Casi grité, pero sabía que los agentes de fuera no me oirían. Pensé en echar a correr, pero Duncan estaba demasiado cerca de mí y se mueve como un rayo cuando quiere. Kenn me miraba fijamente; entrecerraba tanto los ojos que apenas se le veían a través de las pestañas. Duncan se acercó a mí, la viva imagen del marido afligido al que le llena de alivio el volver a ver a su mujer.
—Tor, gracias a Dios…
Retrocedí bruscamente un paso y alcé las manos frente a mí. Duncan pareció confuso, pero se detuvo.
—¿Estás bien?
—No, no estoy bien —empecé a moverme, me aparté de la puerta y me acerqué a lo que había visto en la encimera—. Estoy muy lejos de estar bien —alcancé el cuchillo que estaba en la encimera. Era uno de esos cuchillos para casi todo: trocear, cortar, pelar. Era pequeño pero afilado. Serviría. Duncan pareció horrorizado, y Kenn, vagamente divertido—. Quiero que salgáis de aquí. Ahora mismo. Si uno de los dos trata de tocarme, lo rajo. ¿Entendido?
—Tor… —Duncan volvió a acercarse.
—¿Lo has entendido? —grité al tiempo que agitaba el cuchillo hacia él. Lo tenía a tres palmos, pero me había explicado con claridad. Retrocedió.
—Yo lo he entendido —dijo Gifford, que no se había movido. Cogió el vaso y se lo llevó a los labios—. ¿Y tú, Dunc?
¿Dunc? ¿Desde cuándo aquellos dos se trataban con tanta familiaridad?
—¿Por qué no le ofreces un vaso a Tora? —preguntó Gifford.
—Hay dos policías fuera —dije.
—Bueno, si están de guardia no pueden beber —dijo Gifford.
Juro que si el cuchillo hubiera sido una pistola, le habría disparado.
—Creo que deberíais sentaros —dijo Gifford—. Tora, si con eso vas a sentirte mejor, diles a tus amigos que pasen.
Los miré, primero a uno y luego al otro: mi marido, alto y atractivo, casi temblaba por la ansiedad; mi jefe, feo y fascinante, era la calma personificada.
—Creía que estabais arrestados.
—Lo estábamos —dijo Gifford—. Una experiencia interesante. Nos han soltado hace una hora.
Hacía una hora, Helen y yo estábamos volviendo de Dundee. Pueden pasar muchas cosas en una hora.
—Gracias a vuestra amistad con el inspector Dunn, supongo.
Duncan y Kenn se miraron.
—No exactamente —dijo Gifford, casi para sí. Luego me miró—. Nuestros amigos de la comisaría no han encontrado cargos contra nosotros. Aunque presiento que tú tienes unos cuantos.
Por un segundo pensé en largarme. Solo por un segundo.
—Ayudaste a Stephen Gair a sustituir a su mujer por una enferma terminal —dije a Gifford. Por alguna razón me resultaba más fácil hablar con él, acusarlo a él en vez de a Duncan—. Le ayudaste a tener prisionera a Melissa Gair en nuestro maldito sótano durante ocho meses. La mantuvisteis viva y la asististeis en el parto, y luego la matasteis —me detuve y respiré hondo—. ¡No quiero imaginar por lo que pasó, cabrón inhumano!
Gifford se estremeció. Luego entornó aún más los ojos.
—Cuando Cathy Morton murió en nuestro hospital yo estaba en Nueva Zelanda. Ya te lo dije, y así se lo he repetido hoy a la policía. Han comprobado los detalles del vuelo y a la gente con la que me quedé en Auckland. La policía, a diferencia de ti, me cree. No había visto a Caroline Salter hasta que esta tarde he participado en una ronda de identificación. Si ella me hubiera señalado, ahora no estaría aquí.
No estaba dispuesta a tragar.
—Alguien ayudó a Gair. No pudo hacerlo solo.
—No, no creo que lo hiciera solo. Pero nosotros no le ayudamos. Ninguno de los dos hemos tenido nada que ver con lo que ha estado pasando en Tronal. No teníamos ningún motivo para querer que Melissa Gair muriera.
Gifford había bajado la voz hasta casi susurrar. Me sorprendí mirando fijamente sus ojos, queriendo creerlo. Me obligué a desviar la vista.
