Crecí en el campo, mi padre y mis hermanos eran miembros del coto de caza del pueblo, y yo misma soy bastante diestra con una escopeta y sé el daño que puede hacer si se dispara a bocajarro.
Fue un momento de tensión.
Helen alargó la mano derecha. Por un segundo pensé que era un gesto de rendición.
—Policía. Baje inmediatamente el arma, señor —estaba enseñándole la placa.
Busqué en el bolsillo de mi cazadora la chapa del hospital y también la saqué. La sostuve en alto, segura de que Pantalones de Chándal no se detendría a leerla.
Sin estar muy seguro, el hombre bajó la escopeta.
—¿Qué está pasando?
—Una patrulla nocturna, señor —dijo Helen—. Quiero que deje su arma en el suelo, señor. Inmediatamente. Apuntar a un agente con un arma es un delito muy serio.
Tuve que morderme el labio. ¡Una patrulla nocturna! Pero él pareció tragárselo. Dobló las rodillas y dejó la escopeta en el suelo. Se irguió con esfuerzo.
—¿Debo llamar a la comisaría local? —murmuró él.
—Sí, señor —dijo Helen—. Pero le pedirán que vaya a firmar su declaración, de modo que puede que prefiera dejarlo para mañana. Y deberá sacarse la licencia de armas. Tendrán que comprobar el número de serie.
Me encantaba esa mujer. Aunque las licencias de armas podían obtenerse con bastante facilidad, todo el mundo sabía que muchos granjeros no se molestaban en hacerlo.
—Tenemos que seguir adelante, señor. Lamento haberlo molestado. Pida disculpas a su familia de mi parte. Sargento, ¿puede abrir la verja?
Me adelanté, me bajé del caballo y abrí la verja que llevaba al valle. Helen pasó sin mirarme. Cerré la verja y volví a montar. Troté para alcanzarla y avanzamos al paso en silencio hasta que me pareció que no podía oírnos nadie. Miré atrás y vi que Pantalones de Chándal había entrado en la casa y cerrado la puerta, pero en la ventana del piso de arriba seguía habiendo luz. Mientras la miraba se apagó.
—¿No podrías haberme hecho inspectora? —pregunté.
Me miró y pareció forzar una sonrisa.
—Una patrulla nocturna —dijo—. Dios, a Dana le habría encantado.
Y de pronto se vino abajo por completo. Se le colapso el rostro, sus hombros se encorvaron y finalmente se dejó caer hacia delante hasta apoyarse en las crines de Henry. Su cuerpo se estremecía en sollozos desgarradores y empezó a hacer un sonido que solo oyes en aquel que siente la más profunda pena: un ruido primitivo, a mitad de camino entre un alarido y un chillido. Henry protestó con una sacudida. Charles, el más nervioso de los dos, relinchó y empezó a saltar de lado. Lo calmé e, inclinándome hacia delante, cogí las riendas de las manos de Helen y tiré de ellas por encima de la cabeza de Henry. Avanzamos —yo guiaba a Henry—, mientras los sollozos de Helen se volvían más débiles y menos insistentes. Al cabo de un rato se tranquilizó. Miré hacia atrás; se secaba la cara con la manga. Parecía haber envejecido diez años.
—Lo siento —murmuró.
—No, lo siento yo. No debería haberte hecho pasar por esto. No estás en condiciones.
Se irguió en la silla de montar.
—¿Asesinaron a Dana ayer?
Pensé muy detenidamente antes de responder. Ya no me hacía la Sherlock Holmes. Aquello era real y muy, muy serio.
—Sí —dije—. Creo que sí.
—Estoy bien. ¿Puedes devolverme las riendas?
Seguimos avanzando unos minutos más. Las altas colinas se alzaban a ambos lados, sombras profundas contra un cielo color carbón. Estábamos lo más lejos que se puede estar del mar en Escocia —que no es gran cosa, cinco o seis kilómetros como mucho—, pero parecía que el paisaje había cambiado al entrar en el valle: en lugar de a mar olía a tierra, a la mohosa humedad de la turba, al frescor de la vegetación exuberante. El viento había perdido parte de su ferocidad, solo soplaba con suavidad cada pocos minutos, para que no nos confiáramos.
De vez en cuando salía la luna de detrás de una nube y la tierra brillaba bajo su luz como si hubieran llovido cristales rotos sobre ella. Avanzábamos sobre sílex firmemente agarrado a la tierra que brillaba a nuestro alrededor con el claro de luna.
