Solté la cuerda, retrocedí hasta ponerme fuera del alcance de Gair, y choqué bruscamente contra la mesa de los mapas. Gair se movió hacia un lado y se apoyó contra los escalones. No había forma de salir de allí.
—Parece que acabas de ver un fantasma, Tora —sonrió soñoliento.
Empecé a bajar la cremallera del bolsillo de mi impermeable.
—No me digas que exageraron el informe de tu muerte —dije—. ¿Dónde está Duncan?
—Duncan cambió de opinión. No va a reunirse con nosotros esta noche.
Me arriesgué a apartar la vista de Gair para mirar a Richard.
—¿Qué habéis hecho con él?
Richard se inclinó hacia delante y cogió algo del estante que recorría todas las paredes del camarote. Volvió a erguirse y en su manaza me pareció ver el envoltorio de una aguja hipodérmica.
—Nadie va a matarte —dijo Gair al tiempo que estiraba los brazos por encima de la cabeza. Cuando terminó de bostezar, añadió—: Al menos ya no. Vas a volver a Tronal.
Me quedé mirándolo, no muy segura de a qué se refería. Luego lo entendí; lo entendí en el preciso momento en que una mano fuerte y fría me aferraba a la altura del pecho.
—Esta vez no —logré decir—. Creo que un par de personas se darán cuenta de que me he ido.
Gair sacudió la cabeza, parecía incapaz de dejar de sonreír.
—Dentro de un par de días encontrarán el barco que robaste flotando a la deriva —dijo—. En el camarote habrá varias cosas tuyas, y en la cubierta, rastros de tu sangre. Darán por hecho que sufriste un accidente y te caíste por la borda. Buscarán tu cuerpo, por supuesto. Y, cuando no lo encuentren, celebrarán un funeral muy bonito.
Me mordí la lengua para no mencionar la nota que había dejado a Helen. Si se enteraban, irían a casa de Dana antes del amanecer y la destruirían. Sin la nota y sin Duncan, ¿quién pondría en duda que había salido en barco en medio de una tormenta (por motivos personales desconocidos, aunque últimamente se me había visto muy trastornada) y no había logrado volver? Sin la nota, los cabrones saldrían impunes. No podía mencionarla.
—Si a ti no te importa —dije mirando a Gair con odio—, prefiero que me ahogues ahora.
Sin que me diera cuenta, Richard se había acercado más.
—Tiene un arma, Stephen. La lleva escondida delante.
Gair miró a Richard y luego a mí. Sus ojos se posaron en mi barriga.
—Ya lo creo que tiene un arma. Lo siento, querida, pero tú y tu amiguito sois demasiado valiosos.
Mi mano derecha estaba lista para deslizarse dentro del impermeable.
—¿De qué estás hablando?
—Estás embarazada, Tora. Felicidades —su sonrisa se hizo más amplia. Parecía un lobo.
—¿Cómo? —estaba tan perpleja que por un momento me olvidé de tener miedo.
—Embarazada, preñada, en estado.
—Estás loco.
—Richard, ¿está embarazada?
Me arriesgué a mirar a Richard.
—Me temo que sí, Tora —dijo—. El domingo, mientras estabas sedada, te tomé una muestra de sangre. Había niveles elevados de hCG. Supongo que Duncan no tuvo cuidado con la medicación.
La gonadotropina coriónica humana o hCG es la hormona que produce el cuerpo de una embarazada. Los tests caseros están diseñados para detectarla, pero un análisis de sangre puede revelarla a los pocos días de la concepción.
Gair seguía sonriéndome, pero yo apenas lo veía. No se me ocurrió dudar de lo que decían. Me había encontrado fatal los últimos días; las náuseas y el agotamiento son los síntomas clásicos del embarazo en su primera fase, pero los había achacado al estrés. Estaba embarazada. Después de dos años de intentarlo sin éxito, por fin estaba embarazada. Llevaba el hijo de Duncan en mis entrañas, y esos tipos, esos monstruos, se creían que iban a arrebatármelo.
