28

En el dormitorio principal, Helen se subió a una silla frente al gran armario de roble y abrió el cajón del medio de los tres que había en la parte superior. Me pasó un pequeño maletín de lona ribeteado de cuero rojo. Dentro se movía algo grande. Abrió la cremallera y sacó un pequeño ordenador portátil que reconocí en el acto.

Me sonrió, pero no vi luz en sus ojos.

—El portátil que se han llevado era de la policía. Este era el suyo. Dana siempre copiaba todo lo importante. Solo introducía en él la información realmente confidencial.

Lo llevó a la habitación de invitados, conectó los cables y lo abrió. La pantalla cobró vida. Miró hacia la ventana. La persiana estaba bajada, pero yo estaba segura de que desde fuera se vería luz.

Helen estaba ya concentrada intentando acceder al sistema de archivo de Dana, pero yo me sentía demasiado nerviosa para sentarme a su lado.

—Helen.

Levantó la vista.

—Tienes que saber que la policía debe de estar buscándome.

Se recostó en la silla y arqueó las cejas. Era un gesto tan típico de Dana que no supe si reír o llorar.

—Quieren interrogarme por lo que ha pasado hoy, mejor dicho, ayer. Me he dado de alta del hospital hace unas horas. De forma extraoficial.

—¿Saben que tienes una llave de esta casa?

Negué con la cabeza.

—Seguramente lo deducirán. Tenemos que irnos a otra parte.

Me senté con ella ante el ordenador y examinamos una lista de archivos, cada uno numerado.

—Dana daba a sus casos un nombre distinto al oficial —explicó ella.

Cliqueó los últimos, donde era más probable que estuvieran los casos más recientes.

—Era muy rigurosa con la seguridad —dije, recordando los comentarios de Kenn Gifford sobre la paranoia de Dana.

—Hacía bien —afirmó Helen—. La seguridad de las comisarías tiene más agujeros que un colador. Allá vamos.

El caso número Xcr56381 se abrió. Era una carpeta con varios archivos. Mientras los leía empecé a sentir una fría opresión en el pecho.

El primer archivo se llamaba «Personas desaparecidas». Los subarchivos cubrían Shetland, las Orcadas, Escocia y el Reino Unido. El segundo archivo se llamaba «Bebés», y estaba compuesto por los subarchivos «Partos en Franklin Stone» y «Partos en Tronal». Por último estaba la «Información financiera». En esa sección había una serie de nombres; reconocí algunos. Andrew Dunn, Kenn Gifford, Richard Guthrie, Duncan Guthrie, Tora Hamilton. Pero Stephen Gair tenía una sección para él solo, con un subarchivo para su compañía, «Gair, Carter, Gow».

—El primer sospechoso siempre es el cónyuge —dijo Helen al tiempo que abría los archivos de Gair—. Dana no pasaría por alto lo elemental.

Había varios datos personales: sus estudios, los primeros años de experiencia laboral, las fechas de sus dos matrimonios, en 1999 con Melissa y en 2005 con Alison Jenner. Pero casi todo estaba relacionado con el trabajo.

Empezamos revisando un informe sobre el bufete de Gair, llamado Gair, Carter, Gow, con base en Lerwick pero con oficinas en Oban y Stirling. La mayoría de sus casos parecían girar en torno a la gestión de contratos comerciales para compañías de transporte y petróleo locales. Advertí con cierta alarma que Gair representaba a la compañía de Duncan y, sin mucha sorpresa, que también eran los asesores legales del hospital. También tenían oficinas dedicadas a derecho familiar, escrituras de traspaso, fondos y validaciones testamentarias.

Noté un temblor en la sien izquierda, que amenazaba con volverse doloroso, mientras revisábamos página tras página extractos de cuentas del First National Bank of Scotland. El bufete Gair, Carter, Gow tenía muchas cuentas. Cada una de las tres sucursales poseía una cuenta comercial y una cuenta de ahorros; a los pocos minutos quedó claro que el bufete contaba con reservas considerables. También había seis cuentas cliente, ordenadas según el tipo de cliente.

