En los últimos años se han hecho grandes avances en el cuidado de los niños prematuros. No hacía mucho se habría dado por sentado que un bebé nacido a las veinticuatro semanas muriera a los pocos minutos, o, si sobrevivía, tuviera una discapacidad grave. Ahora se sabe que los bebés nacidos en esa fase de desarrollo tienen grandes posibilidades de sobrevivir y convertirse en niños sanos y normales. Aun así, todavía se abortan fetos de veinticuatro semanas de forma rutinaria.
Cada día que el feto permanece dentro del útero materno, se hace más fuerte y más viable. A las veintiséis semanas, las probabilidades de que sobreviva son considerablemente mayores que a las veinticuatro. Hacia las veintiocho semanas tiene muchas posibilidades de hacerlo.
El feto de veintiocho semanas de Emma nacería al día siguiente y se le introduciría rápidamente en una de esas incubadoras. Emma, aliviada y agradecida, reanudaría su carrera de actriz, convencida de que había abortado. El niño se quedaría allí y recibiría cuidados especiales durante varios meses. Si el cerebro, los pulmones y los demás órganos imprescindibles para vivir se mantenían sanos y normales, saldría a subasta por internet a un precio de partida elevado. Habían retrasado cinco días el «aborto» de Emma. Imaginé que era la práctica habitual con todas las mujeres que acudían allí para poner fin a un embarazo avanzado. Así daban un poco más de tiempo a los fetos para crecer y desarrollarse; y eso también les permitía administrar drogas asteroides a la madre para estimular el desarrollo de los pulmones del feto.
Hacía veinticuatro horas habría dicho que era lo más horrible que jamás había oído. Ahora, sabiendo lo que esos tipos se disponían a hacer con Dana y las demás, y lo que ya habían hecho con otras tantas mujeres, no podía decir que estuviera lo que se dice sorprendida.
Me volví hacia Duncan.
—¿Cuánto hace que lo sabes?
Me sostuvo la mirada fijamente, ni siquiera parpadeó.
—¿Esto? ¿Los bebés prematuros? Solo unas semanas.
—¿Y lo demás?
—Desde que cumplí dieciséis años —dijo—. Nos lo explican en nuestro dieciséis cumpleaños —se pasó una mano por el pelo—. Pero no me lo creía, Tora —se interrumpió y desvió la mirada, luego volvió a mirarme—. O tal vez me dije que no me lo creía. Por eso me fui de las Shetland. Fui a la universidad y en todos esos años no volví ni una sola vez, ni siquiera para pasar un fin de semana. Nunca había puesto un pie en esta isla antes de anoche, te lo juro.
Duncan sabía mentir. Era algo que había averiguado en los últimos días. Pero esa vez, por alguna razón, no creí que estuviera mintiendo.
—Pero volvimos. Tú quisiste volver. ¿Por qué?
—No quería volver —replicó—. Amenazaron con matarte si no volvía. Con matar al hijo que tú y yo tuviéramos. Tuve que tomar esas putas pastillas. Si te hubieras quedado embarazada te habrían… —no pudo terminar. Pero no hizo falta que lo hiciera.
—¿Arrancado el corazón?
Asintió. Se le marcaban los huesos de la cara y tenía grandes sombras violáceas debajo de los ojos. Por primera vez entendí todo lo que había pasado Duncan en los últimos meses. Lo que había tenido que soportar durante la mayor parte de su vida.
—¿Tu madre no tenía esclerosis múltiple?
—Mi madre gozaba de una salud perfecta. Hasta que le pusieron las manos encima.
Le cogí la mano y me asusté de lo fría que estaba.
—¿Qué diablos vamos a hacer?
Miró hacia la puerta, como si alguien nos vigilara.
—Tú vas a volver al barco, ya te lo he dicho.
—Tú también. Ven conmigo.
Por un momento creí que accedería.
—Si voy contigo, esas mujeres morirán. En cuanto demos la alarma, Richard las tirará por la borda. Dirá que salió a pescar y nadie podrá probar lo contrario.