—¿Cómo entraste en mi despacho? —pregunté, sintiendo una oleada de odio hacia Gair al recordar las drogas que había tomado involuntariamente la noche que había descubierto la identidad de Melissa. Las drogas pueden causar daños al feto—. Sé cómo entraste en casa, pero ¿cómo entraste en mi despacho?
Mientras se lo preguntaba comprendí cómo lo había hecho. Mis llaves del despacho habían desaparecido. Gair me las había robado la noche que había dejado las fresas y el corazón de cerdo en casa. Además de todo lo demás, era ladrón.
—Coge esa cuerda y ata a Richard —dije al tiempo que señalaba la cuerda que había dejado caer unos minutos antes—. Hazlo deprisa y bien, y no le haré daño.
Gair me sostuvo la mirada, y el vacío que vi en sus ojos fue tal vez lo más aterrador que había visto nunca.
—¿Por qué iba a hacerlo? —replicó.
Saqué la mano del bolsillo.
—Porque si te incrusto una bala de hierro de cinco centímetros en el cerebro te va a doler un poco.
Vi con gran satisfacción que Gair bajaba la vista, menos seguro de sí mismo.
—¿Qué demonios es eso?
—El arma humanitaria que utilizaba mi abuelo para sacrificar caballos. Aunque no te va a parecer tan humanitaria cuando te la apriete contra la sien.
Con el rabillo del ojo vi que Richard inclinaba la cabeza, se frotaba la cara con las manos y se erguía. Un gesto tan típico de Kenn que me pregunté cómo no había adivinado de inmediato que eran padre e hijo.
—Tora, por favor, baja eso —pidió—. Alguien va a salir herido.
—Ya lo creo que sí —dije—. Y no voy a ser yo.
Gair se movió hacia mí. Levanté la mano con brusquedad. Retrocedió y se abalanzó hacia mí por el otro lado. Le apunté con el arma y volvió a saltar hacia atrás. Se movía de derecha a izquierda, haciendo amagos de atacarme y retrocediendo siempre en el último segundo. Se burlaba de mí, trataba de confundirme, y funcionó. Al mismo tiempo, se movía despacio por el camarote, se alejaba de la escalera y se acercaba a mí, obligándome a dar la espalda a Richard.
Me volví de un salto, y me coloqué al otro lado de Richard. Este trató de agarrarme y me agaché. Luego lo sujeté por el cuello del jersey y pegué el arma contra su mejilla. Si apretaba el gatillo no acertaría en el cerebro, pero aun así causaría un auténtico estropicio.
—No te muevas. No te muevas ni un puto milímetro. Ninguno de los dos.
Gair permaneció inmóvil. Alzó las manos y se quedó así, listo para saltar, con los ojos brillantes de emoción.
—Tora, van a venir refuerzos —dijo Richard sin aliento—. Estarán aquí dentro de nada.
—Estupendo —espeté, aunque todavía tenía la cabeza lo bastante clara para saber que la noticia era cualquier cosa menos buena—. Hay un par de cosas que quiero decirle a Andy Dunn, y no digamos a mi jefe favorito.
Gair frunció el ceño. Richard torció la cabeza en mi dirección.
—¿Te refieres a Kenn? —preguntó.
—Richard, podemos…
—Kenn no va a venir —dijo Richard.
Aflojé la presión del arma contra la cara de Richard para que volviera la cara hacia mí. Gair se puso tenso como si se preparara para saltar.
—No lo intentes, Stephen. Puedo apretar el gatillo antes de que llegues aquí. —No había apartado los ojos de Richard—. ¿Qué quieres decir?
Richard entrecerró los ojos, como si me escudriñara. Por un momento no dijo nada y yo contuve el aliento.
—Kenn no es uno de nosotros —dijo finalmente en voz baja, como si me diera una mala noticia—. No me extraña que lo pienses, pero él no forma parte.
