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En el despacho de Richard había encontrado una interpretación de las runas de Melissa que por fin tenía algún significado. Pero una de ellas seguía sin tener mucho sentido. Veía adónde había querido ir a parar el artista, si podía llamarse así, con Fertilidad y Sacrificio. Pero ¿Cosecha? En medicina utilizamos la palabra «cosecha» cuando hablamos de un órgano que ha sido extirpado para un trasplante, y yo había barajado la idea de que se refiriera al corazón arrancado. Pero ¿qué posibilidades había de que un culto antiguo utilizara un término médico moderno? Cuanto más pensaba en ello, más probable me parecía que Cosecha hacía alusión no al corazón sino a la criatura.

Eso me llevó rápidamente a la siguiente pregunta clave. En general, ¿con qué frecuencia te encuentras con una cosecha de una unidad? Utilizamos la palabra «cosecha», en singular, pero en sus implicaciones es claramente plural, evoca imágenes de fertilidad y abundancia. Y yo sabía que al menos otra joven había encontrado prematuramente la muerte en 2004, el año en que se suponía había muerto Melissa. Kirsten Hawick, arrollada por un camión mientras montaba a caballo, tenía más o menos la misma edad que Melissa y se parecía bastante a ella físicamente. Además, había encontrado en mi terreno un anillo que probablemente fue suyo. En verdad, nunca lo había aceptado como una coincidencia.

Melissa no había muerto y sido incinerada en 2004; su cuerpo, todavía en el depósito de cadáveres, ofrecía pruebas irrefutables de ello. Si bien no podía imaginar como lo habían hecho, su muerte prematura tuvo que haber sido simulada; ¿había ocurrido lo mismo con Kirsten y tal vez con otras mujeres?

¿Quedaban más cuerpos por encontrar?

Lo primero que debía averiguar era cuántas defunciones de mujeres se habían registrado en 2004, de modo que a través de internet accedí a la Oficina de Registro General de las Shetland. No era el sitio más fácil de consultar, pero después de dar varios rodeos lo encontré: una tabla de las defunciones que habían tenido lugar en las Shetland entre 1983 y 2007, agrupadas en franjas etarias de cinco años.

En 2004, el año de las muertes de Melissa y Kirsten, había habido 106 defunciones de mujeres en las islas. Examinando la lista encontré que, como era de esperar, la mayoría estaban incluidas en las franjas de edad avanzada, de sesenta y cinco años para arriba. En el nivel más bajo de la escala las muertes eran muchas menos. En ese año en particular no había muerto ninguna mujer de edad comprendida entre 0 y 19 años. En la franja de 20 a 24, sin embargo, habían muerto cinco. En la de 25 a 30 años habían muerto tres mujeres, y en la siguiente, de 30 a 34 años, cuatro. Un total de doce mujeres jóvenes habían muerto en un solo año.

Me pareció una cifra muy elevada.

A continuación consulté el año 2005. Solo habían muerto seis mujeres en las tres franjas etarias correspondientes. Y en 2006 solo había habido cuatro muertes de esas características.

El año 2006 era el último del que se tenían estadísticas, de modo que retrocedí en el tiempo. En 2003 habían muerto dos mujeres en esa franja de edad. El año 2002 había sido particularmente bueno, ya que no había constancia de ninguna muerte. En 2001, por el contrario, había registradas once muertes.

Seguí retrocediendo. En 2000 había habido seis muertes, en 1999 solo dos, y en 1998 la impresionante cifra de diez. En 1997 encontré dos modestas muertes, al igual que en 1996, pero ¿podéis creerlo?, en 1995 habían muerto ocho mujeres prematuramente.

Revisé toda la tabla hasta 1983. No soy experta en estadística, pero incluso yo fui capaz de ver aparecer un patrón. Cada tres años se daba una modesta pero significativa irregularidad con el índice de defunciones femeninas. ¿Qué diablos significaba y, aún más importante, por qué nadie lo había detectado antes?

Volví a mirar la columna del total, para ver si el patrón se reflejaba en ella. El número total de mujeres muertas en las Shetland variaba considerablemente: de 86 en 2003 a 154 en 1997. Lo revisé a conciencia, pero no logré discernir ningún patrón cada tres años; el aumento de las defunciones, la diferencia en las cifras, parecía algo totalmente fortuito. Fuera lo que fuese lo que ocurría en los tres grupos de edad de las mujeres jóvenes, quedaba enmascarado por las cifras relativas a la población femenina total. Si añadías las defunciones masculinas a la ecuación, las posibilidades de que alguien viera lo que yo acababa de ver eran nulas.

