32

Pasé las siguientes diez horas en la comisaría de Tayside en calidad de huésped.

Helen y yo fuimos a Dundee en helicóptero; ella iba delante, con el piloto, llevaba puestos los auriculares y hablaba continuamente por la radio. Yo iba detrás, envuelta en ruido. Después de veinte minutos contemplando el paisaje, busqué en el bolso y saqué una vez más el ejemplar de La dama de blanco. Todavía no había tenido oportunidad de comprobar los post-its que Dana había puesto en varias páginas. Probablemente no encontraría nada nuevo, pero mientras estuviéramos en el aire no tenía mucho más que hacer.

Abrí el libro en el primer post-it. La página 50. Dana había vuelto a utilizar el rotulador rosa:

Ahí estaba la señorita Fairlie, una figura blanca y solitaria a la luz de la luna; por su actitud, por su forma de volver la cabeza, por el color de su piel y la forma de su cara, la viva imagen de la dama de blanco.

En la página 391 encontré otro fragmento marcado:

Los cambios externos causados por el sufrimiento y el terror del pasado aumentaron temiblemente el fatal parecido entre Anne Catherick y ella misma.

«La viva imagen». «Fatal parecido». Stephen Gair tuvo un asombroso golpe de suerte. Impaciente por deshacerse de su mujer, conoció a una mujer con una enfermedad terminal que se parecía muchísimo a ella. Aterrada por el futuro de sus hijos, Cathy Morton accedió a ser trasladada a un hospital nuevo donde, grogui por los analgésicos, no se enteró de lo que ocurría a su alrededor. ¿Y quién iba a sospechar que no era la persona que un respetado abogado local afirmaba que era? Ningún miembro del personal médico que había tratado a Cathy había conocido a Melissa; a la hermana y al cuñado de Cathy no se les había permitido visitarla; a los padres de Melissa no les habían dicho que estaba en el hospital, y seguramente ninguno de sus amigos lo sabía.

Alguien que hubiera visto a Melissa un par de veces podría haberse dejado engañar al ver a una Cathy demacrada por el cáncer en la cama de un hospital. Tanto Cathy como Melissa habían sido atractivas, pero en otra foto que nos enseñó Caroline de una Cathy apenas reconocible al final de su enfermedad, se veía el efecto devastador que puede tener el cáncer.

Cathy murió a los pocos días de ingresar en el hospital. Le realizaron la autopsia, cuyo informe yo había visto en la oficina de Gifford, y luego la incineraron. Imaginé el funeral, la iglesia llena de amigos y familiares de Melissa, profundamente sorprendidos por su muerte repentina, intentando sobrellevar el dolor. ¿Quién podía haber imaginado que el cadáver que contenía el ataúd que se dirigía a la incineradora no era el de Melissa? ¿Que Melissa, todavía con vida, estaba en… otra parte? ¿Cómo lo había hecho Gair? ¿Cómo se las había apañado para que su mujer desapareciera de forma tan eficiente? ¿Dónde había estado ella durante los nueve meses que habían transcurrido entre la muerte de Cathy y la suya? ¿Y qué demonios le había pasado en ese tiempo?

Cerré el libro y lo dejé a un lado. En aquel momento no conocía el argumento, pero lo leí unos meses después. Trata de un hombre que finge la muerte de su esposa (por dinero, por supuesto) haciéndola desaparecer misteriosamente y sustituyéndola por una mujer moribunda. Dana conocía la historia y había estado a punto de ligarlo todo. Probablemente yo nunca sabría si se había puesto en contacto con los Salter y si eso había sido lo que había impulsado a sus asesinos a actuar.

Cuando aterrizamos en Dundee, Helen me dedicó una rápida sonrisa y desapareció en un coche que la estaba esperando. Otro coche me llevó a la comisaría, donde me dieron café y me hicieron esperar en una sala de interrogatorios. Esperé casi una hora, a punto estuve de volverme loca, y luego un miembro del equipo de Helen, un inspector, llegó para interrogarme. Un agente estaba sentado en una esquina de la habitación, y toda la conversación quedó grabada. No me leyó mis derechos ni me ofreció un abogado, pero por lo demás fue un interrogatorio en toda regla; no iba a dejarse llevar por las apariencias.

