31

En el pequeño escritorio de mi amiga solo había sitio para una de las dos, de modo que Helen ocupó la silla y yo me acomodé sobre una bala de paja, apoyada contra la pared de piedra. No creía haber estado nunca en un asiento menos cómodo, pero sabía que si permitía que se me cerraran los ojos me quedaría dormida en cuestión de segundos. Saqué de las alforjas el ejemplar de Dana de La dama de blanco. Cuando lo hice, cayeron de él varias hojas A4 dobladas.

De pronto, Helen dejó de teclear, tosió y escupió en la mano. Me pilló mirándola.

—Las malditas chocolatinas están cubiertas de pelos —gruñó antes de seguir tecleando.

—Si tienes suerte, pelos de perro; si no, de caballo —murmuré.

—¿Perdón? —dijo, sin dejar de teclear.

—Lo decía mi padre a la hora de comer. Me crie en una granja. Con caballos. La higiene en la comida no era algo que nos preocupara mucho.

—Si encuentro otro te lo doy. ¿Qué estás haciendo?

—Mirar fijamente una hoja de papel, esperando que en algún momento antes de que amanezca veré las palabras —respondí.

—Deberías dormir —dijo—. Probablemente tendrías que seguir en el hospital —se inclinó hacia un lado y escupió otra vez, esta vez, con menos delicadeza—. Mierda, ¿qué es esto?

—Tienes que comer un kilo de porquería antes de morir —dije.

En esta ocasión dejó caer las manos sobre el portátil y se volvió hacia mí.

—¿Qué?

—Mi padre otra vez. Lo sacó de su padre. Es un refrán de Wiltshire. Cuando era una cría me lo tomaba al pie de la letra, ya sabes, creía que si comía exactamente un kilo de porquería sería el fin, caería el telón, aunque solo tuviera siete años y estuviera sana como un toro. Me aterrorizaba pensar en ello. Limpiaba la fruta hasta que la estropeaba de tanto frotarla. Una vez traté de echar lejía a una galleta que se me había caído.

Helen me miraba. Bajé la vista al suelo, me sentía ridícula.

—¿Estás bien? —preguntó tímidamente, como si no estuviera demasiado segura de poder afrontar una respuesta sincera.

Asentí sin levantar la mirada.

—Tienes permiso para berrear. Yo ya lo he hecho.

Me mordí el labio y respiré hondo.

—No estoy segura de si podría parar —logré decir al cabo de un par de segundos.

Helen no dijo nada pero noté que me miraba.

—Duncan va a dejarme —dije—. Ha conocido a alguien. Supongo que, en vista de lo que sabemos, debería estar agradecida…

Helen empezó a levantarse del escritorio para acercarse a mí.

—¿Cuándo podrás llamar para pedir un helicóptero? —pregunté.

Guardó silencio un segundo, luego se sentó de nuevo.

—Dentro de una hora, más o menos. No tardará mucho.

Me obligué a concentrarme en los papeles que tenía en la mano. Al cabo de un par de minutos, logré contener las lágrimas y leerlos. Al principio de la investigación había dado a Dana un listado impreso de todos los nacimientos habidos en las islas. Ella lo había introducido todo en su portátil, pero había guardado mi original, que era lo que yo estaba leyendo en esos momentos. Había marcado varias entradas con un rotulador rosa. Eran los cuatro nacimientos que habían tenido lugar en Tronal entre marzo y agosto de 2005. Yo había hecho exactamente lo mismo unas horas antes.

Me fijé de nuevo en las iniciales KT. Siete entradas. ¿Qué había dicho Gifford que significaban? ¿Trauma keloide? Tal como lo había explicado, tenía cierto sentido, pero no me había topado nunca con ese término. Preguntándome si las entradas tenían algo más en común, comprobé el intervalo de tiempo y no encontré nada; se distribuían bastante uniformemente a lo largo de los seis meses. Comprobé la localidad; tres habían nacido en el Franklin Stone, otro en otra parte de Lerwick, uno en Yell, uno en Bressay y uno en Papa Stour. El peso de los recién nacidos variaba, pero todos estaban dentro de lo normal, si bien tirando a lo alto. Un par habían nacido por cesárea, pero los demás habían sido partos vaginales normales. Todos eran varones. Volví a comprobarlo. No había ni una sola niña entre ellos. «Raza de varones».

