22

A la mañana siguiente Richard se fue temprano. Para estar jubilado, pasaba mucho tiempo fuera de casa, y caí en la cuenta de que no tenía ni idea de adónde iba o a qué se dedicaba. Pero desde la tarde anterior nos habíamos tratado con mucha frialdad y no me había parecido un buen momento para preguntar. Poco después del desayuno, Elspeth también salió de compras. Me propuso que la acompañara, pero le dije sinceramente que me dolía la cabeza y que estaba cansada y, después de insistir un poco más, se fue. Esperé a oír el motor del coche para ir directamente al estudio de Richard, pero lo encontré cerrado con llave.

Me quedé un momento delante de la puerta, echando humo. Luego subí corriendo la escalera. Sabía que tenía unas horquillas en el fondo del bolso. Cogí cuatro y empecé a darles forma.

Crecí con tres hermanos, todos mayores que yo, en una granja de Wiltshire, a cinco kilómetros del pueblo más cercano. Después del colegio eran mis únicos compañeros de juego. Así pues, entiendo de rugby, sé llevar los tantos en el criquet y explicar lo que es un fuera de juego en el fútbol. Sé cómo se llama cada bicho e insecto que se arrastra por suelo británico y hacer piruetas bastante impresionantes sobre un monopatín. Aprendí mis primeras nociones de sexo con la revista Playboy y, en cuanto a lo que nos interesa, estaba bastante segura de poder abrir una cerradura.

Era una cerradura vieja, y eso ayudó. Pero estaba algo suelta del marco, y eso lo complicó. Tardé quince minutos. Una vez en el interior del estudio, fui directa al archivo que había visto la noche anterior. En él había seis copias de una revista de la que nunca había oído hablar, Escritos y símbolos antiguos, varias fotocopias de libros y unas hojas de papel basto en las que había dibujados unos símbolos rúnicos con párrafos explicativos.

En el cuerpo de Melissa Gair habían grabado tres símbolos rúnicos. Uno era un rayo, ¿no? No, eso era en las chimeneas. Una cometa, eso era, como un dibujo infantil de una pajarita con una cuerda. Pasé las hojas. Ahí estaba: Dagaz. La traducción que ofrecía de su nombre era Cosecha y el significado principal era fertilidad, abundancia, vida nueva. Cosecha. ¿Por qué iba alguien a grabar eso en el cuerpo de una mujer? «Cosecha» es un término medico que se utiliza cuando se extirpa un órgano para donarlo. Habían arrancado el corazón de Melissa. ¿La «cosecha» se refería a su corazón? Pasé las hojas en busca de otros símbolos que me resultaran familiares. No podía recordar la segunda runa, pero no paraba de dar vueltas a la palabra «pescado», y al cabo de un momento encontré un pez angular, llamado Othila o Fertilidad. Lo describía como el símbolo de feminidad y maternidad. No era muy difícil ver la conexión.

La tercera runa era sencilla, solo dos líneas cruzadas. La encontré: Nauthiz o Sacrificio. Enumeraban sus significados: dolor, privación, inanición.

Creo que me quedé mirando las palabras durante largo rato, hasta mucho después de que se volvieran borrosas y dejara de verlas. Pero si cerraba los ojos, seguían allí. Dolor. Privación. Inanición. ¿Con qué demonios nos estábamos enfrentando? ¿Y Sacrificio? ¿Qué clase de monstruo escribía palabras así en el cuerpo de una mujer?

Y cómo cambiaba. Con el libro que Dana había sacado de la biblioteca habíamos interpretado las tres runas como Separación, Penetración y Restricción, y no les habíamos encontrado sentido. Según el alfabeto de Richard, las runas parecían mucho más apropiadas.

Fertilidad: una mujer capaz de tener hijos; Cosecha: la nueva vida que sale de su cuerpo; Sacrificio: el precio que ha de pagar. Había averiguado que los símbolos rúnicos de Melissa tenían un significado y, aún más inquietante, que mi suegro lo conocía pero había preferido callárselo. También me di cuenta de que el libro que Dana había sacado de la biblioteca no iba descaminado. Restricción parecía encajar de forma natural con un grupo de palabras como sacrificio, dolor y privación; del mismo modo que Penetración tenía relación con palabras como cosecha y vida nueva. Todo dependía de dónde pusieras el énfasis y la atención.

