Me despertó la luz que entraba a raudales en la habitación y me azuzaba para que saliera del sueño. Las cortinas de nuestra ventana orientada al este estaban descorridas; vi a Duncan de pie junto a la cama con un tazón humeante en las manos.
—¿Estás despierta?
Miré el té.
—¿Es para mí?
—Sí —lo dejó en la mesilla.
—Estoy despierta —me asombró lo bien que me encontraba. No hay nada como dormir una noche seguida.
Duncan se sentó a mi lado y le sonreí. Me encanta desayunar en la cama.
—¿Te apetece salir a navegar? —preguntó. Ya estaba vestido.
—¿Ahora?
—Podríamos comer unos sándwiches de beicon en el club —me tentó.
Pensé en ello. Pasar la mañana dando vueltas por la casa, buscando algo agradable que decir a Elspeth, tratando de esquivar a Richard, o…
—Necesitas… —empecé.
Duncan se puso de pie de un salto.
—¡Necesito sentir la velocidad! —terminó.
Chocamos los cinco.
Veinticinco minutos después estábamos en el club Uyea, devorando sándwiches de beicon con un Nescafé fuerte con mucha leche, y mirando más allá del estrecho de Uyea, hacia…
—¡Dios mío, ya lo tengo! —exclamé entre mordiscos.
—¿Qué? —murmuró Duncan, que ya iba por su segundo sándwich, totalmente equipado y con su chaqueta salvavidas.
—La isla de Tronal —dije—. Hay una clínica de maternidad allí. Y un centro de adopción.
—Vamos —dijo Duncan mientras se levantaba—. Tenemos una hora y media antes de que caiga un chaparrón.
Justo encima de nosotros el cielo estaba azul claro, pero sobre el océano, varios kilómetros más allá de Yell, había unas nubes bajas que no presagiaban nada bueno. Soplaba un viento de cinco nudos procedente del este. Duncan tenía razón, se avecinaba una tormenta.
—No puede estar a más de medio kilómetro —dije, con la vista todavía clavada en Tronal mientras deslizábamos el velero por las gradas del embarcadero.
No hubo respuesta.
—¿Podemos ir? —pregunté al llegar a la orilla, mientras Duncan empezaba a bajar el barco del remolque.
—No, no podemos —respondió—. Para empezar, es privada, pero además navegar hasta allí es jodido. Las rocas destrozarían el casco antes de que nos hubiéramos acercado siquiera.
Pero no pudo evitar que yo la mirara mientras nos alejábamos a gran velocidad del embarcadero, él al timón y yo controlando el foque. Comprendí que debía de haber visto Tronal más de una docena de veces, pero nunca había reparado en ella. No creo que me hubiera dado cuenta siquiera de que era una isla. La costa de las Shetland se retuerce y ondula de tal forma que a menudo es difícil saber qué está unido a tierra firme y qué no lo está.
Tronal apenas se elevaba por encima del agua, carecía de los acantilados montañosos tan característicos de las Shetland. A la luz de primera hora de la mañana, contra el fondo azul del cielo, alcancé a ver senderos y, detrás de un risco, la parte superior de unos edificios. No vi más indicios evidentes de vida.
El viento era perfecto y el velero iba a máxima velocidad, pero empezaba a zozobrar. Duncan me indicó por señas que sacara el trapecio, y unos minutos después me deslizaba a unos centímetros del agua a una velocidad que me parecía que volaba. Rebotamos sobre unas pocas olas y los ojos me escocieron por la espuma. Por debajo de mí, el mar parecía una brillante masa de diamantes.
—¿Preparada? —dijo Duncan.
Me disponía a virar cuando vi que estábamos a solo unos metros de Tronal. Un muro de piedra medio derruido bordeaba el límite inferior del terreno, y fuera de él se extendía un cercado de alambre de espino. La tierra rodeada por la doble barrera había sido cultivada y los brotes verdes de alguna cosecha temprana se abrían paso en ella. Vi a un hombre de rodillas, cavando. Llevaba un mono marrón y apenas se le distinguía de la tierra. Dejó de trabajar y se volvió. Seguí su mirada y a unos veinte metros colina arriba vi a una mujer.
—¡A sotavento! —gritó Duncan.
El barco viró y me quedé desorientada, como siempre.
Cuando logré situarme de nuevo, miré atrás. Estábamos demasiado lejos para que distinguiera a nadie contra el fondo uniforme de la isla.
Navegábamos hacia el sudoeste. En vista del fuerte viento y de la tormenta que se acercaba, Duncan había optado por no dirigirse al mar del Norte sino a las aguas mucho más protegidas que se extendían entre Unst al norte, Yell al oeste y Fetlar al sur. Volvimos a virar y Duncan tuvo que gritarme que prestara atención. Pero en lo único en lo que podía pensar era en la mujer a la que acababa de ver. No estaba segura porque la había visto fugazmente, pero me había parecido que estaba en los últimos meses de embarazo. Me pregunté si era una de las infelices que se disponía a renunciar a su bebé.