Ya había tenido suficiente. Me acomodé sobre la paja y me tapé con la cazadora. Mi mente se cerró en el preciso momento en que lo hicieron mis ojos.

—Tora.

No quería despertarme. Sabía que tenía que hacerlo.

—¡Tora! —esta vez más firme. Como mamá un día de colegio. Tenía que hacerlo. Me obligué a incorporarme.

Helen estaba inclinada sobre mí. La puerta del cuarto de los arreos estaba abierta y fuera era de día. Helen había preparado las dos alforjas y llevaba una en cada hombro.

—Tenemos que irnos —dijo—. ¿Puedes caminar un kilómetro?

Me levanté. Hablar parecía demasiado esfuerzo, de modo que no lo intenté. Bebí agua, escribí una nota a mi amiga y salí a la luz del sol. Helen cerró la puerta detrás de mí y volvió a poner la llave en su sitio. Miré hacia donde Charles y Henry estaban pastando y me sentí como si estuviera dejando atrás a mis hijos. Helen se encaminó a la verja y la seguí. La sostuvo abierta para mí.

Empezamos a andar por la carretera hacia la pequeña ciudad de Voe. Me sentía como si me hubieran clavado un cuchillo entre los omóplatos, y me temblaban las piernas. Volvía a estar mareada, pero esta vez no era por miedo sino por agotamiento y por la necesidad de comer. No me quedaba energía para tener miedo.

—¿Adónde vamos? —pregunté. Miré el reloj. Eran las cinco y media.

—Al pub que hay al final —respondió Helen—. Hay un aparcamiento. El helicóptero aterrizará en él.

A pesar de todo, estaba impresionada. Helen iba a sacarnos de allí. Estaría a salvo. Podría descansar. Podríamos trabajar en el caso. O tal vez dejaría que otros lo hicieran. Tal vez ya no me importaba tanto.

Oímos el helicóptero cuando todavía estábamos a medio kilómetro del pub y tuve que reprimir las ganas de echar a correr y esconderme.

—Helen, ¿y si no son de los tuyos? ¿Y si son ellos? ¿Y si han localizado tu llamada?

—Cálmate. Si esa clase de tecnología existe fuera de las películas, desde luego no suele utilizarse.

El ruido del helicóptero se hizo más fuerte. Helen me cogió del brazo y me hizo cruzar la carretera y entrar en el aparcamiento. El helicóptero estaba encima de nosotras. Empezó a dar vueltas.

Miré alrededor. No se veía a nadie, pero el ruido de los motores del helicóptero atraería a curiosos en cuestión de minutos. Alguien llamaría a la policía local. Vendrían a echar un vistazo.

Poco a poco el helicóptero empezó a bajar. Seguía dando vueltas alrededor del aparcamiento, perdiendo altura con cada giro. Una furgoneta de reparto que pasaba por la carretera se había parado. Una mujer que paseaba dos lurchers se acercó. Los perros empezaron a ladrar, pero ella, en lugar de alejarse del ruido, se detuvo y, protegiéndose los ojos del sol temprano con una mano, se quedó mirando.

El helicóptero —pequeño, negro y amarillo, no muy distinto del que utilizaba el equipo médico para moverse por las islas en caso de emergencias— estaba a unos dos metros por encima de nosotras, y el viento creado por las aspas me alborotó el pelo. El de Helen, todavía recogido en una trenza, no se movió. Un coche se detuvo y dos hombres salieron para mirar. Uno de ellos hablaba por un móvil.

Vamos.

Por fin el helicóptero tocó tierra. El piloto hizo señas a Helen, y ella me cogió del brazo y me llevó corriendo hasta él. Abrió la puerta y subí al asiento trasero, luego ella hizo lo mismo y la cerró. Antes de que tuviéramos tiempo de encontrar los cinturones de seguridad, y no digamos de abrocharlos, estábamos en el aire.