Tal vez eso explicaba por qué ningún experto en estadística de la Oficina de Registro General había advertido la anomalía. Si se tomaba la población de las Shetland como un todo, no ocurría nada; y como el índice de muertes en las Shetland era más bajo que en el resto de Escocia, no había habido motivos para que nadie examinara las cifras con más detenimiento. Las cifras eran sencillamente demasiado pequeñas para que destacaran en una investigación que no fuera muy específica.

Me recosté para reflexionar sobre ello.

Había empezado buscando una tanda y había encontrado siete. Había por lo menos siete años en los que el índice de defunciones de mujeres se salía de la norma. Bastaría mostrar las cifras a algún experto para convencerlo de que estaba pasando algo extraño, pero, por desgracia, no tenía ni idea de a quién acudir. Me costaba creer que todo el Departamento de la Policía del Norte fuera corrupto, pero ¿cómo podía saber en quién confiar y en quién no, ahora que ya no estaba Dana? Además, si algunas de esas muertes eran sospechosas (o, lisa y llanamente, si no habían ocurrido en realidad), ¿cómo no iban a estar implicados los altos cargos del hospital? ¿Podía contar con que alguien me apoyara? Decidí que necesitaba tener más datos. ¿Quiénes eran esas mujeres? ¿Cómo habían muerto? Empecé por 2004, el año en que, supuestamente Melissa, había muerto.

Salí de internet, entré en los archivos del hospital y busqué información sobre las defunciones de 2004. Ese año habían muerto un total de 106 mujeres, de las cuales solo me interesaban doce. Iba a llevarme bastante tiempo comprobarlas todas, y todavía estaba atontada por el sedante que me había dado Gifford.

Por suerte, el listado de defunciones incluía el nombre y la fecha de nacimiento. Tardé treinta minutos —cada vez que oía un ruido en el pasillo daba un bote—, pero al final conseguí la lista de las doce mujeres que fallecieron ese año a una edad comprendida entre 20 y 34 años.

Anoté los nombres, la edad y la causa abreviada de la muerte en un bloc de notas que encontré encima del escritorio.

Melissa Gair — 32 — cáncer de mama

Kirsten Hawick — 29 — accidente a caballo

Heather Paterson — 28 — suicidio

Kate Innes — 23 — cáncer de mama

Jacqueline Ross — 33 — eclampsia

Rachel Gibb — 21 — accidente de coche

Joanna Buchan — 24 — ahogada

Vivian Elrick — 27 — suicidio

Olivia Birnie — 33 — enfermedad de corazón

Laura Pendry — 27 — cáncer de cérvix

Caitlin Corrigan — 22 — ahogada

Phoebe Jones — 20 — suicidio

Observé la lista durante cinco, diez minutos, buscando algo que se saliera de lo corriente. No había nada, salvo que parecían demasiadas. Por otra parte, las causas de las muertes eran exactamente las que uno habría esperado. Normalmente las mujeres jóvenes mueren como consecuencia de un accidente o una autolesión deliberada. Aparte de eso, cabe esperar unos pocos casos de enfermedades del corazón y de cáncer, y algún que otro problema asociado con el parto.

Volví a mi primera lista, la de la Oficina de Registro General que había impreso. Un cálculo aproximado me indicó que cuando eliminabas de la ecuación los años irregulares, la cifra media de mujeres jóvenes que morían anualmente en las Shetland era de 3,1. Si tenía en cuenta solo los años irregulares, la media ascendía a 10. Cada tres años morían seis o siete mujeres más de lo normal.

¿Era posible fingir ese número de muertes? ¿Hacer desaparecer a esas mujeres y mantenerlas vivas un año más para luego asesinarlas tan brutalmente como habían asesinado a Melissa? Y, he aquí la gran pregunta, ¿habían dado todas ellas a luz poco antes de morir, como Melissa?

Volví a la lista de las doce mujeres que habían muerto en el año 2004. Melissa y Kirsten no habían fallecido de muerte natural, de eso estaba segura. Pero ¿cuáles de las otras habían compartido su destino? ¿Vivian? ¿Phoebe? ¿Kate? ¿Cuáles de esas mujeres habían sido raptadas y tenidas prisioneras durante casi todo un año, y habían dado a luz solas y aterrorizadas? ¿Cuál había sido su mayor miedo al final, su propia vida o lo que sería de su bebé?

