—Volveré el miércoles, el martes como muy tarde —dijo Duncan.
—Muy bien —respondí, sin girarme.
Había acercado un sillón a la ventana y contemplaba el páramo que se extendía detrás de la casa. Los primeros brezos habían empezado a florecer y proyectaban una intensa bruma de color burdeos sobre las cimas de las colinas. Ya no llovía, pero el cielo estaba cubierto de nubarrones, y sus largas sombras asían el páramo como las garras de un avaro aferrado a algo valioso.
—Iremos a casa el próximo fin de semana —continuó él—. Tal vez podríamos dedicarnos a arreglar el jardín.
—Como quieras —observé una formación en punta de flecha de pájaros blancos como la nieve con las alas grises que pasó volando frente a la ventana.
Duncan se arrodilló a mi lado. Noté que una lágrima me resbalaba por la mejilla, pero seguí mirando al frente. Él no pudo verla.
—Tor, no puedo llevarte conmigo. Papá dice que no estás en condiciones para viajar, y tengo una reunión detrás de otra en los próximos días. No podría cuidar de ti…
—No quiero ir —dije.
Me cogió la mano. Dejé que lo hiciera, pero no le devolví el apretón.
—Lo siento, cariño. Siento mucho todo lo que estás pasando.
«Ya lo creo que lo sientes», pensé, pero no tuve fuerzas para expresarlo en voz alta. No podía pronunciar las palabras amargas que dejarían todo al descubierto. No era que quisiera negarlo; sencillamente no me hacía falta oírselo decir a él.
Se quedó allí unos minutos, luego me besó en la cabeza y se marchó. Oí el motor del coche al arrancar y lo vi desaparecer por la carretera del acantilado que conducía al ferry.
Me obligué a levantarme; sabía que no podía estar todo el día allí encerrada, obsesionada con Duncan y mi futuro incierto. Oficialmente inválida o no, iba a salir a dar un paseo. Me vestí y bajé. Por suerte, Elspeth estaba sola en la cocina. Richard tal vez habría intentado detenerme.
Durante el primer kilómetro seguí la carretera de la costa en dirección sur. Cuando la carretera giró tierra adentro, hacia Uyeasound, me desvié, y bordeé la colina de Burragarth hacia Saint Olaf’s Kirk, en Lundawick. Del siglo XII, esta es una de las pocas iglesias nórdicas que quedan en la isla. Es un lugar popular entre los turistas, en especial por la vista que ofrece sobre el estrecho de Bluemull hacia Yell. Pero aquel día paseé sola por las ruinas mirando hacia la bahía Lunda Wick. Aunque el viento se había calmado, las olas que había dejado a su paso seguían brincando furiosas. Malas condiciones para la navegación, aunque yo no tenía ninguna intención de volver a subirme a un barco.
A mi alrededor, posadas en las piedras, lanzándose desde las rocas, deslizándose y rebotando en el viento, había cientos de las aves marinas por las que estas islas son famosas: gaviotas, alcatraces, fulmares, charranes y págalos volaban alrededor de mi cabeza, chillándome a mí y unas a otras. Mientras las observaba, moviendo la cabeza a un lado y a otro, una emoción frenética pareció aumentar entre ellas. Luego, casi al unísono, descendieron en picado hacia la bahía y se arrojaron sobre un banco de anguilas de arena. Hubo un remolino furioso de plumas y una avalancha de cuerpos resbaladizos mientras se peleaban y se atiborraban, se atracaban y se picoteaban.
Estaba preguntándome si tendría fuerzas para llegar hasta Uyeasound y tomarme un café cuando me fijé en una piedra erguida que había a menos de diez metros de la carretera. De unos tres metros y medio de altura, estaba ligeramente inclinada y cubierta de liquen gris. Me acerqué a ella, más que nada para matar el tiempo. Tenía la superficie totalmente lisa… excepto por unas líneas grabadas en ella. No eran exactamente las mismas, pero se parecían lo bastante para estar segura de que las encontraría entre el alfabeto rúnico del libro que Dana había sacado de la biblioteca. Más runas. No sabía si seguían interesándome, pero me resultaba mucho más fácil pensar en runas que en Duncan.
Eché a andar de nuevo por la carretera. Diez minutos después sonó mi móvil. Era Dana.
—Me he enterado del accidente. ¿Estás bien?
—Estoy bien —dije, es lo que siempre se dice, ¿no?
Empezó a haber interferencias y me detuve. La conexión mejoró.
—… visto en la comisaría el informe de la guardia costera y he reconocido tu nombre. Oye, ¿puedo hacer algo? ¿Quieres que vaya?