Helen gritó algo que no entendí al piloto; él gritó a su vez una respuesta, dio media vuelta al helicóptero y puso rumbo al sur. Nos dirigíamos de nuevo a las Shetland. En realidad, no me importaba, lo único que quería era que cuando aterrizáramos lo hiciéramos fuera de las islas.

Helen me sonrió, me dio unas palmaditas en la mano y arqueó las cejas con un movimiento de cabeza, como diciendo: «¿Va todo bien?». Era imposible hablar, de modo que asentí. Ella se recostó en su asiento y cerró los ojos.

El helicóptero se sacudía mientras avanzaba hacia el sur. No nos habían ofrecido auriculares, y el ruido de los motores era ensordecedor. Empecé a sentir náuseas y busqué una bolsa para el mareo. Se me llenó la boca de saliva y cerré los ojos.

Helen no había dicho nada, pero supuse que íbamos a Dundee, donde estaba su base. En terreno propio podría utilizar de la mejor forma posible los recursos que tenía a su disposición y estaría más capacitada para protegerme si, o, más bien, cuando Dunn y compañía fueran a por mí.

Al cabo de un rato se me pasaron las náuseas y me arriesgué a abrir de nuevo los ojos. Diez o quince minutos después me encontraba lo bastante bien para seguir la línea de la costa con la mirada. El sol de primera hora de la mañana hacía brillar el mar y la espuma blanca se había vuelto plateada.

La primera vez que vi a Duncan fue en la playa. Había estado haciendo surf y salió del agua con la tabla bajo el brazo, el pelo negro y mojado, los ojos más azules que el cielo. No me atreví a acercarme, creía que no tenía ninguna posibilidad, pero más tarde, por la noche, él me buscó. Me sentí la mujer más afortunada del mundo. ¿En qué me convertía eso ahora? Había un montón de preguntas para las que no quería respuestas, pero no podía sacármelas de la cabeza. ¿Hasta qué punto Duncan estaba implicado? ¿Sabía lo de Melissa? ¿Compró la casa para poder vigilar el lugar y asegurarse de que nada perturbaba la tumba anónima en la ladera de la colina? No podía creerlo, no lo creía, pero…

Dundee se aproximaba; me preparé para sentir el vacío en el estómago y el pitido en los oídos que señalan el descenso. El piloto viró con brusquedad hacia la derecha y tomó rumbo al oeste. Dejamos atrás Dundee y empezamos a ganar altitud. Un minuto más tarde miré hacia abajo y comprendí la razón. A nuestros pies se extendían las montañas Grampian.

Creo que ya he dejado claro que no soy una gran admiradora de Escocia, y menos del extremo nordeste. Pero hasta yo tengo que admitir que no hay un lugar más hermoso que las tierras altas escocesas. Contemplé cómo se deslizaban las cimas por debajo de nosotros, algunas nevadas, otras cubiertas de brezo, vi los brillantes zafiros de los lagos, y bosques tan tupidos y frondosos que uno habría esperado encontrar dragones en ellos, y empecé a sentirme mejor. El dolor entre los omóplatos se había atenuado, y al mirarme las manos advertí que ya no me temblaban. Cuando vimos de nuevo el mar, el helicóptero emprendía por fin el descenso.

Helen abrió los ojos cuando estábamos a un metro del suelo. Aterrizamos en un campo de fútbol. A cincuenta metros de distancia había un coche de policía. Se me aceleró el pulso, pero Helen no parpadeó. Gritó algo al piloto y bajó de un salto. La seguí y corrimos hacia el coche de policía. El agente sentado al volante arrancó el motor.

—Buenos días, Nigel —dijo Helen.

—Buenos días, señora. ¿Adónde primero?

—Al puerto, por favor.

