Una hora y media después me dirigía en coche al ferry de Yell. Aún no eran las ocho, pero esa iba a ser la última travesía de la tarde; el cielo estaba encapotado y amenazaba con caer una tormenta. Me quedé sentada en el coche, tiritando a pesar de la chaqueta que llevaba, y traté de no pensar en las olas que se estrellaban contra el ferry mientras nos abríamos paso a través del estrecho de Yell. Cuando el hombre del ferry se acercó, le pregunté a qué velocidad creía que soplaba el viento. Entre cinco y seis nudos, dijo, y aumentaría antes de que terminara la noche.
No quise pensar en las otras tormentas que podían estallar antes del amanecer. Tenía la sensación de que cada acción que realizaba era la última. Poco antes de salir del hospital llamé a casa. Duncan no contestó y tampoco lo encontré en el móvil. Le dejé un mensaje: había habido una emergencia en el hospital y trabajaría hasta tarde. Añadí que le quería; en parte porque era cierto, pero también porque no estaba segura de si volvería a tener ocasión de decírselo.
Tenía mariposillas bailando samba en mi estómago cuando bajé del ferry. Tuve que seguir conduciendo, pero no me importó. Necesitaba la protección de la oscuridad para llevar a cabo mis planes, y un poco más de tiempo para aunar el coraje suficiente. Por otra parte, sabía que si le daba demasiadas vueltas me echaría atrás.
Había tomado una pequeña precaución antes de irme de Lerwick. Había metido en un sobre el libro de registro del sótano junto con varias hojas impresas y una nota que había escrito rápidamente, había pasado por casa de Dana y lo había dejado en la cocina, encima de la nevera, bien a la vista. En algún momento de los próximos días Helen lo encontraría. Si yo no volvía, ella sabría adónde había ido y por qué. Pasara lo que pasase, no iba a desaparecer sin dejar rastro.
Helen había pasado la mayor parte del día en Tronal con su equipo e iba a quedarse a dormir en Unst. La gente de Tronal estaría recelosa. Todo lo que tuvieran que esconder estaría bien escondido. Controlarían los acercamientos desde el norte y el nordeste, y detectarían de inmediato cualquier barco que saliera de Unst. No podía contar con llegar a la isla desde allí sin llamar la atención.
De modo que no iba a intentarlo siquiera.
En Gutcher on Yell hay un pequeño club náutico junto al embarcadero. Tiene unos veinte socios, todos de Yell, y está afiliado al club vecino de Unst. Yo tenía una llave del cobertizo que hacía las veces de sede. Una vez dentro, rompería el armario de las llaves de los barcos. Eso sería lo fácil.
A continuación tendría que manejar un barco desconocido, navegar en la oscuridad, sola, con vientos de tormenta y en aguas que apenas conocía, hacia una zona donde la navegación era notoriamente traicionera. Pero ni siquiera eso sería lo difícil.
Dios mío, ¿en qué demonios estaba pensando?
Aparqué. Con alivio y decepción (por partes iguales), vi que el aparcamiento estaba vacío y que no se veían luces dentro del club. A esas alturas habría tomado cualquier obstáculo que se hubiera interpuesto en mi camino como una señal para no continuar. Tardé unos segundos en romper el armario y encontrar las llaves que buscaba. Cogí varios impermeables y un chaleco salvavidas, y bajé al embarcadero.
Duncan y Richard tenían un amigo en Yell que era un gran navegante. Hacía poco se había comprado uno de los nuevos modelos deportivos, y Duncan y yo habíamos salido varias veces con él. Era un velero pensado para la velocidad, pero contaba con una quilla que ofrecía mayor estabilidad que una lancha corriente. Tenía un motor, para cuando el viento no soplaba a tu favor; una pequeña cabina cubierta, para cuando era el tiempo el que no estaba de tu parte, y un ancla que permitía atracar en alta mar.
Estaba a punto de añadir un gran hurto a la lista de cargos que la policía y las autoridades de las demás islas tenían contra mí, pero tal vez no viviera para contarlo.
El embarcadero, que tenía como mínimo cincuenta años, se balanceaba bajo mis pies. El viento me levantó el pelo y supuse que había alcanzado los seis nudos. Si aumentaba más estaría poniendo estúpidamente en peligro mi vida. Probablemente lo haría de todos modos.
Los puertos náuticos nunca son lugares silenciosos y, cuando los recorren fuertes vientos, el ruido puede llegar a ponerte los nervios de punta. Había atracadas varias embarcaciones, y sus jarcias sonaban como tantas guitarras agudas y desafinadas. Algunas entrechocaban entre sí y, a pesar de lo relativamente resguardado que estaba el puerto, las pequeñas olas se estrellaban con agresividad contra los cascos. Aquello no auguraba nada bueno en cuanto a las condiciones en mar abierto.