Eso me emocionó, y por un segundo habría dado cualquier cosa por disfrutar de su compañía, pero sabía que habría sido ridículamente egoísta. Dana tenía demasiadas cosas que hacer para cuidar de mí. Eché a andar de nuevo.
—Gracias, pero mis suegros me están cuidando. ¿Alguna novedad?
—Algo parecido. Iba a llamarte de todos modos. ¿Puedes hablar ahora?
Miré alrededor, vi una roca y me senté en ella.
—Adelante. Aunque no estoy segura de cuánto durará la comunicación.
—He vuelto a hablar con el médico de cabecera de Melissa Gair. Quería comentarte algo.
—Dime.
—Me ha dicho que si bien le pareció prudente examinar el bulto que Melissa tenía en el pecho, no le preocupó mucho. Pensó que en el peor de los casos sería un tumor maligno en sus primeras fases. Se quedó perplejo al enterarse de su muerte tan poco tiempo después. No ha dicho que fuera imposible, pero tengo la sensación de que eso era lo que insinuaba.
El viento se había levantado; me subí el cuello de la cazadora.
—¿Y quieres saber mi opinión?
—Sí —dijo ella, no demasiado paciente—. ¿Qué crees?
—Bueno, es algo poco frecuente, desde luego —respondí—. Pero a veces ocurre. Puede que Melissa no viera enseguida el bulto y que este hubiera crecido antes de que fuera al médico. Tal vez él no se dio cuenta de lo mucho que se había extendido.
—Entonces, ¿no es imposible?
Estaba cogiendo frío y eché a andar.
—No, imposible no.
Me lo hizo repetir. La perdí unos segundos y luego volvió.
—¿Has averiguado algo sobre Stephen Gair? —pregunté.
—Fui a verlo anoche. Tiene una casa bonita. Conocí a su segunda mujer y a un hijo que me dijeron que era de ella, de una relación anterior.
—Ya —dije para animarla a seguir, no muy segura de adónde quería ir a parar.
—Es un crío. No tiene ni dos años. Se llama Connor Gair. Stephen lo ha adoptado oficialmente.
—Estupendo. ¿Y?
—Pues que se parece un montón a su nuevo padrastro. Y se les ve muy unidos.
No podía ver qué importancia podía tener eso. No me interesaba la vida familiar de Stephen Gair. Bastante tenía con la mía, o la ausencia de la mía.
—Es pelirrojo, tiene la piel clara y perfecta, y las facciones regulares. Su madre, en cambio, es muy morena.
Reflexioné unos momentos y por fin caí en la cuenta.
—¡Caray! —exclamé.
—Exacto.
Las interferencias empezaron de nuevo y, sin estar segura de si me oía o no, le dije que la llamaría por la noche. Seguí andando hasta Uyeasound, un puñado de edificios alrededor de un pequeño puerto natural.
Encontré sin problemas la cafetería. Sentados a una de las mesas había un par de montañeros; en otra, un hombre trajeado. Quedaban tres mesas vacías. Elegí una y me senté. Una mujer mayor asomó la cabeza por una puerta del fondo, pero no pareció verme y desapareció. Saqué un bolígrafo del bolsillo de mi abrigo y cogí una servilleta de papel. Empecé a garabatear. Y a pensar.
Connor Gair; un niño de dos años de tez clara. Dada mi obsesión por los bebés, no era de extrañar que desde que había averiguado que la mujer asesinada había dado a luz, me hubiera preguntado mil veces qué había sido de la criatura. ¿También había muerto? ¿O estaba viva en alguna parte, ajena a lo que le había ocurrido a su madre? ¿Había encontrado Dana al bebé?
Bueno, si Stephen Gair estaba criando al hijo que había tenido con Melissa haciéndolo pasar por el de su nueva mujer, tenía que estar implicado en la muerte de Melissa. No había vuelta de hoja.
—¿Estás escribiendo a los trowies?
Di un respingo. La camarera había vuelto y miraba mi servilleta. Había dibujado varias de las runas que había visto en la piedra.
—Oh, son runas —dije—. De la piedra en pie que hay en Lunda Wick.
Ella asintió.
—Sí, las marcas de los trowies.
El dialecto de las Shetland puede ser muy marcado y a los lugareños les gusta exagerarlo para dejar perplejos a los visitantes.
—Perdone, pero ¿qué es un trowie?
Ella me sonrió y me mostró sus feos dientes. Su piel, en otro tiempo clara, se había quemado y vuelto rojiza con el viento, y su pelo era como paja muerta. Aparentaba sesenta años, pero podría haber tenido de cuarenta y cinco para arriba.
—Los trows —dijo—. La gente gris.
