De algún modo, logré bajar en la bicicleta de Elspeth, sin pedalear, hasta la carretera donde tenía aparcado el coche. Con gran esfuerzo, metí en el maletero las bolsas y la bicicleta plegada, y puse el motor en marcha. Creo que me habría costado aunque no hubiera estado llorando.
Empezaba a llover cuando me dirigí de nuevo a Lerwick. No podía parar de llorar. Di gracias a Dios por que no estuviera del todo oscuro, pues tenía que conducir deprisa. Me buscarían en esa carretera. En cuanto llegara a las afueras de Lerwick me resultaría más fácil esconderme. Nunca imaginarían adónde iba. En la nota de Dana ponía:
Tora:
Acabo de hablar con tu suegra. ¿Siempre es así?
Tu mensaje es de gran ayuda. Las piezas empiezan a encajar.
Supongo que estás volviendo hacia aquí. No te quedes sola en tu casa. Ven a la mía. Entra y espérame.
¡Estoy preocupada por ti! Por favor, ponte pronto en contacto.
DANA
En la esquina superior había escrito la fecha y la hora. Las doce de ese mismo día. Comprendí que esa información podía ser crucial para determinar la hora de su muerte y que debía entregar la nota inmediatamente a la policía. Conociendo mi suerte, tendría oportunidad de hacerlo en los próximos cinco minutos.
Pero no me persiguió ningún coche patrulla en el breve trayecto hasta Lerwick. Una vez que dejé la carretera me sentí más segura. Tardé unos minutos en llegar a The Lanes, pasé de largo el aparcamiento de Dana y continué hasta el siguiente.
Habían reparado la puerta delantera —un trabajo rápido, chicos—, pero no habían cambiado la cerradura. El vestíbulo de Dana parecía tranquilo, silencioso. Me detuve un momento a escuchar y me di cuenta de que la casa no estaba en absoluto en silencio. Las casas nunca lo están. Oí el débil gorgoteo del agua calentándose, el suave zumbido de los aparatos electrónicos, hasta el tictac de un reloj. Nada que me acelerara el pulso. Había llevado una linterna, la encendí y recorrí el pasillo hasta la cocina. Estaba impecable. Habían fregado el suelo recientemente, y la encimera de acero inoxidable alrededor del fregadero brillaba. Sin pensar realmente en lo que hacía, tal vez porque tenía hambre y actuaba subconscientemente, me acerqué a la nevera y la abrí.
Dana había hecho compras. La bandeja para la ensalada estaba llena. Había un frutero gigante lleno de albaricoques en un estante y varios quesos continentales envueltos en otro. Yogur natural en cantidad. En la puerta había dos litros de leche semidesnatada, un tetrabrik de zumo de arándanos y una botella de buen vino blanco. Encima había una hilera de huevos ecológicos. No había carne ni pescado. Dana era vegetariana.
Pensé en comer algo, pero sabía que no podría. Cerré la nevera y salí de la cocina. Tenía que subir al piso de arriba.
Repetí paso a paso el último recorrido que había hecho en esa casa, pensando, como solemos hacer en tales ocasiones: «Si… si no me hubiera entrado el pánico en Unst; si hubiera vuelto a casa de Richard y Elspeth, y hubiera robado el coche de Elspeth en lugar de su bicicleta, habría llegado a la isla principal en un par de horas, habría estado aquí antes de que Dana…».
La puerta del cuarto de baño estaba cerrada. Me cubrí la mano con la chaqueta y la empujé. Luego apunté la linterna alrededor.
Impecable.
Habían limpiado a fondo el cuarto de baño. Recordé las pequeñas salpicaduras rosa que había visto en los azulejos poco antes ese mismo día. Habían desaparecido. Las baldosas del suelo estaban limpias, pero, que yo recordara, también lo habían estado antes. Dana había sido tan pulcra al morir como lo había sido en vida. Retrocedí y cerré la puerta. No tenía nada que hacer allí.
Pasé de largo el dormitorio de Dana. Me dirigía a la habitación de invitados, donde había dormido unos días antes y que sabía que hacía las veces de despacho.
