34

Al día siguiente fui a trabajar. La noche anterior, Kenn, antes de marcharse, me pidió que lo hiciera si me veía con fuerzas; en vista de que el hospital no estaba implicado, mi cese temporal había terminado. Seguía dolida por la indignidad de todo aquello hasta que caí en la cuenta de que esa mañana nada me apetecía más que trabajar.

En algún momento de la noche Duncan y yo acordamos una tregua. Quedaban muchos temas pendientes, pero ninguno de los dos tenía la energía necesaria para reanudar las hostilidades. Nos tomaríamos un descanso.

En cuanto al futuro, no estaba segura. Duncan me dijo que la discusión que yo oí en Unst le motivó su deseo de marcharse de las Shetland, que Elspeth se refería a mí cuando dijo que estaba enamorado. Afirmó que nada en el mundo lo apartaría de mí. Pero todavía estaba por ver si yo iba a seguir con él, en el hospital y en las islas; no lo sabía. Me lo iba a tomar con calma. Porque, a pesar de todas las mentiras, a pesar de todo lo que me había ocultado, todavía le quería.

Hice el recorrido de las salas pasando por alto las miradas intrigadas del personal. Una vez que no tuve más remedio que reconocer (pero solo ante mí misma) que la unidad había estado funcionando a la perfección sin mí, subí a mi despacho para preparar las consultas de la tarde.

Llamé a mi amiga de Voe y me dijo que Charles y Henry estaban bien. Le di las gracias por cuidar de ellos y respondí a unas cuantas preguntas curiosas sobre cómo y por qué estaban allí. Me ocupé de que los recogieran esa tarde.

Me pregunté qué estaba pasando en casa. Esa mañana, justo cuando Duncan y yo salíamos, llegaron muchos coches de policía. Como Helen había prometido, iban a registrar otra vez nuestros terrenos, pero yo ya no creía que fueran a encontrar nada. Tal vez un día vería de otra manera las estadísticas de mortalidad femenina en las islas y cambiaría de opinión. Cada cosa a su tiempo. Pero había algo que debía hacer ese mismo día. Cogí el teléfono, marqué un número de Londres y pedí que me pusieran con una mujer con la que había trabajado en el último hospital: la anestesista.

—¿Diane? —dije cuando por fin me pasaron con ella—. Soy Tora.

—Dios mío, cuánto tiempo. ¿Cómo estás?

No había una respuesta corta y sincera a eso, de modo que solté la mentira de rigor.

—Bien. ¿Y tú?

—Estupendamente. ¿Te veremos en septiembre?

—Por supuesto. Me muero de ganas —dije, aunque hacía semanas que no había pensado en ello. Una boda en el pintoresco pueblo de Buckinghamshire; había olvidado que la vida normal seguía su curso ahí fuera—. Mira, siento molestarte, pero necesito cierta información y no tengo mucho tiempo. ¿Tienes inconveniente?

—Dispara.

—¿Qué sabes de los fármacos no rastreables?

No era fácil descolocar a Diana. Guardó silencio solo un segundo, luego respondió.

—Bueno, en realidad no existen. Si sabes qué buscas, puedes encontrarlo.

—Eso pensaba. Pero si uno quiere dejar a alguien sin sentido, no matarlo pero sí incapacitarlo durante un breve período de tiempo, ¿hay algo que pueda suministrarle que un forense no suela analizar?

—¿Ha vuelto a jugar Duncan contigo? —había cierta aspereza en su tono, pero no me extrañó. Mi pregunta no era lo que se dice normal.

—Lo siento. Ojalá tuviera tiempo para explicártelo. Te llamaré pronto, te lo prometo. ¿Se te ocurre algo? ¿Alguna sustancia poco habitual que no se analizaría salvo por petición expresa?

—Bueno, tendría que consultarlo, pero estoy casi segura de que no suelen analizar sustancias como las benzodiazepinas, ya sabes, Nitrazepam o Temazepam. ¿Te sirve?

—Sí. Te prometo que no estoy pensando nada ilegal.

—Te creo. Te llamaré. Por cierto, ya tengo el vestido.

Nombró un diseñador londinense de vestidos de novia escandalosamente caro y parloteó alegremente unos minutos más. Le dejé hacerlo encantada, pero en realidad no la escuchaba.

Por más que Dunn fuera un genio de la hipnosis, seguía pareciéndome imposible que hubiera inducido a alguien tan lista y sensata como Dana a suicidarse mediante la hipnosis. Como mucho la habría tenido hipnotizada el tiempo necesario para drogarla. Una vez inconsciente, habría sido relativamente sencillo llevarla al cuarto de baño y cortarle las muñecas con sus propias manos. Si Stephen Renney no había encontrado nada en el organismo de Dana era porque no había sabido qué buscar. Me negaba a aceptar lo que Gifford había dicho esa noche. No enterrarían a Dana como una suicida; no si yo podía impedirlo.