Cruzamos una pequeña ciudad de piedra gris que me resultó vagamente familiar. Cuando llegamos al puerto caí en la cuenta de dónde estábamos. Hacía unos años Duncan y yo habíamos hecho un crucero por las destilerías de whisky de las tierras altas. La excursión, de una semana, había empezado en esa ciudad, y recordé una maravillosa noche de borrachera. Me pareció que aquello había pasado hacía mucho tiempo.

Helen dio indicaciones al conductor y recorrimos el paseo marítimo hasta detenernos en seco en el espigón; no supe por qué. Bajamos. Helen me llevó a uno de los pequeños puestos que hay en los paseos marítimos de casi todas las ciudades costeras.

—¿Te gusta el marisco? —preguntó.

—No suelo tomarlo para desayunar.

—Confía en mí. ¿Te gusta el marisco?

—Supongo —dije; pensé que una buena vomitera acabaría por fin con las náuseas.

Helen señaló un banco orientado al mar y me senté en él. Me llegó el olor acre y ligeramente rancio de las algas secadas al sol y de los restos de la pesca del día anterior. Y de algo maravilloso. Helen se sentó a mi lado con una gran taza llena de café, varias servilletas blancas y una bolsa de papel manchada de grasa.

—Bollo de langosta —dijo, orgullosa—. Recién pescada esta mañana.

Fue un desayuno delicioso: el sabor amargo e intenso del café tuvo un efecto medicinal; el pan blanco recién hecho goteaba mantequilla salada derretida y me manchó los labios de harina como si fuera fino polvo de talco, y la langosta tenía un sabor tan dulce y penetrante que cada bocado era un banquete en sí mismo. Comimos como si se tratara de una carrera; gané yo solo por una fracción de segundo.

Habría dado cualquier cosa por quedarme allí, bebiendo café, mientras el sol se elevaba en el cielo y el mar pasaba de plateado a un azul intenso, observando cómo se alejaba la marea y volvían los botes de pesca. Pero pasaba el tiempo. El mundo se despertaba y sabía que Helen no me había llevado a Oban solo para desayunar.

Como si me leyera el pensamiento, miró el reloj.

—Las ocho menos cuarto —dijo—. Creo que es una hora bastante decente para llamar a la puerta de una casa —se levantó, se sacudió las migas y me tendió una mano para que le diera los envases vacíos.

De nuevo en el coche, se volvió hacia mí.

—Bien, escúchame con atención porque dentro de nada estaremos allí. Anoche, mientras dormías, eché otro vistazo a las cuentas bancarias de Gair, Carter, Gow, para ver si podía averiguar algo más que se saliera de lo común. En total hay seis cuentas cliente. Encontré las referencias de la compañía de tu marido, las del hospital donde trabajas y las de Tronal. Pero Dana no hizo más referencias cruzadas y no había nada con qué comparar las cantidades de dinero que mueve supuestamente Shiller Drilling. ¿Me sigues?

—Sí. De momento.

Habíamos dejado el puerto y nos abríamos paso por las calles residenciales de Oban. Nigel, el conductor, se detuvo para consultar un callejero.

—Eso no significa que no haya nada, sino que hace falta indagar más de lo que yo pude hacerlo anoche.

—Entiendo.

Volvíamos a estar en marcha.

—Luego empecé a revisar los extractos de la cuenta comercial. De nuevo, nada me llamó la atención. Casi todos los días ingresan talones y dinero en efectivo, pero no se especifica de dónde vienen. Tendríamos que revisar los libros de contabilidad para averiguarlo. Hay una gran nómina de sueldos mensuales y varios pagos domiciliados a las compañías de servicios. Además, todos los meses entra dinero de unos cuantos clientes que tienen un contrato con el bufete.

—¿Todo dentro de lo que cabría esperar?

El coche había reducido la velocidad. Nos adentramos en un callejón de casas independientes bastante nuevas. Nigel miraba los números.

—Sí. Pero al revisar la cuenta de Gair, Carter, Gow en Oban, que dejé para el final, vi algo.

—Ya hemos llegado, señora —dijo Nigel—. El número catorce.