Una cosecha de bebés. Por fin lo había dicho. Debía de haber estado rebotando en lo más recóndito de mi mente desde la autopsia, cuando descubrí que la mujer que encontré en mi terreno había dado a luz. «¿Qué fue de ese bebé?», me pregunté inmediatamente. En el despacho de Richard, el descubrimiento de que una de las runas significaba Cosecha casi me llevó hasta allí, pero fue el comentario pasajero de Jenny sobre la tanda de bebés lo que me dio el empujón que necesitaba.

«Piensa, Tora, piensa». Si raptaron a esas mujeres, tuvieron que esconderlas en algún lugar seguro pero apartado de esta localidad. Las enterraron aquí mismo —en mi terreno, por el amor de Dios—, de modo que no podían haberse ido de las islas. Tuvo que ser en algún lugar próximo a un centro médico, donde pudieran dar a luz sin peligro. ¡Cielos! Era evidente.

Teclee de nuevo y abrí la pagina de obstetricia y ginecología. Ya había consultado esa lista una vez, un día después de que encontrara a Melissa; informaba de todos los partos que habían tenido lugar en la isla de marzo a agosto de 2005, cuando debía de haber nacido el bebé de Melissa. La imprimí, me senté a estudiarla y refresqué mi memoria. Ciento cuarenta partos. Según Dana, la mayoría de las mujeres de la lista estaban vivas y con buena salud, pero a esas alturas yo sabía que estaba enfrentándome a gente inteligente y con enormes recursos. Cuando puedes simular una muerte en un hospital moderno, puedes falsificar cualquier cosa.

Revisé la lista, marcando las entradas según avanzaba. Pronto, todos los partos que habían tenido lugar en Tronal estaban subrayados con rotulador amarillo. Esperaba encontrar seis o siete; solo había cuatro. Eran pocos para apuntar una respuesta fácil; sin embargo, Tronal era el lugar ideal; lo bastante remoto para ofrecer privacidad, y accesible a los que tenían una embarcación y sabían navegar en condiciones difíciles. Había una clínica de maternidad moderna y un obstetra residente. Me dio un vuelco el corazón al caer en la cuenta de que también contaba con un anestesista cualificado que podía ir y venir sin dificultad.

¡Dios mío!

Mi suegro trabajaba para el centro de Tronal. Tenía que hacerlo. Allí era donde estaba cuando se ausentaba tantos días. Recordé lo que Stephen Renney había dicho: Melissa había sido fuertemente anestesiada antes de que la mataran y las náuseas retrocedieron. Richard había sido director médico del Franklin Stone antes de pasar las riendas a su protegido, Kenn Gifford. Si se simulaban muertes en ese hospital, los directores médicos ocupaban un lugar idóneo para supervisarlas.

De pronto tuve la certeza de que Richard estaba implicado. Probablemente Kenn también lo estaba. Y Dana y yo habíamos tenido dudas acerca de Andy Dunn. Uno de ellos nos vio salir a Duncan y a mí en el velero y creyeron que yo no sobreviviría a la travesía. Habían conspirado para asesinarme. Y volverían a intentarlo.

Había estado observando los papeles que tenía encima del escritorio, pero un parpadeo en la pantalla me hizo levantar la vista. Había aparecido un mensaje:

Se ha realizado una operación ilegal y el programa se cerrará.

Y a continuación la imagen desapareció de la pantalla. Había visto antes ese mensaje y sabía que podía no significar nada. De cualquier modo, se me había acabado el tiempo. Apagué el ordenador, recogí los papeles y cogí mi chaqueta del respaldo de la silla. Me metí los papeles en el bolsillo, luego apagué la lámpara y me acerqué a la puerta.

Escuchando con atención en la oscuridad, oí los ruidos que suele haber en un hospital, pero todos parecían algo alejados. No había moqueta en el pasillo, y estaba segura de que habría oído a alguien acercarse. Decidí correr el riesgo, abrí la puerta y miré a izquierda y derecha. Voces. La puerta de mi despacho estaba abierta; tenía que pasar por delante de ella para salir. No tenía sentido esperar más. Agradeciendo mi buena fortuna de llevar zapatillas de deporte y poder moverme sin hacer mucho ruido, pasé rápidamente por delante de mi despacho, crucé las puertas de vaivén del final del pasillo y bajé la escalera. Salí por urgencias rezando para no encontrarme a nadie conocido; de poder escoger no habría tomado esa ruta, ya que era la parte del hospital donde siempre había más movimiento, pero era la más rápida para salir. En el aparcamiento, me detuve a reflexionar. Eran las diez menos cinco de la noche y necesitaba un medio de transporte. Tenía que volver como fuera a casa de Dana para recuperar mi coche. Eché a andar por el aparcamiento pero de pronto me detuve. Y casi me reí.