El bote zozobraba con violencia; yo seguía suspendida en el trapecio, y Duncan no parecía particularmente relajado. Aunque esas aguas están más protegidas que el mar abierto al este y al oeste de Unst, el viento es impredecible. Fueran cuales fuesen las condiciones, había tantos cabos e islas donde las corrientes de aire podían rebotar, que uno nunca sabía con qué iba a colisionar ni donde. Además, nos habíamos adentrado en el triángulo de mar donde circulaban los ferries, y teníamos que estar muy atentos; esas bestias se movían muy deprisa y no cambiarían de rumbo para esquivar un velero imprudente. Pasamos a toda velocidad por delante de la pequeña isla de Linga y respiramos aliviados cuando dejamos atrás Belmont y nos alejamos del alcance de las grandes embarcaciones. La gente que no navega no entiende cómo tu estado de ánimo puede cambiar rápidamente de la euforia a la preocupación o al terror absoluto. En esos momentos yo era presa de una ansiedad que iba en aumento. El viento parecía soplar con más fuerza, el trapecio no ayudaba a estabilizar la embarcación y la jarcia empezaba a chirriar.
—¡Vuelve aquí! —gritó Duncan, dándome muy poco margen de tiempo. Empecé a moverme hacia la algo mayor seguridad del velero.
En ese momento se oyó un crujido ensordecedor. «Un trueno», pensé. La tormenta debía de haberse adelantado. Siguió como un ruido de tela que se rasga y un grito de advertencia de Duncan. Me vi arrojada por el aire y caí en las frías aguas del estrecho de Bluemull.
El instinto hizo que me volviera en la dirección correcta, y a varios metros por encima de mí reconocí la luz del sol y el agua clara y centelleante. Moví los pies con fuerza y salí a la superficie. Tosí una y otra vez, sin tiempo entre medio para tomar más aire. Empecé a hundirme de nuevo.
Bajo la superficie, recordé que llevaba un chaleco salvavidas pero deshinchado. Tratando de no dejarme llevar por el pánico y sin dejar de mover las piernas para evitar hundirme aún más, busqué bajo las solapas de lona del chaleco el dispositivo rojo para hincharlo. Solo con que le diera un tirón, el chaleco se llenaría automáticamente de aire y me impulsaría hacia la superficie. ¡Pero no lograba encontrarlo!
Sabía que no podía perder la calma, de modo que me rendí y traté de salir a la superficie por mí misma. Esta vez logré controlar la tos el tiempo justo para tomar aire. El mar estaba más picado de lo que había creído, y todo lo que veía eran las pequeñas y agresivas olas a mi alrededor. Ni rastro del velero, ni de Duncan.
Renuncié a encontrar el dispositivo y busqué el tubo de entrada de aire que permite hinchar el salvavidas manualmente. Lo encontré fácilmente, quité el tapón y empecé a soplar. Después de ocho soplidos estaba exhausta. Lo tapé de nuevo y me eché hacia atrás en el agua. Me mantenía a flote de forma natural, pero las olas me salpicaban la cara con tanta violencia que volvió a entrarme el pánico. El chaleco no se hinchaba y me estaba quedando sin fuerzas para nada.
Creo que, llegada a este punto, casi me rendí. Lloré en alto y traté de gritar, pero apenas oía mi voz por encima del viento. Traté de elevarme más en el agua, para orientarme. A esa altura, el estrecho de Bluemull no tenía más de un kilómetro de ancho, y yo parecía estar justo en el medio. Me di la vuelta y vi el velero, poco más que un punto blanco a medio kilómetro, tal vez más, del estrecho. Las velas se arrastraban por el agua y el mástil parecía haber desaparecido. Ni rastro de Duncan.
Pensé rápidamente. ¿Unst o Yell? Unst parecía estar más cerca y mi instinto me decía que era mejor ir hacia casa, pero los acantilados eran más escarpados y mucho menos compasivos que los de la isla vecina. No tenía mucho sentido llegar a tierra y morir de frío al pie de un acantilado de treinta metros de altura. Me volví hacia Yell y empecé a nadar.
Varios minutos después no había avanzado nada. No lograba recordar cómo funcionaban las corrientes en el estrecho, pero supuse que nadaba contra una de ellas. Volví a mirar alrededor, esperando el milagro improbable de que me viera alguien; un bote de pescadores que pasara, un caminante por el acantilado, otro velero, lo que fuera. Fue entonces cuando vi lo que iba a salvarme la vida: a menos de diez metros de distancia, apenas visible contra el agua, que se volvía más oscura y gris por momentos, había un palé de madera. Nadé hacia él. Traté de alcanzarlo varias veces sin éxito, hasta que por fin lo conseguí. Lo agarré con todas mis fuerzas y empecé a mover los pies.