Le conté todo, desde el hallazgo del cadáver hasta la visita a los Salter. Le hablé de Kirsten Hawick, que había muerto en un accidente a caballo, y del anillo que había encontrado y que tenía todo el aspecto de ser suyo; de que alguien había entrado en mi casa y en mi oficina; del corazón de cerdo que habían dejado en la mesa de mi cocina; de mis sospechas de que me habían drogado y habían manipulado mi ordenador. Le hablé del velero saboteado y del chaleco salvavidas inutilizable; de mi convicción de que Dana había sido asesinada porque sabía demasiado. Le describí las irregularidades financieras que Dana había descubierto y mi huida con Helen por las oscuras tierras de las Shetland. Y volví sobre ello. Una y otra vez. El inspector me interrumpía a cada rato para que repitiera o aclarara algo, hasta que realmente ya no estuve segura de qué había dicho y qué no. Cinco minutos después me alegró mucho no ser sospechosa en el caso; veinte minutos después empecé a pensar que tal vez lo era.

Una hora y media más tarde paramos. Me trajeron la comida. Luego él volvió. Más preguntas. Después de una hora se recostó en su silla.

—¿Quién sabía que tenía previsto salir a navegar esa mañana, señorita Hamilton?

—No lo habíamos planeado —respondí, consciente de que me adentraba en un callejón sin salida—. Ni siquiera habíamos planeado pasar ese fin de semana en Unst. Fue una decisión de última hora. Pero mucha gente sabe que tenemos un barco allí.

—¿Guardan en él los chalecos salvavidas?

No podía mirarlo.

—No, los guardamos en nuestra casa —dije—. En la buhardilla. Duncan debió de cogerlos antes de salir. Estuvieron en el maletero de su coche hasta que los utilizamos ese domingo por la mañana.

Ceñudo, él estudió sus notas. Luego volvió a mirarme.

—¿Quién tuvo la idea de salir a navegar? ¿A quién se le ocurrió?

—A Duncan —dije—. Fue idea de Duncan.

Me llevaron a una celda; allí me dieron más comida y una nota de Helen en la que me decía que comiera y descansara. Cuando desperté eran casi las siete de la tarde y Helen estaba en la puerta. Llevaba un traje pantalón sastre negro y un chaleco de seda verde esmeralda. Se había lavado el pelo y se lo había recogido en lo alto de la cabeza. No se parecía a la mujer con la que había montado a caballo la noche anterior.

—¿Te encuentras mejor?

Logré sonreír.

—Supongo.

—¿Estás preparada para volver?

¿Volver? ¿A las islas? Por la mañana, muy temprano, las había visto desaparecer en el horizonte y me había dicho que se había acabado, que esa parte de mi vida había terminado. De pronto parecía que no iba a ser así.

—¿Tengo elección? —pregunté, sabiendo cuál iba a ser la respuesta.

—En realidad, no. Puedes comer por el camino.

Durante el trayecto hasta el helipuerto ella guardó silencio. Yo tenía cien preguntas que hacer, pero no sabía por cuál empezar y, con franqueza, me daba un poco de miedo. Helen ya no era mi compañera de fuga, sino una inspectora de policía probablemente a cargo de una investigación muy seria. Y yo era su testigo principal. Habiendo llegado tan lejos, no quería hacer nada que resultara contraproducente.

Mientras el conductor aparcaba, Helen dijo:

—Stephen Gair ha confesado.

Yo estaba recostada en el asiento y me erguí de golpe.

—¿En serio? ¿Lo ha admitido?

Asintió.

—Lleva detenido desde mediodía. Ha costado dos horas, pero al final se ha venido abajo.

—¿Qué? Quiero decir que qué ha confesado exactamente —Stephen Gair no me había parecido de los que se rinden con tanta facilidad.

—Bueno, todo. Para empezar, la venta de bebés al mejor postor. Dice que trabaja con varias de las menos escrupulosas agencias de adopción del extranjero. Cuando les llega una pareja rica, le hablan de una forma de abreviar el proceso a cambio de dinero. Se hace todo mediante una especie de subasta ciega en internet. Cuando hay un bebé disponible, se lo lleva el mejor postor. En algunos casos han llegado a pagar un millón de dólares.

