Yacía inmóvil en el suelo, con una mejilla apretada contra las tablas de roble del suelo de Dana y la mano derecha vacía.
El peso que me tenía inmovilizada se movió. Desplacé el codo hacia atrás con fuerza y oí gruñir a alguien. Luego volví a tener ese peso sólido encima. Me habían agarrado el brazo derecho y me lo torcían detrás de la espalda. Me retorcí, me sacudí y di patadas hacia atrás con las dos piernas. Los primeros tres golpes hicieron contacto y el peso se desplazó hacia delante.
—¡Policía! ¡No se mueva!
Sí, claro. Una de las manos que me agarraban el brazo derecho me soltó, seguramente para esposarme la mano izquierda. Pero no era lo bastante fuerte para sujetarme con un brazo.
Respiré hondo —nada fácil con ese peso sobre el pecho que me obstruía los pulmones— y me di la vuelta. La persona que tenía encima resbaló y cayó hacia un lado. Me puse de pie. Mi adversario también. Nos miramos. En la oscuridad distinguí una figura alta; pelo rubio y corto; facciones regulares, bien definidas. Reprimí la tentación de decir «El doctor Livingstone, supongo», porque a esas alturas sabía con quién me las estaba viendo.
—¿Quién demonios eres? —dijo ella.
—Tora Hamilton —respondí—. Una amiga de Dana. Me dio una llave.
Se me ocurrió que esa tal vez no era la respuesta más prudente, pero la mujer pareció relajarse.
—Trabajo en el hospital —añadí—. He estado ayudando a Dana en uno de sus casos. El asesinato. El cadáver que encontraron en mi terreno. La encontré yo —dejé de farfullar.
La mujer asintió.
—Me lo dijo.
Yo volvía a respirar con normalidad. Me dolía la cabeza pero había dejado de darme vueltas.
—Lo siento mucho, de verdad —oí cómo me fallaba la voz.
La inspectora general Helen Rowley me miró durante largo rato. Oí crepitar el sistema de calefacción central por el frío de la noche. Fuera ladró un perro.
—¿Crees que se suicidó? —lo preguntó en voz tan baja que apenas la entendí.
Ella no esperaba realmente una respuesta, pero yo había pasado la mayor parte de las últimas ocho horas esperando, deseando, que se me diera la oportunidad de decir lo que me disponía a decir.
—Ni por un momento he creído que lo hiciera.
Los ojos de Helen brillaron por la sorpresa, luego los entrecerró.
—¿De qué estás hablando? —susurró.
—¿Has visto la nevera? —pregunté. Fue lo primero que se me ocurrió—. ¿Crees que Dana habría llenado la nevera unas horas antes de quitarse la vida?
Su mirada se hizo más penetrante, si eso era posible. No me creía. Y se estaba enfadando. Pero yo ya me había lanzado. Se suponía que ella conocía a Dana mejor que nadie. ¿Por qué tenía que convencerla yo de algo tan obvio?
—Si Dana, la Dana que yo conocía, hubiera planeado suicidarse, habría vaciado la nevera, habría tirado todo al cubo de la basura, habría empujado el cubo hasta la acera y habría limpiado la nevera con Dettol —dije con una amargura que sabía que era injusta pero que no pude evitar—. Ah, y habría devuelto los libros a la biblioteca.
Helen retrocedió un paso y buscó a tientas en la pared. La habitación se llenó de luz y tuve la oportunidad de verla bien. Llevaba una cazadora acolchada gris y unos pantalones abombados como de lucha libre. Era alta, casi de mi estatura, y no tenía el pelo corto sino que lo llevaba recogido en una trenza. Era atractiva. No era lo que se dice guapa, pero tenía la línea de la mandíbula muy marcada y los ojos marrones. Me di cuenta, con un sobresalto, de que se parecía mucho a mí. Miró alrededor y se dejó caer en uno de los sofás.
Me obligué a guardar silencio unos segundos. Tenía tanto que decir, que no estaba segura de poder sacarlo todo de forma coherente. Cuando pensé que sería capaz de hablar sin decir tonterías, continué:
—Hace aproximadamente cuatro años trabajé durante un período largo con suicidas. Suicidas fracasados, por supuesto, es difícil hablar con los que… Bueno, los motivos y las circunstancias varían, pero todos tienen una cosa en común.
