No podía ver, ni oír, ni respirar. El barco volvió a virar bruscamente.
—¿… demonios estás haciendo? —gritaba Richard a gran distancia—. Morirá desangrada antes de que lleguemos a tierra.
—Pues ocúpate, doctor. Yo conduciré el barco.
El dolor remitía poco a poco, se retiraba de mi cabeza, mi pecho y mi abdomen, y se concentraba en un solo lugar, la zona carnosa del muslo. La negrura de mi cabeza se aclaró un poco y volví a ver. Y a oír: un ruido aterrador llenó el camarote y me di cuenta de que era yo… estaba gritando. Richard me agarró por los hombros y me arrastró hasta el camarote de estribor. Con una fuerza que no sabía que tenía, me levantó del suelo y me tendió en un camastro, junto a la forma inmóvil de una mujer. Aun a través del dolor la reconocí; era Freya. Richard me cogió las manos y me las puso sobre la herida.
—Aprieta con fuerza —indicó—. Corta la hemorragia. Ya sabes lo que pasará si no lo haces.
Lo sabía demasiado bien. De la pierna me brotaba un líquido carmesí. Gair probablemente había dado en una arteria; estaba en un serio apuro. Apreté con fuerza, pero sentía que las fuerzas me abandonaban. Era como cuando estoy quedándome dormida y me resulta imposible concentrarme en la cosa más simple. Solo que en ese momento no podía permitirme dormir. Tenía que mantenerme consciente. Alcance a oír a Gair por la radio y a alguien respondiéndole entre interferencias.
Richard volvió. Me apartó las manos y empezó a enrollar algo alrededor de mi pierna. Lo tensó, y volvió a tensarlo. Bajé la vista; las vendas blancas ya estaban empapadas de rojo. No puedo ver sangre fresca sin maravillarme. Una sustancia tan asombrosa… poderosa, espesa y vibrante…, y de un color tan hermoso… Qué triste verla huir y colarse a través de las tablas del suelo, derramarse en la zona de desfonde y desaparecer sin dejar rastro en las frías aguas saladas del mar del Norte.
Gair estaba dando las coordenadas de nuestra posición. Esperaba refuerzos. Estaba perdida. Volvería a Tronal y pasaría los ocho meses siguientes encadenada y drogada mientras una nueva vida crecía dentro de mí. Una vida que había planeado, anhelado, suplicado. Y ahora que por fin había llegado, iba a ser mi muerte. Me pregunté qué harían con Duncan, si le perdonarían la vida, si le darían una última oportunidad para volver al redil. O si ya estaba muerto.
Richard me colocó de forma que mi cabeza descansaba en el hombro de Freya; luego me levantó la pierna y la apoyó en la pared, para que la gravedad hiciera su trabajo.
—Ahora relájate —dijo—. El dolor desaparecerá.
Forcejeé y cerré los ojos con fuerza.
—¿Me estás hipnotizando?
—No —me acarició la frente y abrí los ojos—. Solo te estoy calmando para ayudarte a aliviar el dolor.
Siguió acariciándome la frente y, asombrosamente, el dolor pareció remitir. Pero con él se fue lo que me quedaba de concentración; empecé a dejarme llevar. No quería que eso ocurriera.
Le cogí la mano.
—¿Por qué? —pregunté—. ¿Por qué nos matáis? ¿Por qué odiáis tanto a vuestras madres?
Me sostuvo la mano entre las suyas.
—No tenemos otra elección —dijo—. Es lo que nos hace ser lo que somos —se inclinó más—. Pero no pienses que odiamos a las mujeres que dan a luz a nuestros hijos. No las odiamos. Lloramos a nuestras madres, honramos su recuerdo, las añoramos durante toda la vida. No somos gente religiosa, pero si lo fuéramos, nuestras madres serían santas. Hacen el máximo sacrificio por sus hijos.
—Dar su vida —susurré yo.
—Su corazón —dijo él.