—Nosotros podemos. Lo hemos visto todo —no me enorgullece admitirlo, pero creo que en ese momento estaba demasiado asustada para que me importaran Dana y las otras dos mujeres. Todo lo que quería era salir con Duncan de esa isla.
—Tor, no tienes ni idea de a qué nos enfrentamos. No puedes imaginar la influencia que tiene esta gente. Aunque nos perdonen la vida, nadie nos creerá. Necesitamos a Dana y a las demás vivas.
Tenía razón, por supuesto.
—¿Y tú qué vas a hacer?
—Iré al puerto y subiré a ese barco. Richard piensa salir solo. Puedo enfrentarme a él. Esperaré a que estemos en alta mar para golpearle en la cabeza. Luego iré a Uyeasound. Con un poco de suerte, tu amiga Helen estará esperándome.
—Te quiero tanto…
Él logró sonreír. Tiró de mí, atravesamos la habitación y cruzamos la puerta del fondo. La habitación del otro lado estaba en penumbra. Entramos y cerramos la puerta detrás de nosotros. Estábamos en una sala de maternidad. Alrededor de la habitación había seis cunas de madera pintadas de blanco. En las paredes encaladas había pintados personajes de dibujos animados, del techo colgaban móviles, y desde los estantes nos miraban muñecos de peluche, osos con demasiado relleno y conejos de orejas caídas. Había cambiadores, material para esterilizar y una bañera. Era todo espeluznantemente normal.
En las cunas, innecesarias por el momento, solo había un colchón desnudo, sin sábanas. Mientras las miraba todo encajó. Desde que oí hablar de Tronal, me desconcertó el hecho de que hubiera una clínica de maternidad para los pocos niños que se suponía que nacían allí todos los años. Ahora sabía que los bebés registrados oficialmente solo servían para encubrir las actividades más siniestras de la isla.
La clínica había sido construida para facilitar el nacimiento de los hijos de los trows. En las habitaciones del piso superior tenían a las mujeres secuestradas —a menudo sedadas o inmovilizadas— durante todo el embarazo. Cuando las medidas restrictivas no eran necesarias, cuando no había forasteros en la isla, concedían a las mujeres cierto grado de libertad, pues Tronal era una prisión tan impenetrable como cabía imaginar. ¿Cuántas mujeres embarazadas se arriesgarían a alejarse a nado en un mar tan bravo? Por supuesto, si supieran que al poco de dar a luz les grabarían símbolos nórdicos en el cuerpo y les arrancarían el corazón, todavía palpitante de vida, imagino que más de una se arriesgaría.
Los cerca de seis bebés nacidos de esas mujeres serían adoptados por hombres trows y sus esposas, previamente disuadidos, como Duncan y yo, de tener hijos propios. Para legalizar esos bebés, sus madres adoptivas se registraban como sus madres biológicas y como tales aparecerían en el certificado de nacimiento. ¿Significaba eso que las madres adoptivas, las mujeres de esos hombres, eran cómplices de lo que ocurría? ¿Sabía Elspeth la verdad sobre el nacimiento de Duncan? No era una pregunta que quisiera realmente considerar.
Duncan y yo cruzamos corriendo la habitación hacia la puerta del fondo y escuchamos. Nada. La abrimos y dimos a un trastero. Más cunas de madera desmontadas y apoyadas contra la pared. Cochecitos plegados y amontonados unos sobre otros. Había dos puertas más, una se abría al pasillo, la otra al exterior. Duncan cruzó hasta la segunda y la abrió. Mientras se asomaba y miraba alrededor, entró una ráfaga de aire frío. De alguna parte de la clínica llegaban voces, pero no parecían estar cerca.