—¿Cómo es eso? —pregunté, reacia a creer algo que la lógica me decía que no podía ser cierto—. ¿Cómo es que Duncan lo es…, lo era, y Kenn no?
—Richard, ¿tenemos realmente tiempo para esto?
—Yo quería a su madre —dijo Richard—. Cuando llegó el momento no pude hacerle daño. La ayudé a escapar. Durante los últimos cuarenta años ha vivido en Nueva Zelanda.
—¿Sabe Kenn algo de esto?
Richard sacudió la cabeza.
—Conoce a su madre. Los ayudé a ponerse en contacto hace unos años. Pero no, él no es uno de los nuestros. Es una lástima en muchos sentidos. Es un hombre excepcional, con mucho talento, habría ido muy lejos si… Bueno, de nada sirve pensar en estas cosas. La culpa fue mía, por supuesto. Me impliqué emocionalmente. No volverá a pasar.
Vi a Gair hacer movimientos de impaciencia.
—Tampoco estaba previsto que tú formaras parte de todo esto, ¿sabes? —continuó Richard—. Elspeth y yo te apreciamos. Sabemos que Duncan te quiere —desvió los ojos y pareció mirar hacia dentro; me pregunté si pensaba en la madre de Kenn—. Podrías haber adoptado un bebé recién nacido dentro de un año. Incluso podría haber sido el hijo de Duncan. No pensábamos hacerte daño.
—A diferencia de a la madre de la pobre criatura, por supuesto. ¿Voy a conocerla esta noche? ¿Cuál de ellas era, Odel o Freya?
—Esto no nos está llevando a ninguna parte…
—Me gustaría que bajaras ese chisme —dijo Gair, dando un paso hacia delante.
—Y a mí que te cortaras las venas y saltaras por la borda.
Hubo un movimiento repentino, un ruido… que ninguno de nosotros había hecho. Richard y yo nos volvimos a la vez hacia el camarote de babor. Gair se lanzó sobre nosotros. Levanté el arma demasiado tarde, justo cuando Gair chocaba contra mí con todo su peso. Apreté el gatillo, noté que la bala hacía contacto y entonces, mientras los dos caíamos, perdí el arma.
Por un instante yací aturdida en el suelo del camarote. Gair estaba tumbado sobre mí; me tenía inmovilizada.
—Cuidado con ella, por el amor de Dios —dijo Richard—. No queremos perder ese bebé.
—Richard, ¿puedes ocuparte del barco? Sabe Dios dónde estaremos ahora.
Oí a Richard moverse, luego el ruido del motor se aceleró y viramos bruscamente hacia babor. Oí las interferencias de la radio del barco y lo oí hablar por ella; trataba de ponerse en contacto con otro barco.
Gair llevaba un traje gris arrugado, seguramente el mismo que vestía el día que lo detuvieron, interrogaron y acusaron de asesinato. Probablemente no le dejaron cambiarse de ropa antes de pasar la noche en la celda. Llevaba ese traje la mañana en que se tragó los sedantes que le redujeron el pulso periférico, cuando fingió que se había ahorcado y se lo llevaron, no al depósito de cadáveres, por supuesto, sino a Tronal. En el hombro apareció una mancha oscura que se agrandaba por momentos; pero si sentía dolor, no lo exteriorizó.
Creo que en ese momento se me ocurrieron mil formas diferentes de suplicarle. Se me había acabado el coraje. Ya no quería luchar. Solo quería vivir un poco más.
Creo que llegue incluso a abrir la boca y a dar forma a las primeras palabras. Pero no tuve oportunidad de pronunciarlas, porque Gair apartó los ojos de mí y buscó en el suelo del camarote hasta que vio el arma. Desplazó el peso del cuerpo al levantarse. Luego volvió a inclinarse sobre mí, apretó el cañón del arma humanitaria contra mi muslo izquierdo y me miró a los ojos. Sonrió mientras disparaba el gatillo y mi mundo estalló en una masa de dolor candente.