—Gracias, danos un momento —dijo Helen—. Tres pagos de la cuenta comercial de Oban a algo llamado Fondo Cathy Morton. Me llamaron la atención, en primer lugar, porque en total suponían medio millón de libras esterlinas. Recuerda que esta no era una cuenta cliente, sino que venía del dinero de Gair, Carter, Gow. La otra cosa que me llamó la atención fue cuándo se hicieron.

Por encima del hombro de Helen vi moverse unas cortinas. Desde una ventana del piso de abajo del número catorce nos observaba una cara pequeña.

—Tres pagos, en septiembre y en octubre de 2004. El segundo, el 6 de octubre de 2004.

No dije nada, me limité a mirarla, esperando el remate. Helen pareció decepcionada; era evidente que me había perdido algo.

—Luego volví a conectarme a internet y entré en un registro de la policía nacional. Solo hay un expediente de una tal Cathy Morton en Oban, y esta es su última dirección conocida. Vamos, nos han visto. Tú también, Nigel, por favor. Necesitarás el cuaderno.

Bajamos del coche y recorrimos el camino del garaje hasta la puerta principal. Helen llamó. Un hombre de casi cuarenta años abrió rápidamente la puerta; llevaba un traje que necesitaba un buen planchado y una camisa azul con el cuello desabrochado. Un niño pequeño con un pijama de Spiderman nos miraba desde detrás del marco de la puerta. Helen le enseñó la placa y nos presentó a Nigel y a mí. El hombre nos fulminó con la mirada.

—¿Es usted el señor Mark Salter? —preguntó Helen.

El hombre movió la cabeza hacia delante.

—Necesitamos hablar con usted y con su mujer. ¿Podemos pasar?

Salter no se movió.

—Está en la cama —dijo.

Otro crío, esta vez una niña, se reunió con su hermano. Nos observaban con la curiosidad descarada de los niños.

—Por favor, vaya a avisarla —dijo Helen al tiempo que daba un paso adelante.

Salter podía retroceder o enfrentarse cara a cara con un policía de alto rango. Tomó la decisión prudente y nos dejó pasar.

Murmuró que iba a despertar a su mujer y desapareció en el piso de arriba. Entramos en la sala de estar. En la televisión, encendida, daban CBeebies. Los niños, de unos tres y siete años, parecían fascinados con nosotros.

—¡Hola! —dijo Helen dirigiéndose al niño—. Tú debes de ser Jamie —el niño no dijo nada. Helen probó con la niña—. Hola, Kirsty.

Kirsty, una criatura encantadora de piel de porcelana y pelo pelirrojo, se volvió y salió corriendo de la habitación. Oímos pasos en la escalera y llegaron Mark Salter y su mujer. Kirsty se escondió detrás de ellos. Era evidente que la mujer se había vestido a toda prisa con unos pantalones de chándal y una camiseta arrugada. En su hombro descansaba un bebé de unas cuatro semanas.

—Me llamo Caroline Salter —dijo con Kirsty abrazada a sus piernas.

—He de estar en el trabajo dentro de quince minutos —intervino Mark Salter.

—Ya verá como ser interrogado por la policía le sirve como una excusa estupenda —dijo Helen. Miró a los niños y, volviéndose hacia Caroline, bajó la voz y añadió—: Necesito hablar con usted de su hermana.

La mujer apartó a Kirsty de sus piernas con firmeza. Hablo con el niño con una voz que no admitía protestas.

—Vamos, id a desayunar.

Miró a su marido y él se llevó a los niños de la habitación; al salir apagó el televisor y cerró la puerta detrás de él.

Caroline cambió de postura al bebé.

—Mi hermana está muerta —dijo mientras se sentaba en uno de los sofás.

Helen había contado con eso. Asintió.

—Lo sé. Lo siento mucho.

Miró el otro sofá y levantó un brazo en un gesto de «¿Podemos?». La señora Salter asintió, y Helen y yo tomamos asiento. Nigel se acomodó en una silla junto a la ventana.

