De camino a casa de Dana no me crucé con otros coches, lo que fue una ventaja, porque seguramente habría chocado contra ellos. Me subí un par de veces a la acera e hice una rayada en la pintura al salir del hospital.
Aparqué, comprobé la dirección y bajé. No vi el coche de Dana en el aparcamiento que supuse que era el más cercano a su casa. Caminé tambaleándome como un borracho por la arcada de piedra, y bajé unos escalones y una pendiente adoquinada. Faltaba una hora para que amaneciera; por el este el cielo ya clareaba. Las estrechas calles de The Lanes, sin embargo, seguían inundadas de sombras.
The Lanes es uno de los barrios más antiguos y más interesantes de Lerwick. Se extiende colina abajo en líneas paralelas a lo largo del medio kilómetro que hay de Hillhead a Comercial Street, que está a dos minutos andando del puerto. The Lanes son calles adoquinadas y en pendiente con cortos tramos de escalones de piedra aquí y allá. Es imposible bajar por ellas en coche, y en según qué tramos las calles son tan estrechas que dos personas difícilmente pueden andar hombro con hombro. A ambos lados se alzan los edificios, una mezcla de comercios y residencias de tres y cuatro plantas. The Lanes es un barrio pintoresco, popular entre los turistas, y muy buscado como viviendas modernas y céntricas. Pero cuando hay poca luz y no hay nadie alrededor, es oscuro y absolutamente espeluznante.
Tres veces había llamado a Dana a su móvil, pero no había, recibido respuesta. Al principio supuse que se había acostado, pero en ese momento me parecía poco probable. Había localizado la puerta de su casa y la había golpeado durante varios minutos. Nadie había abierto. Ella no estaba en casa y yo ya no estaba en condiciones de ir a ningún otro sitio en coche. Subí despacio hasta el vehículo. En el asiento trasero estaba mi abrigo y una vieja manta para los caballos. Por un momento, pensé en volver a llamarla al móvil, pero fui incapaz de juntar fuerzas. Seguramente estaba en algún lugar sin cobertura. Me envolví en el abrigo y la manta, y en unos segundos me quedé dormida.
Casi amanecía cuando unos golpecitos en la ventana me despertaron. Estaba aterida de frío y agarrotada, y era muy consciente de que en cuanto me moviera lo lamentaría. La peor resaca que había tenido —y recordaba algunas horribles— iba a parecerme un masaje shiatsu al lado de lo que me tenía reservado ese día. Pero no me quedaba alternativa. Dana me miraba con incredulidad y tuve que moverme. Me senté. Dios…, era mucho peor de lo que esperaba. Busqué el seguro y Dana abrió la puerta.
—Tora, me he pasado la mitad de la noche en tu casa. He estado realmente…
La aparté con la mano, me volví y vomité sobre la rueda trasera del coche. Me quedé allí un rato, doblada en dos. Tosí, tuve arcadas y traté de desalojar esa mucosidad nauseabunda que a veces se queda atascada en las fosas nasales, mientras decidía que la muerte repentina era una opción muy recomendable.
Tengo un vago recuerdo de que alguien me llevó medio a rastras hasta la puerta delantera de la casa de Dana y me tumbó en el sofá. Siguiendo mis instrucciones, Dana me dio una dosis poco prudente de ibuprofeno y paracetamol, y fue a prepararme un té dulce y caliente con una tostada. Una vez sola, traté de controlar las náuseas fijando la vista en un punto del salón. Era exactamente como había esperado, impecablemente ordenado e indudablemente caro. Las tablas del suelo eran de roble pulido y estaban parcialmente cubiertas por una alfombra a cuadros de color óxido, avena y verde pálido. Los sofás eran del mismo tono verde, mientras que en las esteras de ambas ventanas destacaban los colores óxido y avena. La tela tenía todo el aspecto de haber costado cincuenta libras el metro. En una pared había un televisor de pantalla plana, y debajo de una ventana había un equipo estereofónico Bang and Olufsen. Dana entró con la comida y volvió a irse. La oí subir corriendo al piso de arriba. Regresó con un edredón grande y me envolvió en él, como haría una madre con un niño enfermo. Di un mordisco a la tostada y logré retenerlo. Dana se sentó frente a mí, en un reposapiés de cuero.
