23

Debía volver a la ciudad y tomé la B9084, tenía ganas de vomitar por lo que acababa de averiguar. El accidente en barco no había sido tal. Alguien había saboteado la embarcación. Recordé que el chaleco salvavidas no se había hinchado y me sentí aún peor. En el puerto de Belmont tuve que esperar diez minutos desesperantes a que llegara el ferry. Durante ese tiempo pensé si había hecho lo correcto. Tenía que irme de Unst y esa era la única ruta que conocía. Pero ellos adivinarían adónde me había ido. Estarían esperándome al otro lado.

Llegó el ferry. Los cuatro coches que esperaban delante de mí subieron y yo los seguí. Llegaron dos coches más y estudié con atención a sus ocupantes. No reconocí a ninguno. Mientras el aire se llenaba del intenso olor a diesel y el ruido de los motores ahogaba los demás sonidos, empezó a lloviznar. Me subí el cuello del abrigo, me eché hacia delante y clavé la vista en Yell, deseando que se acercara y al mismo tiempo temiendo el momento del desembarco.

Durante esa larga y lenta travesía a la isla principal tuve demasiado tiempo para pensar. Alguien quería que muriera. No necesitaba preguntar por qué. Había desenterrado lo que se suponía que debía permanecer oculto para siempre. Si me hubiera desentendido, y hubiera permitido que la policía investigara, ahora probablemente estaría fuera de peligro. Pero frustrada por la falta de progresos de la policía, sintiendo un interés casi personal por el caso, había interferido una y otra vez. Si yo no hubiera comprobado los historiales médicos, ¿a quién se le habría ocurrido relacionar un cadáver mutilado con una muerte por cáncer? Sin una identidad, el crimen nunca se habría resuelto, pero gracias a una servidora, alguien tenía motivos para estar asustado. Y yo también lo estaba.

Desde que me había ido del astillero hasta que llegué a la isla principal, mis pensamientos fueron totalmente egocéntricos. Luego me acordé de Dana. Paré de pedalear y busqué con torpeza el móvil en los bolsillos. El cerebro todavía me regía lo suficiente para comprender que yo no era la única persona que corría peligro, y que no era de un solo asesino en potencia de lo que Dana y yo debíamos preocuparnos. De hecho, cuanto más pensaba en ello, más me daba cuenta de que no se trataba de quién estaba implicado sino de quién no lo estaba.

Había ocurrido algo muy turbio cuando ingresaron a Melissa en el hospital. Por mucho que Kenn afirmara que estaba en Nueva Zelanda por esas fechas, él había seguido siendo el director. Tenía que estar implicado, pero no podía haber actuado solo. La policía local había seguido los procedimientos normales en una investigación: desde el principio Andy Dunn había hecho lo posible por restar importancia al asesinato, alejar a los medios de comunicación y llevar a Dana en la dirección equivocada. Stephen Gair había visto morir a su mujer y la había hecho incinerar, y tres años después había identificado su cuerpo en un depósito de cadáveres. Y yo acababa de averiguar que alguien había serrado el mástil del velero y había saboteado mi chaleco salvavidas. ¿Cuántas personas estaban metidas en aquello?

Pero Dana no. Dana se había mostrado tan perseverante y decidida como yo. Si alguien quería quitarme de en medio, ella también era un posible blanco; tenía que decírselo. El problema era que yo no llevaba el móvil encima. Lo había olvidado en casa de Richard y Elspeth.

Me di cuenta de que no había hablado con Dana desde el día anterior por la mañana. Había tratado de llamarla, sin éxito, la tarde anterior y esa misma mañana, En aquel momento no me preocupó, pero me estaba preocupando entonces.

De nuevo en la isla principal me dirigí en bicicleta a Mossbank, una pequeña población de la costa este donde tuve que esperar quince minutos a que saliera el último autobús del día. Mientras plegaba la bicicleta de Elspeth y la colocaba en el compartimiento del equipaje, vi por la ventana trasera un coche patrulla. Se detuvo a menos de veinte metros y el conductor observó con atención cómo subían los últimos pasajeros.

El autobús arrancó. Durante el primer kilómetro no pude evitar mirar hacia atrás cada pocos minutos, pero no vi el coche patrulla. Luego empecé a relajarme y me sentí segura, al menos temporalmente. Ni el asesino más resuelto atacaría a una docena de isleños en un autobús público solo para cogerme a mí. Logré descansar una hora y me comí un sándwich. Cuando llegamos a Lerwick, había trazado un plan.

Primero, localizar a Dana. Tenía que informarle de lo que había averiguado en Unst y advertirle del peligro. Segundo, irme de las islas. Pasar un momento por casa, para recoger ropa y papeles importantes, e ir al aeropuerto. Pasar la noche allí, si era necesario, pero coger el primer avión que me llevara a Londres y desde allí un tren a casa de mis padres. Tercero, asesorarme bien de cuáles eran mis opciones laborales. Si me marchaba del Franklin Stone alegando estrés, ¿qué posibilidades tendría luego de conseguir un trabajo decente? Cuarto…, en realidad no había ningún cuarto punto. Buscar un buen abogado especializado en divorcios, tal vez.

Nos detuvimos en la estación de autobuses de Lerwick poco después de las cuatro. Me bajé y desplegué la bicicleta. Volví a ver el coche patrulla, escondido detrás de otro autobús. No podía hacer nada. Me monté en la bicicleta y me dirigí a casa de Dana. No esperaba encontrarla, pero con un poco de suerte mi coche seguiría aparcado cerca.