—Tú en cambio sí me quisiste muerta —dije a Duncan.
—El idiota del astillero se equivocó, Tor —Duncan seguía queriendo acercarse a mí pero no se atrevía—. Sé lo que piensas, pero es una gilipollez. El mástil se dobló mientras estábamos navegando, pero no llegó a partirse limpiamente. Después de que me rescataran, el barco se quedó atascado entre unas jaulas de salmones. El equipo de rescate tuvo que serrar el mástil para liberar el velero. El chico de McGill no lo sabía y se precipitó a sacar conclusiones.
Pensé en ello. No era imposible. A veces el mástil no llega a partirse, solo se dobla bajo la fuerza del viento. Todavía sujeto, gira en todas direcciones. Es agobiante y peligroso, y la mayoría de los marineros llevan un hacha por si ocurre.
—Nadie está tratando de matarte —dijo Duncan casi con un susurro.
—Aunque el interno Donaldson está bastante cabreado por cómo le gritaste el otro día —dijo Gifford—. Está pensando en presentar una queja.
—¡Ya vale, joder! Anoche me estuvo buscando la mitad de la isla. Tuvisteis un helicóptero registrando los páramos, por el amor de Dios. Nadie hace eso a menos que busque a alguien desesperadamente.
—Estábamos preocupados por ti. Saliste del hospital con un cargamento de Diazepam en el cuerpo. Por lo que sabíamos, podías haberte convencido de que podías volar y haber ido al acantilado más cercano para bailotear con los frailecillos.
—Alguien mató a Dana. Sabía demasiado. Sobre Stephen Gair. Sobre todos vosotros.
—Hoy le han hecho la autopsia. ¿Quieres saber lo que han averiguado?
De pronto quería sentarme. Hasta me sorprendí mirando la botella de Talisker. Gifford empujó su vaso hacia mí. Duncan lo fulminó con la mirada. Vi que la puerta del sótano había sido precintada por la policía. Me obligué a mirar a otro sitio; no quería ni pensar en lo que podía haber ocurrido ahí abajo. Hice una señal a Gifford con la cabeza para que hablara.
—La muerte se produjo a causa de una gran pérdida de sangre por la sección de las arterias radial y ulnar de ambas muñecas. El ángulo y la poca profundidad de los cortes apuntan que las heridas fueron autoinfligidas. No había rastro de drogas en su torrente sanguíneo ni hematomas que indicaran que la habían retenido. La conclusión es muerte por suicidio.
Sacudí la cabeza.
—Puedes leer el informe tú misma.
—Dana no se suicidó.
Ya no estaba segura de si Gifford estaba implicado, ya no podía jurar que Duncan había intentado matarme, pero si había una sola verdad a la que aferrarme era que Dana no se había quitado la vida. Si me había equivocado sobre Dana, podría haberme equivocado en todo lo demás. Y no me había equivocado, por supuesto que no.
Entonces Gifford me dejó sin aliento.
—Probablemente no. Pero…, escucha, es muy posible que nunca puedas demostrar lo contrario.
Tenía las pupilas enormes y los iris sin color. Tuve que parpadear con fuerza y moverme en la silla para dejar de mirarlo a los ojos. Me volví hacia Duncan. Había vuelto a sentarse y me tendía una mano, callosa y bronceada, por encima de la mesa. La miré y, juntando las manos con firmeza ante mí, sacudí la cabeza. Gifford miró a Duncan, que asintió con la cabeza solo una vez. Luego tomó la palabra.
—Caroline Salter ha identificado a Andrew Dunn como el hombre que fue con Gair a ver a Cathy. Dunn estaba metido en el chanchullo de las adopciones y ha hecho una fortuna con los años. Casi seguro que conspiró con Gair para matar a Melissa, y puede que haya matado también a Dana Tulloch. Pero, Tora, lo más probable es que nunca puedas demostrarlo.
Me recosté en la silla y me apreté la boca con las manos; sabía que en cualquier momento me echaría a llorar. No dudé ni por un instante en lo que Duncan había dicho. Cogí el vaso de Gifford y lo apuré. El whisky me golpeó el fondo de la garganta, pero ayudó. Todavía no iba a llorar.
—¿Cómo…, cómo lo hizo…?