Su escritorio estaba prácticamente vacío. Sabía que guardaba sus notas sobre el caso en una carpeta azul, pero no había rastro de ella en la habitación. Abrí el cajón del escritorio y encontré un archivador de veinte carpetas colgantes. Cada una tenía una etiqueta de color beis escrita en tinta lila: CASA, COCHE, INVERSIONES, PENSIÓN, VIAJES, SEGURO… Pensé en los tres archivos destartalados que tenía en casa y que utilizaba para organizar mis papeles. Tal vez si hubiera pasado más tiempo con Dana, me habría enseñado a ser ordenada, organizada. Solo unos pocos consejos.
Cerré el cajón. Probablemente estaba perdiendo el tiempo. La policía debía de haberse llevado todo lo relacionado con el caso. Recordaba haber visto un ordenador portátil encima del escritorio en mi visita anterior, pero había desaparecido. Solo quedaban una impresora y unos pocos cables colgantes. Y un montón de libros pulcramente amontonados a un lado.
El primero del montón me llamó la atención porque reconocí al autor. Wilkie Collins, leí, y recordé la broma de Richard de que sus novelas serían adecuadas para una lectora mediocre como yo. La dama de blanco. Lo habría tomado como lectura de Dana para conciliar el sueño si no fuera porque no estaba en su mesilla de noche y porque había varias páginas marcadas con pequeños post-its amarillos. Lo cogí.
El siguiente libro del montón era El folclore de las islas Shetland, de James R. Nicholson. De nuevo, tenía varias páginas señaladas con post-its. Luego encontré Folclore, mitos y leyendas británicos, de Marc Alexander. El título del último libro del montón me resultó familiar, aunque nunca había visto ningún ejemplar. Lo abrí y vi que era de una biblioteca; a juzgar por la fecha de devolución estampada dentro, lo había sacado hacía muy poco. Era el libro del que había encontrado varias referencias en el despacho de Richard, el que más podía decirme acerca de los kunal trows. Dana se había tomado en serio mis comentarios sobre los cultos locales. El libro también estaba lleno de post-its. Me senté en la cama y empecé a leer.
La primera historia que había llamado la atención de Dana era la del macabro hallazgo de un elevado número de huesos humanos durante la construcción de un edificio en Balta. Los lugareños habían murmurado algo sobre un enterramiento antiguo, pero los huesos (todos de personas adultas) estaban amontonados unos sobre otros sin ningún orden, y no había rastro de lápidas. En el post-it que lo señalaba Dana había escrito: «¿Eran huesos de mujeres? ¿Es verdad esta historia? ¿Pueden comprobarse los datos?».
En una página posterior leí sobre una roca que se eleva en el mar cerca de Papa Stour, conocida en la región como Frow Snack o Maidens’ Skerry, la Roca de la Doncella. En la época en que la autora escribió el libro podían verse los restos de un edificio sobre la roca. Corrían rumores de que se había utilizado como cárcel para las mujeres que «se portaban mal». En el lado este de las Shetland había otra roca, Maiden Stack, con una historia similar. Dana había apuntado: «Historias isleñas de mujeres encarceladas. ¿Se han encontrado restos humanos en alguna de las dos rocas?».
Unas páginas más adelante Dana había encontrado otra historia de tumbas no ortodoxas: un gran número de pequeños montículos en la isla de Yell. Toda la ladera, según la tradición local, estaba cubierta de enterramientos, hasta el punto de que la gente evitaba ese lugar. En las notas de Dana se percibía una frustración cada vez mayor. «¿Cuándo?», había escrito. Había buscado hechos y pruebas, verdaderas pistas que pudiera investigar con un meticuloso trabajo policial. El libro sólo ofrecía historias. Pero eran historias interesantes. Si la autora estaba en lo cierto, en esas islas se habían encontrado varias veces fosas comunes ocultas y no consagradas. Me preguntaba cuántas más podían haber. Yo cada vez estaba más segura de que Melissa no era la única mujer que había enterrada en mi terreno.
Perdí por completo la noción del tiempo mientras leía los libros que Dana había llenado de post-its; cada vez averiguaba más cosas de la extraña y a menudo horrible historia de las islas.
