17

Me quedé en la sala de partos otros quince minutos, para asegurarme de que la madre y el niño estaban bien. Luego llegó un camillero y se llevó a Maura a la ducha, y di una vuelta por las salas para ver cómo estaban el resto de mis pacientes. No esperábamos otro parto hasta mediados de semana, de modo que con un poco de suerte sería un fin de semana tranquilo. Decidí que podían prescindir de mí y me encaminé hacia la salida.

Jenny, la comadrona, entraba de nuevo en la sala cuando yo salía.

—Enhorabuena, señorita Hamilton —dijo, y al instante sospeché que sus palabras encerraban un sarcasmo.

—¿Ha pasado algo? —pregunté, irritada.

Me miró desconcertada.

—Ahora no —dijo—. Pero antes de que llegara usted pensé que iba a perder a esa criatura. Y eso hace muchos años que no lo decía —debió de ver algo en mi cara, porque se acercó más y bajó la voz—. He pasado catorce horas sudando con esa chica. Me ha gritado, me ha dado patadas, me ha insultado y me ha estrujado tanto la mano que casi me parte los dedos. Y si ella y su marido están felices ahora, es gracias a usted, no a mí —me dio un apretón en el brazo—. Buen trabajo, muchacha.

Subí la escalera hasta donde el personal directivo tenía sus oficinas. El último despacho del pasillo, enorme y haciendo esquina, era el de Gifford. Era la primera vez que entraba en él y me sorprendió bastante, me recordó las consultas privadas en las que había estado de estudiante: paredes color crema, pesadas cortinas de rayas, butacas de cuero marrón y un escritorio de madera oscura que no podría decir si era de anticuario o una reproducción. Encima del escritorio solo había un ordenador portátil cerrado y una carpeta de manila. Habría apostado algo a que era el historial médico de Melissa Gair.

Gifford estaba de espaldas a la puerta. Inclinado hacia delante, con los codos apoyados en el alféizar, miraba el océano por encima de los edificios. No llamé, me limité a empujar la puerta, ya abierta; no hizo ningún ruido sobre la gruesa alfombra estampada. Él se volvió.

—¿Qué tal ha ido? —preguntó.

—Ha sido una niña —respondí mientras cruzaba la alfombra hasta la mitad de la habitación.

—Enhorabuena —se quedó allí de pie mirándome, el vivo retrato de la serenidad. En cualquier momento ladearía la cabeza con una expresión educada pero firme y me preguntaría: «¿Eso es todo, señorita Hamilton?».

Bueno, pues yo no iba a permitirlo.

—Estoy a punto de… —hice un gesto juntando los dedos de mi mano izquierda— tener la mayor rabieta de mi vida. ¿Y sabes una cosa? Creo que me saldría con la mía.

—Por favor, no lo hagas —cruzó la habitación y se apoyó contra el escritorio—. Me duele mucho la cabeza.

—Te lo mereces. ¿A qué coño estás jugando? ¿Tienes idea de lo serio que es este asunto?

Suspiró, de repente parecía cansado. Nunca había pensado en su edad, pero en ese momento me pregunté cuántos años tenía.

—¿Qué quieres saber, Tora?

—Todo. Quiero una maldita explicación.

Su respuesta fue una sonrisa cansina, una breve sacudida de cabeza y una exhalación de aire por la nariz; era una carcajada tan económica en alegría como en duración.

—¿No la queremos todos? —dijo. Se pasó las manos por la cara y se apartó el pelo. Tenía marcas de sudor en las axilas—. Puedo decirte lo que ha pasado mientras estabas en el quirófano. ¿Te parece?

—Es un comienzo.

—¿Quieres sentarte? —señaló con la cabeza una silla.

Lo hice. De hecho, lo necesitaba, como si su abatimiento fuera contagioso. Era una butaca exageradamente cómoda y la habitación estaba bien caldeada. Me obligué a erguirme.