Localicé el velero, subí a bordo, entré en la cabina, y tuve un ataque de nervios que me dejó sin fuerzas. Me obligué a concentrarme en poner a punto la embarcación, paso a paso. Si me topaba con algo que no sabía hacer, esa sería la señal para rendirme. Fijé el foque en su sitio y pasé la escota por los orificios. Luego coloqué la vela mayor y solté la contra de la botavara. Comprobé el combustible y el tablero de mandos. Esperando oír en cualquier momento un grito de indignación, terminé más deprisa de lo que esperaba. Y me tranquilicé. Un poco.
Nuestro amigo tenía a bordo cartas de navegación que estudié con detenimiento. Del puerto náutico de Gutcher navegaría un kilómetro y medio hacia el sudeste, oculta por una pequeña isla deshabitada llamada Linga. Una vez dejara atrás Linga, cambiaría de rumbo y me dirigiría hacia Tronal. En el lado occidental de la isla había acantilados, pero también una zona de playa en pendiente. Podría echar el ancla. Si es que llegaba hasta allí.
Me dije ahora o nunca y, soltando el largo de popa, hice un nudo corredizo en la proa y arranqué el motor. Puse la marcha atrás y salí despacio del puerto. No me vio nadie, o al menos nadie gritó ni dio la alarma.
Mientras salía del puerto, una ola rompió contra la proa de estribor y me dio de pleno en la cara. No imaginaba que haría tanto frío. Me puse la capucha y tiré de los cordones.
El cielo estaba encapotado y oscurecía con rapidez. Metí el mapa en una funda de plástico y lo colgué del tablero de mandos; muy pronto, ya casi sin visibilidad, tendría que consultarlo cada cinco minutos. Hice virar el barco bruscamente hacia estribor y me adentré en el canal entre Linga y Yell. Las olas golpeaban el barco por delante. Cada pocos segundos se estrellaba una contra el casco y sus gélidas partículas caían con violencia sobre la proa. No tardé en estar calada.
Estaba dejando atrás las luces de Gutcher. Al otro lado se alzaba la tierra como sombras oscuras. El motor era pequeño, avanzaba con gran esfuerzo a cuatro nudos y hacía demasiado ruido. Si quería llegar a Tronal en menos de una hora sin que nadie me oyera, tendría que navegar a vela. Empecé a izar la vela mayor. El barco escoró de inmediato.
Necesité reunir todo mi coraje para desplegar el foque; sabía que no tendría suficiente estabilidad sin él. Lo saqué hasta la mitad. La vela se tensó, el barco tomó velocidad, y apagué el motor.
A los pocos minutos el barco iba a siete nudos y escoraba en un ángulo de treinta grados. Me apoyé contra el lado del barco para mantenerme erguida mientras chocábamos con olas que parecían muros de ladrillo. Pero estaba haciendo progresos. Y estaba al mando de la situación. Por los pelos.
Luego me refugié en la cabina. Las ráfagas fuertes de viento amenazaban con hacer escorar el barco. Con una mano alertaba con fuerza el timón mientras con la otra sujetaba la escota de la mayor. Cada vez que notaba que perdía el control del timón, aflojaba un poco la escola y me agarraba fuerte, hasta que el barco volvía a enderezarse.
Antes de que me diera cuenta había llegado al extremo sur de Linga y tenía que abandonar la protección del canal. Puse rumbo a babor y cambié las velas. El viento soplaba del lado de babor de la popa, y el barco dejó de escorar y volvió a enderezarse. Las velas se hincharon y el barco tomó velocidad. Siete nudos y medio, ocho, ocho y medio. A ese ritmo, si no la fastidiaba, no tardaría en llegar a Tronal.
¿Y qué demonios iba a encontrar allí?
Helen se había equivocado. Era una buena policía y había hecho lo que estaba entrenada para hacer: se había atenido a los hechos. Los hechos nos habían guiado hasta ahora. Nos habían conducido al descubrimiento de Tronal como el centro de un complot de venta ilegal de bebés, con Stephen Gair como jefe de la operación, ayudado por Dunn y otros sujetos más, todavía por determinar.
Nos habían conducido al asesinato de Melissa para proteger la operación, quitándola de en medio de un modo que en el curso normal de los acontecimientos nunca habría resultado sospechoso, aunque se hubiera descubierto su cuerpo.
Pero los hechos no explicaban el extraño ritual de su entierro en mi terreno, en lugar de arrojarla al mar. No explicaba —dejando a un lado el vínculo paterno— que Gair hubiera asumido el enorme riesgo de tenerla prisionera hasta que diera a luz a su hijo. No explicaba que yo hubiera encontrado el anillo de boda de Kirsten en mi terreno.
Los hechos tampoco explicaban el incremento regular en el índice de defunciones de mujeres, seguido un año más tarde de una tanda de niños registrados incorrecta e ilegalmente como hijos biológicos de sus madres adoptivas.
Por supuesto, sabía que si diseccionara los cuerpos de esos trows, y realizara todos los análisis médicos conocidos con su sangre, su ADN y su estructura ósea, no serían diferentes anatómicamente de cualquier otro ser humano varón. Sin embargo, y esa era la cuestión crucial, ellos se creían diferentes del resto de la raza humana, con distintos derechos y responsabilidades; consideraban que no estaban sujetos a las leyes ordinarias de los hombres sino a un código propio determinado, administrado y monitorizado por ellos mismos.
