Cuando volví en mí, lo primero que pensé fue que seguía en la casa y que el inspector Dunn estaba inclinado sobre mí. Luego me di cuenta de que los ojos eran de un gris pizarra, en lugar de gris azulado, y que el pelo era rubio mate, sin rastro de rojo.
—¿Qué hora es? —logré preguntar.
Gifford miró el reloj.
—Las ocho y veinte.
—¿Qué me has dado?
—Diazepam. Estabas muy tensa cuando te han traído. Me has tenido un buen rato preocupado.
Diazepam es un sedante suave. Si me había dicho la verdad, estaría atontada durante un par de horas pero por lo demás bien. Decidí ponerlo a prueba sentándome. Me costó más de lo que había esperado.
—Es fácil —dijo él.
Dio vueltas a la manivela de la cama hasta colocarla en la posición de sentado. Luego me cogió la muñeca. Bajé la vista, alarmada, pero la tenía entera y sin señales. Gifford me la sostuvo durante medio minuto para comprobar el pulso. Luego me tomó la presión, me examinó los ojos con una pequeña linterna y levantó varios dedos para que los contara. Esperé a que terminara y declarara que estaba bien; al límite de mis fuerzas pero básicamente a salvo.
—¿Dónde está ella? —pregunté.
Él pareció confuso.
—Supongo que abajo. Tora, prométeme que no…
—Te lo prometo —respondí, y hablaba en serio.
No tenía ninguna intención de buscar a Dana. Dana se había ido a algún lugar donde yo no estaba dispuesta a seguirla.
—Lo siento mucho —dijo Gifford.
Guardé silencio.
—Supongo que nunca sabemos lo que pasa realmente en la cabeza de los demás.
—Supongo que no.
—Estaba sometida a mucha presión. Llevaba mucho tiempo siendo infeliz.
—Lo sé. Solo me habría gustado…
—No habrías podido hacer nada. Cuando los suicidas toman una decisión, no hay modo de detenerlos. Lo sabes muy bien.
Asentí. Lo sabía.
—He hablado con Duncan. Va a volver, pero no ha encontrado billete para antes de mañana por la mañana.
Lo miré.
—Podría… Me parece que me iré unos días a casa de mis padres. ¿Crees que habrá algún problema?
Gifford volvió a cogerme la mano.
—Estoy seguro de que no —respondió—. El inspector Dunn necesita hablar contigo. Le he dicho que espere hasta mañana. Voy a retenerte aquí esta noche.
Volví a asentir.
—Gracias.
Gifford bajó la cama con la manivela y cerré los ojos.
No suelo caer bien a la gente. No sé por qué, aunque con los años me lo he preguntado muchas veces. ¿Qué es exactamente lo que les desagrada de mí? No se me ocurre y nadie me lo ha dicho nunca. Todo lo que sé es que nunca me ha resultado demasiado fácil hacer amigos o conservarlos.
Recuerdo un incidente en la escuela de primaria, cuando tenía ocho años; aquel día estábamos alborotados, y la profesora, la señorita Williams, amenazó con trasladar al que se portara mal a un pupitre vacío frente al resto de la clase. Yo estaba de mal humor, harta de los otros cinco niños de mi mesa, que no paraban de moverse y hablar, de modo que levanté la mano y pedí cambiar de sitio. Quería trasladarme al pupitre tranquilo, pero la señorita Williams me malinterpretó y creyó que quería sentarme en cualquier otra parte. Me preguntó adónde quería ir; impresionada ante las nuevas posibilidades, miré alrededor.
En el otro extremo del aula, un chico gritó que me sentara con él. Luego, uno por uno, la mayoría de mis compañeros gritaron lo mismo. Allí donde miraba, los niños me suplicaban que me sentara a sus mesas. Supongo que se les despertó el sentido de la competencia; dudo que fuera una simpatía sincera hacia mí lo que los impulsaba a hacerlo, pero en ese momento no podía saberlo. Durante unos minutos disfruté del clamor, luego elegí un nuevo sitio y fui recibida con entusiasmo por mis nuevos compañeros de mesa.