—¡Hola!

Levanté la vista.

—¡Vaya, hola!

Helen estaba en el umbral. Llevaba el mismo traje que la noche anterior, pero se había cambiado la blusa por otra de color rojo. Seguía teniendo un aspecto magnífico. Me pregunté si Dana la había llevado de compras y había supervisado su armario, o si había sido al revés. Tal vez Dana debía su estilo a esa mujer. Probablemente nunca lo sabría. Sentí pena al pensar que nunca las conocería como pareja.

Entró. Me di cuenta de que estaba ridículamente contenta de verla.

—¿Café? —ofrecí.

Asintió y me levanté para servirlo. Luego nos quedamos un rato sentadas.

—¿Estás bien? —preguntó, y por la forma en que me miraba, tal vez con demasiada intensidad, empecé a pensar que tenía algo que decirme.

—Estoy bien —dije, ganando tiempo, porque, fuera lo que fuese, no estaba segura de si quería saberlo—. En realidad, mejor que bien. Duncan y yo hemos aclarado unas cuantas cosas, y aquí me tienes, trabajando de nuevo.

—Hace veinticuatro horas parecía imposible, ¿verdad?

Asentí.

—¿Está Duncan…? Quiero decir…

—¿Fuera de sospecha? Creo que sí. Su explicación de que es accionista cuadra, y parece que no ha estado en Tronal desde hace años. Él, Franklin Stone y el señor Gifford también parecen limpios. Supongo que sabes lo de Dunn.

—Sí. ¿Es grave?

—Todo lo grave que puede ser. Cuando el malo es el poli no hay final feliz.

—¿Sigue sin aparecer?

Helen se terminó el café y se levantó para servirse más.

—Sí. Se le vio el martes por la tarde cogiendo un ferry a la zona continental. Hemos dado la alerta a todos los aeropuertos y puertos de ferries, pero…

—¿Puede que ya esté muy lejos?

Asintió.

—En fin, la buena noticia es que esta mañana han examinado tu terreno a conciencia. Si decides plantar unos bulbos en primavera, no te llevarás más sorpresas desagradables.

—¿Y lo han hecho como es debido? ¿Utilizaron los aparatos y demás? —tenía que preguntarlo.

Helen no se ofendió. Casi se rio.

—Está bien, deja que te explique lo que han hecho, hasta donde yo sé. Para empezar, esta mañana han sobrevolado el terreno y han tomado un montón de fotos aéreas. Al parecer, y reconozco que no lo sabía, cuando se ha removido la tierra a cierta profundidad, se nota en la superficie: hay marcas en el suelo o en los cultivos. También podría aumentar la vegetación, una explosión de flores de primavera, por ejemplo. Las fotos aéreas permiten ver esas cosas.

—¿Y han visto algo?

—Nada. Pero parece ser que no esperaban ver nada. La técnica funciona mejor en extensiones más amplias, como los enterramientos prehistóricos. Las tumbas individuales no suelen verse; pero como es algo sabido, han sido concienzudos.

—Entonces, ¿qué?

—El paso siguiente ha sido utilizar un radar que atraviesa el suelo. Tienen aparatos que envían pulsos electromagnéticos al suelo. Cuando alcanzan una superficie de tierra que tiene un contenido de agua diferente de la tierra que la rodea, las señales rebotan. El equipo plasma todas esas señales en un gráfico y, si hay algo enterrado, en el gráfico aparece el patrón de los reflejos. Hasta es posible calcular la profundidad del enterramiento basándose en el retraso con que regresan los reflejos. Hemos hecho eso a lo largo y ancho del terreno.

—Muy hábil.

—Oh, es increíble. Por supuesto, no es infalible. Al parecer, como mejor funciona es en suelo arenoso de alta resistividad, y de eso no hay mucho en tu terreno. De modo que hicieron un nuevo rastreo, esta vez para analizar la tierra. ¿Quieres que siga?

—Por favor.

—El análisis de la tierra se hace midiendo la cantidad de fosfato. El fosfato está presente en todos los suelos, pero allí donde hay un cadáver enterrado, ya sea humano o de un animal grande, los niveles de fosfato aumentan de forma considerable.

Desde luego, para mí eso tenía sentido. Los cuerpos son particularmente ricos en fósforo, que, junto con el calcio, da dureza y resistencia a los huesos. También se encuentra en otros tejidos del cuerpo.

—La descomposición de los cuerpos humanos enterrados aumenta el contenido de fósforo de la tierra que los rodea —continuó Helen—. El equipo tomó cientos de muestras de tierra de tu campo. Si encuentran gran cantidad de fósforo, podría haber más enterramientos.

—¿Cuánto tardarán en analizarlas?

—Varios días. Pero ya han avanzado mucho y hasta ahora no han encontrado nada. No creo que haya nada ahí abajo, Tora.