Nuestro chófer bajó del coche. Hizo señas al piloto, este asintió, y las hélices del helicóptero empezaron a girar.

—George Reynolds, el director de Servicios Sociales, está en la comisaría de Lerwick para ayudarnos en nuestra investigación. Ha negado saber nada, pero si los bebés han salido al extranjero con papeles de adopción, su departamento tiene que estar implicado.

—¿Quién los llevaba al extranjero?

—Una agencia de enfermeras. Hemos hablado con ellas, pero por el momento afirman que no sabían que se trataba de algo ilegal.

—¿Y Gair admite que sustituyó a Cathy por su mujer en el hospital?

El ruido de los motores del helicóptero iba en aumento y tuve que alzar la voz. Una vez que bajásemos del coche sería imposible volver a hablar.

—Sí. Insiste en que la trataron muy bien, que la enfermedad siguió su curso natural y que de ninguna manera se le puede responsabilizar de su muerte. También dice que nadie del hospital sabía nada de todo esto.

—Entonces, ¿quién lo ayudó? ¿Quién pidió la ambulancia?

—Afirma que lo hizo él mismo. La alquiló por su cuenta. Y pagó a una enfermera para la ocasión.

Estaba pensando más deprisa que nunca. ¿Era posible que nadie del hospital estuviera implicado?

—¿Qué hay del médico, el que luego dijo que era policía, el que habló con Caroline?

—Gair insiste en que no tuvo ningún cómplice. Dice que Caroline debe de estar confundida.

—A mí no me lo pareció.

—No. En estos momentos está en Lerwick. Hemos preparado una ronda de identificación.

—Entonces, ¿sabes quién era?

—Digamos que tengo algunas ideas.

Cambió de expresión. No iba a darme más información sobre aquello. Probé otra táctica.

—¿Y Melissa?

Helen levantó un dedo hacia el piloto.

—Gair admite que la mató. Ella averiguó lo de las adopciones y lo amenazó con ir a la policía. Esto no va a gustarte: dice que la tuvo en tu sótano. Un equipo forense lleva horas allí.

—No hablas en serio —susurré; recordé la insistencia de Dana en registrar el sótano…, su instinto había dado en el clavo una vez más.

—Gair había tramitado la validación del testamento del último propietario y sabía que la casa estaba vacía. Hasta tenía un juego de llaves. Dice que tuvo a Melissa atada y drogada en el sótano y que, una vez que dio a luz, la mató. Afirma que actuó solo.

—¡Tonterías! No pudo hacer eso sin ayuda. Tener a una mujer embarazada prisionera durante meses, y luego asistirla en el parto. Está encubriendo a alguien.

—Es probable. Dice que los símbolos de la espalda se los grabó él. Se le ocurrió al ver los de tu chimenea. Por lo visto, quería que pareciera obra de algún culto, para alejar las sospechas de él si alguna vez la encontraban. Y lo mismo con lo de arrancarle el corazón. No se acuerda de lo que hizo con él. Dice que se hallaba bajo mucha tensión y que tiene muchas lagunas.

—¡Tonterías! ¡Menudas tonterías!

—Gracias, pero hemos llegado a esa conclusión por nosotros mismos. También admite que Connor, el niño al que llama hijastro, es su hijo. Y que Melissa, no Alison, su nueva mujer, era su madre.

—También en eso Dana tenía razón.

A mi lado, Helen respiró hondo.

—Bueno, podemos hacer una prueba de ADN y demostrar lo que haya que demostrar. Mira, no te preocupes. En cuestión de horas, tal vez días, nos lo dirá todo. Ahora debemos irnos.