El incidente se me ha quedado grabado porque es la única vez que recuerdo haberme sentido valorada por los que me rodeaban. La única vez que me he sentido popular.
En el instituto siempre me encontraba formando parte de un trío. Empezaba con una amiga íntima, pero luego, en alguna parte a lo largo del camino, aparecía alguien y pasábamos a ser tres. De forma lenta pero implacable, la intrusa pasaba cada vez más tiempo con nosotras, hasta que era evidente que veía más a mi mejor amiga que yo. Me ocurrió una y otra vez, hasta que no supe lo que era tener una amiga para mí sola.
De modo que aprendí a no esperar mucho de otras mujeres. Pasé por la facultad de medicina sin intimar demasiado con nadie. No era una zumbada que se quedaba estudiando todas las noches hasta las tantas, y nadie habría dicho que era una colgada. Pero nunca he tenido esa amiga especial, con quien necesitas hablar cada dos días, que te ofrece chocolate y comprensión cuanto se te parte el corazón, que sabes que será tu dama de honor el día de tu boda y la madrina de tu primer hijo.
Me sobresaltaron las voces al otro lado de la puerta y me preparé para fingir que dormía.
—Al menos si la necesitamos la tenemos cerca —reconocí la voz de una de mis comadronas en prácticas.
—No creo que haga falta —dijo una mujer de más edad que podría haber sido Jenny—. Nunca he visto una tanda de bebés más sanos. Debe de ser algo que lleva el agua esta primavera.
Las comadronas siguieron andando y me sumergí de nuevo en el pozo de la autocompasión.
Diré una cosa más en mi favor: nunca soy avasalladora. Raras veces tomo la iniciativa con las amigas, siempre espero a que me llamen o me propongan quedar. Nunca me quejo cuando la amistad empieza a enfriarse, y nunca protesto si no hay mensajes en la pantalla de mi móvil o cuando me entero por chicas que conozco de salidas a las que no he sido invitada. Lo acepto como norma, embotello mi soledad y la pongo en el estante con las demás.
Lo que trato de decir con esta perorata autoindulgente es que con Dana todo el proceso había vuelto a empezar. Dana había pasado de ser alguien que no me caía muy bien a alguien en quien confiaba sin dudarlo. Más que eso, había empezado a disfrutar de su compañía. En los diez días pasados, Dana había estado cada vez un poco más cerca de convertirse en una amiga. Hasta que, en algún momento del día, mientras yo huía de las islas como un conejo asustado, ella yació en un baño de su propia sangre.
Abrí los ojos. Gracias a Dios que las comadronas parloteaban. Sabía qué me había preocupado desde que había averiguado en el despacho de Richard que uno de los símbolos inscritos en el cuerpo de Melissa significaba cosecha. Sabía qué debía consultar a continuación.
Estaba en una habitación privada auxiliar que comunicaba con una de mis salas. Encontré mi ropa y me vestí rápidamente. Eran las nueve menos cuarto, el hospital estaría tranquilo a esas horas. Eché un vistazo a la ficha que colgaba de mi cama. No me habían prescrito ninguna medicación para la noche; con suerte, no me echarían de menos hasta la mañana siguiente. Abrí la puerta. En la sala exterior había tres camas ocupadas. Una mujer estaba sentada dando de mamar. Las otras dos parecían dormir; sus pequeños apéndices jadeaban suavemente en cunas transparentes. Sin que nadie me viera, me dirigí sigilosamente hacia la puerta y salí al pasillo.
Necesitaba un ordenador, pero no podía arriesgarme a ir a mi despacho. En otra habitación, a dos puertas de la mía, encendí la lámpara de escritorio y el ordenador portátil. Mi contraseña seguía siendo válida y al cabo de unos momentos había entrado en el sistema.
«Tanda» era la palabra que Jenny había utilizado y que me había hecho recordar mientras reflexionaba en la cama sobre la amistad. Estaba buscando una tanda.