La playa era estrecha, en pendiente, con cantos rodados desperdigados que brillaban negros en la oscuridad. Por todos lados se alzaban sobre mí acantilados bajos y escarpados. Me pareció que se movían y casi grité, luego me relajé. Eran el hogar de cientos de aves marinas (gaviotas o fulmares, no sabía distinguirlos) que retorcían sus vientres blancos, batían las alas, y subían y bajaban la cabeza contra las paredes negras de granito.
Saqué el ancla del armario y caminé varios pasos hacia la orilla hasta encajarla debajo de una pequeña roca. En el caso de que lograra volver a la playa, el barco estaría esperándome. Me puse a la espalda la pequeña mochila que había llevado conmigo y eché a andar.
Me encaminé hacia el punto más bajo del acantilado. Estaba demasiado oscuro para ver con claridad y continuamente tropezaba o me resbalaba. Cuando llegué al final de la playa empecé a subir. Al cabo de unos metros, los guijarros dieron paso a matas de hierba y a ligeros y toscos arbustos de brezo. No era una cuesta empinada, pero cuando llegué a lo alto, jadeaba. Arriba, una cerca de alambre de espino recorría el contorno de la isla, pero yo iba preparada. Con unos alicates pequeños que había cogido del barco, corté y me abrí camino. Después de eso había un muro de piedra que me llegaba a la cintura. Lo salté con cuidado de no mover ninguna piedra suelta. Miré alrededor, vi una piedra caída y la coloqué encima del muro para señalar el lugar donde había cortado el alambre.
Agachada, miré alrededor. Tronal es una isla pequeña con forma ovalada, cerca de un kilómetro y medio de longitud y medio de ancho, y tres promontorios achaparrados en el límite sudeste. Su punto más alto, que era más o menos donde me encontraba, se halla cincuenta metros sobre el nivel del mar. Al mirar hacia el norte vi las luces de Uyeasound on Unst, y también algunas en el diminuto puerto deportivo de Tronal. Un solo espigón, nuevo y sólidamente construido, sobresalía del pequeño puerto natural. Había atracados varios barcos, entre ellos un yate blanco. Cerca del embarcadero había un Land Rover aparcado. Me pareció ver movimiento alrededor de él.
Del puerto salía una carretera desigual de un solo carril que cruzaba la isla hacia los únicos edificios que quedaban a la vista. Casi en el centro de la isla el terreno se elevaba y volvía a descender, formando una hondonada natural en la que se apiñaban los edificios. Me agaché más y empecé a andar hacia ellos.
El instinto me decía que no me alejara de la ladera y me moviera todo lo deprisa que el abrupto terreno me lo permitiera. En cierto momento me pareció oír voces y, diez minutos después, el ruido del motor de un barco, pero el viento seguía soplando con fuerza y no podía estar segura.
Al cabo de quince minutos de avanzar agachada y con dificultad, vi luces no muy lejos. Subí a lo alto de la colina y me tumbé en la hierba áspera y espinosa. Abajo, a quince metros como mucho, estaba la clínica.
Era un edificio de una sola planta, hecho con piedra de la región y con tejado de pizarra, construido alrededor de un patio cuadrado. Por el lado nordeste, un arco con una verja permitía el acceso a los vehículos. La verja estaba abierta. En el tejado había buhardillas a intervalos regulares, seis en cada lado. Solo se veían unas pocas luces en el edificio, pero toda la zona estaba débilmente iluminada por una serie de focos pequeños colocados a lo largo de senderos de grava. Volví a ponerme en camino pero me mantuve a distancia para inspeccionar el edificio desde todos los ángulos antes de decidir si era seguro acercarme.
Hacia el sur, lejos de la verja de entrada, vi toda una hilera de habitaciones con la luz apagada. Las persianas estaban abiertas, pero no distinguí nada dentro.
En el ala sudeste había movimiento. Varias de las ventanas tenían las persianas abiertas y las luces encendidas. Me escondí en la penumbra y observé. Allí dentro había hombres. Conté media docena, pero podrían haber sido más. Tres, tal vez cuatro, estaban en una especie de sala de reunión; vi sillones y un televisor fijado a la pared. Otros dos estaban en una cocina amplia y reluciente de acero inoxidable. Varios de ellos vestían tejanos y jersey, y había un par con el uniforme de quirófano. Charlaban de pie con un tazón humeante en la mano. Uno de los hombres de la cocina fumaba y dirigía el cigarrillo hacia una ventana abierta. En mi reloj eran las diez pasadas. En un hospital normal las cosas empezarían a estar más tranquilas. Nada que ver con aquello.
Me agaché; pensé en los vídeos de vigilancia, los reflectores de seguridad, las alarmas. Si ese edificio era la prisión que creía que era, contaría con todo eso. Doblé otra esquina y vi una hilera de ocho ventanas, todas con las persianas abiertas. Seguí andando. Había una fila de edificios externos a diez metros del principal. Decidí esconderme detrás de ellos.