Llegamos al primero de los arroyos que debíamos sortear. Mientras apremiaba a Charles para que se acercara, bajó la cabeza para beber. Henry lo imitó.
—¿Es potable esta agua? —preguntó Helen.
Yo también me moría de sed. El vino que habíamos bebido poco antes había tenido su habitual efecto deshidratador.
—Bueno, parece que eso es lo que creen estos dos —dije mientras desmontaba.
Helen siguió mi ejemplo y los cuatro bebimos de aquella agua helada con un ligero sabor a turba. Helen se lavó la cara, y yo me la arrojé sobre la cabeza y me sentí mejor inmediatamente. Pero seguía muerta de hambre.
Con el rabillo del ojo vi que algo se movía hacia nosotras; algo demasiado grande para ser una oveja. Grité, tenía todas las terminales nerviosas del cuerpo alerta. En un segundo Helen estuvo a mi lado. Luego las dos nos relajamos. La forma solitaria se había convertido en varias y avanzaban hacia nosotras. Eran una docena o más de ponis autóctonos de las Shetland. Había olvidado que en ese valle vivía una gran manada.
Los caballos son criaturas enormemente sociables y, al ver a dos desconocidos de su misma especie, se habían acercado a saludar. No parecieron alterarse lo más mínimo al encontrar también a dos seres humanos. Dos de los más atrevidos me olfatearon las piernas, y uno permitió incluso que Helen se agachara para acariciarlo.
—¿Sabes? Creo que tendría éxito —dije, viendo a Henry apretar el morro contra el de una yegua gris que no levantaba más de nueve palmos del suelo.
—¿El qué?
—La policía montada de las Shetland —dije—. Hay mucho terreno que es totalmente inaccesible por carretera y no escasea el ganado autóctono.
—Vale la pena pensarlo —coincidió Helen—. Claro que los jinetes tendrían que ser enanos.
—Habría que cambiar los requisitos en cuanto a la estatura.
—Tal vez una dispensa para las Shetland. ¿Cuántos ponis de estos tenéis aquí?
—No estoy segura de que nadie lo sepa. Al parecer, se reproducen como conejos. Venden muchos a centros de animales domésticos, granjas modelo y esa clase de lugares. Y para que los monten los niños. Son muy populares. Se exportan a todo el mun… —me detuve; acababa de darme cuenta de lo que estaba diciendo.
—¿Como los bebés de las Shetland? —preguntó Helen.
—Es posible —dije—, solo que…
—¿De dónde salen? —terminó ella.
Asentí.
Helen frunció el entrecejo y pareció reflexionar.
—Pongamos que nacen más bebés de los que aparecen en el registro —dijo por fin—. Pongamos que Stephen Gair, Andy Dunn, Kenn Gifford…, todos los hombres cuyos archivos hemos revisado poco antes…
—Tranquila —la interrumpí—. Puedes pronunciar el nombre de Duncan y de Richard.
Sonrió a medias.
—Supongamos que están implicados y están ganando una fortuna con ello, y que Melissa Gair lo averiguó de algún modo y amenazó con ir a la policía. Eso sería motivo suficiente para quitarla de en medio, ¿no?
—Supongo.
—Pero ¿por qué no se limitaron a matarla y simularon un accidente? ¿Por qué la hicieron pasar por muerta y la mantuvieron viva tanto tiempo?
—Porque Stephen Gair sabía que estaba embarazada y quería a su hijo.
Le expliqué la teoría de Dana de que el niño al que Stephen Gair llamaba «hijastro» era en realidad el hijo de Melissa. Helen pareció encogerse un poco cuando mencioné a Dana, pero se recobró.
—Un riesgo enorme —dijo—. ¿Y por qué le arrancaron el corazón? ¿Por qué le grabaron esos extraños símbolos en la espalda? ¿Por qué la enterraron en tu terreno? ¡Por el amor de Dios! ¿Por qué no la tiraron al mar?
—Porque hay que enterrarlas en tierra oscura y fragante —susurré, sin pretender realmente que ella me oyera.
Me miró.
—¿Volvemos a los trolls? Ahora mismo no puedo pensar en trolls. Tenemos que movernos.
Cogió las riendas, puso un pie en el estribo y se dispuso a montar por el lado que no debía. No dije nada; a Henry seguramente no le importaría. Entonces se detuvo.
—¿Quieres que lo agarre? —ofrecí.
—Calla —siseó—. Escucha.