—¿Qué tal lo llevan los niños? —preguntó Helen.

Algo en la cara de la mujer se suavizó.

—Bien —dijo—. Todavía tienen algunos días malos. Para Jamie es más difícil. Kirsty casi no se acuerda de su mamá.

Helen señaló el bebé.

—Este es suyo —dijo.

Caroline asintió.

—Es precioso —dijo Helen. Luego se volvió hacia mí—. La señorita Hamilton es obstetra. Trae al mundo a pequeños como él continuamente.

Caroline se irguió en la silla y por un momento el cansancio de su cara dejó entrever cierto interés.

Me obligué a sonreír.

—¿Cómo lo llevas? —pregunté.

Ella se encogió de hombros.

—Supongo que bien. Es duro. Me refiero a que estoy acostumbrada a los niños, pero los bebés son otra cosa.

—Y que lo digas —dije; la impaciencia crecía en mi interior.

La puerta se abrió, y Mark Salter volvió a entrar y se sentó al lado de su mujer. Noté que Helen se erguía a mi lado. El tiempo de empatía femenina había terminado.

—¿Cuándo se puso enferma su hermana? —preguntó Helen.

Junto a la ventana, Nigel había empezado a escribir. Caroline miró a su marido, quien puso cara de estar pensando.

—Hace cinco años le quitaron un tumor en el pecho —dijo—. En Navidad. Jamie no tenía más de dos años. Luego estuvo bien durante un tiempo.

—Pero el cáncer volvió…

Mark asintió.

—¿No lo hace siempre?

—¿Cuándo exactamente?

—A principios de 2004 —dijo Caroline—. Cathy estaba embarazada de Kirsty, de modo que no pudieron hacerle quimioterapia. Cuando nació la niña, el tumor se había extendido demasiado.

—¿Los médicos no pudieron extirparlo? —pregunté.

Caroline tenía los ojos húmedos.

—Lo intentaron —dijo—. La operaron, pero no sirvió de nada. —Un caso de «abrir y cerrar»—. Le hicieron quimioterapia y radioterapia, pero al final solo pudieron darle cosas contra el dolor.

—¿Vivía aquí, con ustedes? —preguntó Helen.

Caroline asintió.

—No podía ocuparse de los niños. Al final no podía hacer nada. Tenía tanto dolor…

Caroline se echó a llorar y el bebé protestó con un gemido. Mark Salter aprovechó la oportunidad para hacer el papel de marido enfadado.

—¡Estupendo! Justo lo que nos faltaba. ¿Han acabado? —no lo hizo demasiado bien. Parecía más asustado que enfadado.

—No del todo, señor —dijo Helen, que tampoco había quedado convencida—. Quiero preguntarles por el Fondo Cathy Morton. Supongo que ustedes dos son los beneficiarios.

Mark asintió.

—Sí, nosotros dos y nuestro abogado —respondió.

—¿No será el señor Gair?

—Sí, así es. ¿Debo informarle de esto?

—Dudo que pueda ponerse en contacto con él en estos momentos. ¿Cuándo conoció Cathy a Stephen Gair?

Se miraron.

—Quiero saber a qué viene todo esto —empezó él.

—Creo que ya lo sabe, señor Salter. Se trata del dinero que su cuñada recibió del señor Gair.

—Ese dinero no es nuestro —dijo Caroline—. No podemos gastarlo. Es para los niños.

Mark Salter se levantó.

Detrás de él, Nigel también lo hizo.

—No tenemos nada más que decir. Les ruego que se vayan, por favor.

Helen se levantó. Creyendo que nos íbamos, yo también lo hice.

—Señor Salter, en este momento no tengo motivos para sospechar que usted o su mujer han obrado mal. Pero puedo detenerles por obstrucción a la justicia si no cooperan, y lo haré.

Hubo un momento de silencio. Luego Helen se sentó de nuevo. Sintiéndome un poco boba, la imité. Salter tardó un segundo en volver a tomar asiento al lado de su aterrada mujer. El bebé estaba armando follón, y Caroline deslizó una mano por debajo de la camiseta, dejó al descubierto un gran pecho y acercó al bebé, que enseguida se agarró al pezón, grande y cuarteado.