—El comisario Harris viene de Inverness para tomar las riendas del caso. Andy Dunn ha estado aquí hace veinte minutos para averiguar detalles sobre los dos médicos y las tres enfermeras que trataron a la señora Gair. Tres de ellos se encuentran en estos momentos en la comisaría, están siendo interrogados. De los otros dos, uno está de vacaciones, y el otro no trabaja ya en el hospital y están tratando de localizarlo. El médico de cabecera de la señora Gair también está en la comisaría.

—¿Y tú?

Volvió a sonreír, me había leído el pensamiento.

—Suelo tomarme unas vacaciones largas a finales de verano o en otoño. Cuando ingresaron a la señora Gair, yo estaba en Nueva Zelanda. Llevaba cinco días muerta cuando volví.

Pensé en lo que acababa de decir. ¿Era posible que Kenn Gifford no hubiera participado en la mierda que se estaba cociendo allí?

—El forense que realizó la autopsia está de baja por enfermedad en Edimburgo…

—Un momento —lo interrumpí—. Pero ¿no la hizo Stephen Renney?

Gifford negó con la cabeza.

—Stephen solo lleva ocho meses con nosotros. Empezó justo cuando tú llegaste. Está sustituyendo a nuestro forense, un tipo llamado Jonathan Wheeler. ¿Qué iba a decir? Ah, sí, en estos momentos la oficial Tulloch está volando a Edimburgo para entrevistar a Jonathan. Pero aquí tienes el informe —señaló con un gesto la carpeta que había encima de su escritorio—. Es bastante detallado. ¿Quieres leerlo?

Me tendió la carpeta y yo la cogí, más porque necesitaba tiempo para pensar que porque quisiera realmente mirar el informe, pasé las hojas. Cáncer extendido a los dos pechos, a los nudos linfáticos y a los pulmones. Tumores secundarios en…, y así seguía.

Levanté la vista.

—Su tumba. Me refiero a su tumba oficial. ¿Dónde está? ¿La están exhumando?

—Me temo que no es posible. A la señora Gair la incineraron, o eso es lo que hemos creído hasta ahora.

—Qué oportuno.

—No hay nada ni remotamente oportuno en este lío.

—Bueno, ¿y cómo acabó en mi terreno una mujer que murió de cáncer hace tres años?

—¿Quieres oír la mejor teoría que tengo?

—¿Quieres decir que tienes más de una? Estoy impresionada. Yo no he sido capaz de llegar a ninguna.

—Bueno, como teoría es floja. Probablemente es más bien lo que me gustaría creer. Pero espero que estemos ante un caso tipo Burke y Hare.

—¿Ladrones de cuerpos?

Asintió.

—Por motivos personales que preferiría no saber, aunque supongo que acabaré enterándome, alguien robó el cuerpo del depósito de cadáveres. Incineraron un ataúd vacío o, más probablemente, lleno de peso.

Era ridículo. ¿Kenn Gifford, uno de los hombres más brillantes que había conocido nunca, creía que iba a tragarme esa chorrada?

—Pero ella no murió en octubre de 2004. Según los forenses, murió casi un año después.

—Enterraron el cadáver en la turba un año después. ¿Y si la conservaron varios meses congelada?

Pensé en ello. Un segundo.

—Había dado a luz. Un cadáver congelado no puede gestar un bebé.

—Bueno, he de reconocer que en ese punto mi teoría se topa con un obstáculo. Solo espero y rezo para que Stephen Renney y tú estéis totalmente equivocados.

—No lo estamos —susurré. Pensé que el equipo de forenses de Inverness también había examinado el cadáver. No podíamos estar todos equivocados.

—La turba es una sustancia extraña. No sabemos mucho de ella. Tal vez alteró el habitual procedimiento de putrefacción.

—Había dado a luz —repetí.

—Melissa Gair estaba embarazada.

—¿Lo estaba?

—He hablado con su médico de cabecera. Hace cuarenta minutos. Antes de que la policía fuera a buscarlo.

—Quieres decir que le has advertido.