Debía de estar a unos seis metros de los cobertizos cuando estalló una algarabía atronadora: los ladridos nerviosos de varios perros grandes. Me tiré al suelo y, con las manos unidas al pecho, me enrosqué instintivamente formando el ovillo más apretado que pude.
Los ladridos se hicieron más intensos, hubo arañazos en la madera, y los animales se hirieron unos a otros en su ansia por alcanzarme, por cuál sería el primero en desgarrarme.
No ocurrió nada; ni oí pisadas de patas grandes, ni dientes irregulares se clavaron en mi carne. Pero el estruendo cacofónico continuó, los perros estaban cada vez más furiosos con ellos mismos, conmigo y con la situación. Con un alivio que casi consiguió que me desmayara me di cuenta de que no podían alcanzarme. Estaban encerrados.
Me obligué a gatear. Volví por el mismo camino, pasando por la sala de reunión y la cocina. A medida que mi olor se hizo más débil los perros se calmaron. A los pocos segundos oí una voz de hombre hablar con ellos, tranquilizándolos.
El televisor de la sala de reunión estaba encendido y había varios hombres apiñados alrededor, mirando con interés. Con suerte, eso los distraería un rato. Además, si bien mi reciente encuentro con el mundo canino me había dejado temblando con violencia, me di cuenta de que la presencia de los perros era una buena noticia; siempre que los tuvieran encerrados. Si los perros guardianes se encargaban de la seguridad de la isla, tal vez se apoyaran menos en aparatos como alarmas y cámaras. Por supuesto, una vez que soltaran a los perros, mi esperanza de vida sería de diez minutos.
La cocina estaba vacía, la ventana del fumador seguía abierta.
Pensar siquiera en enfrentarme al personal clínico reunido en la habitación contigua era un riesgo estúpido y absurdo. Era mucho más sensato cruzar de nuevo la isla hasta el barco, subirme a él y navegar hasta Unst; y, una vez allí, intentar convencer a Helen para que volviera antes de lo previsto y tomara Tronal por sorpresa. De ese modo, tal vez todavía estaría viva cuando saliera el sol. Pero ¿lo estaría Dana?
Mirando alrededor, vi un arbusto alto y corrí hacia él. Allí detrás, me quité la mochila y el impermeable. Debajo llevaba el uniforme de quirófano; no me lo había quitado en todo el día. Me puse un gorro y me metí el pelo dentro. Si alguien me veía fugazmente y de lejos, tal vez no hiciera sonar la señal de alarma. Eché a correr, me detuve para comprobar si la cocina seguía vacía, y trepé a la ventana.
El televisor de la sala contigua tenía el volumen alto y estaba casi segura de que nadie me había oído entrar. Me deslicé hasta una superficie de trabajo de acero, bajé al suelo y escuché con atención: nada aparte del débil canto de los hinchas de algún deporte por la televisión y alguna exclamación procedente de la habitación de al lado. Me incliné y ajusté la ventana para que pareciera que estaba cerrada. Con suerte, cualquiera que echara un vistazo la creería cerrada a cal y canto. Crucé la cocina y abrí la puerta con cuidado. El pasillo estaba vacío y me dirigí hacia la izquierda, lejos de la sala de reunión. Miré hacia arriba y en la intersección de la pared con el techo vi cámaras. Solo podía esperar que nadie estuviera vigilándolas.
Caminé despacio y sin hacer ruido, alerta al más mínimo sonido que me indicara que se acercaba alguien. A lo largo de la pared, a mi derecha, había alguna que otra ventana que daba a un oscuro patio interior. Al otro lado del patio había otro pasillo iluminado y con ventanas. Sería difícil pasar desapercibida. Por fuera el edificio me había parecido viejo, pero una vez dentro no daba esa impresión. Era demasiado regular, demasiado limpio y moderno en su construcción, con muchas ventanas grandes. A mi izquierda había habitaciones, la mayoría cerradas; en una vi luz por debajo de la puerta y me apresuré a dejarla atrás. Dos tenían la puerta abierta y atisbé dentro. La primera era un despacho: un escritorio, un ordenador, una estantería acristalada; la segunda era alguna clase de sala de reuniones.
Llegué al final del pasillo y vi a mi derecha una puerta que daba al patio. A mi izquierda estaban las puertas dobles de acero de un ascensor grande y una escalera. Empecé a subir.
Siete peldaños más arriba, la escalera describía un giro de ciento ochenta grados. En lo alto había una puerta contra incendios. La abrí y miré qué había al otro lado. Se abría a un pasillo estrecho sin ventanas. A lo largo del techo bajo, empotrados a la misma distancia unos de otros, se sucedían unos focos de poca intensidad. Conté seis puertas a mi derecha. Cada una tenía una pequeña ventana con persiana. Aparté la primera persiana.
