Situada en la misma latitud que el sur de Groenlandia, Unst está habitada por aproximadamente setecientas personas y cincuenta mil frailecillos. La más septentrional de las Islas Británicas pobladas mide cerca de veinte kilómetros de largo y ocho de ancho, y tiene una única carretera principal, la A968, que se extiende desde el puerto del ferry, al sudeste, en Belmont, hasta Norwich, al nordeste.
Tres kilómetros después de bajar del ferry, tomamos a la izquierda una carretera de un solo carril y empezamos a subir y bajar las colinas que bordeaban la costa. Casi literalmente al final de la carretera encuentras el puñado de edificios que es Westing, y la fría y suntuosa casa de granito que era el hogar de la familia de Duncan.
Elspeth abrazó a Duncan y apretó su fría mejilla contra la mía. Richard estrechó la mano de su hijo y me saludó con la cabeza. Nos llevaron a su gran sala de estar orientada al oeste. Atraída por los colores del exterior, me acerqué a la ventana. A mi espalda se hizo el silencio; se me erizó la piel al sentirme observada, luego oí descorchar una botella.
El sol casi se había puesto y el cielo estaba violeta. Cerca de la costa de Westing hay varias rocas enormes de lava, es cuanto queda de los antiguos acantilados que en el pasado resistieron los embates del Atlántico. Esas rocas se veían negras donde la luz no las alcanzaba, pero sus bordes irregulares brillaban como oro líquido. Las nubes, gruesas y amenazadoras durante todo el día, se habían convertido en sombras suaves de color rosa oscuro, y la espuma de las olas rebotaba por la orilla como chispas de plata.
Percibí movimiento detrás de mí y me volví. Richard me ofrecía una copa de vino. Se quedó a mi lado y los dos miramos al exterior. El sol había desaparecido detrás de los acantilados de Yell, pero al hacerlo los había envuelto en luz. Parecían esculpidos en bronce.
—El lugar más hermoso y solitario de la tierra —dijo Richard, expresando mis pensamientos con palabras.
Bebí un largo trago de vino. Era excelente. En la casa de Elspeth y Richard había una bodega enorme en el sótano, pero, a diferencia de la nuestra, estaba bien abastecida. Richard me cogió del brazo y me condujo al sillón que había junto a la chimenea mientras Elspeth se acercaba con una bandeja a rebosar. Me rendí a su hospitalidad y comí y bebí agradecida, al tiempo que hacía lo posible por responder a los intentos de Elspeth de mantener una conversación educada.
Media hora después, mientras Duncan y su padre discutían sobre el estado de las carreteras de la isla y los planes para explotar parte de sus recursos de turba, me disculpé y subí a nuestra habitación. Cuando nos quedábamos en casa de los padres de Duncan dormíamos en la mejor habitación de invitados en lugar de en la antigua habitación de Duncan, como había esperado yo. Según me había dicho, estaba en la buhardilla, pero la habían convertido en trastero. Yo no había preguntado qué había sido de sus cosas, de todos los polvorientos recuerdos de su niñez.
Saqué el móvil y comprobé si tenía mensajes. Había tres de Dana, y sentí una oleada de afecto hacia ella. Al menos ella no participaba en la conspiración general para apartarme de todo. Sabía que tan al norte no tendría cobertura, de modo que me arriesgué a utilizar el teléfono de la habitación. Contestó al segundo timbrazo.
—Gracias a Dios, Tora, ¿dónde estás?
—Exiliada en las estepas siberianas.
El teléfono del dormitorio estaba junto a la ventana. Nuestra habitación miraba al este. Veía más colinas, envueltas en una luz rosa intensa, y las aguas rosa fresa del lago interior que había detrás de la casa.
—¿Cómo dices?
Se lo expliqué.
—Bueno, probablemente sea lo mejor. Al menos allí arriba estarás fuera de peligro.
¿Por qué todos hablaban de mi seguridad? Era desalentador, por no decir más.
—¿Me puedes decir qué está pasando? —un frailecillo se posó en el alféizar y me miró.