—Tora, tranquilízate. Conozco a Peter Jobbs desde que tenía diez años. Es un hombre honrado, créeme.

Decidí pasar por alto esas palabras.

—¿Y qué te ha dicho?

—Ella fue a verlo en septiembre de 2004, preocupada por un bulto en el pecho izquierdo. También creía que estaba en la primera fase de embarazo. Peter le concertó una cita con un especialista en Aberdeen, pero dos semanas más tarde, tres días antes de la cita, la ingresaron en el hospital con un gran dolor.

Se levantó y cruzó la habitación.

—¿Quieres café? —preguntó.

Asentí.

Gifford sirvió café de una cafetera muy parecida a la que yo tenía en mi consulta y regresó con dos tazas. Me dio una y se sentó de nuevo en la otra butaca. Tenía que volverme hacia un lado para verlo. Él miraba al frente, rehuyendo mi mirada.

—Las radiografías iniciales mostraron una propagación extensiva del cáncer. Aquí no tenemos a nadie realmente cualificado para tratar algo así, de modo que pedimos un traslado. Se la mantuvo estable y voló a Aberdeen. Allí la abrieron, la cerraron y nos la devolvieron. Le aumentaron la medicación contra el dolor y a los pocos días murió.

«Abrir y cerrar» significa que determinada intervención quirúrgica se suspende porque se descubre que el mal es inoperable. El cirujano de Aberdeen debió de abrir a Melissa y, al ver que el cáncer estaba demasiado extendido para eliminarlo quirúrgicamente, volvió a cerrarla. El cirujano debía de estar al pie de la cama de Melissa cuando ella se despertó. «Lo siento mucho, señora Gair, pero me temo que no podemos operar». Tal vez entró en la habitación vistiendo una capa negra y portando una guadaña.

—Pobre Melissa.

Asintió.

—Treinta y dos años.

Con una nueva vida dentro de ella. Qué triste tuvo que ser.

A menos que…

—No, joder —yo volvía a estar de pie y gritando. No podía creer que hubiera estado a punto de tragármelo—. Melissa no murió de cáncer. Melissa murió porque alguien cogió un cincel, se lo clavó en el pecho, le abrió a la fuerza la caja torácica, le cortó metódicamente las cinco arterias principales y otras más pequeñas, y le arrancó el corazón, que probablemente seguía latiendo.

—Tora —Gifford también se había levantado y se acercaba a mí.

Yo jadeaba y empezaba a sentirme mareada.

—Murió porque un maldito tarado decidió que muriera y un montón de degenerados están mintiendo. Probablemente tú entre ellos.

Me puso las manos en los hombros y sentí una oleada de calor en mi interior. Nos miramos. De color pizarra, sus ojos eran de color pizarra. Respiraba pesada y lentamente. Me descubrí calmándome para sincronizar mi respiración con la suya. El mareo había desaparecido. Llamaron a la puerta.

—¿Va todo bien, señor Gifford?

—Todo va bien —respondió Gifford—. ¿Puedes darme un momento?

Se oyó el sonido de pasos alejándose.

—¿Te sientes mejor? —preguntó Gifford.

Sacudí la cabeza, pero había en ello más obstinación que sinceridad.

Gifford alzó la mano y me acarició la cabeza. Se detuvo en mi cuello desnudo.

—¿Qué voy a hacer contigo? —dijo.

Bueno, se me ocurrieron unas cuantas cosas, porque, a pesar de todo, era muy agradable estar allí con él, casi en sus brazos, en esa habitación ridículamente amueblada.

—Odio los hombres con pelo largo —dije.

No me preguntéis de dónde salió eso; o por qué me pareció que ese era el momento adecuado para decirlo.

Él sonrió. Esta vez con una sonrisa sincera, y me pregunté cómo podía haberme parecido feo.

—Entonces me lo cortaré —dijo.