La habitación que había detrás estaba oscura, pero distinguí una cama estrecha típica de hospital con estructura tubular y un armario de color pálido a un lado. También una butaca y un pequeño televisor fijado a la pared. En la cama había alguien, pero estaba tapado y no vi si era joven o viejo, hombre o mujer, o si estaba vivo o muerto.
Me acerqué a la siguiente habitación. La misma distribución. Pero esta vez, mientras miraba, la figura de la cama se movió, se dio la vuelta y se estiró hasta quedarse de nuevo quieta.
La siguiente habitación estaba vacía, lo mismo que la cuarta.
En la quinta había luz. En la butaca había una mujer leyendo una revista. Levantó la vista y nos miramos. Luego dejó caer la revista, puso las manos en los brazos de la butaca y se dio impulso para levantarse. Iba con pijama y bata. Estaba embarazada.
Se acercó a la puerta. Yo tenía los nervios a flor de piel, pero sabía que si echaba a correr el juego habría terminado. Abrió la puerta y ladeó ligeramente la cabeza.
—Hola —dijo.
Yo solo podía sostenerle la mirada. Se le formaron arrugas en la frente y entrecerró los ojos.
—Lo siento —logré decir—. Ha sido un día muy largo, me he pasado cuatro horas en el quirófano y parece que ya no me rige el cerebro. ¿Cómo se encuentra?
Ella se relajó y retrocedió, invitándome a pasar. Entré, cerré la puerta detrás de mí y antes bajé la persiana.
—Estoy bien —respondió ella—. Solo un poco nerviosa. El señor Mortensen dijo que me daría algo para ayudarme a dormir; pero supongo que ha estado muy ocupado —se apoyó contra la cama—. Lo de mañana sigue en pie, ¿verdad?
Me obligué a sonreír.
—No tengo noticia de lo contrario.
—Gracias a Dios. Solo quiero acabar de una vez. Necesito volver a trabajar.
Un aborto. Dana me había dicho que la clínica practicaba abortos. Esa mujer, al menos, estaba allí voluntariamente.
—¿La había visto antes? —me preguntó.
Sacudí la cabeza.
—Creo que no. ¿Lleva mucho aquí?
—Cinco días. Necesito volver a casa. Pensé que serían solo veinticuatro horas.
—He estado fuera una semana y he vuelto esta tarde —dije—. Aún no he tenido tiempo de leer su historial. ¿Ha habido complicaciones?
Ella suspiró y se incorporó con esfuerzo en la cama.
—Todas las que pueda imaginar. Parece ser que tengo la tensión arterial por las nubes, aunque en el pasado nunca había tenido ningún problema. Azúcar y proteína en la orina. Y rastros de infección viral en la sangre, aunque por qué los detiene eso, se me escapa.
A mí también se me escapaba. No tenía ningún sentido. Allí pasaba algo raro. Eché un vistazo a los papeles que colgaban al pie de la cama y encontré su nombre.
—Emma, ¿me dejas echar un vistazo a tu barriga?
Ella se recostó y se abrió la bata. Era una mujer despampanante de casi treinta años, alta, con el pelo largo y rubio, los labios gruesos y muy rojos, y una dentadura blanca y perfecta.
Le apreté el abdomen con suavidad. Enseguida noté una patada. La miré, pero su cara estaba tensa. No me miraba.
—¿En qué trabajas, Emma? —pregunté mientras deslizaba las manos hacia arriba.
Ella sonrió.
—Soy actriz —lo dijo como quien lleva mucho tiempo esperando pronunciar esas palabras y no se ha acostumbrado del todo a la emoción de pronunciarlas—. Acabo de conseguir un papel en el West End —nombró un musical que me sonaba remotamente—. Mi suplente me ha sustituido, y si no vuelvo pronto podrían darle el papel a ella para siempre.
Terminé mi examen y le di las gracias. Estaba lejos de sentirme contenta. Volví al pie de la cama y cogí otra vez su historial. En la segunda página encontré lo que buscaba. Última menstruación: 3 de noviembre de 2006. Me quedé mirando la cama mientras trataba de hacer cálculos mentales. Luego revisé las otras anotaciones. Levanté la vista. Emma volvía a estar sentada y me observaba. Tenía una expresión cauta, los labios apretados en una línea recta.
—Emma, aquí pone que la última vez que tuviste el período fue el 3 de noviembre. ¿Es correcto?
Asintió.
—¿Eso significa que estás… de veintisiete, veintiocho semanas?
Volvió a asentir, más despacio. Por un momento solo pude mirarla. Luego volví a concentrarme en su historial, revisando una y otra vez todo lo que había anotado en él. Ella se echó hacia delante.
—No me diga que eso va a ser un problema. Me prometieron…
—No, no… —alcé las manos—. Por favor, no te preocupes. Como te he dicho, estoy poniéndome al día. Ahora te dejaré descansar.
Miré una vez más el historial y me acerqué a la puerta. Ella me observó desde la cama como quien observa un gato moverse por una habitación. En la puerta me detuve y me volví.