Aparté los ojos bruscamente, volví a mirar los vendajes ensangrentados de mi pierna, y supe lo que estaba a punto de decirme.
«Oh, Dios, por favor, no».
Richard se sentó en el camastro, a mi lado. Todavía me cogía la mano.
—A los nueve años me bebí la sangre del corazón de mi madre —dijo.
Hizo una pausa para que asimilara lo que me estaba diciendo. Yo no podía hablar, solo podía mirarlo.
—Me la dieron en una botella, junto con su última leche —continuó.
Me subió bilis por la garganta.
—Para. No quiero…
Me hizo callar acariciándome la mejilla con un dedo. Tragué saliva con esfuerzo; me concentré en respirar hondo.
—Por supuesto, yo no sabía nada en ese momento; fue mucho más tarde, el día que cumplí dieciséis años, cuando me enteré de… ¿cómo decirlo? Mi extraordinaria herencia.
«Inspira, espira». Era lo único que yo podía pensar. Oía las palabras, pero no creo que las registrara realmente. No lo hice hasta mucho después.
—Puedes imaginarte el shock que fue para mí. Había crecido con mi padre y con su esposa, una mujer a la que quería mucho. No tenía ni idea de que no era mi madre biológica. Y el horror de lo que me contaron, de lo que habían hecho a la mujer que… Creo que fue el peor día de mi vida.
Una frase sarcástica acudió a mi mente: «Mi corazón sangra». Estuve a punto de decirla. ¿A quién diablos se le habría ocurrido?
—Pero al mismo tiempo fue el comienzo de mi vida, empecé a comprender quién soy realmente. Sabía que era especial, mucho más brillante que los otros niños de la clase. Tenía grandes dotes musicales y hablaba cuatro idiomas, de los cuales dos los había aprendido solo. Era más fuerte, más rápido y más competente que los demás en casi todo lo que hacía. Dominaba cada deporte que practicaba. Y nunca estaba enfermo. Ni una sola vez en dieciséis años había faltado un solo día a clase por no encontrarme bien. A los doce años me rompí el tobillo jugando al fútbol. En dos semanas se me había curado.
Recuperé el habla.
—Solo tuviste suerte; una combinación afortunada de genes. Eso no tuvo nada que ver con…
—También tenía otros poderes más extraños. Había descubierto que era capaz de conseguir que la gente hiciera lo que yo quisiera solo mediante la sugestión.
—Hipnosis.
—Sí, así es como les gusta llamarlo a los más jóvenes.
Sacudí la cabeza. No me lo tragaba, pero no encontraba las palabras para contradecirlo.
—Me presentaron a otros dos chicos que habían cumplido dieciséis años. Uno era de la isla principal, el otro de Bressay. Eran igual de fuertes y de listos que yo. Me hablaron de otros cuatro, que tenían unos meses menos que yo. Componían el resto de mi grupo. Y conocí a seis chicos mayores que acababan de cumplir diecinueve años. Sabían por lo que estábamos pasando porque habían pasado por lo mismo tres años antes.
—Cada tres años —dije.
Él asintió.
—Cada tres años nacen entre cinco y ocho niños. Solo tenemos un hijo en nuestra vida, un hijo que se convertirá en uno de nosotros.
—¿Trows? —quería mofarme, lo intenté, pero no era fácil.
Él frunció el entrecejo.
—Kunal trows —me corrigió. Luego se relajó, hasta sonrió a medias—. Corren tantas historias tontas por ahí… Hombrecillos verdes que viven en cuevas y temen el hierro… Sin embargo todas esas leyendas encierran un grano de verdad.
—Todas esas mujeres. Todas esas muertes. ¿Cómo lo hacéis?
Volvió a sonreír. Creo que incluso empezaba a alardear.