Por un momento guardé silencio.

—¿Se acabó entonces la preocupación por los hombrecillos verdes obsesionados por la plata? —preguntó Helen.

Tuve el detalle de parecer avergonzada.

—Supongo que la otra noche el estrés pudo conmigo.

Ella sonrió. La observé. La mirada nerviosa, ligeramente alerta, seguía allí.

—Hay algo más, ¿verdad? Algo desagradable.

—Me temo que sí. Parece ser que después de todo Stephen Gair no va a enfrentarse a la justicia. Al menos, no en esta vida.

Helen fue la primera en romper el contacto visual. Se levantó y se acercó a la ventana.

—¿Qué ha pasado? —logré decir, preguntándome por qué sentía tanto frío. No podían haberlo soltado ni nada parecido.

—Se ha ahorcado —respondió. Seguía mirando el aparcamiento del personal médico—. Lo han encontrado poco después de las cinco de esta madrugada.

Me concedió tiempo para reflexionar. Reflexioné. Ya no tendría la oportunidad de enfrentarme a él en la sala del tribunal y decir: «Sé lo que hiciste», y conseguir que la gente me creyera. Nunca podría mirarlo a los ojos y decir: «¡Te he pillado, cabrón, ya lo creo que te he pillado!». ¿Cómo me sentía? Bastante cabreada, francamente. Me levanté.

—¿Cómo ha podido ocurrir? ¿Qué hicisteis, le disteis una cuerda para que practicara con ella el arte de hacer nudos?

Por fin se volvió. Levantó una mano.

—Cálmate. Lo investigarán a fondo. Me temo que no puedo darte más detalles. Estas cosas pasan. Ya sé que no deberían pasar, pero pasan. Sencillamente no creyeron que hubiera riesgo de suicidio.

—Lo contrario que con Dana, que decidisteis que se había suicidado sin tener una sola prueba.

En cuanto lo dije, supe que había ido demasiado lejos. La expresión de Helen se endureció. Empezó a moverse. Me puse delante de ella.

—Lo siento. Ha sido totalmente gratuito.

Se relajó un poco.

—Supongo que entonces se ha terminado —dije.

—¿Bromeas? Este asunto de Tronal nos tendrá ocupados durante años.

De pronto tenía muchas ganas de volver a sentarme.

—¿Qué quieres decir?

—Ese lugar es un horrible batiburrillo de trabajo médico, servicios sociales, negocios legales y tráfico ilegal de niños. Hay muchísimas personas relacionadas, y debemos investigarlas a todas. Y, por supuesto, tenemos que hacer un seguimiento de todos los bebés adoptados que han salido de Tronal.

—Todo eso os llevará un buen tiempo.

—Exacto. El problema es que hemos detectado que entra dinero, pero todo son transferencias en efectivo cuya fuente es muy difícil localizar. Podemos sospechar qué agencias de adopción estaban implicadas, pero sin pruebas es difícil que lo reconozcan.

—¿Y hacerlo desde aquí? Tuvo que haber partidas de nacimiento, papeles de adopción, pasaportes preparados.

—Puede, pero aún no hemos dado con ellos. Aparte de la media docena de niños que se adoptan anualmente en las islas, todo parece en regla. Todas las personas con las que he hablado hasta ahora, entre ellas George Reynolds, de Servicios Sociales, y su equipo, niegan haber estado al corriente de las adopciones en el extranjero, ya sea por dinero o no.

—Bueno, era de esperar, ¿no?

—Sí, pero lo cierto es que no hay pruebas de que haya nacido un número significativo de bebés en las islas, una docena al año como mucho. En la superficie, parece una operación muy discreta; pero es, si lo piensas, lo que cabía esperar. ¿Cuántos niños se dan actualmente en adopción?

Tenía razón.

—Pero él lo reconoció. Dijo que había vendido bebés por internet.

—Es cierto, pero aparte del dinero y de la palabra de un hombre que ahora está muerto, no tenemos ninguna prueba —se acercó a la mesa del café y dejó el tazón—. Ahora mismo me voy para allí.

—Un largo viaje —dijo una voz desde el umbral.

Nos volvimos. Allí estaba Gifford. Ninguna de los dos lo había oído acercarse.

—En Tronal no hay pista de aterrizaje para helicópteros —explicó—. Tendrá que ir por carretera y barco.

—Te llamaré luego, Tora —dijo Helen.

Saludó a Gifford con la cabeza y salió de la habitación.

—¿La inspectora Rowley? —me preguntó.

Asentí.

—Tan despampanante como dicen.

Sentí la necesidad de hacer algo. Cogí el tazón de Helen y el mío y los llevé al fregadero.

—Créeme, estás perdiendo el tiempo.

Él se rio.

—Eso he oído. ¿Qué tal estás?

