—Esperarán que nos dirijamos al aeropuerto —dijo Helen—. Tendrán vigilada la carretera que lleva al sur.
Tenía razón, y aunque lográramos llegar a Sumburgh, no podríamos aparcar y esperar el primer avión. Mucho antes del amanecer la gente que me buscaba tendría todos los aeropuertos y los puertos de ferries bajo control.
Se me revolvió el estómago. Helen era una buena aliada; era valiente, inteligente y no se dejaba intimidar fácilmente; pero ni siquiera ella sería capaz de resistir mucho tiempo contra todo el Departamento de la Policía del Norte una vez que nos descubrieran. Y encontrarnos sería lo más fácil del mundo. Hay muy pocas carreteras en las islas Shetland, y desaparecer en un complicado laberinto de caminos vecinales no era una opción. Si queríamos evitar que nos localizaran en la siguiente hora, teníamos que dejar las carreteras.
—No puedo pedir que nos manden un helicóptero hasta mañana por la mañana —dijo—. ¿A qué hora amanece?
—A eso de las cinco —respondí.
En verano me levantaba a menudo a esa hora para sacar a pasear a los caballos antes de irme a trabajar. Era una posibilidad. Helen tamborileaba con los puños en el salpicadero, a todas luces reflexionando.
—Tora, escucha —dijo al cabo de un segundo—. No puedo empezar a lanzar acusaciones contra un superior sin tener muchas más pruebas de las que ya tenemos. Necesitamos más tiempo —consultó su reloj—. Son casi las dos. ¿Se te ocurre dónde podríamos escondernos las próximas tres horas?
Pensé en ir a mi casa; no era buena idea, seguramente sería el primer lugar donde buscarían. Pensé en volver al hospital; habría muchas zonas tranquilas a esa hora de la noche, pero lo más seguro era que me reconocieran. Pensé en ir al centro de Lerwick y buscar un café abierto toda la noche o incluso una discoteca; era una buena idea, lo malo es que no estaba segura de que hubiera alguno. Helen y yo no podríamos escondernos entre la gente; simplemente habría muy poca gente en las Shetland.
—¿Sabes montar? —pregunté.
Quince minutos más tarde aparcaba, por segunda vez en esa noche, un poco más abajo de la colina de mi casa. Charles y Henry nos oyeron y se acercaron trotando a la valla. Les di unos caramelos de menta a cada uno y se dejaron ensillar dócilmente. Yo estaba un poco preocupada por la pata de Charles; montar un caballo cojo en medio de la nada no era una perspectiva que me atrajera, pero la herida parecía estar sanando bien y, mientras nos lo tomáramos con calma, aguantaría.
El portátil de Dana, los libros del escritorio, nuestro dinero y el móvil de Helen fueron a parar a las dos alforjas; todo lo demás tuvimos que dejarlo. Ayudé a Helen a subirse a Henry y yo monté a Charles. Los caballos se emocionaron con la idea de una salida con luna llena y se movieron nerviosos. Helen estaba rígida, tenía los nudillos blancos alrededor de las riendas. Mientras salíamos, sentí remordimientos; montar de noche no es algo que recomiende la Sociedad Hípica Británica, y menos aún en terreno abrupto y con un caballo herido y una jinete inexperta.
Nuestra propiedad está en la colina que se eleva sobre Tresta; cruzaríamos el campo, saldríamos del pueblo y volveríamos a la carretera principal, eso sería probablemente lo mejor, porque nunca me ha gustado el estruendo que hacen los cascos de dos caballos grandes sobre el asfalto. Charles iba el primero, emocionado con la primera salida que hacía en una semana, pero marcando un ritmo que Henry estaba encantado de seguir. Yo quería trotar para dejar la carretera lo antes posible, pero no me atreví a intentarlo hasta que Helen se sintiera más segura. Cada vez que los cascos de Henry patinaban sobre el asfalto liso o repiqueteaban contra las piedras sueltas la oía maldecir por lo bajo.
Mientras nos dirigíamos hacia el este desde Tresta se hizo casi noche cerrada. La luna desapareció detrás de una nube y las colinas parecieron acercarse más. Llegamos al lugar donde la carretera había sido excavada en la roca de las colinas. Ni Helen ni yo veíamos muy bien de noche, y hasta los caballos tenían dificultades. Siempre he odiado la sensación de cuando un casco resbala en el asfalto y el trasero del caballo se hunde, así que podía imaginarme perfectamente por lo que estaba pasando Helen.
Tomamos una curva y a nuestra izquierda la colina se convirtió en un acantilado que se alzaba sobre nosotras. A la derecha, el terreno descendía abruptamente hacia Weisdale Voe, una de las mayores ensenadas del interior. A la luz del día era un lugar conocido por su belleza; por la noche, sin la riqueza de los colores ni el intenso contraste de los juegos de la luz en la tierra y el agua, el paisaje parecía vacío e inacabado. Las rocas se veían oscuras y extrañas; áridas, como incapaces de albergar vida. A pesar de las luces parpadeantes en el borde del agua, la tierra a nuestro alrededor parecía hostil.
Mientras avanzábamos, traté de dar sentido a todo lo que habíamos averiguado en las dos últimas horas. Siguiendo las pistas de Dana, habíamos descubierto lo que parecía ser una red de dinero ilegal: grandes sumas se ingresaban en las cuentas de negocios de Stephen Gair procedentes de fuentes desconocidas, de las cuales una parte importante entraba en una cuenta de Tronal y era distribuida de nuevo entre hombres destacados de las islas, entre ellos mi marido. ¿De dónde venía todo ese dinero? ¿Qué clase de actividad podía generar tanto dinero? ¿Y había alguna posibilidad de que hubiéramos interpretado mal lo que habíamos visto? ¿Que Duncan, Richard y hasta Kenn no estuvieran implicados en las muertes de Melissa y Dana?