—¿Cómo conociste Tronal, Emma? Si trabajas en el West End, debes de vivir en Londres. Has venido de muy lejos.
Ella asintió despacio, todavía recelosa.
—Se lo diré —convino por fin—. Fui a una clínica de Londres. Me dijeron que no podían ayudarme, pero que tenían unos folletos.
—¿Folletos sobre Tronal?
Sacudió ligeramente la cabeza.
—No mencionaban Tronal. No tenía ni idea de que tendría que venir a las Shetland. El folleto decía algo sobre orientación y asesoramiento para mujeres embarazadas en su segundo y tercer trimestre. Había un número de teléfono.
—¿Y llamaste?
En alguna parte del edificio sonó un timbre. Intenté que Emma no viera que me ponía en tensión.
—No tenía nada que perder. Fui a ver a un médico que tenía la consulta en Harley Street. Me mandó aquí.
Tenía que irme. Forcé una sonrisa y miré el reloj.
—He quedado con el doctor Moneasen dentro de una hora —dije—. Le preguntaré si puedo darte algo para dormir. ¿Estarás bien hasta entonces?
Ella asintió y pareció relajarse un poco. Le dediqué una última sonrisa y salí de la habitación. Con suerte, Emma esperaría una hora para ver si cumplía mi promesa. Disponía de una hora. En el mejor de los casos.
De nuevo en el pasillo, me apoyé un momento en la pared para recuperar el aliento y aclararme las ideas.
Como casi todos los médicos obstetras, estoy preparada para interrumpir embarazos, y desde que estaba en las Shetland lo había hecho tres veces. Ni me gusta hacerlo ni apruebo que se considere como una práctica rutinaria, pero respeto las leyes de nuestro país y el derecho de la mujer a tener la última palabra sobre lo que ocurre en su cuerpo.
Sin embargo, bajo ningún concepto habría accedido a interrumpir el embarazo de Emma.
En comparación con el resto de Europa, las leyes del Reino Unido sobre el aborto son bastante relajadas; demasiado, dirían algunos. En nuestro país es legal abortar hasta las veinticuatro semanas de embarazo siempre que dos médicos coincidan en que el riesgo para la salud de la mujer (o la salud del niño) será mayor si el embarazo sigue adelante que si se le pone fin. Eso suele significar que los médicos apoyan la decisión de la mujer de abortar; es lo que se conoce como «aborto social», una práctica que muchos deploran.
Pasadas las veinticuatro semanas solo se permite el aborto si hay pruebas médicas de que la vida o la salud de la mujer se ven seriamente amenazadas por la continuación del embarazo, o si el niño va a nacer con una minusvalía importante. Al estudiar detenidamente el historial de Emma no vi ninguna razón válida para realizar la intervención en fechas tan tardías. Nada apuntaba que hubiera una deformidad seria en el feto, ni ningún riesgo significativo para la vida de Emma. Era un embarazo normal; inoportuno, obviamente, pero por lo demás completamente normal.
Me pregunté cuánto había pagado Emma por esa operación ilegal, por qué demonios la habían retenido allí durante cinco días con pretextos ridículos en lugar de realizar la intervención en el acto, y cuántas otras mujeres desesperadas llegaban allí todos los años en busca de algo que sabían imposible en cualquier otra parte de Europa.
Seguí andando. Abrí un par de dedos la persiana de la siguiente ventana y miré. Esta vez la mujer estaba sentada en la cama, mirando la televisión. La mujer (mejor dicho, la chica, no podía tener más de dieciséis años) también parecía embarazada, aunque no podía estar segura. Si hubiera tenido tiempo para observarla seguramente se habría delatado. Las embarazadas adaptan instintivamente su postura y sus movimientos para proteger al feto que crece dentro de ellas. Tarde o temprano habría apoyado las manos en el abdomen, se habría erguido sin presionar los músculos del estómago o se habría frotado la espalda con suavidad. Me aparté y doblé la esquina.
Pasé por delante de seis habitaciones, todas vacías, y doblé otra esquina. La primera habitación del siguiente pasillo estaba vacía. No había sábanas en la cama, las almohadas estaban sin funda, amontonadas, y había una manta amarilla doblada encima. La siguiente estaba igual que la anterior.
La tercera estaba vacía pero parecía lista para recibir a un paciente. Entré. La cama estaba pulcramente hecha. En el armario había toallas blancas dobladas. Un camisón con estampado de flores, perfectamente planchado y doblado, esperaba a los pies de la cama. De las paredes colgaban varios grabados de flores silvestres. Tenía todo el aspecto de una habitación pulcra, limpia y confortable de un hospital privado exclusivo. Salvo por los grilletes metálicos que había en cada esquina de la cama.
Salí caminando hacia atrás, tiré de la puerta hacia mí y tuve cuidado de dejarla ligeramente entornada, exactamente como la había encontrado. Según había descubierto hacía dos días, el índice de mortalidad entre las mujeres jóvenes de las Shetland aumentaba cada tres años. El último incremento había tenido lugar en 2004, el año en que habían dado por muertas a Melissa y a Kirsten. Estábamos en mayo de 2007, tres años después.