Encontré otras muchas historias: de mujeres jóvenes, de niños, hasta de animales robados por los trows, quienes en su lugar habían dejado apariencias que habían muerto poco después. Los cínicos dirían, por supuesto, que las apariencias no eran tales, que las muertes habían sido por causas naturales (o, más probablemente, humanas), y que los trows no habían tenido nada que ver con ello. Se podría argüir, y parte de mí se sentía tentada a hacerlo, que habían atribuido a los trows un montón de maldades humanas cometidas en esas islas a lo largo de los años. Aun así, me impresionó que hubiera tantísimas historias. Una y otra vez surgía el mismo tema: se llevaban a alguien, dejaban en su lugar una apariencia y al poco tiempo esta moría.
Por supuesto, yo no creía en las apariencias. Si las muertes habían sido simuladas para ocultar los secuestros —que era básicamente lo que apuntaban todas esas historias—, se había hecho con medios naturales. No iba a seguir ninguna ruta sobrenatural.
El problema era que no iba a seguir ninguna ruta. Las palabras empezaban a saltar por la página y yo ya había pensado bastante por un día. Puse el libro en el suelo y dejé que se me cerraran los ojos.
En mi sueño, cerraba la puerta trasera a Duncan y los golpes de la madera contra el marco de la puerta resonaban por toda la casa. Me desperté. No había sido un sueño. Alguien había entrado en la casa. Alguien se movía, con discreción pero de forma bastante audible, en el piso de abajo.
Por un momento volvía a estar en el mundo de pesadilla de hacía cinco días. Había regresado. Me había encontrado. ¿Qué diablos podía hacer? «Quédate inmóvil, no te muevas, no respires siquiera. No te encontrará».
Era ridículo. Quienquiera que fuera, probablemente había tenido la misma idea que yo. Buscaba algo y su búsqueda no tardaría en conducirlo hasta el lugar donde Dana trabajaba.
«Escóndete».
Tanteé detrás de mí. La cama era un diván. No había ningún armario. Ningún lugar donde alguien de mi estatura pudiera pasar inadvertida. Y menos aún cuando era a mí a quien buscaba.
«Escapa».
Era la única opción sensata. Me senté. Tenía las llaves encima del escritorio. Cuando las cogí, tintinearon.
Agarré la manija de la ventana. No se movió. Dana las había cerrado con seguro, por supuesto. Era policía. Las examiné desde más cerca. Eran de cristal doble. Tal vez pudiera romperlas, pero haría mucho ruido. Tenía que bajar. Pasar de algún modo por su lado sin que me viera.
Metí una mano en mi bolsa de viaje y hurgué en ella hasta dar con la única protección que me había llevado de casa. Agarrándola con fuerza con la mano derecha, me acerqué a la puerta, giré el pomo con suavidad y se abrió. Me llegó un golpe sordo del piso de abajo. Crucé el pasillo y agradecí que Dana hubiera puesto moqueta en él y en la escalera. En el piso de abajo el suelo era de madera y baldosas. Pero todavía tenía que bajar.
En lo alto de la escalera me detuve a escuchar. Llegaban ruidos de detrás de la puerta de la cocina, cerrada. Miré por encima de la barandilla. Había dos puertas que daban a la cocina, sin contar la trasera que daba al jardín: la primera, la que estaba mirando en esos momentos, comunicaba con el vestíbulo; la segunda, con la sala de estar. Decidí que iría por ahí, tiraría algo en el vestíbulo para distraer a quien fuera que estuviera allí y, cuando saliera a investigar, cruzaría con sigilo la cocina y saldría por la puerta trasera. Una vez fuera, saltaría el muro del jardín y correría como una loca hasta el coche.
Cinco pasos más, seis. Tenía la mano derecha húmeda por el sudor. Comprobé el gatillo. Solté el seguro.
El último peldaño crujió.
Crucé el pasillo y entré en la sala de estar. Estaba más oscuro de lo que debería. Alguien había corrido las cortinas. Me detuve. Escuché. Levanté la mano derecha frente a mí, pero me temblaba.
Luego algo me golpeó en la espalda y me desplomé.