—¿Preparada para contarme lo que te ha pasado?
—He trabajado la mitad de la noche y he pasado el resto en un coche —logré decir. El té ardía y estaba delicioso.
Me miró y se miró a sí misma. Sus pantalones de lino estaban arrugados pero limpios, y seguía teniendo buen aspecto, con su camisa de algodón rosa y su jersey a juego. Tenía la piel fresca y no hacía ni diez minutos que se había pasado el peine.
—Yo también —dijo.
Algo de razón tenía.
—Primero he de decirte lo que he averiguado —dije.
Llevaba dando vueltas a cómo hacerlo desde que había entrado en la casa. Duncan tiene una costumbre particularmente irritante cuando quiere decirme algo, y, por alguna razón, me pareció extrañamente apropiada dadas las circunstancias. «Tor —anunciaba—. Tengo una noticia buena y otra mala». Lo que yo respondía no importaba, siempre soltaba una salida boba que a él le parecía tronchante y que a mí me sacaba de quicio. «Empieza por la buena», decía yo con enorme reticencia. «¡La buena es que la mala no lo es tanto!», respondía él. Llevaba siete años diciendo lo mismo y la verdad era que no tenía ninguna gracia. Por lo menos, no desde mi punto de vista. Aun así, esa mañana estaba claro que yo no era yo, porque sentí el impulso casi irresistible de utilizarlo.
«¿Quieres que empiece por la buena noticia o por la mala, Dana?».
«¿Por la buena? Sé quién era la mujer de la turba».
«¿La mala? No, la mala no vas a creerla».
Ella me observaba con atención. Me di cuenta de que estaba muy preocupada por mí y que debía de tener peor aspecto de como me sentía. Respiré hondo.
—He encontrado un historial que coincide —vi cómo se le iluminaban los ojos y cómo su cara cobraba vida—. Tendrás que comprobarlo, por supuesto, pero estoy un noventa y ocho por ciento segura.
Ella se inclinó y su mano rozó la mía.
—¡Dios mío, enhorabuena! ¿Quién era?
Bebí otro sorbo de té.
—Melissa Gair —respondí—. De treinta y dos años. Una isleña de Lerwick casada con un hombre de aquí.
Dana apretó el puño e hizo un movimiento brusco.
—Entonces, ¿por qué nadie denunció su desaparición? ¿Por qué no aparece en la lista de partos del verano de 2005? No estaba, ¿verdad?
—No, no estaba…
—Entonces, ¿cómo…?
—Porque ya estaba muerta.
Se quedó mirándome fijamente. Se le formaron tres delgados surcos entre las cejas.
—Repítelo —dijo.
—He comprobado los archivos del hospital. Ingresó el 29 de septiembre de 2004, con un tumor maligno en el pecho que se extendió posteriormente a los pulmones, la espalda y los riñones. Un par de semanas atrás su médico le había encontrado un bulto en un examen rutinario. La trasladaron a Aberdeen para que recibiera tratamiento, pero no dio resultado. Murió el 6 de octubre, solo tres semanas y media después de que le diagnosticaran el cáncer.
—¡Joder!
Nunca había oído a Dana soltar tacos.
—Puedes decirlo otra vez —dije.
Y volvió a decirlo. Muchas veces más. Se levantó, cruzó la habitación, y solo se detuvo cuando la pared le impidió seguir avanzando. Se volvió, regresó y se detuvo de nuevo ante la pared. Otro giro y unos pasos más. Luego se paró y me miró.
—¿Estás segura acerca del historial dental?
A las cuatro de la mañana estaba totalmente segura. Pero en ese momento…
—Tendrás que pedirle a un dentista que lo compruebe, pero… estoy… estoy segura. Son iguales.
—¿Podría haber sido otra mujer? Una mujer con el mismo nombre. Que vivieran dos Melissa Gair en Lerwick.
Pensé en ello. Sacudí la cabeza.