—Los detalles prácticos son sencillísimos. La clave está en tener gente en los lugares adecuados. Una vez que se ha identificado a una mujer, la tenemos estrechamente vigilada. Luego montamos un accidente o su médico de cabecera le descubre una enfermedad. No todos los médicos de las islas son de los nuestros, por supuesto, de modo que depende. Una vez ingresa en el hospital, las cosas son más sencillas, pero, como es lógico, hay que manejar cada caso de forma diferente. Por regla general, se le administra una dosis elevada de Midazolam, o algo parecido para que el metabolismo se ralentice de inmediato y salte automáticamente la alarma de las máquinas de respiración artificial. Si hay familiares, el equipo médico finge hacer todo lo posible por salvar a la paciente, en vano. Luego llevan a la mujer, inconsciente, al depósito de cadáveres, donde nuestra gente aguarda para llevarla a Tronal. El forense presenta un informe y se entierra o incinera un ataúd con peso dentro. Naturalmente, animamos a que incineren.
—Naturalmente. ¿Y qué me dices de Melissa?
Suspiró.
—Melissa fue un caso especial. Como contigo, no contábamos con que se mezclara en esto —miró furioso hacia la puerta abierta del camarote donde estaba Gair—. No utilizamos a nuestras propias mujeres.
—¿Y ella lo descubrió?
Asintió.
—Averiguó las contraseñas de Stephen y entró una noche en los archivos de su ordenador —volvió a acariciarme la frente—. Melissa era muy inteligente, una mujer muy obstinada —continuó—. En muchos sentidos me recuerda a ti. Me pareció de lo más irónico que fueras tú precisamente quien la encontrara. Su equivocación fue enfrentarse con Stephen y decirle que lo sabía. Tuvimos que actuar deprisa. Al principio planeamos quitarla de en medio, pero ella ya le había dicho a Stephen que estaba embarazada y él no quería perder al niño. Fue idea de él sustituirla por la otra mujer, la de Oban. Yo me opuse. Demasiadas complicaciones. Pero se nos acababa el tiempo.
—¿Y Kirsten Hawick? Sé que también está en mi terreno. ¿Simulasteis ese accidente? ¿Conducía uno de vosotros la camioneta?
Sacudió la cabeza.
—No, el de Kirsten fue de verdad un accidente. Solo exageramos la gravedad de las heridas. Tenía un hijo. Vive en Yell ahora, es un buen muchacho.
Kirsten podría haberse recuperado. El dolor casi insoportable que había visto en Joss Hawick había sido totalmente innecesario. Quise chillar, pero sabía que si lo hacía no podría parar.
—¿Por qué enterráis a las mujeres? ¿Por qué no las tiráis al mar o las incineráis? Si lo hubierais hecho, yo nunca habría encontrado a Melissa.
—Sí, pero no podemos. Va contra nuestras creencias. Nuestras madres yacen en lo que para nosotros es tierra sagrada. Es parte de nuestra forma de honrarlas.
—Y supongo que enterrarlas a todas en Tronal era demasiado arriesgado. Así que teníais cementerios por todas las islas.
Inclinó la cabeza, admitiendo la verdad de mis palabras.
—¿Y Duncan? ¿Duncan también hizo eso? ¿Bebió…?
Richard asintió.
—Sí. Lo mismo que su padre y su abuelo antes que él, y mi padre, mi abuelo y mi tatarabuelo. Somos kunal trows, más fuertes y poderosos que ningún otro hombre de la tierra —se levantó, dispuesto a volver al camarote principal.
Yo estaba tan cansada que solo quería sumirme en la inconsciencia. Pero sabía que si lo hacía, moriría. Tenía que seguir hablando.
—¿Cuántos? ¿Cuántos sois?
Él se detuvo en la puerta.
—Por todo el mundo, entre cuatrocientos y quinientos. La mayoría vivimos aquí, pero hace unos cien años empezamos a colonizar. Preferimos las islas, remotas pero con una economía local fuerte.
Temblaba y tenía muchas ganas de vomitar. Me hallaba en estado de shock pero ya no había peligro de que perdiera el conocimiento. Sentía un dolor terrible pero soportable.
—No eres especial —dije—. Está todo en tu cabeza.
