterrizó encima de mí. La aparté. Era Freya, la más joven de las dos. Abrió los ojos brevemente, me miró, volvió a cerrarlos, y se desvaneció contra el asiento del puente.

Oí a Dana gritar «Tora», luego vi movimiento en la escalera y unas manos en las barandillas. Odel subía sola. Parecía débil, apenas podía fijar la mirada y supuse que Dana la empujaba por detrás. Le cogí la mano mientras subía insegura y salió al puente. Jadeó contra el frío y casi se cayó encima de mí.

De algún modo logré mantenerme en pie y me acerqué tambaleándome a la escalera. Alargué una mano y cogí a Dana del brazo. Subió con sorprendente facilidad y le ayudé a saltar el último escalón. El viento le sopló en la cara y empezó a temblar con violencia. Vi que, abajo, el suelo de la cabina estaba cubierto de agua que aumentaba rápidamente. Gair me había dicho que una vez que el barco empezara a inundarse dispondría de diez minutos.

Dana me miró.

—Chalecos salvavidas —dije, jadeando. Miré a Freya y a Odel.

Dan, siempre tan práctica y sensata, ya llevaba puesto el suyo. Asintió y me pasó uno. Logré pasármelo por la cabeza y abrocharme la hebilla metálica. Dana me ayudó a ponerles los chalecos a las otras dos, los hinché y encendí las pequeñas luces que daría a quien nos buscara la posibilidad de encontrarnos.

El agua alcanzó la popa y las cuatro nos encontramos sentadas en un charco helado. Las olas nos estaban dejando empapadas, llenaban el puente de agua cada pocos segundos y aceleraban el hundimiento. No había tiempo para coger el bote salvavidas, aunque consiguiera dar con él. Cogí cuatro arneses y enganché los chalecos por la cintura. Tanto si nos hundíamos como si salíamos a flote, lo haríamos juntas.

—¿Puedes mantenerte en pie? —grité a Dana.

—Creo que sí —logró responder, y nos levantamos juntas con esfuerzo.

Odel se puso en pie con nosotras y las tres ayudamos a Freya. Se le ensombreció la mirada; volvió a perder la consciencia. Me subí al asiento y luego a la borda. Dana siguió mi ejemplo, luego Odel, y juntas la arrastramos. Tambaleándonos, agarrando cualquier cosa que parecía firme, nos acercamos a la popa del barco. Nos quedamos allí de pie, mirando la hélice inmóvil. Desenganché la barandilla y me agarré con fuerza a uno de los puntales.

—¡Tenemos que saltar! —grité al tiempo que rodeaba con fuerza la cintura de Freya con el otro brazo, y miraba a Dana y a Odel para asegurarme de que me entendían—. ¡Os daré la señal!

Dana asintió. Odel luchaba por mantener los ojos abiertos, pero Dana la asió con fuerza mientras con el otro brazo se agarraba a un puntal.

Bajé el primer escalón. Habíamos dejado Tronal muy atrás y no había tierra firme lo suficientemente cerca para plantearnos la posibilidad de nadar. Las olas me cubrían los pies. Me volví, casi perdiendo el equilibrio, e incliné la cabeza hacia Dana.

—¡A la de tres! —dije sin aliento—. ¡Uno, dos, tres!

Saltamos en el aire y nos recibió la suave y delicada bienvenida del océano. Mientras nos hundíamos, brillaban estrellas a nuestro alrededor y la negrura alargaba los brazos y nos arrastraba hacia abajo. No sentía frío, ni dolor, ni miedo, no notaba la presencia de las otras mujeres cerca de mí, pero sabía que estaban allí.

Me invadió una sensación de paz, de finalidad; después de todo, morir no era tan malo, sumergida en la silenciosa y pelada oscuridad.

Pero la voluntad de vivir era increíblemente tenaz, pues notaba cómo mis piernas se agitaban, hacían movimientos natatorios. Luego las antiguas leyes de la física entraron en juego y el aire de nuestros chalecos empezó a elevarse hacia arriba y a llevarnos consigo. Nuestras caras rompieron la superficie como cristal que se hace añicos y el aire salado nocturno nos llenó los pulmones. Busqué a Dana, encontré su mano y me pareció ver un brillo en sus ojos cuando se encontró con los míos. Odel y Freya solo eran formas oscuras en el agua.

Oí de nuevo ruido de motores y supe que alguien estaba cerca. Traté de enfurecerme al pensar en todo lo que habíamos pasado solo para que el segundo barco de Tronal nos recogiera, pero no lo logré. No me importaba.

El ruido del motor se hizo más fuerte, era casi ensordecedor, pero no tenía claro de dónde venía. Miré a Dana y me pareció que miraba hacia arriba; un segundo después quedamos bañadas en luz.

Cuando volví a abrir los ojos, grité.