Helen se había echado hacia delante, tenía los brazos cruzados y las manos en los antebrazos. Habló hacia la alfombra, a sus pies.
—¿Qué es? ¿La desesperación?
—Supongo. Pero la palabra que iba a utilizar era «vacío». Esas personas miran el futuro y no ven nada. Creen que no hay nada por lo que vivir y por eso no quieren seguir haciéndolo.
Me miró.
—¿Y Dana no era así?
Me incliné hacia ella y me obligué a hablar despacio.
—En absoluto. Estaban pasando demasiadas cosas en su vida. Se había propuesto llegar al fondo de este caso…, se sentía furiosa por la falta de apoyo que estaba recibiendo. Hablé con ella varias veces en los últimos días. Estaba bien; preocupada, enfadada, crispada, pero desde luego no se sentía vacía. Esta mañana me escribió una nota. Te la enseñaré; la tengo arriba, en alguna parte. No es la nota de una suicida. Dana no se suicidó.
—Me han dicho que estaba teniendo problemas para adaptarse, que no se relacionaba con sus colegas, que echaba de menos su antiguo puesto…, que me echaba de menos a mí —le tembló la voz.
—Probablemente todo eso sea cierto, pero no es motivo suficiente.
—Anoche me llamó. Estaba preocupada y quería que la ayudara, pero tienes razón, no parecía…
Nos quedamos un rato inmóviles, en silencio. Me preguntaba si ofrecerme a preparar té cuando ella volvió a hablar.
—Esta casa es tan suya… Sabe crear ambientes agradables. Su piso de Dundee era igual. Deberías ver mi casa. Es un caos.
—La mía también —dije, pero por dentro volvía a sentirme nerviosa. El alivio que había experimentado al ver a Helen estaba dando paso a la ansiedad. Tarde o temprano me encontrarían. Me llevarían a la comisaría para que prestara declaración y me retendrían allí el tiempo que quisieran. Había creído que necesitaba a Helen, pero no la necesitaba llorando o desesperada. La quería activa.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó.
Seguí su mirada hasta el suelo.
—Un arma humanitaria —dije—. Para sacrificar caballos.
Por un segundo creí que se echaría a reír.
—Dios. ¿Es legal?
Me encogí de hombros.
—Lo era. En los años cincuenta.
—¿Te importa si lo pongo en un lugar seguro?
—Adelante.
Se levantó, cogió el arma y la dejó encima de una cómoda. Luego volvió a mirarme; la piel alrededor de sus ojos estaba llena de manchas rosadas, pero supe que le faltaba mucho para derrumbarse.
—¿La mataste tú? —preguntó.
Abrí la boca pero fui totalmente incapaz de responder. Lo que fuera que vio en mí hizo que se relajara, incluso esbozó una sonrisa.
—Lo siento, tenía que preguntártelo. Entonces, ¿quién lo hizo?
—No estoy segura. Pero probablemente no se trata de una persona que actúa individualmente. Y desde luego hay una conexión con el caso que Dana estaba investigando. Creo que estaba muy cerca de averiguar algo. Yo también. Creo que alguien trató de matarme hace un par de días.
Le hablé sobre el accidente de barco, sobre el descubrimiento del mástil serrado. Cuando terminé, guardó silencio. Luego se levantó, cruzó la habitación, y se detuvo frente a un cuadro en el que no me había fijado. Era un pequeño dibujo a lápiz de un terrier rodeado de piernas femeninas con zapatos de tacón. No tenía ni idea de si me creía o me había tomado por loca.
—Iba a ponerme en contacto contigo esta misma mañana. Para pedirte que me ayudaras —dije.
Se volvió de nuevo, tenía una expresión algo dura.
—¿Ayudarte a qué?
—Bueno, para empezar, a estar fuera de peligro. Pero también a averiguar qué está pasando y quién mató a Dana.
Sacudió la cabeza.
—Debes dejarlo en manos de la policía.
Me levanté de un salto.
—¡No! Ese es precisamente el problema. La policía no hará nada. Dana lo sabía. Por eso no confiaba en sus colegas y le resultaba tan difícil trabajar con ellos. Aquí está pasando algo muy serio y la policía está implicada de algún modo.