Gifford se sirvió otra copa. En el mismo vaso.
—El inspector Dunn deja mucho que desear como agente de policía, pero tiene… ¿cómo decirlo? Unas aptitudes poco comunes.
De pronto algo encajó.
—La hipnotizó. Hizo que ella misma se cortara las venas.
Gifford asintió.
—Es probable —dijo.
Miré a Duncan. Hizo una mueca compasiva. Me volví de nuevo hacia Gifford.
—Tú también puedes hacerlo.
Esperó un segundo y luego inclinó la cabeza. Lo admitía.
—¡Dios mío! —me levanté, presa del pánico. Busqué a tientas el cuchillo, pero estaba al lado de Duncan. ¿Cuándo lo había cogido? Miré hacia la puerta.
—Tora, es una técnica que conocemos todos —Gifford se había levantado—. ¿Cómo crees que Duncan consiguió que te casaras con él?
Miré a Duncan horrorizada, rezando para que lo negara indignado. Se limitó a sostenerme la mirada.
—El invierno es muy largo —continuó Gifford mientras se sentaba de nuevo—. Aquí nos divertimos a nuestra manera.
—Afloja, Kenn. No tiene gracia —dijo Duncan.
—Tienes razón. Lo siento —Gifford me cogió la mano.
No se me ocurrió apartarla, pero Duncan carraspeó y Kenn me soltó. Me senté de nuevo.
—¿Qué estás diciendo? ¿Que aquí todos sabéis hipnotizar? ¿Que es una de las asignaturas del instituto?
—Por supuesto que no —dijo Duncan—. Solo un par de las familias más antiguas. Es algo que ha pasado de generación en generación. No es más que un juego, en realidad. Aunque puede darnos cierta ventaja en las reuniones de negocios, ya sabes, para ganarte más rápidamente a la gente. Todo inofensivo.
—Andy siempre ha sido mejor que la mayoría. Creo que disfruta con la sensación de poder que le proporciona —dijo Gifford.
—Se lo vais a contar. Le vais a contar todo esto a la policía.
Duncan y Gifford se miraron de nuevo y deseé que dejaran de hacerlo. No lograba acostumbrarme a ver a esos dos conspirar juntos.
—Si eso es lo que quieres… —dijo Gifford—. Pero ante las pruebas manifiestas de que se suicidó, ¿crees que nos van a tomar en serio?
De pronto los tres nos sobresaltamos: alguien aporreaba la puerta de la calle al mismo tiempo que sonaba el teléfono. Nos miramos, no muy seguros de qué hacer, qué atender antes. Al final me levanté y salí. A mi espalda oí que Duncan contestaba al teléfono. Caminé rápidamente hacia la puerta y la abrí. La agente estaba en el umbral, con su colega detrás de ella.
—¿Está bien? —trataba de mirar por encima de mi hombro—. Nos han dicho que nos aseguremos de que está bien, que no la dejemos sola.
Asentí.
—Estoy bien. Pasen.
Los conduje hasta la sala de estar.
—¿Pueden esperar un momento aquí? Tengo que terminar una cosa.
Cuando volví a la cocina, Duncan tenía el teléfono en la mano. Lo cogí.
—Tora, acaban de decírmelo —Helen hablaba deprisa—. Que han soltado a tu marido. ¿Estás bien?
—Estoy bien, de verdad, no te preocupes.
—¿Están contigo los agentes?
—En la habitación de al lado.
—Por el amor de Dios, que no se muevan de allí. No me quedo nada tranquila, pero no puedo salir ahora. Gair ha admitido que Andy Dunn trabajaba con él y que lo ayudó a matar a Melissa.
Duncan y Kenn me miraban.
—Andy Dunn mató a Dana —dije.
Al otro lado se produjo un silencio.
—No puedo hablar en estos momentos. Te llamaré.
Colgó y devolví el auricular a su sitio. Cerré la puerta de la cocina para que los dos agentes no nos oyeran desde la sala de estar y me senté de nuevo.
—No han visto a Dunn desde las once de ayer por la noche —dijo Gifford—. La señora Salter ha identificado la fotografía. Creen que ha salido de las islas. Hasta que lo encuentren, deberás tener cuidado.
Duncan hizo un ruido de exasperación. Cogió la botella, la vació en su vaso y se quedó mirando el líquido color ámbar.