Richard bajó la voz, como si tratara de tranquilizar a un niño agitado.
—No tienes ni idea de los poderes que tenemos. Y una influencia que ni siquiera puedes imaginar. Estas islas, y otras muchas alrededor del mundo, nos pertenecen. No alardeamos de nuestra riqueza, pero es inmensa.
—No sois más que hombres normales.
—Tengo ochenta y cinco años, Tora, y sigo teniendo la fuerza de un hombre de cincuenta. ¿Eso es normal?
—Richard —dijo Gair—, creo que oigo un motor. Tengo que subir para hacer señas. ¿Puedes tomar el timón?
Richard empezó a volverse.
—Créeme si puedes, querida. Te hará más llevaderos los próximos meses.
Se volvió y salió del camarote, cerró la puerta y me dejó encerrada con Freya, inmóvil. Me sorprendió que no me sedara. Tal vez, con tanto alarde de sus supuestos poderes especiales, se había olvidado. O, más probable, creía que el dolor y la pérdida de sangre bastarían para inmovilizarme. Me miré la pierna. Ya no salía sangre a borbotones; después de todo, quizá la arteria no se había roto. Me arriesgué a bajarla y me incorporé hasta quedar sentada en el camastro. La hemorragia aumentó, pero no era alarmante. Miré a Freya. Seguía respirando, tal vez no tan profundamente como antes, pero por lo demás no presentaba signos reales de vida. No podía esperar ayuda por ese lado.
Sentada en el camastro, reflexioné. Era imposible que pudiera con Richard y Gair yo sola, herida como estaba, pero tenía que intentarlo. Mientras estuvieran separados, Gair en la cubierta, y Richard al timón y de espaldas a mí, tendría más posibilidades de lograrlo. Cuando llegara el otro barco, tirarían a Dana por la borda. En cuanto a mí, me tendrían vigilada, probablemente drogada, hasta que terminara la operación policial y volviera a estar segura en Tronal.
Traté de levantarme. Una punzada de dolor me subió por la pierna. Respiré hondo varias veces, conté hasta diez y esperé a que remitiera. Luego di un paso adelante. Otra punzada, esta vez no tan intensa.
Me agarré al estante que rodeaba el camarote y avancé poco a poco hasta llegar al pomo de la puerta. El motor de las lanchas es escandalosamente ruidoso, pero Richard había reducido la velocidad y me pareció oír otro motor a lo lejos. Giré el pomo y tiré de la puerta. Se abrió sin hacer ruido.
Richard estaba solo al timón; miraba al frente con los ojos entrecerrados, como si le costara ver lo que había al frente. Habíamos llegado a otra concentración de riscos próxima a la costa y la navegación era traicionera. Si lo dejaba sin sentido, que era básicamente el plan, no tardaríamos en estrellarnos contra una de esas enormes rocas de granito que nos rodeaban. En cuanto el casco se rajara, la lancha empezaría a hundirse y tendría que echar al agua un bote salvavidas (suponiendo que hubiera alguno a bordo), cargar en él a tres mujeres inconscientes, y enfrentarme con un psicópata fuerte y violento. Todo eso con una sola pierna sana. Como digo, lo tenía todo en contra.
La otra alternativa… La verdad es que la otra alternativa no me gustaba nada.
Necesitaba hacerme con un arma. La pistola para caballos del abuelo estaba en un estante del otro extremo de la cabina; no podía llegar a ella sin que Richard me viera. Miré alrededor. El suelo estaba resbaladizo de sangre, mi sangre; se me revolvió el estómago. Me obligué a apartar la mirada. Examiné los estantes que recorrían la cabina y encontré el armario donde guardaban las herramientas del barco. Deslicé una mano hacia abajo. Era como un juego de palitos chinos de vida o muerte: tenía que levantar una herramienta del montón sin mover las demás ni hacer ruido. Increíblemente, lo logré. Levanté la mano y examiné lo que había cogido. Unos alicates gruesos de acero, de unos treinta centímetros de longitud. Servirían. No tenía sentido perder más tiempo. Avancé cojeando, con el brazo levantado por encima de la cabeza.