—¿Cómo obtuvo Dana toda esta información? —pregunté—. No puedo creer que se la diera Stephen Gair. ¿Pudo haber conseguido una orden judicial en tan poco tiempo?

—Es poco probable —respondió Helen sin levantar la vista.

—Entonces… ¿cómo?

—Es mejor no preguntar —dijo Helen.

Cerró la cuenta de un cliente y abrió la siguiente. Luego hizo una pausa y me miró.

—Digamos que no era tan rigurosa con los procedimientos como lo era con la seguridad. De hecho, hace unos años la trasladaron de Manchester a Dundee debido a sus métodos poco ortodoxos. Me dijeron que la tuviera vigilada, que le hiciera ver que estaba equivocada. Ni que decir tiene que no lo logré.

—¿Obtuvo todo esto ilegalmente?

—Seguramente. Había pocas cosas que no supiera en cuanto a ordenadores. Hizo el doctorado en diseño de software. Se le daba especialmente bien piratear información de instituciones financieras.

—¿Cómo? ¿Cómo lo hizo?

Helen suspiró.

—Tora, no lo sé. No me gustaba preguntar mucho. Pero supongo que, cuando se mudó aquí, abrió una cuenta en cada banco e institución financiera de la isla. Debió de ir a ellos con frecuencia, para conocer al personal, y debió de copiar números de cuenta y códigos de la entidad. Intentaría deducir las contraseñas observando a la gente pulsar teclas en los teclados. Cuando estuvo en tu casa, ¿te fijaste si miraba vuestros papeles?

—Sí —dije; recordé que la había visto mirar el tablero de la cocina donde habíamos colgado los últimos extractos del banco y de las tarjetas de crédito.

—Tenía una memoria excelente para los números. Y, con lo que sabía de diseño de software, supongo que conseguía saltarse la mayoría de los sistemas de seguridad.

Dana la mala. ¿Quién lo habría creído?

—Pero —traté de refrescar mis conocimientos jurídicos—, cuando la información se obtiene ilegalmente, ¿eso no pone en peligro la investigación?

—Solo si intentas utilizarla. Dana nunca lo habría hecho. Una vez que hubiera averiguado lo que pasaba, habría buscado pruebas por medio de los conductos legales. Mira, Dana ha señalado varias veces a este cliente, Shiller Drilling. ¿Te suena?

—Vagamente. Creo que es una de las compañías petrolíferas más importantes.

Helen examinaba la cuenta cliente de Gair, Carter, Gow del año financiero anterior. Dana había marcado muchas entradas, todas relacionadas con Shiller Drilling.

—La ley estipula que los bufetes tengan una cuenta para cada cliente, ¿lo sabías? —dijo Helen—. El dinero que maneja en nombre de un cliente no debe mezclarse con el capital propio.

Supongo que puse cara de boba, porque respiró hondo y volvió a intentarlo.

—Cuando te compras una casa, das el dinero a tu abogado. Él lo guarda en la cuenta de su cliente hasta que llega el momento de pagar al vendedor. Se supone que es para asegurar la transparencia y limpieza de la transacción.

Asentí.

—Este dinero, por ejemplo, es del cliente Shiller Drilling, no de Gair, Carter, Gow —dije.

—Exacto. Y parece ser que Shiller Drilling movió mucho activo el año pasado. Mira…

Helen señaló las tres primeras entradas que Dana había marcado.

11 abril TRF — venta de Shiller Drilling: Minnesot. terreno rancho — 75 000 $

15 junio TRF — venta de Shiller Drilling: Boston. prop — 150 000 $

23 junio TRF — venta de Shiller Drilling: Dubai. Paseo marítimo — 90 000 $

Había más; demasiadas para abarcarlas con un vistazo, todas relacionadas aparentemente con ingresos procedentes de ventas de terrenos y propiedades. Al final de la página Dana había escrito una nota:

N.B.: Total de ingresos anuales de Shiller Drilling: 9075 millones de dólares, 5,5 millones de libras esterlinas (cambio actual). Referencia cruzada 3.