Mi coche estaba aparcado en la zona reservada para el personal del hospital. Las llaves seguían en mi bolsillo. Alguien había puesto incluso la bicicleta de Elspeth en el maletero.

Era demasiado tarde para salir de las islas esa noche, pero de todos modos esa parte del plan había cambiado. No iría a ninguna parte. Tenía más cosas que averiguar e iba a decírselo a la gente en quien podía confiar; esa sería mi prioridad a la mañana siguiente. Helen era la única persona a la que podía recurrir. La Helen de Dana. Era una agente de alto rango en Dundee. Dana confiaba en ella, y eso me bastaba.

Primero necesitaba algo de ropa y un saco de dormir, por si acababa pasando la noche en el coche. Aparqué a medio kilómetro de mi casa, detrás de unos garajes. Luego saqué la bicicleta de Elspeth del maletero y pedaleé en la noche colina arriba. Rodeé la casa, mirando por todas las ventanas del piso de abajo, pero no parecía haber nadie. Sin hacer ruido, introduje la llave y entré. En el suelo de baldosas, detrás de la puerta, había correspondencia. Cerré la puerta y escuché. Nada. Estaba bastante segura de que la casa estaba vacía, pero de todos modos me sentía nerviosa. Subí corriendo la escalera, busqué una bolsa de viaje y la llené de ropa. Encima del armario guardaba mi saco de dormir; cogí una almohada de la cama, por si acaso. También metí mis joyas, las pocas que tenía. Por último, encontré la vieja pistola para caballos de mi abuelo y la escondí entre la ropa.

Me detuve en el umbral y se me ocurrió que podía ser la última vez que veía esa habitación, esa casa. Era de buena educación dejar una nota.

En nuestro tocador había una foto del día de nuestra boda. Duncan, alto y elegante, con chaqué, me besaba la mano en la puerta de la iglesia. Yo iba envuelta en encaje color crema y, por primera vez en mi vida, se me veía femenina. Siempre me había encantado esa foto. La cogí, la tiré al suelo y la pisoteé con fuerza. El cristal se hizo añicos y el marco de madera se partió por una esquina. El mensaje era evidente.

Bajé la escalera con dificultad; no sabía cómo me las arreglaría para llevar tantas cosas en la bicicleta. El contestador parpadeaba. Cinco mensajes. Podían ser importantes. Apreté el PLAY.

«Tora, soy Richard. Es martes al mediodía. Elspeth y yo estamos preocupados por ti. Por favor, llámanos».

«Sí, seguro que estáis preocupados». Apreté el botón de borrar.

«Tor, soy yo. ¿Qué está pasando? Llevo todo el día llamándote al móvil. ¿Puedes llamarme, por favor?».

Lo borré.

«Tora, escucha…, esto no tiene gracia. Todo el mundo está preocupado por ti. Solo dinos que estás bien… Lo tengo muy complicado para volver. Por Dios, Tora, llama, ¿quieres?».

Lo borré.

«Soy yo otra vez. Acabo de enterarme de lo de Dana. Lo siento mucho, cariño. Volveré mañana por la mañana. ¿Puedes llamarme, por favor, solo para hacerme saber que estás bien?… Te quiero».

Pensaréis que soy idiota, pero no pude borrar ese mensaje. Apreté el botón para escuchar el último. Una voz diferente.

«Tora, esto no ha sido una buena idea. Tienes que volver. Espero que no estés conduciendo. Dime dónde estás e iré a recogerte».

«Ya te gustaría». Lo borré. De todos modos, me quedé preocupada. Si Kenn había advertido a la policía local que estaba conduciendo bajo el efecto de sedantes, me cogerían a los pocos minutos de salir de casa.

Llevé mis cosas hasta la puerta y me agaché para recoger las cartas. Iba a dejarlas en la mesa de centro de la sala de estar cuando una me llamó la atención. Era un sobre lila con mi nombre escrito a mano. No llevaba sello y noté que dentro había algo pesado y duro. Lo abrí, saqué una llave dorada y leí la breve nota; la primera que he recibido nunca de ultratumba.