Richard me vio reflejada en las ventanas de la cabina, por supuesto. Se volvió rápidamente, me agarró el brazo y me lo retorció a la espalda. Con la mano libre le golpeé el pecho en un gesto de desesperación y le clavé los dedos en los ojos. Él me asestó un solo golpe en la sien. Me salió sangre disparada de la boca y cruzó volando la cabina mientras notaba cómo me fallaban las piernas. Me derrumbé, pero me llevé a Richard conmigo.
Aterrizamos pesadamente, él encima de mí. Apoyó las manos en el suelo y se separó. Por un momento solo pude mirarlo, esperar a que actuara. Luego le agarré el lóbulo de la oreja hasta que le hice gritar de dolor. Me golpeó el brazo con fuerza y tuve que soltarlo, pero con la otra mano traté de alcanzarle los ojos. Él se sentó a horcajadas sobre mí y me inmovilizó. Me agarró la muñeca derecha con una mano y llevó la otra hasta mi garganta.
Sabiendo que sería el último sonido que saldría de mi boca, grité.
La mano de Richard me rodeó el cuello y apretó. Yo sacudí la cabeza de un lado para otro, pero él no aflojó la sujeción. Era increíblemente fuerte; había sido una estúpida al creer que podría con él. Con la mano izquierda intenté darle un golpe en la cara, pero él tenía los brazos más largos y no lo alcancé.
Arañé la mano que me aferraba el cuello y, clavándole las uñas, traté de arrancármela. El pánico instintivo que acompaña a la falta de oxígeno se había apoderado de mí, infundiéndome unas fuerzas que de otro modo no habría tenido. Aun así, no bastó. Richard ya no me miraba a mí, tenía la vista fija en algún punto por encima de mi cabeza. No podía mirarme a los ojos mientras me estrangulaba. Creo que ese pensamiento me consoló un poco mientras la oscuridad crecía.
Luego tuvo una sacudida, solo una, y relajó la mano alrededor de mi cuello. Mis pulmones empezaron a bombear, desesperados por tomar aire, pero tenía la garganta dolorida por la presión de la fuerte mano de Richard. Como una cañería abollada, no dejaba pasar suficiente aire a través de ella y la oscuridad siguió aumentando dentro de mi cabeza.
Richard se desplomó encima de mí; sus ojos se encontraron con los míos, pero no había expresión en ellos. El peso de su cuerpo se desplazó un poco, y mis pulmones hicieron un esfuerzo gigantesco y el aire entró en ellos una vez más. Logré levantar las manos y lo empujé con fuerza.
Rodó hacia un lado y lo aparté; no tenía ni idea de lo que estaba pasando, pero debía aprovechar cualquier oportunidad para zafarme. Se quedó boca abajo en el suelo de la cabina. Un charco negro le empapó el abundante pelo canoso de la nuca y, mientras lo miraba, una pequeña burbuja de sangre salió de la herida y se reventó al tocar el aire. Aparté los ojos y miré a la figura arrodillada sobre él. Me miró y me pareció ver un atisbo de reconocimiento en sus ojos antes de que se pusieran vidriosos. Se oyó un ruido sordo cuando el arma humanitaria, el grueso cañón de hierro manchado con la sangre de Richard, cayó al suelo.
Me incorporé con esfuerzo y alargué una mano para buscar el pulso en el cuello de Richard. No lo encontré. Me levanté, me acerqué a él, y miré escalera arriba. Gair no estaba a la vista, pero alcancé a ver destellos de luz mientras hacía señas a otro barco.
Me agaché para recoger el arma y volví a cargarla. Luego, por fin, alargué una mano y toqué la cara de la asesina de Richard. Sus ojos, aturdidos por las drogas, me miraban sin verme. Pero entonces vi en ellos un brillo de inteligencia y en los labios de Dana se dibujó una sonrisa.