Helen hizo una búsqueda y tecleó «Referencia cruzada 3». Unos segundos después apareció una página llena de cifras. Desplazó el cursor hasta el final: «Manganate Minerals Inc., Informe Anual y Contabilidad». Dana había cruzado una cuenta cliente de Gair, Carter, Gow con el informe anual de una… ¿compañía de minerales?

Tamborileó con los dedos en el escritorio, luego desplazó el cursor a la parte superior de la página.

—Ya lo tengo. Manganate o como se llame es un holding. Shiller Drilling forma parte de él.

Tenía razón. En la columna de la izquierda, bajo el encabezamiento «Ingresos de Ventas de Propiedades y Terrenos», estaba Shiller Drilling. Helen recorrió con el dedo la pantalla en sentido horizontal. Según el informe anual, ese año Shiller Drilling había vendido 4,54 millones de dólares en tierras y propiedades. Helen cliqueó de inmediato otro icono y se abrió una calculadora. Apretó unas cuantas teclas y me sonrió. Me costaba seguirla. En la calculadora se leía 2 275 000.

—¿Y cuánto esperabas que hubiera? —preguntó Helen.

Yo asimilaba despacio.

—¿Cinco millones y medio? —aventuré, recordando la nota que había escrito Dana al final del extracto de Gair, Carter, Gow—. ¿Debería haber cinco millones y medio de libras esterlinas?

—Una chica lista —dijo Helen. Su cansancio parecía haber desaparecido—. Por tanto, la cuenta cliente de Gair, Carter, Gow nos muestra tres millones doscientas cincuenta mil libras de ingresos en ventas de tierras y propiedades que no aparecen en el informe anual de la compañía del cliente. ¿De dónde sale en realidad ese dinero?

—¿De otro ejercicio financiero?

Me miró con fijeza.

—Vas bien encaminada. Y si solo se trata de una discrepancia entre ejercicios financieros, deberías encontrar los millones que faltan… ¿dónde exactamente?

Pensé unos segundos.

—En el ejercicio anterior. O en el siguiente.

Asintió.

—No puedo creer que Dana no los tuviera en su ordenador —dijo.

Se puso a teclear de nuevo y en unos segundos teníamos los extractos de la misma cuenta cliente del año financiero anterior. Otra nota al pie de Dana:

N.B.: Total de ingresos anuales de Shiller Drilling: 10 065 millones de dólares, 6,1 millón de libras esterlinas (cambio actual). Referencia cruzada 2.

Introdujo «Referencia cruzada 2» en el buscador, accedimos a otro informe anual de Manganate, y Helen, con ayuda de la calculadora, convirtió los dólares en libras esterlinas. De nuevo, el informe anual mostraba unos ingresos de las ventas de terrenos y propiedades considerablemente inferiores a los de la cuenta cliente del bufete.

Lo comprobamos una vez más. Dana había retrocedido tres años y volvía a ocurrir. Todos los años entraban varios millones de libras en la cuenta cliente de Gair, Carter, Gow, inscritos como ventas de tierras y propiedades en el extranjero por parte de Shiller Drilling, pero si se comparaba con el informe anual del holding, quedaba por justificar una suma considerable.

—¿Alguna vez dormía? —murmuré, sobre todo para mí.

—Casi nunca se acostaba antes de la una o las dos —dijo Helen—. Era incapaz de desconectar.

Revisé las columnas de cifras y las notas. En los extractos del bufete había entradas de débito y de crédito; en cuanto se realizaba la venta de tierras y propiedades, los ingresos se transferían a las cuentas bancarias del cliente, la mayoría con un nombre de referencia.

—¿Tendría sentido sumar todos los débitos de Shiller Drilling? —pregunté—. ¿Ver a cuánto ascienden?