—Tranquilo, Duncan —dijo Kenn con algo parecido a una advertencia en la voz.
En la habitación se respiraban emociones que amenazaban con descontrolarse. Había algo más en juego y yo no sabía qué era. Luego recordé cierta información.
—Vosotros dos estáis recibiendo dinero de Tronal —dije; me volví hacia Duncan—. Ha pagado incluso esta maldita casa. Si ninguno de los dos tenéis nada que ver con la clínica de maternidad, ¿por qué estáis en su nómina?
—Parece que ya no nos quedan secretos, amigo —dijo Kenn, recorriendo la cocina con la mirada—. ¿Se lo digo yo o se lo dice tú? Por cierto, me muero de hambre. ¿Alguien tiene previsto cenar esta noche?
Mientras Kenn se levantaba y cruzaba la habitación, esperé a que Duncan me revelara el último gran secreto.
—Ocho personas reciben un ingreso mensual de Tronal —dijo por fin—. Aparte del personal, por supuesto. Kenn y yo, papá, Gair, Dunn y otros tres que seguramente no conoces.
—¿Por qué? —pregunte, recostándome en la silla.
Kenn había desaparecido de mi campo visual y eso no me gustó.
—Somos los propietarios. Compramos acciones hace aproximadamente diez años. Tuvo problemas financieros y estuvo a punto de quebrar, y entre todos la sacamos a flote. Eso fue mucho antes de que te conociera, y nunca se me ha ocurrido comentártelo. Mi fondo de fideicomiso formaba parte del préstamo. Venció en diciembre, a tiempo para comprar la casa.
¿Eran los dueños de la clínica y no sabían nada de lo que había estado pasando en ella? ¿De verdad esperaban que les creyera?
—La clínica Tronal hace mucho tiempo que funciona —continuó Duncan—. Este asunto con Gair solo es… la rama podrida de un árbol. En todo este tiempo Tronal ha ayudado a muchas mujeres, a un montón de familias de aquí.
Gifford había abierto la nevera. Como no encontró nada, volvió.
—La mayoría de los bebés que nacen allí son adoptados por la vía legal normal —dijo—. La gente que trabaja en la clínica probablemente no sepa nada de lo que Gair y Dunn se traían entre manos. Estoy totalmente seguro de que Richard no sabía nada —abrió un armario y lo cerró de nuevo.
—Sigo sin entender por qué la sacasteis a flote. ¿Qué os importaba?
Kenn abrió otro armario.
—Dios, ¿habéis oído hablar de los supermercados? —se rindió y volvió a la mesa.
—Porque nacimos allí —dijo Duncan. Hizo una pausa para que tuviera tiempo de asimilarlo—. Los dos somos niños de Tronal. Adoptados por familias de aquí. Dunn también. No estoy seguro de los demás.
Miré fijamente a Duncan.
—¿Elspeth y Richard no son tus padres?
—Elspeth no podía tener hijos —dijo Duncan. Se le ensombreció la cara—. Richard sí —añadió, mirando a Kenn.
—Richard es mi padre —dijo Kenn.
Descubrí que no tenía nada que decir.
—Richard y Elspeth estuvieron varios años intentando tener hijos —explicó Kenn—. Durante ese tiempo, supongo que mientras su relación pasaba por cierta tensión, Richard tuvo una aventura con una interna del hospital. Ella dio a luz en la unidad de maternidad de Tronal y me dio en adopción a los Gifford. Tres años después, Elspeth se dio por fin por vencida y accedió a adoptar. Duncan tenía cuatro meses, y tengo entendido que era un niño muy atractivo.
—¿Vosotros dos sois hermanos? —pregunté, mirándolos.
Gifford se encogió de hombros.
—Bueno, biológicamente no, pero sí, siempre nos hemos sentido de la misma familia.
La cara de Duncan se ensombreció.
—¿Por qué no te adoptaron a ti? —pregunté a Kenn.
—Elspeth no sabe nada de mí. No supe quién era mi padre genético hasta que cumplí los dieciséis años. Pero no me sorprendió.