Sin embargo los trows solo tenían bebés cada tres años. Los bebés ofrecidos legalmente en adopción eran contadísimos. El resto del tiempo, las instalaciones de Tronal permanecían vacías, sin uso. De modo que a los trows emprendedores se les había ocurrido dar otro uso a la clínica: un centro donde practicar abortos tardíos ilegales. Definiendo sus servicios como «orientación y asesoramiento», y buscando a mujeres desesperadas a través de una red de hospitales, centros de planificación familiar y clínicas de abortos de toda Europa, probablemente habían encontrado a muchas dispuestas a pagar lo que fuera por la intervención. Después de pasar unos pocos días en la isla, esas mujeres reanudaban su vida normal, ajenas a lo que dejaban en Tronal.
Nunca se enterarían de que un ser de su propia sangre seguía con vida, que crecería y se desarrollaría en la unidad de cuidados intensivos de la clínica hasta que estuviera lo bastante fuerte para ser vendido al mejor postor. Era una idea brillante. Monstruosa pero brillante.
Duncan volvió a entrar en la habitación.
—Bien, los perros están encerrados y la mayor parte del personal estará ocupado con el traslado en las mujeres al barco. Pero aun así, ten mucho cuidado. Corre todo lo que puedas y no dejes que te vean.
Nunca he saltado en paracaídas, pero creo que la sensación de estar de pie ante la puerta abierta de un avión, esperando a saltar, debe de ser muy parecida a la que tuve entonces. Sabía que tenía que separarme de Duncan y cruzar yo sola la isla, pero no encontraba las fuerzas para hacerlo. Entonces Duncan me empujó, sin la menor delicadeza, y eché a correr.
Me detuve solo un segundo para orientarme. Me dirigí a la cresta rocosa; me resguardaría si había alguien rastreando las inmediaciones. Al llegar allí me agaché un momento para recuperar el aliento y asegurarme de que no me habían visto. Miré hacia la clínica y vi que la puerta estaba cerrada. Ni rastro de Duncan. Cuando reuní el coraje suficiente, me puse de nuevo en marcha y volví sobre mis pasos. Encontré la mochila y el impermeable que me había quitado poco antes, y me los puse; luego seguí el sendero del acantilado hasta llegar a la piedra que había dejado como señal en el muro. Lo salté, me colé a través del boquete que había abierto en el alambre de espino y corrí hasta lo alto del acantilado. Estaba a punto de empezar a bajar a gatas cuando me detuve. Algo se movía en la playa.
Eran las aves marinas. Les había dado un susto mortal antes y lo mismo había pasado entonces, eso era todo. Tenía que bajar. Duncan necesitaría ayuda. Fuera lo que fuese, volvió a moverse. Me quedé helada. Ningún pájaro podía tener ese tamaño. Bajé a rastras el sendero. Una piedra suelta cayó rodando por debajo de mí; me quedé inmóvil. Más abajo, donde suponía que estaba el barco, se encendió una linterna. Un haz de luz empezó a recorrer el acantilado. Me pegué a la roca y me quedé lo más quieta que pude. En cierto momento el haz me tocó el pie, pero no se detuvo y al cabo de un par de minutos se apagó.
Despacio, con sumo cuidado, rezando para que no se desprendiera ninguna otra piedra, empecé a subir de nuevo por el acantilado. Al llegar a lo alto me detuve para respirar. Habían descubierto mi barco. Debían de estar buscándome. Rastrearían la isla hasta encontrarme. Podría ocultarme hasta el amanecer, pero en cuanto se hiciera de día, no tendría donde esconderme. Y tenían perros. Si los soltaban…
De una forma o de otra, iba a marcharme de esa isla, y solo se me ocurría una manera. Richard estaba a punto de tener otro pasajero. Eché a correr de nuevo, más o menos hacia el norte. En cuanto llegué al sendero, seguí su curso lo más cerca de él que me atreví durante casi un kilómetro, hasta el otro lado de la isla. En un momento determinado oí el ruido de un motor procedente del puerto y tuve que ponerme a cubierto. Era un gran vehículo con tracción a las cuatro ruedas, parecido al que conducía Dunn. Incluso podía ser su coche. Dentro iban varios hombres. Teniendo en cuenta la cantidad de baches del camino, iban a una velocidad considerable.