—No se pierde nada con probar —dijo Helen—. Necesito hacer pis.

Mientras Helen se levantaba, comprobé la columna de débitos; me fijé en todas las entradas de Shiller Drilling, y vi que no todos los débitos de Shiller tenían como referencia la misma cuenta bancaria. El dinero iba a parar a dos cuentas distintas. Apunté el número de referencia de cada una.

Oí la cadena del baño y los pasos de Helen en el piso de abajo. Quería saber qué información tenía Dana de Duncan, Richard, Andy Dunn y Kenn, por no hablar de mí. Sostuve el cursor sobre el nombre de Duncan un segundo, pero cambié de opinión y abrí el archivo de Andy. Fui directamente a su cuenta bancaria. Helen volvió con dos vasos de agua.

—Le gusta vivir bien —murmuró mientras se sentaba a mi lado.

Me había leído el pensamiento. Todos los meses hacía pagos elevados a una compañía de alquiler de coches, un vinatero, vuelos al extranjero… La cantidad mensual de su hipoteca me hizo parpadear.

—¿Cuánto gana un inspector de policía aquí? —pregunté.

—Tanto no —respondió Helen, muy seria de pronto—. ¿Y de dónde sale ese dinero?

Señalaba una entrada en la columna de créditos de 5000 libras. Retrocedió varios meses. Había varias cifras igual de elevadas. Cada una tenía un número de referencia, seguramente de la cuenta bancaria de la que se había transferido el dinero. Lo apunté; el corazón me latía con fuerza. CK0012946170. Había visto ese número antes, estaba segura.

—Espera un minuto —dije; le quité el ratón. Volví a la cuenta cliente de Gair, Carter, Gow, me desplacé por el texto hasta dar con el lugar adecuado, y señalé con un dedo la pantalla—. Mira. Me parecía que lo había visto. Es el mismo número.

Ahí estaba, CK0012946170. Las dos primeras letras, CK, se me habían quedado grabadas en la memoria. Había pensado en Calvin Klein. Comprobamos la columna de cifras. En todo el año había doce transferencias de la cuenta cliente Gair, Carter, Gow con la referencia CK, y sumaban hasta dos millones y medio de libras.

—Esto no pinta bien —dijo Helen para sí.

—¿Lo estoy entendiendo? —pregunté—. Tenemos millones no justificados procedentes del extranjero. Stephen Gair está transfiriendo una gran suma a esta cuenta bancaria y Andy Dunn está recibiendo una paga mensual de ella.

—Eso parece —dijo—. ¡Mierda! —miró el reloj y repitió—: Mierda.

Helen empezaba a tomarme en serio, y eso debería haber hecho que me sintiera mejor. Pero también parecía preocupada. Era evidente que acababa de percatarse de lo que yo sabía desde hacía rato: hacía horas que habían partido los últimos vuelos. No había forma de salir de las islas hasta la mañana siguiente.

—Entra en Gifford —dije—. Si está pasando algo en el hospital, tiene que estar implicado.

Asintió y volvió a coger el ratón.

—Espartano —dijo cuando abrió el archivo de Kenn Gifford.

Tenía razón. Pocas veces había visto un extracto bancario tan corto ni tan sencillo. El sueldo entraba todos los meses (sustancialmente más alto que el mío, aun teniendo en cuenta su alto cargo), y dos terceras partes salían de nuevo hacia una cuenta de ahorro. Cada mes sacaba una suma considerable de dinero en efectivo y eso era todo; no había giros, ni pagos domiciliados, ni mensualidades de ninguna clase. Mejor dicho, solo uno: 1000 libras entraban mensualmente en su cuenta; el número de referencia era CK0012946170.

—¿A qué hora te has ido del hospital? —me preguntó Helen.

—Hace cuatro horas.