Eso era nuevo para mí.
—Creía que eran runas. Runas vikingas.
Asintió y pareció perder interés.
—Sí. Dicen que vienen de las tierras nórdicas. ¿Qué le traigo?
Pedí un sándwich y un café, y ella desapareció en la cocina. ¿Trow? ¿Trowie? Lo escribí, no muy segura de cómo se escribía. Nunca había oído esa palabra, pero podía ser reveladora. Lo que había tomado por runas vikingas, ella había dicho que eran marcas de los trowies. ¿Quiénes eran los trows? ¿Y por qué grabaron sus marcas en el cuerpo de Melissa?
Esperé a que volviera, pero la cafetería se estaba llenando. Cuando apareció con mi pedido, lo dejó con prisas y se dirigió a otra mesa. Podría volver más tarde, cuando hubiera menos gente, o ir a la biblioteca. Esa era una buena opción. Tenía acceso a la mejor biblioteca de Unst, especializada en el folclore y las leyendas de las islas. Eso suponiendo que pudiera sortear al bibliotecario. Comí deprisa, me levanté y pagué la cuenta.
Tuve suerte; Richard seguía fuera y Elspeth estaba deseando que la dejara sola toda la tarde. Hacía las cinco sabía más de la historia de las Shetland de lo que nunca quise saber. Había averiguado que los guerreros vikingos las habían invadido en el siglo VIII, llevando consigo las viejas religiones paganas de Escandinavia. El cristianismo había llegado doscientos años después, pero entonces las creencias paganas nórdicas estaban profundamente arraigadas y habían impregnado todo. Al igual que la cultura nórdica.
Aunque desde el punto de vista geográfico estaban más cerca de la costa de Escocia, las islas Shetland formaron parte de un condado nórdico hasta finales del siglo XV. Aun después de que pasaran a estar bajo la dominación de los escoceses, el mar seguía aislándolas y conservaron su carácter. El dialecto estaba salpicado de un montón de viejas palabras nórdicas, muchas de las cuales eran adaptaciones y habían pasado a ser locales. Un ejemplo era la palabra «trow».
Trow, según descubrí, era una corrupción isleña de la palabra escandinava troll. Según la leyenda, cuando los vikingos llegaron en busca de un lugar para el pillaje y las violaciones, no lo hicieron solos; se llevaron consigo a los trows. La mayoría de las referencias antiguas que encontré describían a los trows como criaturas bastante entrañables aunque físicamente repulsivas, seres alegres y felices que vivían en espléndidas cavernas subterráneas, amaban la buena comida, la bebida y la música, y odiaban las iglesias y todo lo relacionado con la religión. Los humanos tenían cuidado de no ofenderlos debido a sus facultades sobrenaturales.
Tenían poderes para hechizar e hipnotizar, y les gustaba engatusar a los humanos, sobre todo a los niños y a las jóvenes hermosas, para que se fueran con ellos. También tenían el don de hacerse invisibles, especialmente cuando el sol se ponía y por la noche. La fuerte luz del sol, radiante, según la versión que leyeras de las historias, era desagradable o mortal.
Encontré historias que contaban que los trows entraban a robar en las casas por las noches, y se sentaban alrededor de las chimeneas, se servían productos caseros y se hacían con herramientas o, lo que más les gustaba, objetos de plata, y los isleños dejaban agua y pan para sus visitantes, como los niños dejan caramelos para Papá Noel. Averigüé que los trows perdían sus poderes cuando se enfrentaban con el hierro.
Todo era bastante inofensivo y entretenido. Hasta que llegué a las historias de Unst. Entonces las cosas tomaron un cariz claramente más oscuro.
La iglesia Gletna Kirk, por ejemplo, no muy lejos de Uyeasound, nunca había llegado a terminarse por culpa de los trows. Lo que conseguían levantar un día lo encontraban derruido al siguiente. Una noche, el párroco, irritado por la imposibilidad de progresar, se quedó en la obra para vigilar. Lo encontraron muerto a la mañana siguiente. Nunca dieron con su asesino, la obra se abandonó y se echó la culpa a los trows.
Según leí, se creía que los numerosos montículos que había en las islas eran tumbas trows; al parecer, las criaturas eran quisquillosas acerca de dónde debían ser enterradas. Creían que si su cuerpo no yacía en «tierra oscura y fragante», su alma vagaría y se volvería malvada. Muchos trows están enterrados juntos, pues prefieren la compañía incluso en la muerte. Aún hoy, si un isleño encuentra la tierra de su propiedad levantada, no investigará, por miedo a encontrar una tumba trow y a liberar un espíritu maligno.