—¿Me entiendes? —susurré, notando que yo también sonreía.
Asintió, pero no parecía capaz de hablar.
—Stephen Gair está arriba —dije, señalando el puente—. Es un tipo muy peligroso —sus ojos no reflejaron sorpresa—. ¿Puedes vigilar la escalera? ¿Y avisarme si aparece?
Volvió a asentir. Me levanté y me acerqué cojeando al timón. No vi ningún peligro inmediato al frente; el medidor de profundidad no podía cuantificar las brazas, lo que siempre era una señal tranquilizadora. Puse el barco en piloto automático. Luego cogí la radio y sintonicé el canal dieciséis.
—SOS, SOS, SOS —dije lo más alto que me atreví, sabiendo que Gair oiría crepitar la respuesta y esperando que creyera que era el otro barco comunicándose con Richard—. SOS, SOS, SOS —repetí—. Aquí la lancha motora Arctic Skua, Arctic Skua. Estamos en las aguas de las Shetland, bordeando la costa oriental de la isla de Tronal en dirección sur. Necesitamos ayuda médica y policial urgente.
Se oyeron interferencias. No hubo respuesta.
Me volví. Dana no había apartado los ojos de la escalera. Oí pasos por encima de nosotras.
—Hay seis personas a bordo —dije hacia el micro—. Dos heridas, y tres drogadas. La única persona que está bien es un peligro para el resto. Necesitamos ayuda urgentemente. Repito, urgentemente.
Más interferencias. Tampoco hubo respuesta.
Estaba a punto de perder la esperanza. Aunque alguien me escuchara, y seguro que al menos lo haría la guardia costera de las Shetland, no llegarían a tiempo. En cualquier momento arribaría el segundo barco de Tronal y a las otras mujeres y a mí nos arrojarían por la borda. Cuanto podía hacer era asegurarme de que no desapareceríamos sin dejar rastro.
—Somos Tora Hamilton, Richard Guthrie, Stephen Gair y Dana Tulloch. Repito, Dana Tulloch, que está viva —«pero no por mucho tiempo», pensé. Oí claramente el ruido de otro motor acercándose—. También hay otras dos mujeres cuyos verdaderos nombres no sé. Hemos sido secuestradas y hechas prisioneras por Richard Guthrie y Stephen Gair. Los dos son sumamente peligrosos.
Eso era algo exagerado. Richard no se había movido del suelo y parecía cualquier cosa menos peligroso. Gair era otro asunto. Si bajaba, me mataría. No tendría otra elección. Sin Richard, no podría administrarme las drogas necesarias para dejarme inconsciente hasta que regresáramos a Tronal. El bebé tendría que ser sacrificado. Me mataría y me tiraría por la borda. A Dana también. Las otras dos mujeres tal vez sobrevivieran, pero ¿para qué? Otros seis meses de prisión y una muerte violenta. No podía dejar que Gair bajara. Tenía que levantarme y enfrentarme a él.
Solo que no podía hacerlo. Me sentía muy débil por la pérdida de sangre y mareada a causa del dolor. Había pasado la mayor parte de la noche funcionando a base de adrenalina, y la reserva se había vaciado. No podía luchar con él; ni siquiera podía subir la escalera. Esperaría, me escondería dentro de uno de los camarotes y saltaría sobre él cuando bajara. Era la única posibilidad que tenía.
Se oyó un ruido arriba. Alguien había saltado sobre el techo de la cabina.
—¡Eh, señoras!
La cara de Gair apareció suspendida boca abajo por el hueco de la escalerilla. Estaba tumbado en el techo de la cabina, mirándonos. Tenía las venas de la frente abultadas, y pude ver sus grandes dientes blancos. Me di cuenta de que la cordura le había abandonado. Desplazó los ojos hasta el cuerpo de Richard y los entrecerró. Luego volvió a mirarme.
—Sube aquí, Tora —dijo.