Había tres habitaciones más. No estaba segura de si quería ver lo que había en ellas. El pomo de la siguiente habitación giró y la puerta se abrió. La luz de la mesilla de noche iluminaba lo justo.
La mujer que estaba en la cama no podía tener más de veinticinco años. Tenía el pelo castaño oscuro y pestañas espesas, la ágil esbeltez de los muy jóvenes, y un cutis pálido y perfecto. Yacía como dormida, respiraba profunda y regularmente pero tumbada boca arriba, con las piernas estiradas y juntas, y los brazos pegados a los costados. Es raro dormir en esa postura de forma natural, y supuse que la habían sedado. Sobre el estómago tenía una manta. Me acerqué al pie de la cama y no vi ningún historial, solo un nombre: Freya. En la cama había grilletes, pero colgaban sueltos, casi rozando el suelo. Salí de puntillas.
La mujer de la quinta habitación parecía mayor que las otras, pero, al igual que la chica de la habitación anterior, dormía en la estrecha cama en una postura poco natural. Se llamaba Odel y tenía los pies, no los brazos, sujetos con grilletes. ¿Odel? ¿Freya? ¿Quiénes eran esas dos mujeres? ¿Cómo habían llegado allí? ¿Tenían familia en alguna parte llorando por ellas, creyéndolas muertas? Me pregunté si había visto a alguna de ellas antes, si habían pasado por el hospital. Sus caras no me sonaban. No había indicios de que ya estuvieran embarazadas. Me pregunté dónde habían estado durante la visita de Helen, y si las esconderían cuando volviera al día siguiente.
Abrí la última puerta y al hacerlo vi el pijama pulcramente doblado en la butaca. Era de lino blanco con unas ondas bordadas alrededor del cuello, los puños y los tobillos. Estaba recién lavado, sin rastro de la sangre que lo había teñido de rosa pálido la última vez que lo había visto. Me volví hacia la cama; sabía que había dejado de respirar y me sentía incapaz de volver a hacerlo. Había alguien. Me acerqué y miré la cara sobre la almohada. Se que grité: un medio alarido medio sollozo. A pesar de todo por lo que había pasado, a pesar del enorme peligro que estaba corriendo, me invadió tal alegría que me puse a bailar por la habitación, dando puñetazos al aire y gritando. Me obligué a calmarme y deslicé las manos bajo las sábanas.
Dos días atrás había llegado a la casa de Dana exhausta y asustada, temiendo que le hubiera ocurrido algo horrible. Para un hipnotizador experto como Andy Dunn debió de ser un juego de niños meterme ideas en la cabeza, ideas que ya estaban allí a medio formar. No podía creer lo arrogantemente estúpida que había sido al no pensarlo antes.
La muñeca que sostenía en la mano estaba vendada. Me incliné para buscar la otra. Exactamente lo mismo. Me alegré de no haberme imaginado los tajos horribles y sanguinolentos que había visto en el cuarto de baño de Dana. Le hicieron cortes en las muñecas, pero probablemente solo superficiales. Debió de perder sangre, pero no tanta que no pudiera reemplazarse una vez que llegara a Tronal. No le había encontrado el pulso en el cuarto de baño; fuera cual fuese el fármaco que había tomado, consiguió que el pulso periférico no se detectara. Pero entonces sí lo encontré, firme y regular.
Durante el trayecto en el coche de Andy Dunn, temblorosa y a punto de desmayarme, oí las sirenas de una ambulancia. Dunn me llevó directamente al hospital y yo di por sentado que la ambulancia con Dana me seguía. Pero no lo hizo. En vez de eso llevaron a Dana allí. ¿Para qué? ¿Para participar en un programa estival de mejoramiento genético?
Me incliné.
—Dana. ¿Me oyes? Soy Tora. Dana, ¿puedes despertarte?
Le acaricié la frente, me arriesgué a zarandearle los hombros.
Nada, ni un parpadeo. Aquel no era un sueño normal.
Se oyó un portazo seguido de pasos por el pasillo. Voces que hablaban en voz baja pero con apremio. Disponía de segundos. Miré el armario, estrecho y vertical. No estaba segura de si cabría en él. El cuarto de baño. Crucé la habitación y entré.
Había un inodoro, un lavabo y un cubículo para la ducha. No había ventana. Abrí la puerta de la ducha, me metí y me agaché. Si alguien entraba en el cuarto de baño, me vería. Solo me quedaba confiar. Tal vez no fueran a la habitación de Dana. Tal vez la suerte me duraría un poco más.
Los pasos se detuvieron. La puerta de Dana se abrió y la corriente de aire abrió otro poco la puerta del cuarto de baño. Por un momento hubo silencio. Luego…
—¿Qué opinas? —preguntó una voz que se parecía mucho a la de mi suegro.