—Las fechas del parto son idénticas. Y los grupos sanguíneos. Es la misma mujer.
—¡Mierda! —y volvió de nuevo a la carga. Caminaba por la habitación y juraba. Por un lado era agradable ver a la impecable Dana perder el control. Por otro, quería detenerla. Estaba consiguiendo que me doliera aún más la cabeza.
—Es un déjà vu. Es un jodido déjà vu. Pasamos por esto con Kirsten. Nos convencimos de que habíamos dado con la mujer correcta.
—Hemos de olvidarnos de Kirsten. Su historial dental es completamente distinto. No era ella.
—De acuerdo, pero no deja de ser una gran coincidencia. Encontramos un cadáver y un anillo en tu terreno. Los dos pertenecían a mujeres jóvenes que habían muerto supuestamente en el año 2004. Solo que una de ellas no había muerto. Una de ellas, según nos informan nuestros forenses, había muerto casi un año después.
—¡Me duele la cabeza! —gemí.
—Está bien, está bien —dejó de dar vueltas por la habitación y se sentó en el reposapiés. Bajó la voz—. Ahora dime qué te ha pasado.
Sacudí la cabeza.
—No importa.
Me cogió las manos, una de ellas sostenía aún el tazón, y me obligó a mirarla.
—Sí que importa. Habla.
Hablé. Le dije, por segunda vez en dos noches, que alguien había cruzado puertas cerradas con llave, por no hablar de las considerables medidas de seguridad del hospital, para imponerme su presencia. Y que por segunda vez alguien me había observado mientras dormía, que había estado una vez más a merced de alguien que quería hacerme daño.
—No dejó nada. Ningún…
—¿Regalito? No. Pero lavó la taza del café y la cafetera. A conciencia.
—¿Crees que te drogaron?
—Es posible. Hace unos días que no me encuentro muy bien, como si estuviera agarrando una gripe o algo así, pero no estaba tan mal.
—Es necesario que te vea un médico —vio la expresión en mi cara y se permitió sonreír—. Tendrán que hacerte análisis —dijo—. No sé, análisis de sangre o lo que sea.
—Ya lo he hecho. Antes de irme del hospital me he sacado sangre. Está en la nevera de mi consulta; el lunes la enviaré al laboratorio. Pero hasta que sepamos algo con seguridad, debemos mantenerlo en secreto, por favor. Solo nos va a distraer.
Dana asintió despacio, pero tenía la mirada perdida. Me di cuenta de que reflexionaba. Me pregunté cómo abordar el tema de irme a casa. No quería dejarla sola con semejante noticia bomba, pero no podía seguir. Me levanté.
—Dana, lo siento, pero necesito irme a casa.
Levantó bruscamente la cabeza.
—¿Está Duncan?
—No —dije, sorprendida—. No vuelve hasta esta noche.
Probablemente era mejor así. No quería que me viera en ese estado.
—No puedes irte.
—¿Cómo?
—Estás más segura, aquí. Ve al piso de arriba. Dúchate si quieres y acuéstate en la habitación de invitados. Cuando sepamos que ha vuelto te daré de alta.
No me moví. Casi no conocía a esa chica. No sabía muy bien si confiaba en ella y estaba permitiendo que me controlara. Debió de ver algo en mi cara, porque endureció su expresión.
—¿Qué? —preguntó.
Volví a sentarme. Le expliqué todo lo que me había contado Gifford sobre ella. Escuchó, arqueó las cejas un par de veces, pero por lo demás no hubo reacción. Cuando terminé, tensó la boca. Estaba visiblemente enfadada, pero creo que no conmigo.
—Mi padre murió hace tres años —dijo—. Perdí a mi madre a los quince años y no tengo hermanos, de modo que yo lo heredé todo. No era rico, pero las cosas le habían ido bien. Recibí cuatrocientas mil libras. Me compré el coche, la casa y lo que ves alrededor. Es agradable tener dinero, pero preferiría tener a mi padre.
Respiró hondo.