Se acercó más y me examinó con atención. La capacidad que tienen los hombres corpulentos para intimidar es tan injusta; no hace falta que sean inteligentes, ni siquiera hace falta que amenacen, basta con que estén allí. Lo sorteé y me acerqué a la ventana.

—Bien —respondí, y me pareció que era la décima vez que lo decía esa mañana.

—Me alegra tenerte de vuelta —miró la cafetera, vio que estaba vacía y cogió una galleta.

—Dice el hombre que me expulsó.

—Dice la mujer que nunca me permitirá olvidarlo.

Avanzó hacia mí y me retiré detrás de mi escritorio.

Puso una cara de exasperación.

—¿Puedes estarte quieta? No voy a hipnotizarte. De todos modos nunca lo he logrado. Eres particularmente difícil.

Y sí, como era de esperar, sentí una oleada de orgullo. También me sentí un poco tonta. Decidí arriesgarme a mirarlo a los ojos —esa mañana eran verdes, de un intenso verde musgo—, pero si me ponía las manos en los hombros, chillaría.

—Anoche no tuve oportunidad de felicitarte —continuó.

Busqué un indicio de sarcasmo en su cara, pero no lo vi.

—Me encantaría decirte que te has equivocado de profesión, pero no quiero perderte en esta.

—Solo lo dices porque el hospital ha salido de esta oliendo a lavanda. Si todavía sospecharan de ti, me darías unas palmaditas en la cabeza haciendo unos ruiditos de preocupación y murmurarías algo sobre sedantes.

Me inmovilizó con la mirada.

—Richard sigue detenido.

Mierda, me había dejado embaucar. ¿Aprendería algún día a utilizar el cerebro antes de abrir la boca?

—Lo siento. Debería haber pensado en ello.

Y entonces esa gran mano caliente me asió el antebrazo y ningún sonido salió de mi boca.

—Has pasado por más cosas esta semana que la mayoría de nosotros en toda nuestra vida. Richard puede cuidar de sí mismo —se volvió para marcharse y noté un vacío frío en el brazo.

—Kenn…

Se giró en el umbral.

—Perdóname.

Arqueó una ceja.

—Por haber sospechado de ti —añadí.

—Disculpas aceptadas. Yo sigo dándole vueltas.

—¿A qué?

—A lo que voy a hacer contigo —me sonrió y salió de la habitación.

Me senté.

—Mierda —dije en voz alta.

Y yo que había creído que todos mis problemas estaban resolviéndose por sí solos.

Bajé la escalera. Un par de pacientes en su tercer trimestre fueron lo bastante amables para decirme que me habían echado a faltar en la última consulta. Pero no podía quitarme de la cabeza el asunto de Tronal, y en cuanto hicimos una pausa para comer, me compré un sándwich y subí a mi despacho. Saqué del bolso los papeles con los que había empezado todo: el registro de partos de las autoridades sanitarias de las Shetland.

«Déjalo, Tora», dijo una voz en lo más recóndito de mi mente; la voz débil y ligeramente nostálgica que habla en nombre de la parte adulta y prudente que hay en mí. Por desgracia, nunca había aprendido a prestar atención a esa voz, y no iba a empezar entonces. Una vez más conté los partos híbridos en Tronal. Cuatro. Cuatro en un período de seis meses significaba entre seis y diez al año. Si alrededor de media docena de bebés habían sido adoptados en las islas, no quedaban suficientes niños para venderlos al extranjero y ganar dinero con ello.

¿De dónde diablos había sacado Stephen Gair los bebés? ¿Y cómo narices podía ser que esa clínica de maternidad ultramoderna que me habían descrito solo atendiera ocho partos al año? El equipo y el personal debían de pasarse la mayor parte del año de brazos cruzados. En Tronal tenían que nacer más bebés que los que reflejaban las estadísticas. Pero ¿cómo era posible que los partos no quedaran registrados?

Dana también había mencionado los abortos, pero eso no tenía mucho sentido. El aborto podía practicarse en todas partes del Reino Unido; ¿por qué diablos iba a viajar un elevado número de mujeres hasta Tronal para algo que podían obtener en su ciudad?

Si hubiera podido acompañar a Helen a Tronal… habría sabido qué preguntas hacer y habría podido detectar las irregularidades mucho mejor que ella. Pero era imposible; si se celebraba alguna clase de juicio, yo sería una testigo clave. No podía seguir interfiriendo en la investigación oficial.

Empecé a revisar la lista una vez más.