Comprendí que la suerte se me había acabado.
—Bueno…, es brillante, sana, atractiva —respondió la voz que conocía mejor que ninguna otra en el mundo—. Sería… sería un desperdicio —continuó, y no supe si gritar o vomitar.
—Exacto —dijo la voz del inspector Andrew Dunn—. ¿Por qué demonios correr el riesgo de conseguir otra?
Sentada en el cubículo de la ducha, temblando con dolorosa violencia, pensé: «¿Por qué…, por qué he venido aquí?».
—Ha sido un riesgo imperdonable —dijo otra voz, una que me resultó ligeramente familiar pero que no conseguía ubicar—. Se trataba de deshacerse de ella, no de traerla aquí.
—Sí, bueno, siento esta vuelta a la realidad, pero ni siquiera yo puedo hipnotizar a alguien para que se raje las muñecas. ¿Y no hemos aprendido a estas alturas que si precipitamos un accidente, lo liamos todo?
—Es medio india —dijo el hombre cuya voz no lograba identificar—. No deberíamos contaminar el torrente sanguíneo.
—Por el amor de Dios —espetó Dunn—. ¿Qué es esto…, la Edad Media?
—Robert tiene razón —dijo mi suegro—. No es adecuada.
¿Robert? ¿Conocía a Robert? Dios mío, sí. Lo conocí hacía una semana. Robert Tully y su mujer, Sarah, acudieron a mí debido a su dificultad para concebir. El cabrón se había sentado en mi consulta fingiendo que necesitaba ayuda, sabiendo que su mujer deseaba tanto tener un hijo que estaba al borde del colapso emocional. ¿Iba a ser ella la madre adoptiva de uno de los bebés trows de la última tanda?
—Está bien —dijo mi marido—. ¿Qué hacemos entonces con la señorita Tulloch?
—Nos la llevaremos en barco con las otras dos —respondió Richard—. Cuando estemos lo bastante lejos, le daré otra dosis y la tiraré por la borda. No se enterará de nada.
—Necesito orinar —dijo Duncan—. Dadme un segundo.
La puerta del cuarto de baño se abrió y Duncan entró. Seguía llevando el traje gris que le había visto ponerse esa mañana. Se acercó al inodoro y se inclinó hacia él.
—¿Y qué le decimos a su novia? —preguntó Dunn.
—Le enviaremos un ataúd —dijo Richard—. Lo dejaremos para el último minuto, hasta el día del funeral, si podemos. Que alguien vaya con él por si quiere ver el cuerpo. No es ningún problema, ya lo hemos hecho antes.
—Bien, entonces ya está resuelto. ¿Qué hacemos ahora?
Duncan abrió un grifo y se echó agua a la cara. Suspiró hondo y se irguió. En el espejo que había sobre el lavabo vi que llevaba la corbata que yo le había regalado en Navidad, pequeños elefantes de color rosa sobre seda azul marino. Un segundo después nos miramos.
—De las pacientes de la uno y la dos no hay que preocuparse —respondió Richard—. Son adopciones normales. Ambas darán a luz en las próximas semanas. La Rowley ha hablado hoy con ellas, no creo que quiera volver a molestarlas.
—¿Qué hay de Emma Lennard? ¿El parto no iba a ser mañana?
Duncan se había vuelto hacía mí. Esperé a que gritara, avisara a los demás o, aún peor, se riera. Me pregunté qué iban a hacer conmigo, cuánto dolería, si sería rápido. Si Duncan sería el que…
—Vamos a seguir adelante —dijo Richard—. Después de la operación la mantendré sedada. No podemos correr el riesgo de que hable.
Traté de levantarme. No quería que me sorprendieran agachada en una ducha con el trasero húmedo. Pero no podía moverme. Lo único que podía hacer era mirar a Duncan fijamente. Lo único que él hizo fue sostenerme la mirada.
—¿No sería más seguro meter a Emma en el barco? —en la habitación seguían hablando, ajenos al silencioso drama que tenía lugar en el cuarto de baño.
—Sí, si pudiéramos estar seguros de que la policía solo vendrá aquí un día más. No podremos retener a Emma mucho más tiempo, se está poniendo nerviosa. Será mejor acabar de una vez y sacarla de aquí.
—¿Y la mujer de la seis?
—Creo que no habrá problema. Solo está de veintiséis semanas. Además, a todo el que la escucha le repite que los escáneres están mal, que solo está de veinte. Ya he cambiado su historial.
—Es arriesgado.
—No me digas.
Uno de nosotros debía reaccionar, moverse, decir algo, gritar. Lo haría yo. Cualquier cosa era preferible a esa tensión insufrible. Entonces Duncan se llevó un dedo a la boca. Me miró furioso al salir y cerró la puerta con firmeza detrás de él.
—Un cargamento de tres. ¿Seguro que no necesitas ayuda, Richard? ¿No quieres dejarlo para cuando se haga de día?