—Por supuesto. Acabo de volver de Edimburgo. He ido a interrogar a Jonathan Wheeler, el forense de tu hospital. Lleva varios meses de baja.
—Sí, he oído hablar de él. ¿Qué has averiguado? —el frailecillo, aburrido de mí, empezó a limpiarse su pico multicolor con la piedra del alféizar.
—Bueno, el hecho de que le hubieran advertido de mi visita no fue una ayuda. Tu amigo Gifford se merece una buena tunda por obstrucción a la justicia, la verdad, pero veo difícil que ocurra, claro, ya que él y mi inspector fueron compañeros de ducha en los vestuarios de rugby y compartieron la pastilla de jabón y un buen número de…
—¡Dana! —no es que no me lo pasara bien con su invectiva contra Gifford, pero tenía poco tiempo. Oí movimiento en el piso de abajo.
—Perdona. Aparte de eso, Wheeler me pareció un tipo honrado. Lo llevé a la comisaría de Edimburgo y lo tuve sudando durante media hora en la sala de interrogatorio; le di el tratamiento completo. Se acordaba del caso, claro que cómo no iba acordarse si acababa de recordárselo tu jefe, y fue bastante sincero con los detalles. No tengo aquí mis notas, pero todo parecía cuadrar con lo que nos habían dicho. Mujer joven, bultos malignos en los dos pechos y propagación extensiva del cáncer a la mayoría de los órganos. Te diré lo que no encajó.
—¿Qué?
—Bueno, al parecer Melissa Gair estaba embarazada, cuando fue a ver a su médico de cabecera. De pocos meses. Ni siquiera Stephen Gair lo sabía.
—Me lo ha dicho Gifford.
Se oyó una brusca inhalación.
—Caramba, ese tipo es una amenaza. En fin, el médico hizo un análisis de orina a Melissa y vio que estaba embarazada, pero en la autopsia que se le hizo tres semanas después no consta que lo estuviera.
Lamenté frustrar el entusiasmo de Dana, pero no quería que siguiera pistas falsas.
—Eso es fácil de explicar.
—¿Cómo?
—Muchos embarazos se interrumpen en los primeros días. El óvulo ha sido fecundado y la hormona del embarazo aparece en la sangre, de modo que la prueba da positivo, pero luego el óvulo muere. A Melissa pudo haberle venido la regla entre la visita al médico y el ingreso en el hospital, lo que habría sido un aborto muy temprano. Dada la naturaleza invasora del cáncer, me parece algo muy probable.
Mientras Dana procesaba la información que acababa de darle se produjo un silencio.
—Dana —continué, antes de que dijera algo—, he estado pensando. Puede que la mujer que ingresó con cáncer en el hospital y que murió en él, la que llevas todo el día investigando, no fuera Melissa Gair. A lo mejor se mezclaron los historiales.
—Hemos considerado esa posibilidad.
—¿Y…?
—Era ella. Su médico de cabecera está seguro de que Melissa fue a verlo. Hacía años que la conocía. También hemos hablado con la recepcionista de la consulta. Conocía a Melissa. El personal del hospital no la conocía personalmente, pero les he enseñado fotos y están totalmente seguros de que era ella. Por supuesto, había cambiado un poco cuando la ingresaron. El dolor parece tener ese efecto. Pero todos, juntos y por separado, se acordaban de su pelo y de su piel. Era una mujer muy atractiva.
—Podrían haber mentido.
Ella guardó silencio un momento.
—Bueno, es posible. Pero sus versiones coinciden. Las hemos cotejado una y otra vez, y no hay diferencias.
Reflexioné.
—¿Tenía una hermana gemela?
—No. Solo un hermano mayor que vive en Estados Unidos.
—Entonces, ¿Stephen Renney y yo nos equivocamos? ¿Me equivoqué en cuanto al historial dental? —No podía creerlo, pero parecía la única explicación posible.
—No, no os equivocasteis. Pedimos la opinión a otro dentista. No hay duda de que el cuerpo del depósito es Melissa. Y han repetido la autopsia. Es casi seguro que dio a luz. También le han encontrado un pequeño bulto en el pecho izquierdo. Lo están analizando, pero no creen que fuera maligno.