Ella se dejó caer en el sofá.
—Te escucho —dijo.
Yo también me senté.
—Esto te va a parecer un poco extraño —empecé.
Veinte minutos después había terminado. En el reloj de la pared vi que eran las doce y cuarto. Helen se levantó y salió de la habitación. La oí moverse por la cocina. Volvió unos minutos después con dos copas de vino blanco.
—Tenías razón —dijo—. Me parece extraño.
Me encogí de hombros y sonreí bobamente. Bueno, la había prevenido.
—¿Trolls? —repitió; en su mirada leí un «¿Estás hablando en serio?».
Bebí un sorbo de vino. Era bueno; intenso y puro, muy frío.
—Bueno, no. En realidad no son trolls. Evidentemente los trolls no existen. Pero hay alguna clase de culto basado en esa vieja leyenda de las islas.
—¿Gente que cree que son trolls?
Estaba perdiendo el tiempo. Me levanté.
—Siéntate —bramó ella—. Dana no te tenía por imbécil, así que voy a darte el beneficio de la duda —levantó la vista de la cómoda—. A pesar de ciertas pruebas que demuestran lo contrario.
Me puse de morros como una adolescente a la que acaban de regañarle. Helen revisaba las notas que había tomado mientras yo hablaba y no vio mi expresión. Volví a sentarme.
—Bien, por el momento necesito dejar a un lado el folclore de las Shetland y concentrarme en lo que sabemos —continuó—. Desenterraste un cadáver en tu terreno que ha sido identificado como el de Melissa Gair. Llevaba dos años muerta y poco antes de morir dio a luz.
Asentí.
—Hasta ahí todo está razonablemente claro, aunque es bastante horrible. Lo que lo complica todo es que se creía que Melissa Gair había muerto casi un año antes. Tenemos a una mujer que ha muerto dos veces. La primera muerte está bien documentada y probada, y, al menos sobre papel, es difícil negarla. Pero la segunda muerte le lleva ventaja, porque hay un cadáver que la respalda —se detuvo para beber un sorbo de vino.
—Es un pelín complicado, sí.
—Y que lo digas. Ahora bien, a raíz de ciertos símbolos grabados en el cadáver y de un anillo que encontraste en tu terreno, empezaste a considerar la idea de que habían asesinado a más de una mujer.
Asentí de nuevo.
—De modo que consultaste las estadísticas de las defunciones en las islas —se inclinó y cogió las notas que yo había tomado en el hospital—. Si tus cifras son correctas…
—Lo son —la interrumpí.
Me miró ceñuda.
—Si son correctas, debo admitir que muestran un patrón claro. Cada tres años parece aumentar el índice de defunciones de mujeres jóvenes. Bien, pasemos ahora de los hechos a la teoría. Tu hipótesis es que algunas de esas mujeres…
—Aproximadamente seis cada tres años.
—De acuerdo. Algunas de esas mujeres fueron raptadas. Simularon su muerte en un hospital moderno y ajetreado, y las retuvieron contra su voluntad en algún lugar durante todo un año —miró de nuevo los papeles—. Crees que en la isla de Tronal. Durante ese período fueron… ¿fecundadas? —hizo una mueca. Yo también.
—También podrían haberlas llevado allí en las primeras fases de embarazo —dije—. Como Melissa. En estas islas hay tantas historias sobre secuestros de chicas, mujeres embarazadas y niños, y sobre el hallazgo de huesos humanos… Dios mío, en este lugar hay más fosas comunes que en Bosnia.
—Hummm. ¿Y esos crímenes son obra de hombres vestidos de gris que viven en cuevas subterráneas, aman la música y los objetos de plata, y temen el hierro?
No dije nada; me limité a mirarla furiosa.
—Bueno —dijo ella por fin—, volvamos a las mujeres desaparecidas. Crees que mientras estaban prisioneras dieron a luz y luego las mataron. Volvieron a traer el cuerpo aquí y las enterraron en tu terreno —hizo una pausa.
—Sí —respondí—. Eso es lo que creo que ocurrió.
Guardó silencio.
—Es exactamente como en la leyenda —me apresuré a continuar—. Los kunal trows roban esposas humanas. Diez días después de haber dado a luz a su bebé, que siempre es un varón, porque son una raza de varones, la madre muere.