Lo primero que me llamó la atención fueron esas dichosas iniciales. KT. Trauma keloide. Problemas surgidos a partir de una cicatriz en el perineo anterior. Cambié de pantalla y tecleé «trauma keloide» en el buscador de Google. Nada. Pero el término había sido acuñado para describir una condición particular de las Shetland, de modo que quizá todavía no se había dado a conocer en el mundo a través de la red. Entré en los archivos del hospital e hice una búsqueda parecida. Nada. Comprobé de nuevo todas las entradas con las iniciales KT. El 1 de abril, un niño, nacido en Papa Stour. Luego, el 8 de mayo, otro niño, nacido en el Franklin Stone. El 19 de mayo, un tercer niño; por supuesto, todos eran varones. Pero el sexo del bebé no podía haber afectado a una cicatriz en el perineo, ¿no? El 6 de junio, Alison Jenner había tenido un niño en Bressay; unos días después había habido otro parto en el Franklin Stone.

Un momento. Ese nombre me sonaba. Alison Jenner. ¿Dónde lo había oído antes? Jenner, Jenner, Jenner. Mierda, lo había olvidado.

Stephen Renney estaba en su despacho sin ventanas, comiendo un sándwich y bebiendo una lata de Fanta. Advirtió mi presencia en el umbral, levantó la vista y empezó a hacer esos movimientos ligeramente nerviosos y avergonzados que hacemos todos cuando nos sorprenden comiendo solos, como si comer fuera alguna clase de indulgencia no del todo respetable en lugar de la cosa más natural del mundo.

—Perdone —dije, siguiendo la reacción clásica y poniendo cara algo avergonzada, como si lo hubiera sorprendido en el cuarto de baño.

—No se preocupe —respondió él, disculpándome ridículamente.

Se levantó y señaló una silla. Me senté.

—Quería preguntarle algo. Sobre Dana Tulloch.

Tenía los antebrazos apoyados en el escritorio y se inclinó hacia delante. Me llegó el olor a atún de su aliento.

—El señor Gifford me ha dicho que no se encontraron restos de ninguna droga en su organismo y…

—Señorita Hamilton… —se inclinó aún más e hice un esfuerzo por no apartarme; olía como si hubiera estado ingiriendo comida para gato.

—Sé que no puede hablar de ello conmigo y no quiero ponerle en una situación difícil, pero…

—Señorita Hamilton…

—Por favor, concédame un minuto. Esta mañana he hablado con una amiga anestesista. Me ha mencionado ciertas drogas que incapacitarían a cualquiera, pero que no suelen rastrearse en una autopsia. Solo me preguntaba si usted…

—Señorita Hamilton —Stephen Renney había alzado la voz—. Yo no practiqué la autopsia de la señorita Tulloch.

—Ah —dije. ¿Gifford había mencionado a Stephen Renney o simplemente yo lo había supuesto?

—Puedo obtener una copia del informe, por supuesto, pero no creo que haya llegado aún. Puedo comprobarlo por usted.

—Entonces, ¿quién la hizo? —exigí saber, tirando los modales por la ventana.

Me miró ceñudo.

—En realidad, yo no llegué a ver a la señorita Tulloch. Solo la tuvieron aquí un par de horas, y yo estaba reunido. Se la llevaron a Dundee. Tengo entendido que el traslado lo solicitó la persona más allegada, una agente de policía. Realizaron la autopsia en Dundee.

—Claro, lo siento.

Helen no lo había mencionado, pero tampoco tenía motivos para hacerlo. Era lógico que encomendara la autopsia a gente que ella conocía y en quien confiaba.

—¿Puedo ayudarla en algo más?

Sé cuándo me echan de un lugar. Sacudí la cabeza, le di las gracias de nuevo y salí.

De regreso en mi despacho, encontré un e-mail de Gifford pidiéndome ayuda en el quirófano para esa tarde. Él tenía todas las horas cubiertas y esa mañana había ingresado un paciente con el apéndice rasgado. Si podía atenderlo yo se evitaría tener que reorganizar la lista. No estoy cualificada para practicar la cirugía en general, pero el apéndice entra en mi especialidad. Consulté el buzón (había un e-mail de Duncan; los demás no eran urgentes) y bajé al quirófano.

El paciente era un hombre de treinta años, sano y en forma. Abrí, revolví por ahí dentro durante unos pocos minutos y extraje la causa del problema; estaba hinchado como un tambor, no era extraño que le doliera. En cuanto lo hube cerrado y se llevaban al paciente a la sala de recuperación entró Gifford. Llevaba todavía el traje de quirófano y los guantes ensangrentados. Bajé la vista. También lo estaban los míos. El resto del personal había salido del quirófano; estábamos solos. Se soltó la mascarilla de una oreja.

—¿Quieres cenar conmigo?

Me dejé la mascarilla puesta.

—¿Cuándo?

Se encogió de hombros.

—¿Esta noche?

Logré mirarlo a los ojos.

—Qué amable. Veré si Duncan puede.

Se acercó y me quitó la mascarilla. Al hacerlo me rozó la mejilla con los dedos enguantados y no pude evitar estremecerme. Él lo notó, por supuesto.

—Volveré a preguntártelo.