Me quedé callada unos minutos. Mi cerebro sencillamente no podía asimilar tanta información.
—Estamos dando vueltas a lo mismo —dije por fin.
—No me digas.
—¿Y ahora qué?
—Nadie parece saberlo. El personal del hospital y el médico de cabecera se han ido a casa. También Stephen Gair.
—¿Has dejado que se vaya?
Aun por teléfono podía percibir su frustración.
—Tora, ¿quién es nuestro sospechoso? ¿De qué lo acusarnos? Tenemos seis, no, siete respetables miembros de la profesión médica que dicen lo mismo: en septiembre de 2004 una mujer llamada Melissa Gair ingresó en el hospital con cáncer de mama. Dado lo avanzado de la enfermedad, le dieron solo unas pocas semanas de vida y murió en el hospital. Todo se hizo según las reglas. No hay motivos para dudar de sus versiones.
—Aparte de los obvios —repliqué.
El frailecillo movió la cabeza hacia mí y emprendió el vuelo. Al cabo de unos segundos había desaparecido sobre el acantilado.
—Tendríamos que demostrar que los siete se confabularon, junto con Stephen Gair, para simular una muerte. No tenemos ni idea de cómo pudo ocurrir ni de cuál fue el móvil. Ni siquiera podemos presentar cargos contra ellos.
No sabía qué responder, hasta que se me ocurrió algo.
—Un seguro de vida. ¿Por cuánto estaba asegurada?
—Estoy comprobando las finanzas de Gair, pero probablemente no bastaban para pagar además a siete personas. La otra cosa es que Stephen Gair ha identificado el cuerpo del depósito. Afirma estar seguro de que es su mujer.
—A la que vio morir hace tres años —había alzado la voz.
—Para el carro, doctora, yo solo soy mensajera. Dime, ¿crees que si Gair hubiera estado involucrado en un juego sucio que tuvo lugar hace tres años, la habría identificado?
—Tor, ¿estás bien? —era Duncan gritando al pie de la escalera.
—Tengo que irme —dije a Dana—. Te llamaré.
Duncan se había instalado de espaldas al fuego de turba. Sus padres estaban sentados cerca. Hasta en mayo el aire de Unst tiene algo frío. Me fijé en que Duncan había terminado el vino y había pasado a Lagavulin, un whisky de malta de las tierras altas que siempre me hace pensar en beicon rancio.
—¿Con quién hablabas? —preguntó.
—Con Dana —respondí al tiempo que me preguntaba si era buen momento para empezar a cogerle el gusto al whisky de malta. Una sola Melissa Gair y dos muertes muy diferentes. ¿Cómo podía morir una persona dos veces?
Duncan cerró un momento los ojos. Más que enfadado parecía triste, lo que hizo que me sintiera culpable y de nuevo enfadada. Con todo lo que estaba pasando, ¿por qué tenía que ser precisamente yo la que se sintiera culpable?
—Me gustaría que lo dejaras estar —dijo con suavidad, con un tono que daba a entender que sabía que no lo haría.
Con el rabillo del ojo vi que Elspeth miraba a Richard, pero ninguno de los dos preguntó qué era lo que se suponía que debía dejar estar. Imaginé que ya lo sabían.
Por encima del hombro de Duncan vi algo que debía de haber visto varias veces pero en lo que nunca había pensado. Me acerqué y deslicé un dedo por el contorno.
La chimenea de la sala de estar de Richard y Elspeth es enorme. Debe de tener un metro ochenta de largo y un metro veinte de profundidad. La rejilla central mide unos sesenta centímetros cuadrados, y el cañón de humo es de dimensiones parecidas. Tiene un tiro magnífico, y el fuego que arde en ella los días de fiesta y en vacaciones es como una pequeña hoguera. Pero yo no miraba el fuego, relativamente modesto para una tarde de primavera, sino el dintel de piedra que se extendía por encima. De aproximadamente dos metros y medio de largo y dieciocho centímetros de ancho, se apoyaba en fuertes columnas de piedra a cada lado. En el granito había grabadas unas formas que reconocí: una flecha recta, una efe torcida, un zigzag que recordaba un rayo. Se repetían varias veces, en ocasiones boca abajo, otras al revés, como una imagen en un espejo, y alrededor del borde del dintel había un diseño angular. El efecto general era más elaborado, pero aun así se parecía mucho a los relieves que había en la chimenea del sótano de nuestra casa. Y ahí estaban las cinco runas vikingas de nuestra chimenea que nos habían desconcertado a Dana y a mí.