El viento seguía soplando con bastante fuerza y enmascaraba cualquier ruido que pudiera llegar del barco, pero algunos nubarrones se habían marchado lejos y una luna pequeña y unas cuantas estrellas brillaban en el cielo. La visibilidad era mejor que cuando había llegado a la isla. Pude ver la esfera de mi reloj: las once y media. Bajó corriendo al embarcadero y me agaché al lado de la lancha motora. Estaba amarrada por la popa y la proa con cabos, por el lado de babor. Me acerqué a gatas hasta la ventanilla más próxima y miré dentro. Era la cabina principal. Había un timón, un panel de mandos y una radio, una pequeña sala de estar de madera de teca con una pequeña cocina, una mesa para las cartas de navegación y tres puertas más. No vi a Richard por ninguna parte. Avancé y miré por la ventanilla de un camarote más pequeño. En el catre yacía Dana inmóvil, pero no estaba sola. Vi la punta de un grueso zapato negro y bien lustrado, y unos centímetros de pantalón gris. Gracias a Dios, Duncan ya estaba a bordo. Con todo el cuidado que fui capaz, pasé las piernas por encima de la baranda y subí a la lancha. Se balanceó ligeramente.
—¿Hay alguien ahí arriba? —preguntó mi suegro desde abajo.
En los barcos pequeños no hay lo que se dice muchos escondites. Miré frenética alrededor y solo vi una solución: saltar por la borda y nadar hasta Unst. Alguien se movió abajo y empezó a subir la escalera.
Sobre el techo de la cabina había un toldo enrollado que se utilizaba para proteger el puente de la fuerza de las olas cuando hacía mal tiempo. Trepé, me tumbé y me escondí entre los pliegues.
El barco se inclinaba a medida que Richard subía. Yo no veía nada, pero sabía que él estaba en lo alto de la escalera, mirando alrededor, sorprendido de no ver a nadie a bordo. Debía de estar a menos de un metro de mí. Contuve el aliento y recé para que el toldo me cubriera totalmente y no se viera más abultado de lo normal.
Abajo, la radio del barco empezó a crepitar. «Arctic Skua, adelante, Arctic Skua. Aquí la base».
Richard volvió a bajar. Recé para que el viento amainara un poco, lo justo para oír lo que pasaba.
La radio volvió a crepitar. Me pareció oír la palabra «sótano» y un par de exclamaciones, pero no estaba segura. Luego Richard habló:
—De acuerdo. Entendido. Tendré cuidado. Salgo ahora. El Arctic Skua sale.
Abajo, Richard se movía. La puerta de un camarote se abrió y se cerró, y lo oí subir de nuevo. Siete escalones y volvía a estar en el puente. Saltó pesadamente al asiento y de ahí a la cubierta. Lo oí andar hacia delante y el ruido de la bolina cuando la soltó. El barco enseguida dio media vuelta y la corriente pareció querer sacarlo del embarcadero. Richard volvió a cruzar la cubierta hasta estribor. Esperé a que se detuviera para arriesgarme a mirar por encima de la lona. Lo vi casi doblado en dos de espaldas a mí, soltando la amarra de popa. Una vez libre, el barco dejaría atrás el embarcadero y él correría hasta el timón para conducir la embarcación lejos de Tronal. No tendría una oportunidad mejor que aquella. Me acercaría a gatas, le daría un fuerte empujón, y se caería por la borda. Para Duncan y para mí, llevar el barco hasta Uyeasound sería lo más fácil del mundo.
Demasiado tarde. Richard empezó a volverse.
Me agaché de nuevo.
El barco se alejaba del puerto a gran velocidad. Richard cruzó a grandes zancadas el puente y bajó la escalera. Oí el ruido de los motores girando y el barco viró hacia estribor. Levanté la vista y traté de orientarme. Al frente solo había negrura. A mi espalda, las luces de Uyeasound disminuían de tamaño. Avanzábamos con rumbo este hacia el estrecho de Skuda Sound, en el mar del Norte.