El viento se levantó; las olas se volvieron más encrespadas, y la lluvia se hizo más intensa. De vez en cuando las aves marinas se zambullían cerca, graznando en mi dirección. Al principio me pareció que solo tenían curiosidad, luego empecé a preguntarme si trataban de decirme algo: «Por aquí no, te estás dirigiendo a aguas revueltas, nada hacia el sur; la corriente te llevará». Al cabo de un rato me planteé si lo que les atraía no era la perspectiva de carroña.
Sé exactamente cuánto tiempo estuve en el agua aquel día porque siempre que salgo a navegar me pongo un reloj sumergible. El reloj me ayudó casi tanto como el palé. Mantuvo a raya la desconcertante desorientación de no saber cuánto tiempo había transcurrido y me permitió proponerme pequeñas metas, incluso entretenerme con juegos. Nadaba diez minutos y descansaba dos, cronometrándome. Y hasta hacía apuestas conmigo misma. ¿Cuántos minutos faltaban para que pudiera distinguir las aves marinas de los acantilados? ¿Y las flores silvestres de las rocas?
El palé me mantuvo a flote; el reloj me mantuvo cuerda; y las piernas, fuertes tras muchos años montando a caballo, me llevaron a tierra firme.
Tardé tres horas y veinte minutos en recorrer a nado el medio kilómetro que había desde donde el velero había volcado hasta la isla de Yell. Es el equivalente de treinta largos de una piscina municipal de veinticinco metros; si os parece poco, recordad que en las piscinas no acostumbra a haber mareas, ni corrientes subterráneas, ni el agua está helada, ni la lluvia recia cae con violencia sobre ti. Pero por fin terminó, y a las doce menos diez supe que si mi destino era morir ahogada, no ocurriría ese día. Treinta segundos después salí tambaleándome a una playa.
Sin embargo, la muerte por frío todavía no estaba descartada. Tenía que seguir moviéndome. Logré levantarme y miré alrededor. Ante mí se elevaba un acantilado; no era muy alto pero no dejaba de ser un acantilado. La playa era muy estrecha, apenas una franja de arena, y detrás de un paso muy angosto había un pequeño lago. En él vertían sus aguas dos arroyos que bajaban de lo alto del acantilado, y comprendí que ofrecían la mejor ruta para escalarlo.
Emprendí el ascenso. Con los años, el arroyo que seguía había formado muchos salientes y hondonadas, y trepar no resultaba difícil. El mayor peligro era no prestar suficiente atención y resbalar. Antes de llegar a lo alto vi pasar un coche a menos de treinta pasos de mí, pero el conductor miraba al frente. Seguí andando hasta que me desplomé a un lado de la carretera.
La lluvia me azotaba la cara como un látigo de infinitas colas. Si un paciente hubiera llegado a urgencias temblando con tanta violencia como yo entonces, me habría preocupado enormemente. Pero todavía me quedaban fuerzas para empezar a preocuparme por Duncan. ¿Merecía la pena sobrevivir si él no lo había logrado? Él nadaba mejor que yo, pero ¿y si el mástil le había golpeado? Descubrí que me quedaba energía suficiente para llorar.
Hacia las doce y cuarto no había vuelto a pasar otro coche y no me quedó más elección que echar a andar. Estaba descalza. Poco después del accidente, las botas de navegar se me habían llenado de agua y me las había quitado, pero ahora habría agradecido llevar ese o cualquier otro calzado. El borde de la carretera era de hierba áspera, barro, guijarros y más piedras. Al cabo de diez minutos me sangraban los pies.
Seguí andando por la carretera hasta que llegué a Gutcher, de donde sale el ferry de Yell que lleva a Unst, y entré tambaleándome en la cafetería de madera pintada de verde que había junto al embarcadero.
—Dat in traath! —exclamó la mujer de detrás del mostrador al verme.
En la cafetería había dos personas, un chico de unos diez años y una mujer a quien tomé por su madre. Me miraron sin decir nada.
—¿Tienen un teléfono que pueda utilizar? —logré decir—. He sufrido un accidente navegando —añadí, aunque estoy segura de que no era necesario.
—¡Yan! —gritó la mujer, con la cabeza medio vuelta hacia la puerta del fondo pero sin apartar la vista de mí—. Hay una chica medio ahogada.
Me trajeron un teléfono, pero no pude marcar el número. Ni siquiera lo recordaba. Logré decirles quién era y ellos llamaron. Tardaron mucho en acudir, o eso me pareció, y durante todo ese tempo me preparé para recibir la noticia de que Duncan no había logrado sobrevivir. Creo que me refugié en un rincón de mi cabeza, solo vagamente consciente del movimiento y los ruidos que me rodeaban. Me ofrecieron un té caliente, que ni siquiera pude sostener, y alguien me envolvió con una manta de coche. Me convertí en objeto de la delicada curiosidad y la amabilidad incondicional que uno solo encuentra en las comunidades pequeñas. Y esperé a que me dijeran que mi marido había muerto.