—Mierda, tenemos que irnos —pero no hizo ademán de levantarse. En lugar de ello, abrió el archivo de Richard Guthrie y entró directamente en su cuenta bancaria. Dana había señalado dos entradas: la primera era el pago de un crédito de 2000 libras de la misma cuenta bancaria de la que Gifford y Dunn recibían el dinero; la segunda, otro ingreso de 2000 libras, con la referencia «Sueldo médico Tronal». No me había equivocado, Richard Guthrie seguía ejerciendo la medicina en la clínica de maternidad de Tronal. Bastó un rápido vistazo para comprobar que las dos entradas se repetían todos los meses.

—Debo comprobar a tu marido —dijo Helen.

—Lo sé.

Abrió el archivo de Duncan y me sorprendí tocando madera. Dana había encontrado un resumen de sus estudios universitarios y su carrera, así como unos recortes de prensa sobre, su nueva compañía. También tenía sus cuentas bancarias, tanto del negocio como personales.

Fue como si faltara el aire en el pequeño estudio de Dana. De pronto me costaba respirar. Observé a Helen pasar las páginas: la misma entrada se repetía mes tras mes: 1000 libras. Adivinad el número de referencia.

Helen me miró.

—¿Estás bien? —me puso una mano en el hombro.

Asentí, pero por supuesto no era verdad. Ya no miraba la pantalla.

—Aquí hay algo más —dijo—. A finales del año pasado. ¿Sabes de qué va?

Señaló una entrada a comienzos de diciembre. En la cuenta de Duncan habían ingresado cientos de miles de libras procedentes de la cuenta CK, y unos días después habían sido transferidas a la cuenta cliente de Gair, Carter, Gow.

—Compramos la casa la primera semana de diciembre —dije—. Es lo que pagamos por ella.

—Parece ser que Stephen Gair se ocupó de la venta —dijo Helen.

—Duncan me dijo que el dinero venía de un fondo —expliqué.

—Tu marido utiliza la banca electrónica —dijo ella con suavidad, como si tratara con una enferma—. ¿Sabes los datos de seguridad?

Reflexioné, y estaba a punto de sacudir la cabeza cuando se me ocurrió algo. Él nunca me lo había dicho, pero le había oído hablar por teléfono con el banco miles de veces. La fecha que había que recordar era el 12 de septiembre de 1974, mi cumpleaños; la dirección era el 10 de Rillington Place en referencia al título de la aterradora película; una broma morbosa que solo a él le hacía gracia. Sabía el nombre de soltera de su madre, McClare; solo se me resistía la contraseña, pero, a fuerza de devanarme los sesos, supe varias de las letras. Las escribí: P, Y, S y O. Las contraseñas tienen que ser fáciles de memorizar, de modo que la gente escoge nombres de cosas o personas que les gustan. Repasé los nombres de parientes, de sus mejores amigos de la universidad, hasta de los animales que habíamos tenido, pero no llegué a nada.

—¿Qué le gusta hacer? —preguntó Helen.

—Jugar a squash —logré decir.

—Jugadores de squash famosos —apuntó.

—No hay. De todos modos es inútil, nunca creerán que soy Duncan Guthrie.

—Pon la voz grave.

La bajé una octava.

—Nunca creerán que soy Duncan Guthrie —dije imitando ridículamente la voz de un hombre.

—Habla más deprisa y tápate la nariz, como si estuvieras resfriada.

—Por Dios, hazlo tú. Se supone que tú eres la marimacho.

Helen respiró por la nariz, como una madre al límite de su paciencia con un niño particularmente pesado.

—Osprey —dije, dándome cuenta de que ese pequeño estallido de rabia había conseguido que me sintiera mejor—. Su primer barco se llamaba Osprey. Eso es.

—¿Preparada para intentarlo? —cogió el auricular.

Sacudí la cabeza.

—No lo sé.

—Necesitamos saber exactamente de dónde viene este dinero.

Cogí el teléfono y marqué el número del banco. Cuando di el nombre de Duncan, la chica me interrogó inmediatamente y pensé que me había pillado. Me aparté del teléfono, fingí un estornudo y volví a hablar.