Cuando entré en el aparcamiento que había encima de la casa de Dana, me dolía el cuello de las veces que había vuelto la cabeza para comprobar si me seguían, y empezaba a sentir opresión en el pecho y mareo. Pero al ver que Dana estaba en casa me alegré. O, al menos, estaba su coche. El mío seguía donde lo había dejado y, según comprobé rápidamente, las llaves estaban en el bolsillo de mi abrigo.

Dejé la bicicleta apoyada contra el coche y salí corriendo del aparcamiento, bajé el tramo de escalera y recorrí el sendero hasta la casa. Aporreé la puerta. Me pareció que los golpes resonaban dentro, como si la casa estuviera vacía. Empecé a pensar que tal vez no iba a volver a ver a Dana. Volví a aporrear la puerta.

—¿Tiene llaves?

Me volví de golpe. No había oído a nadie acercarse, pero Andy Dunn estaba justo detrás de mí. Demasiado cerca.

—Llevo diez minutos llamando —dijo—. Si está, no puede oírnos. ¿Cuándo ha hablado con ella por última vez?

No pude responder.

Él se acercó más y me puso las manos en los hombros. Quería apartarlo y subir corriendo hasta el coche o la bicicleta, lo que fuera, pero no podía moverme.

—¿Está bien, señorita Hamilton? ¿Necesita sentarse?

Sentí que me relajaba un poco.

—Estoy bien, gracias. Necesito ver a Dana.

No me preguntó por qué. Bajó las manos y se volvió para examinar la puerta gris de la casa de Dana. Luego se inclinó, levantó la hoja del buzón y miró dentro.

—Yo también. ¿Cuándo ha hablado con ella por última vez?

Tardé un momento en recordar. Él se enderezó y se volvió hacia mí. Tenía los ojos muy hundidos, de un azul apagado. La piel que los rodeaba era áspera y pecosa, y estaba surcada por profundas arrugas. Parecía no haber estado bajo un techo en toda su vida.

—¡Tora! —soltó con brusquedad.

—Ayer por la mañana —respondí—. Le dejé varios mensajes.

—Apártate —ordenó.

Lo hice y luego observé cómo retrocedía unos pasos y se lanzaba a todo correr contra la puerta. La golpeó con el hombro, y la puerta, que tan firme parecía unos minutos atrás, cedió y se abrió.

—Espera aquí.

Desapareció en el interior de la casa. Sentí que la realidad volvía a escabullirse. Me quedé cinco o seis minutos allí, consciente de los ruidos a mi alrededor: unos niños que jugaban en un jardín de esa misma calle; un gran ferry que entraba en el puerto; el inspector Dunn moviéndose por las habitaciones del piso de abajo, y también un fuerte golpeteo rítmico, en los oídos, que en ese momento no pude reconocer pero que ahora creo que debían de ser los latidos de mi corazón.

Dunn subió corriendo al piso de arriba. Oí portazos. Silencio. Empecé a rezar.

Luego sus pasos bajando pesadamente por la escalera. Saltó los tres últimos peldaños, cruzó el pequeño vestíbulo y me miró fijamente a los ojos. Parecía haber perdido el color de la cara y tenía las sienes cubiertas de sudor. Por un segundo, tal vez más, se limitó a mirarme. No recuerdo que moviera los labios, pero estoy segura de que oí su voz.

«Puedes subir al piso de arriba. Mira en el cuarto de baño».

Entré en la casa. Oí el crepitar de una radio y la voz de Dunn, apremiante y temblorosa, a mi espalda. Empecé a subir la escalera, sabía adónde tenía que ir y qué iba a encontrar cuando llegara. Se oyó un siseo de estática y de nuevo la voz de Dunn. Seguí subiendo.

—¡Eh! —gritó él, y oí que entraba corriendo en la casa.

Yo ya había llegado arriba de la escalera y había abierto la puerta del cuarto de baño.

Pasos que subían corriendo por la escalera. Respiración pesada. Dunn estaba detrás de mí, sus manos de nuevo sobre mis hombros.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó con suavidad—. Vuelve abajo.

Traté de dar un paso, pero él me retuvo.

—Debes bajar.

—He de comprobar las constantes vitales.

Debió de encontrar cierto sentido a mis palabras, porque me soltó. Di un paso adelante y me incliné sobre la bañera. Cogí el brazo izquierdo de Dana. Era delgado y pálido como el de un niño. Del corte de siete centímetros que le recorría la muñeca en diagonal ya no manaba sangre. Tenía la piel fría pero suave, muy suave, como la depresión en la base de la columna vertebral de un bebé. Sabía que no encontraría el pulso. Puse de nuevo el brazo en su costado con delicadeza y le palpé el cuello. No había nada que encontrar. Nada que ofreciera el más mínimo rayo de esperanza. Me habría bastado mirarle la cara para saberlo, pero ni siquiera había necesitado mirarle la cara. Lo había sabido. Lo supe desde el momento en que aporreé la puerta y oí el vacío dentro.

El inspector Dunn estaba de nuevo sosteniéndome y mi campo de visión se volvió borroso. Ya no veía las paredes de azulejos del baño de Dana, ni la repisa de la ventana con sus criaturas marinas de cristales de colores, ni la puerta. Solo la bañera blanca, el cuerpo de Dana, como una hermosa estatua, y la sangre.