Me acerqué un paso más, apoyé la cabeza en su pecho y me quedé mirando la tela de su camisa, sabiendo que la situación había traspasado el límite de lo decoroso y debía interrumpirla.

—Ahora viene la parte que no te va a gustar —dijo él.

Volví a levantar la cabeza con brusquedad, hasta retrocedí un paso. ¿Qué era exactamente lo que se suponía que me había gustado hasta entonces?

—Estás suspendida quince días, sin reducción de sueldo.

Me aparté.

—Es una puta broma.

Él no dijo nada. No bromeaba.

—No puedes hacerlo. No he hecho nada malo.

Él se rio y se acercó de nuevo a la ventana. Cuando se volvió, me entraron ganas de darle una patada, pero no me moví.

—Técnicamente —dijo a mi reflejo en el cristal—, creo que descubrirás que has hecho un montón de cosas malas. Has interferido en una investigación policial, has violado muchas normas del hospital y has desobedecido algunas de mis instrucciones directas. Has violado la confidencialidad de un paciente y has disgustado a varios miembros de la comunidad y del hospital —se volvió de nuevo. Sonreía—. Pero esa no es la razón por la que estás suspendida.

—Entonces, ¿por qué?

Levantó el índice.

—En primer lugar, si te quedas, seguirás comportándote como lo has hecho hasta ahora, y no puedo protegerte siempre.

—No lo haré. Lo dejaré en manos de la policía.

Sacudió la cabeza.

—No te creo. Segundo, como has expresado tan elocuentemente en Odontología, en los próximos días la mierda salpicará lejos y habrá mucha gente muy enfadada. No quiero que te consideren el centro o la causa de todo.

—No me importa lo que la gente piense de mí.

—Pues debería. Cuando todo termine, seguirás trabajando aquí. Pero no podrás hacerlo si tienes a todo el mundo en tu contra.

—No les caeré mejor si huyo. Creerán que no me atrevo a dar la cara. Dios mío, si les dices que me has suspendido, creerán que estoy implicada.

—Les diré que estás exhausta y muy alterada por todo lo ocurrido. Serás objeto de compasión, no de resentimiento. Tercero, los próximos días voy a estar muy ocupado tratando de minimizar el perjuicio para el hospital, por no hablar de mi propia reputación… No quiero oírlo, Tora —dijo, al ver que me disponía a interrumpirlo—. No soy policía. El bienestar del hospital es mi prioridad, y no te quiero aquí distrayéndome.

No tenía una respuesta inmediata a eso. De no haber sido algo completamente fuera de lugar, habría dicho que era felicidad lo que se retorcía en la boca de mi estómago.

—Cuarto —dijo, sobresaltándome. ¿Había un cuarto punto?—. Quiero que estés en un lugar seguro.

¡Adiós final feliz! En medio del embriagador arrebato del descubrimiento y la justificación, había olvidado por completo que —para utilizar un tópico de las películas policíacas— había un asesino suelto; y había estado hurgando donde alguien, tal vez un miembro del personal de ese hospital, no quería que se hurgara.

Dio un paso hacia mí y volvió a sujetarme, esta vez los antebrazos.

—Necesitas tomarte unos días libres —dijo—. Estás visiblemente agotada, blanca como el papel, te tiemblan las manos y tienes las pupilas dilatadas como si te hubieras drogado. Si te expones a una infección, caerás redonda. No puedo tenerte trabajando en el hospital.

Había ingerido drogas, pero lo había hecho involuntariamente. ¿Tan evidente era? ¿O acaso Kenn sabía más de lo que daba a entender? Me pregunté de nuevo quién había entrado en mi despacho cerrado con llave. Él lo había hecho la mañana anterior. Había dicho que el empleado de la limpieza le había dejado entrar, pero…

Una ráfaga de aire frío recorrió la habitación cuando se abrió la puerta. Kenn ya no me miraba a mí sino a quienquiera que estaba en el umbral. Me volví y mi día se completó. Era Duncan.

—Aparta las manos de mi mujer, Gifford —dijo con calma. Parecía cualquier cosa menos calmado.