—Disculpe. Sí, Duncan Guthrie.

—¿Puede decirme la tercera letra de su contraseña, señor Guthrie?

Quince segundos después había burlado la seguridad.

—He estado revisando mi cuenta, es la primera vez que lo hago en varios meses, si le soy sincero, y hay ciertas cosas que no recuerdo haber establecido —fingí un ataque de tos—. Me preguntaba si podría explicarme las entradas.

—Por supuesto. ¿De qué no está seguro?

Di una cifra y una cantidad. Siguió un momento de silencio mientras lo comprobaba.

—Es un pago mensual domiciliado al gimnasio Body Max Gym y a su entrenador personal. ¿Quiere que lo cancele, señor Guthrie?

—No, no, déjelo. Debo empezar a ir a ese gimnasio. También estoy confundido con unas retenciones mensuales de unos clientes. Tienen la referencia CKOO12946170. ¿Puede decirme de dónde vienen…?

Otra breve pausa.

—La referencia de ese pago es la clínica de maternidad de Tronal.

No dije nada. Pasaron unos segundos.

—¿Puedo hacer algo más por usted, señor Guthrie?

—¿Qué pasa? —siseó Helen a mi lado.

—No, gracias. Muchas gracias por su ayuda.

Colgué.

—Tronal —dije—. Todo gira en torno a Tronal.

Helen miró la ventana por encima de mi hombro. Se levantó, cruzó la habitación y se quedó de pie mirando al exterior. Luego se inclinó y apagó la luz. No me gustó lo que vi en su cara y me levanté. El estudio de Dana estaba encarado hacia el puerto. Justo debajo de Comercial Street se habían detenido tres coches patrulla con las luces encendidas pero con las sirenas desconectadas. Mientras observábamos se reunió con ellos un cuarto coche.

—No puedo evitar pensar que esto tiene que ver contigo —dijo Helen.

—Arréstame.

—¿Qué?

—Arréstame. Si estoy bajo tu custodia no podrán hacerme nada.

Ella apartó los ojos de la ventana un segundo. Casi parecía estar considerándolo, pero al cabo de un momento negó con la cabeza.

—Estamos en su jurisdicción. No funcionará.

—Si me dejas en sus manos, me matarán. Como mataron a Dana. Parecerá un accidente, tal vez un suicidio, pero habrán sido ellos. Espero que no lo olvides.

—¡Tranquilízate!

Helen pasó por mi lado y volvió al escritorio. Desconectó el ordenador, lo cerró, y me miró por encima del hombro.

—¿Tienes coche?

Asentí y salí. Estábamos en la puerta trasera cuando oímos que aporreaban la delantera. Ella cerró la puerta con llave, recorrió con la mirada el pequeño jardín y salió. La seguí. Cuando llegamos a lo alto, se subió a un macetero grande y miró por encima del muro del jardín contiguo. Luego lo saltó, gateó unos metros y desapareció.

—Pásame la bolsa —me ordenó en voz baja.

Lo hice y luego salté. No era tan ágil como ella, pero en unos segundos estaba al otro lado del muro. Echamos a correr colina arriba en dirección al aparcamiento, pero el único camino para salir del segundo jardín era la calle, donde la policía estaría esperando. El muro de ese jardín era más bajo; logramos escondernos detrás de unos arbustos de lilas y observar. Frente a la puerta de Dana había tres agentes uniformados, un hombre con una cazadora de cuero marrón y otro mucho más alto; estaba segura de que era Andy Dunn. Uno de los agentes corrió hasta la puerta y la tiró abajo por segunda vez ese día. Desapareció en el interior de la casa; Helen y yo saltamos el muro, echamos a correr por el sendero, subimos un tramo corto de escalera y giramos hacia la izquierda por una arcada de piedra que daba al aparcamiento. Corrimos hasta mi coche y entramos.

Salía del aparcamiento cuando vi por el retrovisor que las luces del piso de arriba de Dana se habían encendido.