Pensé en si tendría la cara manchada de sangre.

—Te enviaré por e-mail las normas del hospital sobre acoso sexual.

Él se rio.

—No te molestes. Las escribí yo.

Se quedó inmóvil un momento, mirándome, y por debajo de los olores antisépticos del quirófano reconocí un olor tan cálido y familiar que tuve ganas de acercarme más, agarrarle la ropa y apretarla contra mi cara. Luego él se volvió y se fue, y el olor desapareció con él. Estaba temblando. La enfermera ayudante entró y empezó a recoger los instrumentos. Le di las gracias y, rezando para no encontrarme con Gifford en el camino de vuelta a mi despacho, me fui.

Pasé una hora en las salas, luego decidí ir a ver a mi paciente del apéndice. Estaba despierto pero soñoliento. Su mujer estaba sentada a su lado; su hijo pequeño, de unos quince meses, estaba de pie en el borde de la cama. La madre le agarraba una mano, el padre la otra, y él daba botes alegremente. No podía ser agradable para mi paciente, pero si él no protestaba yo tampoco iba a hacerlo. Lo examiné, consciente de que había algo en mi cabeza que no me dejaba tranquila, y accedí a que volviera a casa al día siguiente si hacía descanso total.

Me detuve en el restaurante para comprar un bollo de chocolate y me lo llevé al despacho. Me preparé un café, me senté ante el escritorio… y recordé.

El grupo familiar: el paciente del apéndice, su mujer y su hijo. Sabía quién era Alison Jenner. Era la segunda mujer de Stephen Gair, la madrastra del hijo de Melissa.

¿Por qué demonios estaba su nombre en la lista de partos de las Shetland? No era ella quien había dado a luz sino Melissa. ¿Cómo podía estar su nombre en la lista de mujeres que habían dado a luz ese verano? ¿Y por qué su entrada tenía la referencia KT?

Busqué la lista y lo comprobé, por si me había equivocado. Ahí estaba. Alison Jenner, de cuarenta años, había dado a luz a un niño de tres kilos setecientos gramos el 6 de junio. No podía ser una coincidencia, tenía que ser la misma mujer. «¡Vamos, piensa!». Los Gair solo tenían un hijo. De modo que o Stephen Gair había mentido al decir que Connor era hijo de Melissa —¿y por qué diablos iba a hacerlo?—, o la entrada se refería al hijo de Melissa.

Comprobé de nuevo el número de entradas seguidas de las iniciales KT. Ese verano había siete. Busqué la lista del período siguiente, de septiembre de 2005 a febrero de 2006. No había ninguna. Luego retrocedí al invierno anterior. Nada. Volví al verano de 2004. Ninguna entrada con KT. Seguí retrocediendo hasta que volví a ver las iniciales. En el verano de 2002 había cinco entradas seguidas de KT, nacimientos que habrían tenido lugar en diferentes centros de las islas; todos varones.

A medida que retrocedía y examinaba años enteros de una vez, sentí una opresión en el pecho. No había nada en 2001 ni en 2000, pero en el verano de 1999 había seis entradas con las iniciales KT. Varones.

Me entraron ganas de apagar el ordenador, meterme en el coche, irme a casa, coger los caballos y montar kilómetros y kilómetros a lo largo de la playa. O, mejor aún, subir corriendo al despacho de Kenn Gifford, cerrar la puerta con llave y quitarme todo lo que llevaba puesto. Cualquier cosa con tal de apartar mi mente de lo que tenía ante los ojos.

Me quedé donde estaba y abrí más páginas.

Retrocedí hasta 1980 y me di por satisfecha. El patrón era inconfundible. Cada tres años nacían entre cuatro y ocho niños de partos registrados como KT.

Cada tres años el índice de mortalidad femenina de las Shetland presentaba un modesto pero inequívoco aumento. El verano siguiente nacía un número de niños fuera de lo común. Las iniciales KT no tenían nada que ver con el trauma keloide; era la cortina de humo, esa enfermedad probablemente ni siquiera existía. KT significaba Kunal Trow.

Retrocedí lo más deprisa que pude al comienzo del registro informatizado. Empezaba en el año 1975. Debía retroceder aún más.

Me levanté, sentí las piernas algo flojas, y eché a andar por el pasillo lo más rápidamente que me atreví hasta el ascensor de servicio. Llegó en menos de dos minutos, milagrosamente vacío. Pulsé la S de sótano y bajé.

Parecía desierto. Seguí las indicaciones y recorrí un pasillo iluminado por bombillas espaciadas. Había varias fundidas. Mientras caminaba localicé los interruptores en las paredes. No quería verme atrapada en la profunda negrura de ahí abajo, buscando a tientas interruptores que no existían.