—Richard, tengo entendido que hablaste con la agente Tulloch —dije mientras recorría con un dedo la runa que estaba bastante segura de que significaba Iniciación—. Necesitaba que le asesoraras sobre las runas grabadas en el cadáver que desenterré.
Con el rabillo del ojo vi que Elspeth hizo una mueca.
—Sí, me acuerdo —dijo Richard; habló despacio, como siempre—. Había encontrado un libro sobre el tema. Le dije que no tenía nada que añadir a la interpretación que ofrecía el autor. Le recomendé que fuera a la Biblioteca Nacional.
De mucho debió de servirle la recomendación a la pobre Dana, que estaba en las Shetland. No podía creer que mi suegro no tuviera nada que decir sobre un tema tan esencial en la historia de las islas. ¿Se había unido a la conspiración general para evitar que el desagradable asunto de Tora saliera a la luz? Me di cuenta de que si el asesinato de Melissa estaba relacionado con el hospital, era muy probable que, como ex director medico, Richard Guthrie estuviera muy interesado en silenciar los hechos. Empezaba a preguntarme si el instinto que me había llevado a Unst por mi seguridad personal había sido sensato.
—Esas runas son iguales a las que hay en nuestro sótano —dije; tuve curiosidad por saber cómo contestaría Richard a mi pregunta directa—: ¿Qué significan?
—Mañana por la mañana te prestaré encantado un libro.
—Iniciación —dije al tiempo que deslizaba el dedo por el contorno de uno de los símbolos.
Richard se reunió conmigo ante la chimenea.
—A lo mejor no necesitas un libro.
—¿Por qué tallaría alguien la runa de Iniciación en la chimenea de una casa? —pregunté—. No tiene sentido.
Me miró y tuve que hacer un esfuerzo para no retroceder. Era un hombre alto y amplio de cuerpo. Su presencia física, sumada a una inteligencia formidable y un ingenio rápido, siempre me había resultado muy intimidante. Nunca antes me había enfrentado a él, y noté que se me aceleraba el pulso.
—Nadie sabe en realidad lo que significan estas runas —dijo—. Se remontan a miles de años atrás, y es casi seguro que su significado original se perdió junto con su uso. El libro que tenía la oficial Tulloch ofrecía una serie de interpretaciones. Existen otras. Solo tienes que escoger —como aburrido por el tema, suspiró y se acercó a la puerta—. Ahora, si me disculpáis, voy a acostarme.
—Buena idea —dijo Elspeth, levantándose—. ¿Necesitáis algo antes de subir?
—No te pareces mucho a tu padre —dije mientras Duncan empezaba a desnudarse.
—Ya me lo has dicho otras veces —replicó él; su voz quedó amortiguada por el jersey que estaba quitándose por la cabeza.
—Él es mucho más corpulento que tú —continué—. ¿Y no era rubio de joven?
—Habré salido a mi madre —dijo mientras se desabrochaba los tejanos. Seguía enfadado conmigo.
Pensé en ello. Elspeth era baja y, por decirlo con delicadeza, regordeta. No se parecía en nada a Duncan, pero el flujo de genes es impredecible y nunca sabes qué cóctel humano va a resultar de cada acto reproductivo.
—¿Vas a darte una ducha antes de venir a la cama? —preguntó.
Por fin había encontrado a alguien lo bastante sincero para admitir que olía como una mofeta en celo. Me quedé bajo el agua de la ducha durante largo rato; cuando volví al dormitorio, Duncan ya dormía. Cinco minutos después, apenas unos segundos antes de que yo también me quedara dormida, se me ocurrió que si bien Richard Guthrie se parecía muy poco a su hijo, tenía mucho en común con Kenn Gifford.