—No, quiero estar bien lejos de aquí antes de que la policía vuelva. Voy abajo a apagar ese televisor. Hay trabajo que hacer.
Oí pasos alejarse por el pasillo. ¿Se habían ido todos? ¿Podía arriesgarme a moverme? ¿Qué demonios iba a hacer Duncan? En la habitación de Dana no se oía nada. Empecé a levantarme.
—Lo siento, tío —dijo Duncan, como compadeciendo a un amigo que ha perdido un partido de tenis—. No tienes por qué implicarte.
—¿No lo hiciste tú con Tora? —replicó Dunn con un tono lleno de amargura.
¿Lo sentía realmente por Dana? ¿Por eso le había salvado la vida contraviniendo las órdenes y había discutido para mantenerla con vida unos meses más?
—Tienes mala cara. ¿Llevas todo el día aquí?
—En el sótano —respondió Dunn—. Con las tres mujeres sedadas. Era como la casa de los horrores. La policía ha estado a punto de descubrir la puerta. Es probable que lo haga mañana.
—Lo arreglaremos. Mañana parecerá un viejo trastero polvoriento. Vamos, necesitamos una camilla. ¿Puedes ir abajo a buscar una? Hay algo que…
Un grito de terror y furia hendió la noche justo cuando la puerta del cuarto de baño empezaba a moverse.
—Es en la habitación de al lado —dijo Dunn suspirando.
Oí pasos corriendo desde la habitación de Dana y un forcejeo en la habitación contigua. Hubo golpes y luego un gemido débil y asustado; podría haber sido el gemido de un animal, pero no era un animal lo que tenían allí encadenado. Luego la puerta del cuarto de baño se abrió y Duncan volvió a entrar.
—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —siseó—. ¡Dios, eres idiota! ¡Eres idiota de remate! —abrió la puerta de la ducha y me levantó—. ¿Cómo has llegado hasta aquí?
No pude responder. No podía hacer nada más que mirarlo fijamente. Él esperó un momento, luego me zarandeó.
—¿En barco? ¿Has venido en barco?
Logré asentir.
—¿Dónde está?
—En la playa.
¿Qué importaba si lo encontraban? Ya no iba a salir de allí con vida.
—Has de volver allí. Ahora mismo.
Me cogió del brazo y pretendió sacarme a rastras de la habitación. Encontré las fuerzas necesarias para resistirme. «No, no va a ser tan sencillo, Duncan, no voy a ponértelo tan fácil». Entonces me agarró más fuerte, me inmovilizó con los brazos y me tapó la boca.
Oí algo. Un ruido metálico, rechinante. Luego pasos por el pasillo. Volvían. El chirrido de ruedas deslizándose me indicó que traían camillas. Quise forcejear, pero Duncan me apretó la boca contra la oreja y susurró «Chis». La puerta de la habitación de Dana se abrió de golpe. Introdujeron una camilla. Oí pasos moviéndose alrededor, el ruido de las sábanas al ser apartadas. Una voz que no conocía contó:
—Tres, dos, uno…, arriba —y siguió un suave golpe sordo.
—Deshaz la cama, coge los grilletes —dijo otra voz.
Luego oí cómo se llevaban la camilla. A mi lado Duncan dejó escapar una ruidosa exhalación.
De la habitación contigua llegaron sonidos parecidos, aunque más débiles. Me pareció oír gritar a alguien, pero no podía estar segura. Durante unos segundos hubo tanto ruido en el pasillo como en un hospital normal. Luego los pasos y las ruedas dejaron de oírse. Me llegó el ruido metálico del ascensor y luego nada. Silencio.
Duncan me volvió hacia él. Estaba pálido pero tenía manchas rojas alrededor de los ojos. Nunca lo había visto tan furioso. Solo que no era ira. Era miedo.
—Tora, tienes que cuidar de ti o morirás. ¿Entiendes lo que te…? No, no se te ocurra gritar —volvió a sujetarme—. Escucha, cariño, escucha —susurró mientras me mecía con suavidad en sus brazos, como una madre a su hijo—. Puedo sacarte de la clínica, pero tendrás que volver sola al barco. ¿Podrás hacerlo? —no esperó a que respondiera—. Ve a Uyeasound. Aléjate todo lo posible de la isla y luego llama por la radio a tu amiga la policía. ¿Podrás hacerlo?
No lo sabía. Creo que asentí. Duncan abrió la puerta del cuarto de baño y salimos. La habitación de Dana estaba vacía. Habían deshecho la cama y se habían llevado el pijama. Si hubiera llegado quince minutos después no habría vuelto a verla nunca más. Duncan fue hasta la puerta y se asomó. Luego me indicó por señas que me acercara, me cogió la mano y me guio por el pasillo desierto. Yo no estaba segura de si las piernas me sostendrían, pero respondieron. Torcimos en una esquina, recorrimos un cuarto pasillo estrecho y nos dirigimos a la escalera. Duncan se detuvo en lo alto. No se oía nada abajo, de modo que nos arriesgamos a bajar corriendo hasta la mitad. Una cámara colgada en lo alto de la pared nos miraba.