Kenn mantuvo las manos en mis hombros durante un instante, luego el calor desapareció. Me aparté de él y me acerqué a mi marido, quien, debo decirlo, no parecía especialmente contento de verme.

—¿Qué te ha retenido? —preguntó Gifford.

—El vuelo se ha retrasado —respondió Duncan; lo miraba con odio. Luego entró en la habitación, la recorrió con la mirada, y soltó una carcajada corta y desagradable—. ¿Qué eres, un ginecólogo de Harley Street?

—Me alegro de que te guste —dijo Gifford—. Pero lo diseñó mi predecesor.

Noté que Duncan se ponía tenso.

—No podría justificar el gasto que impondría redecorarla —dijo Kenn—. Pero… ¿nunca te invitó a entrar?

Miré a uno y a otro. Duncan estaba furioso e imaginé que lo estaba conmigo. Pero, por Dios, ¿no exageraba un poco? Tal vez nos había visto en una actitud más íntima de como a cualquier marido le gustaría ver a su esposa, pero tampoco nos había pillado montándonoslo en el sofá.

—¿Qué está pasando? —pregunté; en los últimos días estaba utilizando esa frase demasiado a menudo.

Gifford se volvió hacia mí.

—Mi predecesor. El que fue el director médico de este hospital durante quince años antes de jubilarse. Una especie de mentor para mí. Dale recuerdos de mi parte, ¿quieres?

Miré a Duncan.

—Despierta, Tor —dijo algo irritado—. Está hablando de mi padre.

De acuerdo, estaba algo perdida.

—Tu padre trabajaba en Edimburgo. Eso me dijiste.

Poco después de conocernos, Duncan me dijo que su padre era médico, anestesista, y, como es lógico, la información me interesó. También me dijo que trabajó fuera durante la mayor parte de su niñez, que solo regresaba los fines de semana. Siempre había creído que eso explicaba la manera de ser de la familia de Duncan.

—Volvió antes de que yo me fuera a la universidad —dijo él—. ¿Dónde está tu coche?

—No tengo ni idea —respondí. Las cosas habían ido demasiado deprisa y estaba desorientada.

—Aparcado frente a la casa de la oficial Tulloch —dijo Gifford—. Bastante seguro, esperemos.

Me quedé dormida a los pocos minutos de que Duncan empezara a conducir. Tuve sueños extraños e inconexos de que estaba en el quirófano sin los instrumentos adecuados. El paciente era el padre de Duncan, y la cara de la enfermera ayudante que me miraba por encima de la mascarilla era la de su madre, Elspeth. Estábamos en un aula de anatomía con una mesa de operaciones en el centro y círculos de sillas alrededor. En cada silla había alguien a quien conocía: Dana, Andy Dunn, Stephen Renney, mis padres, mis tres hermanos, amigos de la universidad, la líder de mi grupo de girl scouts. No hacía falta ser Sigmund Freud para reconocer el clásico sueño de ansiedad. Me desperté sobresaltada cuando Duncan frenó con brusquedad para esquivar una oveja extraviada. No estábamos en la carretera que llevaba a casa.

—¿Adónde vamos? —pregunté.

—A Westing —respondió.

Westing era el hogar de sus padres en Unst, donde él había nacido y crecido.

Pensé un momento.

—¿Quién va a cuidar de los caballos?

—Mary ha dicho que se pasaría.

Asentí. Mary era una chica del pueblo que daba de comer a los caballos y los sacaba a pasear los días que yo estaba ocupada. Los conocía bien, y viceversa. Estarían bien. Se me volvían a cerrar los párpados cuando me pregunté si debía explicar a Duncan lo que había ocurrido la noche anterior. También quería preguntarle si sabía algo de Tronal.