Algo empezó a preocuparme. Allí había algo más que no podía ver; algo nuevo; un nuevo significado de las palabras que se me escapaba.

En un escritorio, en el otro extremo de la habitación, había un fax. Cogí las hojas que había encima, copié las palabras y me metí los folios en el bolsillo de los téjanos. Luego cerré la habitación, y tardé unos minutos en cerrar de nuevo la cerradura.

Tenía que hablar con Dana. No respondía en su móvil ni en el número de su casa. Llamé a información y me dieron el número de la comisaría de Lerwick, pero me salió el buzón de voz. Mientras me preguntaba qué debía hacer a continuación, sonó el teléfono. Contesté y una voz masculina preguntó por Richard.

—Soy McGill. Dígale que ya han ido a buscar el velero de su hijo. Está en mi astillero. Necesito saber qué quiere que haga ahora.

Prometí dar el recado y me dio la dirección. Ya había colgado cuando caí en la cuenta de que la información me concernía. El barco era de Duncan y mío. De Duncan y mío. ¿Cuánto tiempo más podría decir «De Duncan y mío»? Noté que se me saltaban las lágrimas. No, ahora no. Aún no podía enfrentarme a ello.

El hombre del astillero no había dicho si podía repararse o no, y yo no se lo había preguntado. Iría a echar un vistazo. Cualquier cosa era mejor que merodear por la casa sin nada que hacer y con demasiado tiempo para pensar.

Volví a telefonear al buzón de voz de Dana y le hablé de los nuevos significados rúnicos que había encontrado y de la mujer que se había referido a ellos como las marcas de los trowies. Ansiosa por si se acababa la cinta del contestador, expliqué a toda velocidad las distintas historias sobre los trows y los kunal trows, y le aconsejé que investigara los cultos isleños vinculados con las viejas leyendas. Lo deje ahí, no mencioné a Richard. Podía haber sido un descuido por su parte y, cuando llegó el momento, me costó denunciar al padre de mi marido.

Cogí la bicicleta de Elspeth y fui a Uyeasound, donde localicé el astillero. Un isleño pelirrojo de cara colorada que aún no había cumplido los veinte años me dijo que McGill había salido media hora y me dejó entrar en la nave donde varios barcos en distintas fases de reparación o construcción hacían equilibrios sobre pilas de maderos. Nuestro Laser estaba contra la pared, en una esquina. Le faltaba una parte de la proa, y el lado de babor estaba muy abollado y arañado.

—¿Es suyo? —preguntó el chico.

Asentí.

Se apoyó en un pie, luego en el otro, miró el barco y luego a mí.

—Es por el seguro, ¿verdad?

Levanté la cabeza y lo miré.

—¿Cómo dices?

Miró hacia la puerta doble, como esperando que llegaran refuerzos. No entró nadie, estábamos solos.

—¿Tenía pensado reclamar el seguro? —susurró.

—Supongo —dije—. ¿Por qué?

—Será mejor que espere al señor McGill —dijo alejándose.

—Espera. ¿Qué problema hay con el seguro?

Se detuvo, pareció tomar una decisión y retrocedió.

—El caso es… —dijo, todavía sin mirarme—, el caso es que yo no lo haría. Últimamente hemos tenido muchos accidentes de barco. Siempre envían a alguien a investigar. Me refiero a la compañía de seguros. Averiguan lo que pasó realmente.

—¿Qué quieres decir? —pregunté—. Se rompió el mástil.

Entonces me miró con esa expresión entre compasiva y divertida que todos ponemos cuando sabemos que alguien nos miente. Y saben que lo sabemos. Y sabemos que saben que lo sabemos.

Solo que yo no lo sabía.

Me acerqué al velero. Estaba boca abajo, pero había espacio para levantarlo y eso fue lo que hice.

—¡Eh! —gritó él.

Empujé con fuerza y logré darle la vuelta. Examiné la cabina de mando. Donde había estado el mástil solo había un tocón de veinte centímetros. También habían desaparecido casi todas las jarcias, pero una parte de la vela mayor seguía sujeta.

El chico se había acercado. Señaló el tocón.

—Si reclaman el seguro acabarán en los tribunales —dijo—. Nadie creerá que eso se partió. Lo serraron, casi hasta la mitad.