Escuchamos de nuevo. Nada. Corrimos hasta el final de la escalera y nos encontramos en un pequeño pasillo igual al del piso superior. A nuestra izquierda había una puerta. Miré dentro. Era una sala de operaciones: una pequeña habitación donde se administraban las anestesias, comunicada por otra puerta con el quirófano. Duncan tiró de mí.
Nos encontrábamos en el ala del edificio que había estado observando cuando puse a los perros en alerta. Sabía que las habitaciones estaban ocupadas; había visto luz y movimiento; teníamos que movernos deprisa, alguien podía aparecer en cualquier momento. Llegamos a la primera puerta. A través de la ventana de cristal solo se veía oscuridad. Seguimos avanzando. Otra puerta, otra ventana, luz más allá. Duncan se detuvo y pude atisbar dentro. La habitación tenía unos veinte metros de largo por ocho de ancho, y estaba bien iluminada. Por lo que vi, no había nadie dentro. A menos que…
Duncan volvió a tirar de mí, pero esta vez me mantuve firme. «Vamos», me dijo moviendo los labios, pero yo sacudí la cabeza. En la puerta había un letrero: ZONA ESTERILIZADA. PROHIBIDO TERMINANTEMENTE PASAR. De un tirón, solté mi mano de la de Duncan, la abrí de un empujón y entré.
Estaba en una unidad neonatal de cuidados intensivos. La temperatura allí dentro era varios grados más elevada que la del pasillo; se oía un zumbido constante de aparatos eléctricos. A mi alrededor vi escáneres de ultrasonido, una Retcam, ventiladores pediátricos, un monitor de oxígeno transcutáneo. Algunas máquinas emitían un suave pitido cada pocos sonidos. Dana tenía razón. Era última tecnología. Yo había trabajado en algunos centros muy modernos y bien equipados, pero nunca había visto tal concentración de equipos ultramodernos.
—Tora, no hay tiempo —Duncan había entrado detrás de mí y me tiraba del hombro.
Había diez incubadoras, de las cuales ocho estaban vacías. Crucé la habitación; ya no me importaba si nos sorprendían. Tenía que verlo.
El bebé de la incubadora era una niña. Medía unos treinta centímetros de longitud y debía de pesar menos de un kilo y medio. Tenía la piel roja, los ojos fuertemente cerrados, y la cabeza, bajo un gorrito rosa de punto, parecía antinaturalmente grande para su cuerpo pequeño y demacrado. De las fosas nasales le salía un tubo transparente y delgado; se lo habían pegado a la cara con cinta adhesiva. Otro tubo se introducía en una vena de su muñeca.
Me descubrí deseando deslizar una mano a través del orificio de la incubadora para acariciarla. Me pregunté cuánto contacto humano había conocido en su corta vida. Cuanto más la miraba, más deseaba cogerla en brazos, estrecharla contra mí y echar a correr, aun a sabiendas que hacer algo así la mataría.
Me acerqué a la siguiente cuna. Duncan me siguió, ya no intentó detenerme. Era un niño, más pequeño aún que la niña. Como mucho pesaría un kilo, pero tenía la piel igual de roja. Respiraba con un respirador, un monitor registraba los latidos de su corazón y una pequeña mascarilla azul le cubría los ojos para protegérselos de la luz. Mientras lo observaba, dio una patada y soltó un gritito semejante a un maullido.
Fue como si alguien me hubiera clavado una daga en el corazón.
Nos quedamos allí mirándolo durante lo que pareció largo rato. Las unidades neonatales no pueden quedarse desatendidas, de modo que en cuestión de minutos podría volver alguien. Pero yo era incapaz de moverme, salvo para levantar la vista cada pocos segundos y mirar a la niña de la otra incubadora. Me pregunté si ellos también habían pasado el día en el sótano con Andy Dunn y las tres mujeres sedadas. O tal vez la gente que estaba al cargo se había arriesgado a dejarlos allí, exponiéndose a que Helen y su equipo insistieran en mirar más de cerca una unidad neonatal esterilizada, pero sin comprender el significado de lo que veían.
Por fin sabía de dónde había sacado Stephen Gair los bebés. Sabía por qué Helen no había podido dar con los papeles de los bebés que se habían adoptado en el extranjero.
George Reynolds, el director de Servicios Sociales, se había declarado inocente y había afirmado que ni él ni su equipo estaban implicados en ninguna adopción en el extranjero, y no habían concedido la autorización, ni habían preparado la documentación. Podría haber dicho la verdad. Los bebés que Duncan y yo teníamos delante no necesitaban ninguna documentación ni autorización formal para ser adoptados por una pareja en el extranjero, ya que oficial y legalmente esos bebés no existían.
Los embarazos se habían interrumpido prematuramente entre las veintiséis y las veintiocho semanas. Eran fetos abortados… que seguían vivos.