Me volví hacia él. Miraba al frente, tenía los músculos en tensión, como si estuviera muy concentrado, aunque conocía bien la carretera y todavía no estaba oscuro. Además, conducía demasiado rápido. No parecía un buen momento para hablar. Tal vez más tarde. Volví a cerrar los ojos y me dormí. Me desperté cuando estábamos a bordo del ferry a Yell.

—Gifford te ha llamado, ¿no? —pregunté—. Te ha dicho que entraron en casa la otra noche.

Duncan asintió sin mirarme. Tuve una sensación desagradable. Duncan y Gifford podían tenerse antipatía, pero se habían confabulado para ocuparse de mí. O tal vez Gifford había representado el pequeño acercamiento íntimo conmigo para que Duncan lo viera. ¿Era posible que Gifford estuviera jugando con los dos?

No se tarda mucho en llegar a Yell en coche, y hacia las nueve estábamos en el ultimo tramo del viaje.

Hacía siete años que conocía a Duncan, llevaba cinco años casada con él, y todavía podía decir con absoluta franqueza que no conocía a sus padres. Durante mucho tiempo me pareció raro, hasta un poco inquietante, viniendo como vengo de una familia numerosa, ruidosa, comunicativa y chismosa en la que se habla mucho y no hay secretos. Eso fue hasta que me di cuenta de que Duncan tampoco los conocía y no debía tomármelo como algo personal.

Duncan es hijo único. Llegó al matrimonio relativamente tarde, cuando, presumiblemente, la certeza de tener hijos se había convertido en una aceptación entre resignada y resentida de algo que podía no ocurrir nunca. Cualquiera habría pensado que precisamente por eso Duncan era aún más valioso, aún más amado, pero ese no parecía ser el caso.

Nunca habían sido una familia unida. Su madre lo consentía, como cabía esperar de una mujer algo mayor con un solo hijo, pero en su relación no había una familiaridad cómoda. Casi nunca les había oído bromear juntos o compartir recuerdos de su niñez. Aún menos a menudo la había oído a ella regañarlo. La palabra que parecía describir mejor la relación entre Duncan y su madre era «educada», aunque de vez en cuando también podía calificarse de «poco relajada».

La relación entre Duncan y su padre era más fácil de describir, aunque no de entender. Era formal, cortés y —a mi parecer, al menos— visiblemente gélida. Hablaban bastante —sobre el trabajo de Duncan, la economía, los temas de actualidad, la vida en las islas—, pero nunca entraban en el terreno personal. Nunca salían juntos a navegar ni paseaban por el acantilado. Nunca se escapaban al pub mientras su madre y yo preparábamos la cena, ni se quedaban dormidos juntos frente al televisor, y nunca jamás discutían.

En la travesía en ferry de quince minutos de Yell a Unst pregunté:

—¿Se jubiló antes de hora?

No sabía qué edad tenía el viejo Richard, pero apenas aparentaba setenta años. Sin embargo, desde que yo lo conocía no había trabajado. Aunque no había mencionado a Richard en todo el trayecto, Duncan supo inmediatamente de quién hablaba.

—Hace diez años —respondió, mirando al frente.

—¿Por qué?

Si Richard había dejado su cargo en circunstancias poco claras, eso al menos explicaría por qué era tan reacio a hablar de su profesión.

Duncan se encogió de hombros sin mirarme.

—Tenía otras cosas que hacer. Y había preparado a su sucesor.

—Gifford.

Duncan guardó silencio.

—¿Qué hay entre vosotros? —pregunté.

Por fin me miró.

—¿Debería preguntarte eso mismo?

—Él dice que te robó la novia.

El brillo de los ojos de Duncan desapareció y por un momento no reconocí la cara que se volvió hacia mí. Luego soltó una fuerte carcajada llena de cólera.

—En sus sueños.

El ferry estaba entrando en el puerto, y los otros tres coches que hacían la última travesía habían puesto el motor en marcha. Duncan accionó la llave de contacto. Mientras los motores del ferry rugían y la pesada rampa del puerto bajaba de golpe, murmuró algo, pero no me atreví a pedirle que lo repitiera.