Salter miró a su mujer con tristeza.

—Díselo —espetó—. Tú estabas allí.

Caroline miró al bebé. Los labios empezaron a temblarle.

—¿Cathy hizo testamento? —preguntó Helen.

Caroline asintió, seguía mirando al bebé, que mamaba.

—En junio. A esas alturas ella ya sabía que no iba a durar mucho.

—¿Y Stephen Gair lo redactó por ella?

—Sí. Lo había conocido un año antes, cuando ella vendió su casa. Él no trabajaba en Oban, pero accedió. Creo que hasta salieron juntos un tiempo, cuando ella todavía estaba bien. Ya sabe, una cena cuando él se encontraba en la ciudad, un par de fines de semana fuera. No nos contó gran cosa porque él…, bueno.

—Estaba casado —dijo Helen.

Caroline levantó rápidamente la vista con aire culpable, como si fuera ella la que había estado saliendo con un casado. Asintió.

—¿Qué pasó entonces?

Volvió a bajar la cabeza. El bebé se había soltado y dormía. Dios, era como que te arrancaran un diente. Quería gritarle que acabara y nos dijera lo que sabía.

—¿Qué pasó en septiembre de 2004? Él vino a verla, ¿verdad?

—Estaba muy enferma. Ya no se levantaba de la cama —Caroline miró a su marido y en su cara se reflejó afecto—. Mark creía que debían ingresarla en algún centro.

Él se puso rígido.

—No era bueno que los niños la vieran así.

—Un día llamaron a la puerta. Nos pidieron permiso para verla. Dijeron que sabían que estaba enferma, pero que era importante.

—¿Quiénes?

—Stephen Gair y otro hombre. Hablaba como un médico.

—¿Cómo se llamaba? —preguntó Helen con el pulso acelerado.

Caroline sacudió la cabeza.

—Nunca lo supe.

—¿Qué aspecto tenía? —pregunté. Helen me pidió con la mirada que la dejara manejar el asunto.

Caroline se volvió hacia mí.

—Alto —dijo—. Muy alto, ancho de hombros, rubio. Aparte de eso…

—Está bien —dijo Helen—. Luego volveremos a eso. Díganos qué pasó.

—Los llevé a su habitación. A ella le costaba hablar, pero hizo un gran esfuerzo.

—¿De qué hablaron?

—Le hicieron una oferta —esta vez fue Mark quien habló—. Un asunto entre ellos. Le dijimos que no hacía falta, que nosotros cuidaríamos de los niños.

Por Dios, ¿cómo podía tener Helen tanta paciencia?

—¿Qué le ofrecieron?

—Participar en unos ensayos para un nuevo fármaco contra el cáncer. Tendría que ingresar en un hospital de las Shetland donde estaban haciendo el experimento. Dijeron que no había garantías de que respondiera al fármaco, pero que se había hecho para las fases avanzadas del cáncer y que siempre había una posibilidad.

—¿A cambio de qué?

—A cambio la compañía farmacéutica abriría un fondo fideicomiso para sus hijos, enteramente para ellos. El dinero está totalmente controlado. Llega todos los meses para cosas como el uniforme para el colegio de Jamie y la guardería de Kirsty. Nosotros no recibimos nada.

Recorrí con la mirada la habitación, los sofás de cuero, el equipo musical, el televisor de banda ancha. Recordé el monovolumen nuevo que había visto en el camino del garaje.

—¿Y Cathy accedió?

—No tenía por qué hacerlo —insistió Mark.

—Sí, accedió —dijo Caroline—. Qué pasaría con sus hijos, qué sería de ellos, era lo que más le preocupaba. No tenían a nadie, aparte de nosotros, y sabía que nosotros no teníamos mucho dinero. Creyó que era lo único que podía hacer por ellos.

—Entiendo —dijo Helen—. ¿Qué pasó entonces?