El barco siguió avanzando mientras caía la oscuridad total. La brújula me indicaba que llevaba buen rumbo y el mapa no anunciaba accidentes inmediatos, pero por lo demás iba a ciegas. Aparte de unos pocos faros parpadeantes, navegaba en un vacío negro y profundo. Unas sombras en el horizonte casi invisible me decían que había islas o grandes rocas a mi alrededor, pero no estaban cerca. El medidor de profundidad se había rendido, incapaz de hacer cálculos en aguas tan profundas. Eso era tranquilizador, pero no me gustaba pensar en las brazas de negrura que había por debajo de mí. Seguí avanzando, preguntándome qué me esperaba en Tronal.
La historia ofrece innumerables ejemplos de la autoproclamada raza superior. Eso tenía que ser con lo que me estaba enfrentando: un grupo de hombres que se creían intrínsecamente mejores que el resto de los mortales. En ese remoto rincón del mundo, unas pocas docenas de isleños gobernaban su reino privado. Dirigían la policía, el gobierno local, el servicio de salud, los colegios, la cámara de comercio; controlaban todos los aspectos de la vida en la isla; conseguían automáticamente los mejores empleos, los contratos más fantásticos, el ingreso en los mejores clubes; se hacían ricos con una compleja red de negocios legales e ilegales. Desde el descubrimiento de los campos petrolíferos del mar del Norte, las islas Shetland disfrutaban de una prosperidad económica sin precedentes y un grupo de lugareños le estaba sacando partido. Eran como masones reunidos con la mafia. Con un toque extra de perversión.
Por supuesto, a medida que la tarde daba paso a la noche, me pregunté por qué esos hombres no dejaban las cosas como estaban; se casaban y procreaban como los demás hombres, y disfrutaban de los frutos de su pequeño feudo. ¿Por qué tenían que raptar, violar y asesinar a las madres de sus hijos? Supuse que esa horrible forma de actuar y el reducido número de niños nacidos a partir de ella estaban en el núcleo mismo de su unicidad. El hecho de ser tan pocos les hacía, a sus ojos al menos, enormemente especiales.
Los niños nacidos en la comunidad trow se enfrentarían a una elección difícil: o aceptar lo que eran, disfrutar de enormes ventajas y lidiar con la horrible realidad de cómo habían sido creados; o marcharse y exponerse a la destrucción de todos y todo lo que les habían enseñado a valorar. Ahora sabía que Duncan no tenía ningún deseo de dejarme; era de esa vida de lo que quería huir. Sabía por qué le había deprimido tanto volver a las Shetland a pesar de las enormes ventajas que le habían brindado; por qué había habido tanta tensión en nuestra relación. Duncan luchaba contra las fuerzas que le habían hecho regresar. Mi corazón estaba con él, pero de momento era una lucha que tendría que librar él solo. Yo ya tenía mis propios problemas que resolver y, de todos modos, tenía la impresión de que él estaba en clara desventaja.
Sobre mí flotaba una masa de oscuridad cada vez más negra, su forma se revelaba más sólida que la noche que la rodeaba. Hasta me pareció ver pequeñas luces. Me estaba acercando a Tronal. Enrollé el foque y la velocidad del barco se redujo un par de nudos. Distinguí bultos y crestas en los acantilados, y vi una zona más clara que debía de ser la arena de la playa. El medidor de profundidad volvía a funcionar. Quince metros, catorce, trece…
Las olas rompían en la orilla. Diez metros, nueve… Estaba a punto de virar para ponerme contra el viento y poder arriar las velas cuando vi rocas a babor. A estribor parecía despejado, pero iba a tener que hacer un giro de casi trescientos grados y no estaba segura de si avanzaba a suficiente velocidad. Volví a mirar hacia babor; más rocas. Cinco metros de profundidad, cuatro, tres… Me incliné hacia delante lo más deprisa que pude para levantar la quilla y solté la vela mayor. Luego cerré los ojos y agarré con fuerza el timón. El viento soplaba por detrás y el barco siguió avanzando hasta que el sonido del roce del casco por abajo y una gran sacudida me informaron de que había tocado tierra. Un metro más y se detuvo.
Recogí lo que necesitaba de la cabina y salí de nuevo. De pie en la estrecha cubierta contemple Tronal, la fortaleza geográfica que estaba a punto de invadir. Desde el principio de los tiempos la gente se había rodeado de agua para protegerse contra las invasiones. Pero no era solo con la isla con lo que iba a enfrentarme; era con la fortaleza de los trows, una estructura invisible pero compleja dirigida por hombres muy poderosos. Dotados de mucha fuerza y de aptitudes hipnotizadoras. De poco servía que me repitiera que solo eran hombres. Durante generaciones se habían convencido a sí mismos de que eran diferentes.
Después de todo, si crees firmemente en algo, se convierte en una especie de verdad.