Llegué al final del pasillo. Los archivos de la mayoría de los hospitales son el caos y esos no eran una excepción. Ocupaban tres habitaciones del sótano. Empujé la puerta de la primera. Oscuridad. Busqué a tientas un interruptor en la pared. La habitación se iluminó con una luz lúgubre. Notaba el polvo en la garganta. Todo estaba dentro de grandes cajas de cartón marrón que se amontonaban sobre estantes metálicos. La mayoría de los rótulos estaban a la vista. Recorrí los estantes vigilando en todo momento la puerta. Dudaba que alguien fuera por allí más de un par de veces al año. Si cerraban la puerta de golpe y echaban la llave por fuera, podía prepararme para pasar unos agradables días de hambre y terror.

No encontré nada relacionado con el departamento de obstetricia, de modo que abrí la puerta de la segunda habitación. La distribución era la misma que en la primera. Esta vez calcé la puerta con una cuña. Los encontré en la tercera fila. Tardé unos minutos en localizar la caja que necesitaba. La bajé. Dentro había libros de registros de partos escritos a mano; el equivalente manual de las listas que había estado consultando en mi ordenador. Encontré el del año que buscaba, 1972, y lo hojeé hasta julio. Ahí estaba, el 25 de ese mes. Elspeth Guthrie, de treinta y cinco años, había dado a luz en la isla de Unst a un niño de tres kilos y medio. KT.

Estaba en cuclillas, inclinada sobre la caja, y me desplomé en el suelo. Me quedé allí, entre años de porquería y polvo acumulados, sin importarme si me ensuciaba.

Solo se me ocurría una razón por la que podían haber falsificado los registros de los partos hasta el punto de hacer constar a la madre adoptiva como madre biológica: había habido un problema tan serio en el parto, que no soportaría una investigación. La madre biológica de Duncan había sido asesinada. Como Melissa; como todas las demás.

Cada tres años tenían en cautividad a varias mujeres de las islas, las alimentaban como si fueran animales de granja y luego las mataban. Me pregunté si las leyendas de los trows habían inspirado a algún maníaco o, al contrario, si las historias habían nacido a partir de casos reales ocurridos en las islas a lo largo de los años; algo que se sabía pero de lo que nunca se hablaba, nunca se había reconocido abiertamente, porque hacerlo equivaldría a admitir que vivías entre monstruos.

Tenía intención de buscar también la ficha de nacimiento de Kenn, pero no me vi con fuerzas. Ya era suficiente.

Me levanté, tapé la caja y la devolví al estante. Con el libro bajo el brazo, salí de la habitación, obligándome a no correr; apagué las luces y me encaminé hacia el ascensor. Pero entonces cambié de opinión y eché a andar en sentido contrario, hacia la escalera, sin parar de repetirme que debía tranquilizarme y actuar con calma, que nadie sabía lo que había descubierto y que durante un tiempo estaría fuera de peligro. Solo tenía que mantener la serenidad.

¿Cómo demonios lo hacían? ¿Cómo podías hacer desaparecer a una mujer y convencer a todos sus parientes de que había muerto? ¿Cómo se celebra un funeral con un ataúd vacío? ¿Nadie había echado un último vistazo y había descubierto un ataúd forrado de color rosa y lleno de ladrillos?

Estaba en la planta baja. Y estaba sin aliento. Me detuve unos segundos.

No era posible que hubieran utilizado apariencias —el equivalente de la moribunda Cathy Morton— para todas ellas. No podían haber encontrado suficientes mujeres gravemente enfermas. El cambio Cathy/Melissa tenía que haber sido un caso especial. Volví a la teoría de la hipnosis y las drogas, a la implicación de suficientes personas para tener la seguridad de que el procedimiento nunca sería cuestionado: el médico administraba los fármacos, declaraba la muerte, consolaba a la familia; el forense rellenaba los formularios y presentaba informes de cadáveres que no existían; se disuadía a los parientes de ver el cadáver con distintos pretextos.

Volvía a estar en la planta de mi despacho.

Pobre Kirsten, mi compañera ecuestre. Me había arrodillado junto a su tumba, había arreglado las flores primaverales y había sentido cierta empatía por la forma en que había muerto. Pero ella no estaba allí abajo. Seguía en mi terreno, en su verdadera tumba; tenía que estarlo. Los rastreos con aparatos especiales habían sido una farsa, también los más recientes llevados a cabo ese mismo día. Si el comisario Harris había estado presente…, bueno, me gustaría saber dónde y cuándo había nacido.

Por un momento me pregunté si había descubierto de dónde sacaba Stephen Gair sus niños. Pero algo seguía sin cuadrar. Las cifras —una media de dos bebés por año— eran demasiado bajas para producir la clase de ingresos que Helen y yo habíamos descubierto. Además, todos los bebés que podía nombrar —Duncan, Kenn, Andy Dunn, Connor Gair— habían sido adoptados en las islas. Cabía la posibilidad de que hubiera otros. El dinero tal vez había cambiado de manos, pero no explicaba las enormes sumas —varios millones todos los años— que entraban procedentes del extranjero. Por otra parte, vender los bebés al mejor postor sería un riesgo demasiado grande. No, fuera cual fuese el motivo que guiaba a esa gente, tenía que ser algo más que el dinero. Los bebes que vendían llegaban de otra fuente.