Escuché. Los suaves relinchos de los ponis, los apacibles sorbos de algunos de ellos bebiendo, el susurro del viento que bajaba de las cimas de las colinas. Y algo más. Algo grave, regular, mecánico. No era un sonido de la naturaleza. Algo insistente; algo que se acercaba.
—¡Mierda! —Helen pasó las riendas por encima de la cabeza de Henry y tiró de ellas para conducirlo a un empinado saliente de roca en el borde del valle—. Vamos.
El ruido se hizo más fuerte. A los ponis no les gustó. Varios se apartaban del grupo y echaban a correr para acto seguido volver. Helen había llegado al afloramiento de roca. Yo lo hice unos segundos después. Nos pegamos a la pared, tirando de las riendas de los caballos. Les sujetamos la cabeza e intentamos que no se movieran mientras esperábamos a que se acercara el helicóptero.
—Al final el granjero ha llamado a la policía —susurré, como si los del helicóptero, todavía a un kilómetro de distancia pudieran oírnos.
—Es más probable que hayan encontrado tu coche —dijo Helen—. ¿Sabe alguien que tienes caballos?
Pensé en ello. Duncan echaría a faltar a los caballos inmediatamente, por supuesto, pero no se encontraba en las islas. ¡Gifford! Gifford lo sabía. Y Dunn, claro. De hecho, toda la policía de las Shetland. Y Richard. Sí, casi todo el mundo sabía que tenía caballos.
El helicóptero ya estaba cerca, vimos el reflector, un enorme haz de luz que iluminaba el valle. Tiré con más fuerza de las riendas. Los ponis, sintiéndose más seguros en un grupo grande, nos habían seguido hasta el saliente. Pero, a diferencia de Charles y Henry, no podían estarse quietos; se empujaban y se movían de aquí para allá, brincaban y se peleaban en un intento de acercarse lo más posible a los caballos grandes.
—¡Largo! ¡Fuera! ¡Salid de aquí! —siseó Helen—. Estos cabrones van a delatarnos.
El helicóptero estaba justo encima de nosotras. La cascada de luz era tan extraña como aterradora en su intensidad; iluminaba el paisaje como una parodia fantasmal de la luz del día. Pero fuera del haz todo se veía muy oscuro, de una negrura antinatural en las Shetland, y por el momento esa oscuridad nos amparaba.
El helicóptero pasó de largo. Contuve el aliento sin atreverme apenas a confiar. Se alejó un kilómetro hacia el norte, viró ciento ochenta y volvió hacia nosotras.
—Nos han visto —susurré de nuevo. No podía evitarlo; hablar en voz baja era algo instintivo.
—Han visto algo —dijo Helen—. Estate quieta.
Esta vez el helicóptero no iluminaba el centro del valle, sino que se había desplazado unos veinte metros hacia el oeste; un ajuste pequeño pero crucial, ya que esta vez el reflector difícilmente nos habría pasado por alto.
—Debería haberlos desensillado cuando los hemos oído —dije—. A nadie le extrañaría ver dos caballos sueltos por aquí, y sin ellos podríamos habernos escondido detrás de las rocas.
Helen sacudió la cabeza.
—Seguro que tienen un equipo de vigilancia para detectar el calor corporal. De hecho, puede que estos tunantes nos hayan sacado del apuro.
Los ponis parecían temer más la luz que el ruido. Cuando lo tuvieron cerca, salieron al descubierto y se desperdigaron por el valle buscando la protección de la oscuridad. El helicóptero giró y los siguió en el preciso momento en que el haz de luz iluminaba la cola marrón de Henry. El semental dominante galopó hacia el sur, casi toda la manada dio media vuelta para seguirlo y, como un nuevo recluta, el helicóptero se fue tras ellos. El pánico entre los aterrados animales aumentó. La manada dio la vuelta y el helicóptero hizo lo mismo; la luz se acercó. Una yegua que había permanecido con su potro cerca de nosotras se separó; el helicóptero volvió a girar, se elevó más en el cielo y se dirigió al norte. Regresó, pero no se acercó a nuestro saliente de roca sino que volvió a dirigirse al norte.
Charles y Henry empezaban a estar inquietos, pero Helen y yo apenas nos atrevíamos a movernos cuando por fin dejaron de oírse los motores del helicóptero.
—No puedo creer que hayamos salido de esta —dije cuando me pareció seguro volver a respirar.
—Han visto movimiento y probablemente calor corporal, pero han creído que eran los ponis. Que Dios los bendiga.