—Tora…
—Melissa Gair fue asesinada entre una semana y diez días después de haber dado a luz.
—Vamos, vamos… ¿Existe la más remota posibilidad de simular una muerte en un hospital? ¿De verdad?
—No hace mucho lo habría negado con rotundidad. Pero ahora creo que es posible.
—¿Cómo?
—Tendría que haber mucha gente implicada: varios médicos, tal vez un administrador, sin duda un forense. No estoy segura de si se podría engañar a un médico cualificado, pero sí a alguien profano, sobre todo a un pariente afectado…, si hubiera mucho jaleo, un montón de distracciones…, y si el paciente estuviera inmóvil, tal vez en un estado de coma inducido mediante drogas.
Helen agitó el vino de su copa y observó los dibujos que describía. No soltó prenda, pero me pareció que me escuchaba.
—Además, creo que utilizan la hipnosis —continué, pensando: «Qué demonios…».
Dejó de agitar la copa.
—¿La hipnosis? —repitió.
Después de ver su expresión, el mero hecho de que no me esposara y telefoneara a sus colegas me infundió el coraje para continuar.
—La hipnosis no es ninguna tontería —dije a todo correr—. Se ha demostrado científicamente y la practican muchos psiquiatras. Creo que es posible enseñar un cuerpo aparentemente sin vida a un familiar desconsolado e inducirle a creer que esa persona está muerta.
Helen guardó silencio. Luego empezó a menear la cabeza. No se lo tragaba.
—Todas las historias que he leído hacen hincapié en la facultad de los trows para hipnotizar a la gente.
—Solo son historias.
Parecía incrédula, y no me extrañaba. Pero no había estado en mi piel los pasados diez días.
—Yo ya no lo creo. Estoy segura de que mi jefe del hospital sabe hipnotizar. Hace poco hubo un incidente con mi caballo. Me dejó en una especie de trance y consiguió que hiciera exactamente lo que me decía. Y creo que también me lo ha hecho un par de veces en el hospital. Me pone las manos en los hombros, me mira a los ojos y me habla. Y mi estado anímico cambia. Me siento serena y feliz de hacer lo que me dice.
Helen dejó de mover la cabeza, pero yo no hubiera sabido decir si estaba convencida o no.
—¿Y hay drogas que pueden hacer que alguien parezca muerto, como has dicho?
—Ya lo creo. Si se toma la cantidad suficiente de casi cualquier sedante, la presión arterial descenderá tanto que será imposible encontrar el pulso periférico. Es arriesgado, por supuesto, porque cabe la posibilidad de excederse en la dosis y acabar matando al paciente. Pero un anestesista competente sabría hacerlo.
Le di tiempo para reflexionar sobre ello mientras pensaba en el anestesista competente que yo conocía.
—¿Cuánto de todo esto hablaste con Dana? —preguntó ella.
—No tuve oportunidad. Pero le dejé mensajes. Le hablé de las leyendas de los trows. Y sé que me tomó en serio por todos los libros que he visto en el piso de arriba. ¿No te dijo nada cuando te llamo?
Helen suspiró y bebió otro sorbo de vino. No estaba claro quién de las dos bebía más deprisa. Debíamos aflojar el ritmo, sobre todo yo.
—No —dijo—. Quería verme. Vi que estaba preocupada. No quiso hablar por teléfono.
—Sabía demasiado —me pregunté si alguna vez lograría dejar de culparme. Por mí, por los mensajes que le había dejado, Dana había estado demasiado cerca de averiguar algo. Ella había pagado el precio de mis intromisiones.
Como si me leyera el pensamiento, Helen me puso una mano en el hombro.
—No descarto las estadísticas que has mencionado, pero me cuesta asimilar el asunto de los trows. De momento, seguimos teniendo un solo cadáver. Trabajemos a partir de eso, ¿quieres? —se levantó—. Vamos, veamos qué dice Dana sobre todo esto.
La miré como una boba. ¿Qué pensaba hacer, una sesión de espiritismo?
—Vamos a buscar en su ordenador. Sé su contraseña.
Sacudí la cabeza.
—Encima de su escritorio no hay nada. Se lo ha llevado la policía.
—¿Eso crees? —dijo, y se volvió para encaminarse hacia la escalera.