Richard forzó los motores sin compasión. Avanzábamos a unos siete u ocho nudos. Las olas golpeaban rítmicamente el casco, como martillos marcando los segundos en un reloj gigante. La popa subía y bajaba, y el agua caía sobre la cubierta como una llovizna intermitente y gélida. Era sumamente desagradable; si me quedaba allí, acabaría tiesa y helada. ¿Cuándo pensaba Duncan entrar en acción? Me levanté. El techo de la cabina estaba resbaladizo por el agua del mar; me agarré a la barandilla y me descolgué hasta la cubierta. La mochila entorpecía mis movimientos. Me la quité y la até a una cornamusa. Luego revolví dentro. Encontré lo que buscaba y lo guardé en el bolsillo delantero del impermeable.
Richard redujo las revoluciones del motor y el barco disminuyó su velocidad varios nudos. Avanzábamos rumbo al sur, Tronal quedaba a doscientos metros de estribor, y a nuestro alrededor se alzaban enormes formas oscuras, tan amenazadoras como inesperadas. Nunca había estado tan al este de las islas y no sabía que allí se encontraban algunas de las rocas más antiguas de las Shetland. Por todas partes nos rodeaban moles de granito que evocaban los majestuosos acantilados que se alzaban allí hacía millones de años. Algunas eran enormes y formaban arcos y monolitos, otras se agazapaban en el agua como bestias listas para saltar. También las habría por debajo de nosotros, volviendo traicionera la navegación, lo que explicaría que Richard hubiera reducido la velocidad. Como inmóviles monjes con capucha negra en actitud de rezar, guardaban silencio mientras nos observaban pasar.
Y esa noche se me metió alguna idea extraña en la cabeza, porque me dio por pensar que esas rocas tenían sensibilidad, que el drama humano que se desarrollaba ante ellas no era nuevo, y que observaban con fría curiosidad a la espera de ver cómo se representaba el acto esta vez.
Cinco minutos después las habíamos dejado atrás y Richard volvió a tomar velocidad. Duncan seguía sin mostrarse, y nos alejábamos de la ayuda. Teníamos que actuar pronto. Me pregunté si Duncan, abajo, en el camarote, tal vez no se había percatado del rumbo que habíamos tomado. Fuera como fuese, no podíamos esperar mucho más. Recorrí la cubierta hasta el puente. Miré escalera abajo y vi a Richard al timón, con la carta de navegación al alcance de la mano. Si se volvía, me vería. Solo podía esperar que no lo hiciera. Abrí el arcón de babor y miré dentro; había varios rollos de cuerda. Cogí el más corto y cerré la tapa. Luego me acerqué a la escalera. No iba a volver a esconderme. Cuando se diera la vuelta, me vería. Adelante.
Puse un pie en el primer escalón.
Richard no se movió.
Agarrándome a la barandilla con la mano libre, bajé otro escalón. Y otro.
El tercero estaba húmedo y una de mis zapatillas de deporte resbaló. Hizo un débil sonido de succión.
—Buenas noches, Tora —dijo Richard en voz baja.
Me quedé sin aliento y me senté pesadamente en la escalera. Él se volvió y nos miramos a los ojos. Había esperado cólera, exasperación, hasta una especie de triunfalismo cruel. Lo que vi fue tristeza.
Nos sostuvimos la mirada largo rato. Luego él miró por encima de mi hombro hacia el camarote de babor. ¿Sabía que Duncan también estaba a bordo? Miré hacia un lado. La puerta estaba cerrada. Me volví de nuevo hacia él. Redujo la marcha y el barco disminuyó la velocidad hasta casi detenerse. Puso el piloto automático. Luego dio un paso hacia mí.
—Ojalá no hubieras venido —dijo.
Noté un escozor en los ojos y empezó a temblarme la mandíbula. «Por favor, no permitas que me eche a llorar, ahora no».
—Supongo que Emma me ha delatado —dije, rezando para que así fuera.
Si había sido Emma, tal vez aún no se hubieran enterado de que había visto a Duncan. Richard no sabía que estaba a bordo. Por cierto, ¿dónde demonios estaba? Me apreté el pecho con la mano derecha y me tranquilicé al notar algo duro debajo del impermeable.