No, apuesto a que no. No podía creer que no se me hubiera ocurrido antes. Había visto el gran parecido entre Richard y Kenn, la antipatía que se tenían Duncan y Kenn, la fría formalidad que había entre Duncan y sus padres, pero no había juntado las piezas. Kenn, el médico, el hijo biológico, el hijo espiritual; Duncan, el pobre niño abandonado, aceptado para tener contenta a Elspeth. Pobre Duncan. Y, por lo mismo, pobre Kenn. Menudo lío.
Una hora después seguía en mi casa. Había descubierto que no podía soportar la idea de pasar una noche en un hotel extraño. La agente Jane, a insistencia de Helen, dormía en una de las habitaciones de invitados. A Duncan se le había destinado con firmeza a la otra. No era que no creyera lo que me había contado. En realidad lo creía; quería hablar con Helen, pedirle que lo comprobara todo, pero cuanto más pensaba en ello, más convencida estaba de que las mentiras habían terminado, de que por fin tenía casi todas las respuestas.
Tomé una larga ducha, me enjaboné dos veces el pelo y me cepillé los dientes. Era agradable volver a utilizar un cuarto de baño. A pesar del rato que había dormido en la celda de Dundee, se me cerraban los ojos. Pero en eso vi el neceser de Duncan en el estante del cuarto de baño y el sueño se me fue de golpe. No, aún no tenía todas las respuestas.
Crucé el pasillo y abrí la puerta de la habitación de invitados. Duncan estaba en la cama, con los auriculares puestos y cara abatida. Se animó al saberme ahí, hasta que vio la expresión de mi rostro. Le tendí la caja que había cogido de su neceser.
—¿Tienes algo que decir?
Se quitó los auriculares y se levantó.
—¿Qué te parece si te digo que lo siento?
Sacudí la cabeza.
—No es suficiente.
Entré en la habitación preguntándome cuánto daño podría infligirle antes de que: a) me dominara, o b) nos interrumpiera la agente Jane.
—¿Tienes idea de cómo ha sido este año para mí?
Duncan no pudo seguir sosteniéndome la mirada.
—Tengo que ver, hablar y tocar a mujeres embarazadas todos los días de trabajo de mi vida. Tengo que escucharlas quejarse de las náuseas, del cansancio, del dolor de espalda, del picor de ingles, hasta que no me queda otro remedio que sentarme encima de las manos para no abofetearlas y gritarles: «Deja de quejarte, estúpida, y da gracias por lo que tienes». Tengo que tocar a todos los recién nacidos, sentir sus pequeños cuerpos entre mis manos, y cada vez me noto dividida entre el deseo de echar a correr con él y el de tirarlo por la maldita ventana. Cada vez que dejo a uno en brazos de su madre, se me parte el corazón. Quiero derrumbarme en el suelo de la sala de partos y chillar: «¿Por qué, por qué, por qué yo no? ¿Por qué todas las otras malditas mujeres del mundo pueden y yo no?».
Cuando terminé, estaba gritando y me pareció oír ruido en el pasillo. Duncan seguía sin mirarme, pero me pareció ver miedo en su cara. Creo que eso me sorprendió, que incluso me alarmó. Dos años de tristeza, de perplejidad ante mi incapacidad para concebir, cristalizaron ante mí esa noche, y por primera vez lo expresé todo con palabras. Duncan me había dado la espalda y estaba apoyado en el alféizar de la ventana. Rodeé la cama y me obligué a bajar la voz. Pero ya no parecía mi voz; sonaba perversa.
—Pero sí que puedo, ¿verdad? Puedo tener hijos. Todo este sufrimiento ha sido totalmente innecesario. No hacía falta que serraras el mástil, Duncan, has estado matándome durante más de un año.
Le arrojé la caja. Me pareció ridículamente inapropiado y miré alrededor en busca de un misil mayor. Por suerte para los dos no había nada a mano. La lámpara de la mesilla de noche era lo bastante pesada, pero cuando me di cuenta de que primero tenía que desenchufarla, se me fueron las ganas.
Me acerqué a la puerta y me volví.
—Esta mierda ni siquiera está autorizada en el Reino Unido. ¿Quién te lo ha dado? ¿Papi o el Hermano Mayor? ¿Sabes una cosa? Ya no me importa. Y, por cierto, sé que estás planeando dejarme. Y me alegro.
Salí dando un portazo y vi a Jane en lo alto de la escalera. Volví a la habitación y cerré la puerta.