Un kilómetro más adelante oí lo que había temido: el ruido de un coche. Acerqué a Charles al borde de la carretera, y Henry, antes que Helen, hizo otro tanto detrás de mí. Vi cómo las luces se acercaban. Charles empezó a moverse nervioso y tiré de las riendas.
—Quieto —murmuré—. Sujétalo bien —dije por encima del hombro.
El coche se acercaba a donde estábamos, oímos cómo reducía la velocidad al vernos. No se detuvo, sino que continuó hacia el oeste.
Dije unas palabras a Helen para tranquilizarla y nos pusimos de nuevo en camino. No tardamos en llegar al punto donde podíamos tomar una carretera secundaria. Nos dirigíamos al norte por la B9075 hacia Weisdale. Las posibilidades de encontrarnos con un coche a toda velocidad disminuyeron, pero no las de que nos oyeran y reconocieran. Teníamos que cruzar el pueblo lo más deprisa posible; iba a arriesgarme a trotar. Después de asegurarme de que los estribos de Helen estaban lo bastante cortos, le recordé que mantuviera los talones hacia abajo y sostuviera las riendas cortas. Luego apremié a Charles.
Henry se puso a nuestra altura. Miré a Helen con una sonrisa que esperaba que fuera de aliento. Se levantaba excesivamente sobre los estribos para trotar y no seguía el ritmo de los botes. Dijo que había montado un poco pero que no estaba acostumbrada a saltar ni a galopar. Pero era una actriz pésima.
—¿Adónde vamos? —gritó por encima del ruido de los cascos.
Me pareció buena señal que se sintiera lo bastante relajada para hablar.
—Hacia el norte a través del valle Kergord, a Voe —respondí—. Una amiga mía tiene un par de caballos. Dejaremos estos en su campo hasta que pueda organizar que los recojan.
—¿Todo el camino es de asfalto? —preguntó ella, esperanzada.
Estábamos pasando por delante de Weisdale Mill y vi luz en la casa de al lado.
—No. Nos queda un kilómetro por esta carretera y luego otro kilómetro y medio de camino de tierra. Y finalmente campo abierto.
Hubo un silencio mientras ella consideraba las implicaciones de cabalgar en el campo en la oscuridad.
—¿Has montado antes por aquí?
Asentí. Me pareció absurdo aclararle que la única ocasión en que lo había hecho fue a plena luz del día, con caballos en perfecto estado y con un guía local con experiencia.
—¿Cuánto tardaremos?
—Un par de horas.
—Deberíamos haber traído algo de comer.
Yo también me moría de hambre. No quería ni pensar en la última vez que había comido algo. Pero en cuanto empecé, ya no pude parar. Hacía aproximadamente doce horas: un sándwich de pollo con mayonesa en el autobús. Lamenté la aprensión que me había embargado al abrir la nevera de Dana.
Ante nosotras se alzaban unas formas oscuras, lo bastante poco frecuentes en ese paisaje para causar extrañeza. Eran árboles; las plantaciones de Kergord, que cubrían unas tres hectáreas y media, y eran posiblemente la única zona boscosa de las Shetland; sin duda, la única que yo había visto.
El estrépito de los cascos sobre el asfalto dio paso al crujir de las hojas secas. La última vez que había montado por allí, el guía me había explicado que a finales de primavera el suelo del bosque se cubría de pequeñas celidonias. Traté de verlas, pero las nubes y las copas de los árboles me lo impedían. Por encima de nosotros, un aleteo y un graznido sobresaltaron a los caballos. Unos grajos daban vueltas en el cielo, reprendiéndonos por haberlos despertado.
Llegamos al sendero de tierra y volvimos a ir al paso para cruzar un guardaganado. Sentí cómo el pánico volvía a apoderarse de mí y me obligue a calmarme. Durante cientos de años los caballos se habían utilizado como transporte nocturno. Charles y Henry podían arreglárselas, y yo también.
Al cabo de unos minutos me pareció que Helen volvía a estar lo bastante relajada para hablar de nuevo.
—Bueno, supongo que no es muy habitual que aparezcan millones de libras de la nada sin que haya habido algún trapicheo. ¿Alguna idea?
Helen se atrevió a levantar los ojos del camino.
—He estado pensando en ello —dijo—. Me pregunto si se dedican a vender bebés. Tal vez a parejas ricas de países extranjeros, donde la adopción privada es la norma y el dinero cambia de manos. La mayor parte de ese dinero parecía proceder de Estados Unidos.
A mí también se me había ocurrido, pero, sabiendo lo que sabía de Tronal, no me pareció posible.
—Según el registro, solo nacen ocho bebés al año —dije—. Para generar esa clase de ingresos, necesitarían más niños, ¿no? ¿Y qué hay de los bebés que se supone que se adoptan aquí? ¿De dónde salen?
—Ocho bebés, ¿eh? ¿Una clínica de maternidad en una isla privada solo para ocho bebés al año? ¿Te parece posible?
—No —dije, ni por un momento me había parecido ni remotamente posible.
Habíamos llegado al final del sendero de tierra. Solo teníamos que pasar por delante de unas granjas y estaríamos en campo abierto. Pero en ese preciso momento se abrió la puerta de una granja y apareció un hombre. Era bajo y grueso, de unos setenta años, y llevaba una camiseta de malla rota y unos pantalones de chándal grises que le colgaban por debajo de las caderas. Iba descalzo y supuse que se había levantado con demasiadas prisas como para buscar las gafas, porque entrecerraba los ojos como si forzara la vista para vernos bien; un detalle que no contribuyó a mitigar mi inquietud, ya que nos miraba a través del cañón de una escopeta del calibre doce.