Tardamos más de una hora en volver. Helen se dedicó a leer y a tomar notas; su lenguaje corporal me indicaba que no le hiciera más preguntas, y no quise presionarla. Pero, mierda…

Lo primero que pensé, en cuanto el helicóptero se puso en marcha, fue que nunca habríamos llegado a ese punto si Stephen Gair no hubiera accedido a que examinaran el historial dental de su mujer. Hacía unos días, concretamente el sábado por la mañana, Gair había sido todo cooperación. Lejos de quejarse de mi conducta poco ética, como habría estado en su derecho, me había permitido confirmar que el cadáver que había encontrado en mi terreno era el de su mujer. A esas alturas estábamos muy lejos de saber cómo se había llevado a cabo la sustitución, y aun así Stephen Gair se había entregado.

El helicóptero se ladeó y sobrevolamos el mar del Norte rumbo a las islas. El sol estaba bajo y difundía su calor dorado sobre las olas.

¿Por qué diablos lo había hecho? ¿Se había cansado de vivir con el sentimiento de culpa? He oído decir que los delincuentes a menudo desean en secreto que los encuentren. ¿O nos había seguido la corriente deliberadamente, sabiendo que el sistema estaba allí para protegerlo, que tenía amigos que podrían sacarlo del apuro?

¿Había fingido esa mañana delante de Dana y de mí, para alentarnos a revelar exactamente lo que sabíamos, antes de ser…, bueno, neutralizadas? ¿Para quitarnos de en medio antes de que pudiéramos hablar con alguien que nos tomara en serio? Tres días después, Dana había muerto y yo me había salvado por los pelos de ahogarme.

Melissa había averiguado demasiadas cosas y se habían ocupado de ella; su muerte había sido larga y espantosa. Me preguntaba qué había despertado las sospechas de Melissa, qué camino había seguido para descubrir más cosas, en qué momento se había asustado de verdad y si había tratado de escapar. Primero Melissa y luego Dana habían pagado el precio por saber demasiado. Y no había terminado. A pesar de lo que Helen acababa de decir sobre la confesión de Gair, supe que no había terminado. ¿Por qué diablos volvía a las Shetland?

Aterrizamos en un campo cercano a la comisaría de Lerwick y el ruido disminuyó lo justo para que pudiéramos hablar. Helen levantó la mirada de sus notas.

—Un coche te está esperando para llevarte a casa a recoger lo que necesites. Luego te dejará en un hotel para que pases la noche allí. No sé cuándo te necesitaremos en la comisaría, así que estate preparada.

—¿Estás tú al mando?

—No. El comisario Harris. Pero estoy de asesora y observadora oficial. En adelante procederemos según las normas, te lo prometo —miró alrededor. Nos esperaban varios coches de policía. Se volvió de nuevo hacia mí y en su cara vi una expresión que no supe interpretar—. Hay algo que tienes que saber. Esta noche hemos detenido a muchas personas, y no las soltaremos hasta que estemos convencidos de que no tienen nada que ver con todo esto. Me temo que tu marido es una de ellas.

Asentí. Lo esperaba. Incluso recibí con alivio la noticia. Lo último que quería en ese momento era tener que enfrentarme a Duncan.

—Y tu suegro y tu jefe en el hospital. Puede que te necesiten en el trabajo los próximos días.

Tenía razón. El hospital no podía permitirse perdernos a Gifford y a mí al mismo tiempo. Y yo que creía que me había escapado…

Bajamos. Helen me dio un apretón en el hombro y entró en uno de los coches que estaban esperando. Una agente se presentó y me condujo a un segundo coche. Al volante iba otro agente, emprendimos el trayecto de veinte minutos hasta mi casa. Me pregunté qué haría esa noche, encerrada en un hotel extraño de Lerwick.

El coche se detuvo frente a la casa.

—¿Quiere que le acompañe? —me preguntó la agente… Jane. Creo que me había dicho que se llamaba así.

—No, gracias. No hace falta. No tardaré.

Caminé hasta la puerta y encontré la llave. El vestíbulo estaba oscuro y me recibió el silencio y el frío que reina en las casas cuando llevan un tiempo desocupadas. Recorrí el pasillo que lleva hasta la cocina sin pararme a pensar en la línea de luz que se veía por debajo de la puerta. La abrí.

Duncan y Kenn Gifford estaban sentados a la mesa de la cocina; en medio, nuestra botella de Talisker casi vacía.