Otras historias hablaban de mujeres a las que se las había visto pasear en el crepúsculo al mismo tiempo que morían tranquilamente en su cama. Leí que cuando los trows robaban un objeto, siempre colocaban en su lugar una réplica perfecta. Cuando robaban una persona dejaban una apariencia. Busqué «apariencia» en el diccionario de folclore: «Criatura semejante a un espectro, poco más que un fantasma pero con un gran parecido físico con un humano». El estudio de Richard estaba en el ala este de la casa, y a esa hora del día no entraba la luz del sol por las grandes ventanas saledizas. Me di cuenta de que estaba temblando.
En cuanto a Unst, no encontré ninguna historia sobre criaturas traviesas parecidas a los hobbits. Pero había varias referencias breves al Kunal Trow o Rey Trow: humano en apariencia pero dotado de una fuerza magnífica, una rara longevidad y bastantes poderes sobrenaturales, entre ellos hipnotizar y hacerse invisible.
En un libro que consulté se describía a los kunal trows como una raza de varones que no podían engendrar hijas. Para reproducirse robaban mujeres humanas y dejaban en su lugar una apariencia. De esas uniones siempre nacían hijos sanos y fuertes. Sin embargo, nueve días después de dar a luz, la madre moría.
Encontré varias referencias a un libro de una mujer escocesa considerada una autoridad en el kunal trow de Unst. Richard debía de tener un ejemplar de ese libro, pero no estaba a la vista.
Bueno, todo aquello resultaba muy interesante, pero no había avanzado nada en la interpretación de las runas ni en las marcas de los trowies.
Poco antes había encontrado un ejemplar del mismo libro sobre runas que Dana había sacado de la biblioteca publica de Lerwick. Volví a cogerlo y lo abrí por el prólogo:
Las runas son el lenguaje de la vida: curan, bendicen, dan sabiduría; no hacen daño.
Me pregunté qué habría opinado Melissa Gair sobre eso.
Richard había dicho que las runas ofrecían distintas interpretaciones. Dana y yo no habíamos logrado dar sentido a los significados que proponía ese libro, pero tal vez Richard tuviera otros. Me levanté y recorrí la habitación con la mirada. En Londres había visto bibliotecas públicas con menos libros. Era la habitación más amplia de la casa, y todas las paredes estaban forradas del suelo al techo con estantes de roble oscuro. En la pared oeste se hallaban los libros de las islas Shetland, entre ellos las obras sobre mitos y leyendas que había estado hojeando. En los estantes inferiores había archivos de cuero, cada uno pulcramente clasificado con un rótulo escrito con la letra menuda de Richard. En el primero que abrí había varios libros delgados en rústica sobre el dialecto de las Shetland. Me dio miedo fisgonear más. Una cosa era mirar los libros y otra muy distinta revolver en cajas llenas de papeles. Entonces la vi; una caja al pie de un montón con el rótulo ESCRITURA Y ALFABETO RÚNICOS. En ese momento se abrió la puerta.
Me volví despacio y sonreí. En el umbral estaba Richard. Había entrado sin asomar antes la cabeza.
—¿Puedo ayudarte a encontrar algo? —había estado paseando y traía consigo el olor de los páramos. Me fijé en que seguía llevando las botas y el abrigo.
—Algo ligero —respondí—. Por si me cuesta dormirme.
—La señora Gaskell es lo que más se acerca a Mills Boon de todo lo que tengo —dijo él—. O quizá Wilkie Collins. Se le da bien la emoción barata.
Me levanté.
—¿Por qué nunca me has dicho que trabajaste en el Franklin Stone?
No se inmutó.
—¿Te habría interesado?
Me quedé mirándolo, más que preparada para una discusión.
—¿Me conseguiste tú el empleo? ¿Hablaste bien de mí a tu protegido?
Lo observé con atención.
—No —se limitó a responder.
Estaba segura de que mentía.
—¿Por qué se odian Kenn Gifford y Duncan? ¿Qué pasó?
Él entrecerró los ojos.
—Kenn no odia a Duncan. Dudo que piense mucho en él —se encogió de hombros, como si se tratara de un asunto demasiado trivial para ser de interés—. Duncan a veces puede ser muy infantil.
Desvió la mirada y la clavó en el montón de libros que yo había dejado en la alfombra.
—Mis libros están cuidadosamente ordenados. Me resulta difícil encontrarlos si los cambian de sitio. Me prestaré encantado a buscarte lo que quieras.
Me incliné para recoger los libros desparramados.
—Déjalos, por favor. Elspeth ha preparado té.
Sabía que no iba a parar hasta que me fuera, de modo que eso es lo que hice.