—Stephen Gair abrió el fondo, y nos nombró a Mark y a mí fideicomisarios. Firmamos los papeles al día siguiente y nos pagaron el primer plazo. Vinieron a buscarla un par de días después.

—¿Quién vino?

—Ese hombre, el médico, en una ambulancia. Y una enfermera. Le dijeron que la llevarían en helicóptero y que nosotros podríamos ir a visitarla en cuanto estuviera instalada.

—¿Cuándo volvieron a verla?

Caroline sacudió la cabeza.

—No volvimos a verla. Murió una semana después. Tuve que decírselo a Jamie. Creía que su mamá se había ido para curarse.

—¿Dónde se celebró el funeral?

En la cara de Caroline se reflejó el enfado.

—No hubo —dijo Mark—. Gair vino a vernos y dijo que eso había sido parte del acuerdo. Cathy había donado su cuerpo a la medicina para que fuera útil para la investigación.

—Entonces, ¿no la vieron?

—No. Desapareció sin más.

—¿Hablaron con ella?

—Ni siquiera teníamos un número de teléfono —dijo Mark—. Stephen Gair nos llamaba casi todas las tardes para darnos un parte. No paraba de decirnos que no sufría, pero que estaba adormilada por las drogas y que no podía hablar por teléfono.

—¿Recuerda la fecha de su muerte? —preguntó Helen.

—El 6 de octubre —dijo Caroline.

Helen me miró, para ver si por fin lo había entendido. El 6 de octubre era el día que se suponía que había muerto Melissa, es decir, Melissa uno.

—No nos quedamos satisfechos —dijo Mark—. No nos quedamos nada satisfechos con que hubiera desaparecido de ese modo. Quisimos hablar con sus médicos, averiguar cómo habían sido sus últimos días. No paramos de telefonear a Stephen Gair, pero no contestó nuestras llamadas.

—¿Trataron de llamar al hospital? —pregunté.

—Sí —dijo Caroline—. Llamé al Franklin Stone de Lerwick, pero no tenían el historial clínico de Cathy Morton. Me entró el pánico y fui a las oficinas que Stephen Gair tiene en la ciudad. Él no estaba, pero armé bastante follón. Al día siguiente vino ese médico, o el que creíamos que era medico.

—Continúe.

—Bueno, yo estaba sola en casa, y él prácticamente me amenazó. Dijo que dejáramos de molestar al señor Gair, que Cathy no había sufrido ningún daño con los fármacos, que habría muerto de todos modos, que había recibido una atención muy buena y que debíamos olvidarnos del asunto. Dio a entender que si queríamos conservar el dinero debíamos guardar silencio.

—Teníamos que pensar en los niños —dijo Mark—. Nada iba a devolvernos a Cathy. Había que pensar en su futuro.

—Pero yo no me quedé contenta —repitió Caroline—. Amenacé con llamar a la policía.

—¿Qué dijo?

—Me dijo que él era la policía.

Durante un momento nadie habló. Helen pareció reflexionar seriamente. Luego se volvió una vez más hacia Caroline.

—¿Tiene una foto de su hermana, señora Salter?

Caroline se levantó con el bebe todavía pegado al pecho. Cruzó la habitación y abrió el primer cajón de una cómoda. Mientras buscaba dentro, los demás mirábamos la alfombra. Luego Caroline volvió hacia Helen y le dio algo. Helen miró la fotografía un segundo y me la pasó. La habían tomado en una playa un día ventoso y soleado. Stephen Gair, un par de años más joven y mucho más feliz que el día que yo lo había conocido, reía a la cámara. Abrazaba a una chica muy guapa que llevaba un jersey verde. Dicen que los hombres a menudo buscan el mismo prototipo físico, y en el caso de Gair sin duda era verdad. No habríais tomado a las dos mujeres por gemelas, pero el parecido entre Melissa y Cathy era considerable: la misma edad y constitución; melena larga y pelirroja, aunque Cathy tenía el pelo liso; piel clara, facciones pequeñas y regulares.

Después de todo, había un parecido.