Los ponis se habían calmado, pero no se acercaron.
—¿Volverán? —pregunté.
—Es imposible saberlo. Tienen que cubrir mucho terreno. Creo que debemos ponernos en camino. Si vuelven, los oiremos.
Montamos y partimos de nuevo. La tensión de los últimos minutos parecía haberme arrebatado las fuerzas. Cuanto podía hacer era señalar a Charles la dirección correcta e instarlo a avanzar.
—¿Cuánto falta para llegar? —preguntó Helen.
Miré el reloj. Eran casi las tres. El incidente con el helicóptero nos había retrasado.
—Otros cuarenta y cinco minutos —calculé.
—Dios, me duele el culo.
—Espera a mañana. No podrás dar un paso.
En ese momento el mundo cambió a nuestro alrededor.
Habíamos estado recorriendo un paisaje de sombras negras y grises, y de acantilados coronados por escasos restos de vegetación cuya silueta se recortaba en un cielo azul añil intenso. Había gran variedad de tonos sutiles, pero ningún color verdadero.
Y de pronto pareció como si una mano gigantesca desplegara en el cielo un rollo de la más fina seda verde, que quedó suspendida en el aire, a varios kilómetros de altura, extendiéndose hasta donde alcanzaba la vista, deslizándose y brillando, cambiando constantemente, emitiendo y reflejando luz propia. Alrededor de ella, el cielo se hizo más negro. Los árboles y las formaciones rocosas cobraron relieve cuando la mano pareció sacudir la tela; entonces, el cielo de seda se onduló y ante nosotras danzaron tonalidades verde pálido que jamás hubiera podido imaginar.
Los caballos se quedaron clavados en el suelo.
—Dios mío —susurró Helen—. ¿Qué es esto?
Del noroeste llegó un sordo estallido de color, como si una ventana se hubiera abierto en el cielo para dejar entrever a los perplejos mortales de la tierra los tesoros que había más allá. Caían en cascada rayos de un verde plateado, un violeta intenso y del rosa más cálido y delicado que podáis imaginar; era el color del amor, de los sueños de las chicas, de un futuro agradable y feliz que yo seguramente nunca conocería. Era un color tan increíblemente intenso y al mismo tiempo tan delicado, que a través de él podíamos ver las estrellas.
Y así fue como pasamos a engrosar las filas de las pocas almas privilegiadas a las que una afortunada coincidencia temporal, geográfica y atmosférica ha permitido contemplar la aurora boreal.
—Las luces del norte —dije.
Silencio.
—¡Guau! —murmuró Helen.
—No hay nada comparable —coincidí.
De nuevo silencio.
—Pero ¿cómo se producen? —preguntó ella.
Respiré hondo, lista para soltar una larga y tediosa explicación sobre partículas cargadas procedentes del sol que colisionaban con átomos de oxígeno y nitrógeno, pero me lo pensé mejor.
—Los esquimales creían que eran regalos de los muertos —dije. Luego, sorprendida de mi propia temeridad, así como de las profundidades sentimentales a las que podía caer mi carácter, normalmente cínico, añadí—: Creo que las ha enviado Dana.
Helen y yo observamos titilar y oscilar las luces durante otros diez minutos antes de que se apagaran. Aquello nos retrasaba aún más, pero no parecía importar. Habíamos recobrado fuerzas.
—Gracias —susurró Helen.
Y supe que no me lo decía a mí.
Poco antes de las tres y media llegamos a los establos de los caballos de alquiler que mi amiga tiene en Voe. Estaban vacíos, pero vi a sus dos caballos mirándonos desde un campo cercano. Desmonté y deslicé la mano por la pata herida de Charles. Había aguantado, pero iba a necesitar unos días de descanso. Encontré unos baldes y di a los dos caballos agua en abundancia y una brazada de heno. Luego los desensillé, los solté en el campo, y llevé las sillas al cuarto de los arreos. La llave estaba donde esperaba encontrarla, bajo una maceta de loza.
El cuarto de los arreos de mi amiga hace las veces de despacho, y había un teléfono. Se lo señalé a Helen, cerré la puerta y fui directa a un cajón del escritorio. Tuve suerte. Había un paquete de bizcochos Jaffa, una caja casi llena de chocolatinas Maltesers y tres tubos de caramelos de menta Polo. Dividí el botín y comimos hambrientas durante cinco minutos. Cuando nos sentimos un poco mejor, aunque todavía doloridas y cansadas, enchufamos el portátil de Dana.