—Sí, ha comentado que has ido a verla. Luego ha bastado comprobar las grabaciones de vídeo para confirmar que eras tú. Aunque no teníamos ninguna duda. Has sido muy valiente, querida.
Tomé impulso y me metí de un salto en el camarote. Richard retrocedió un paso. De nuevo miró hacia la puerta que quedaba a mi espalda, pero yo no iba a permitir que me distrajera.
—Ahórrate el «querida». Tú y yo nunca hemos tenido una relación estrecha y, en vista de adónde vas, no es probable que la tengamos en el futuro. Creo que el Consejo General de Medicina tendría preguntas que hacerte sobre los servicios que ofreces en esa clínica tuya. Eso en cuanto la policía haya terminado contigo, claro.
Richard se puso tenso.
—Por favor, no me vengas con sermones. Esos niños habrían muerto…, habrían sido asesinados antes de nacer, si no fuera por nosotros. Gracias a nosotros tendrán una buena vida, con padres que los quieren y los desean.
Me quedé casi sin habla.
—Es totalmente ilegal.
—La ley es una completa chapuza, Tora. La ley nos permite inyectar cloruro de potasio en el corazón de un bebé hasta justo antes del parto. Hasta las veinticuatro semanas podemos hacerlo por la mera razón de que el embarazo no es oportuno para la madre. Pero si nace un niño de veinticuatro semanas, tenemos que hacer todo lo que esté en nuestras manos para conservarle la vida. ¿Tiene algún sentido?
—Nosotros no hacemos las leyes —dije, sabiendo que sonaba poco convincente—. Y, desde luego, no aprovechamos sus puntos débiles para realizar operaciones comerciales…
—¿Tienes alguna idea de cuántos abortos fracasan todos los años, cuántos niños salen vivos, a menudo con minusvalías graves? —replicó Richard, enfadado—. Porque en mis tiempos me topé con unos cuantos; bebés abandonados por sus madres incluso antes del parto. ¿Qué clase de vida les espera? Seguro que nuestra forma de hacer las cosas es mejor.
—Estáis traficando con seres humanos —casi siseé.
—Ayudamos a mujeres en apuros. Damos esperanza en el futuro a parejas sin hijos. Y salvamos a cientos de bebés que morirían asesinados por conveniencia social. Somos defensores de la vida.
No podía creer que realmente estuviera intentando darme lecciones de moralidad.
—¿Y Dana? ¿Tienes previsto salvarle la vida?
Pareció encogerse un poco.
—Por desgracia, no. No está en nuestras manos. Tengo entendido que es una joven extraordinaria. Siento que se implicara —luego se repuso—. Aunque, con franqueza, si alguien tiene la culpa de la muerte de la señorita Tulloch eres tú. Si no hubieras interferido en la investigación policial, ella nunca habría sabido lo suficiente para poner en peligro su vida.
—¿Acaso no está en tus manos, cínico de mierda? ¡Son tus manos las que van a tirarla por la borda!
Richard sacudió la cabeza, como si estuviera hablando con una niña poco razonable. Empecé a preguntarme si estaba loco. O si lo estaba yo.
—Esto es tan típico de ti, Tora… Como no eres capaz de argumentar tu punto de vista, recurres a la descalificación. ¿Y te extraña que nunca hayamos tenido una relación estrecha?
—¡Calla! Este no es momento para hacer terapia familiar. No puedo creer que estés predicando sobre salvar vidas cuando el domingo pasado trataste de matarme. Saboteaste mi barco y mi chaleco salvavidas.
—Yo no sabía nada de eso.
—Deja de mentir. Estás a punto de matarme, lo menos que puedes hacer es decirme la verdad.
—No está mintiendo. Fui yo el que serró el mástil.
Me volví. En la puerta de la cabina estaba Stephen Gair. Tenía la cara descompuesta y ligeramente colorada. Bajé la mirada hasta sus pies. Zapatos de cuero negro.
—Dios —dijo—. ¿Qué hay que hacer aquí para dormir un poco?