Encontré el despacho tal como lo había dejado. Había café preparado y me serví un tazón, derramando bastante en el proceso. O me tranquilizaba o la primera persona que me viera sabría que estaba pasando algo. Creo que el teléfono llevaba rato sonando cuando llegué hasta él y contesté.

—Estaba a punto de probar en tu casa.

Era Helen. Aún no podía decírselo. Antes debía calmarme. Si abría la boca, balbuciría como una idiota.

—¿Dónde estás? —logré decir.

—A punto de salir de Tronal. Uf, se está levantando el viento. ¿Me oyes?

Experimenté una oleada de pánico tan intenso que resultó doloroso. Había olvidado que Helen había ido a Tronal.

—¿Estás bien? ¿Con quién estás?

—Tora, estoy bien. ¿Qué pasa? ¿Ha ocurrido algo?

—Nada, nada, solo estoy cansada —dije, ordenándome serenarme y tomármelo con calma. Respiré hondo—. ¿Cómo ha ido?

—Es un lugar singular. Solo había unas pocas mujeres, la mayoría dormidas. En la maternidad había un par de bebés. Volveremos por la mañana. Me quedaré unos días en Unst.

—¿Te veré pronto?

Se quedó callada un segundo. Alcancé a oír el motor de la lancha y el silbido del viento.

—¿Seguro que estás bien? —preguntó por fin.

—Estoy bien —repetí. Luego, porque no parecía suficiente, añadí—: Me voy a casa. Duncan y yo vamos a salir a cenar.

—Me alegro, porque, verás, quería pedirte un favor. Es algo personal y no he tenido ocasión de hacerlo esta mañana. ¿Es buen momento?

—Por supuesto —dije. Era un momento excelente. Estaba preparada para casi todo; cualquier cosa que no requiriera pensar, moverme ni hablar.

Bajó la voz.

—El caso es que tengo que empezar a pensar en el funeral de Dana. Soy la persona más allegada, ya sabes.

Lo sabía; mi afable forense me lo había dicho. El funeral de Dana. Cerré los ojos y me vi en medio de una reunión solemne y triste, en una iglesia antigua, grande como una catedral y débilmente iluminada por altas velas blancas. Pude oler el humo de la cera y el incienso que llegaba del altar mayor.

—Sé que hacía poco que la conocías —oí la voz de Helen a lo lejos—, pero creo…, bueno, creo que le causaste una gran impresión. A mí también, por cierto. Significaría mucho para mí que asistieras.

Las flores de Dana serían blancas: rosas, orquídeas y lirios; elegantes y hermosas como ella. Seis agentes de policía jóvenes, impecablemente uniformados, la llevarían al altar. Se me hizo un nudo en la garganta. Las lágrimas se deslizaban por mis mejillas y dejé de ver la habitación en la que me encontraba.

—Por supuesto —dije—. Por supuesto que iré. Gracias.

—No, gracias a ti —la voz de Helen se había vuelto más grave.

—¿Será en Dundee? ¿Ya sabes la fecha?

—No. Todavía estoy esperando a que en tu hospital me digan cuándo podrán trasladarla. Necesitan retenerla un poco más. Lo entiendo, por supuesto, pero me gustaría que las cosas se agilizaran.

Y la imagen se paralizó de golpe, los portadores del ataúd uniformados dejaron de moverse, las velas parpadearon y se apagaron.

—¿Sigue aquí? ¿En el hospital?

No esperaba que me oyera, apenas me oí yo, pero el viento debió de dejar de soplar en ese preciso momento, porque respondió:

—Solo temporalmente. He de irme. Hasta luego.

Colgó. Parpadeé con fuerza. Tenía la cara mojada pero mis ojos estaban limpios. Volvía a ver con claridad la habitación que hacía unos segundos había sido una piscina. Me levanté. Podía moverme. Y, gracias a Dios, pude volver a pensar.

En aquel momento comprendí el significado verdadero y completo de la palabra revelación. Porque acababa de tener una. Todavía había muchas cosas que se me escapaban, pero comprendí algo con absoluta y total claridad. Lo sentía, pero no iba a poder complacer a Helen. No iba a ser uno de los que lloraran la muerte de Dana, mordiéndome los labios y secándome los ojos mientras observaba cómo llevaban el elegante e ingrávido ataúd a la tumba. No iba a participar en el viejo ritual de entregar el cuerpo a la tierra o las llamas. No pensaba ir a ese funeral.

Porque Dana no estaba muerta.