Bueno, ya no me parecía posible dormir. Me pregunté cómo iba a pasar el resto de la noche. Tenía hambre, pero, como Kenn había averiguado poco antes, los armarios estaban vacíos. La puerta de la habitación se abrió.
—No quiero oírlo —dije, dándome cuenta de que iba a sentirme un poco tonta si me volvía y encontraba a la agente Jane en la puerta.
—Hay una razón por la que mi madre biológica me dejó en adopción —dijo Duncan.
—Me has tomado por alguien a quien eso podría interesarle —dije, todavía sin volverme.
—Tenía esclerosis múltiple —continuó Duncan—. Ya estaba enferma cuando me tuvo a mí. Sabía que se deterioraría rápidamente.
No dije nada, pero mi postura debió de reflejar que estaba escuchando.
—Sé que porto el gen —dijo Duncan—. Hay muchas posibilidades de que enferme, aunque ya soy mayor que ella cuando murió. Y hay un cincuenta por ciento de posibilidades de que transmita el gen a un hijo mío.
Me volví. Vi que Duncan tenía la piel alrededor de los ojos roja e hinchada. Sus ojos brillaban. Nunca antes le había visto llorar. Qué poco conocemos a la gente que nos rodea. Se arriesgó a entrar en la habitación.
—Sé que debería habértelo dicho. Siento mucho no haberlo hecho.
—¿Por qué? ¿Por qué no me lo dijiste? ¿Cuándo lo supiste?
—Lo sé desde niño. No tengo excusa. Salvo que cuando te conocí no parecías interesada en tener hijos. Cuando no estabas trabajando, montabas a caballo; todos los fines de semana te jugabas el cuello participando en carreras por el campo. A los treinta y cinco años ibas a ser médico especialista y a ganar el concurso hípico de Badminton Park. No veía cómo podían encajar los hijos en ese estilo de vida.
Lo que decía era verdad, pero describía a la persona que había sido hacía ocho años.
—He cambiado. Mi estilo de vida cambió.
—Lo sé. Pero ¿cuándo se suponía que yo debía decírtelo? ¿Cuando nos comprometimos?
—Sí —interrumpí—. Eso habría sido lo correcto.
—Me aterró que cambiaras de opinión. Además nunca dijiste: «Por cierto, Dunc, quiero tener seis hijos en los primeros seis años».
—Hablamos de eso. Hasta la saciedad. Y dijiste que tú también querías tener hijos.
—Y quiero. Solo que no pueden ser míos.
—Debería haberlo sabido. Dejé de tomar la píldora. Me hice todas esas pruebas. Hemos follado como conejos. Y todo ese tiempo…
—Sabía que si veníamos a vivir aquí, podríamos adoptar uno. Un recién nacido. Tal vez más de uno.
—Esas pruebas. Los recuentos de esperma. Eran normales. ¿Cómo lo hiciste?
—Por Dios, ¿tan importante es?
—Sí, es importante. ¿Cómo?
—Solo es cuestión de sincronización. Desogestrel se elimina rápidamente si dejas de tomarlo. Cuando me tocaba hacer un recuento, evitaba estar cerca de ti si estabas ovulando.
Se acercó más y se sentó a mi lado en la cama.
—Las mujeres llegan a querer a los hijos adoptados. El vínculo materno no depende del lazo de sangre. Y el paterno tampoco.
—Claro, por eso tú y tus padres estáis tan unidos.
Sacudió la cabeza.
—No es un buen ejemplo. Conozco a muchos adoptados. Son niños muy queridos. Portan una felicidad enorme.
—Todavía no lo has entendido, ¿verdad? No era solo un hijo lo que yo quería, era un hijo tuyo. Un niño con tus ojos azules, tu cuerpo esbelto, tu pelo siempre revuelto por más que lo peines. Hablaba con ese niño, le contaba historias de sus padres, de sus primos, de lo que haríamos juntos cuando naciera. Hasta tenía nombre —quería decirle mucho más, pero no podía.
—¿Cuál?
—No importa.
—Sí que importa. ¿Cómo se llamaba?
—Duncatoony —logré decir.
Por un momento pensé que Duncan se estaba riendo. Luego me di cuenta de que no. Nos quedamos sentados uno al lado del otro mientras la noche se hacía más oscura.