—No me marché de Manchester desacreditada. Me fui con un expediente impecable y unas referencias de primera. Me trasladaron a Dundee porque quería trabajar en Escocia. Me fui de Dundee porque empecé a salir con alguien de la policía que tenía un cargo muy superior, y decidimos que aquello no era bueno para el oficio.
Se levantó, todavía enfadada, y se acercó al estéreo. Recorrió con un dedo la caja de cristal y lo examinó para ver si había polvo. Dudo que hubiera. Me miró.
—En cuanto a lo de que no encajo aquí, en eso tienen razón. Estas islas están controladas por un pequeño grupo muy poderoso de hombres rubios y corpulentos que fueron todos a los mismos colegios, a las mismas universidades escocesas, y cuyas familias se conocen desde las invasiones noruegas. Piensa en ello, Tora, piensa en los médicos que conoces en el hospital, en los directores de colegio, en el cuerpo de policía, en los jueces, en la cámara de comercio, en los ayuntamientos locales.
No tuve que pensar mucho. Me había llamado la atención en más de una ocasión la cantidad de isleños que tenían el mismo físico.
—Bueno, este lugar está abarrotado de vikingos. Siempre he creído que es uno de los pocos rasgos que lo redimen.
—Dame el nombre de media docena de isleños prominentes que no hayan nacido aquí —dijo Dana, pasando por alto mi débil intento de bromear—. Todos se conocen, hacen vida social, hacen negocios juntos, se ofrecen empleos y los mejores contratos. Estas islas están llevadas por el mayor club de empleos para chicos rubios que he conocido jamás, y cuando algún forastero logra introducirse, muy de vez en cuando, obstruyen, retrasan y frustran cada uno de sus movimientos. La mayoría de la gente de fuera se va tarde o temprano. Me está pasando a mí y sospecho que te está pasando a ti también. Perdona el desahogo, pero todo esto me saca de quicio.
—Es evidente —dije.
—No tengo deudas ni soy anoréxica. Como un montón, pero estoy de guardia la mayoría de las noches. Y sí, salgo de compras a menudo. Se llama actividad de desplazamiento. No me gusta particularmente este lugar y echo de menos a Helen.
—¿Helen? —dije como una estúpida.
—La inspectora jefe Helen Rowley. La agente de Dundee con la que salí y sigo saliendo cuando tenemos oportunidad. Helen es mi novia.
No, lo reconozco, eso no me lo esperaba.
—Ahora puedes quedarte aquí y ayudarme a hacer un trabajo policial bastante difícil, puedes volver a tu casa y correr el riesgo de que alguien te importune por tercera vez en tres días, o puedes subir al piso de arriba y dormir un poco.
La verdad, no fue una decisión muy difícil. Me volví y salí de la habitación.
Me despertaron voces. Dos voces, para ser exacta: la de Dana y la de un hombre. Me senté en la cama. La habitación de invitados de Dana era pequeña, pero estaba elegantemente decorada y ordenada, como el resto de la casa. La persiana estaba bajada, pero me pareció ver brillar el sol detrás de ella. No había ningún reloj en la habitación. Me acerqué a la ventana y levanté la persiana. El puerto de Lerwick y el estrecho de Bressay. Era cerca de mediodía, supuse, lo que significaba que había dormido cinco horas.
Me encontraba mejor. Estaba atontada por el sueño y me dolían ciertas partes del cuerpo, pero las desagradables náuseas habían desaparecido.
Me senté y me puse los zapatos. En una pared de la pequeña habitación había una estantería. Encima del escritorio de la esquina había un ordenador que parecía de lo más moderno. Al lado de la pantalla había una foto de Dana con toga de doctora, junto a un hombre alto de pelo canoso y tez clara. Estaba bastante segura de que se la habían hecho en uno de los colleges de Cambridge.
Dana y su invitado hablaban en voz baja. Bajé la escalera sin hacer ruido, pero debieron de oírme, porque dejaron de hablar en cuanto llegué al pie de la escalera y un silencio precedió mi llegada a la habitación. Estaban sentados, pero, primero el hombre, luego Dana, se levantaron cuando entré. Él tenía cuarenta y pocos años, era tal vez un poco más alto que la media, con ojos azul claro y pelo abundante y entrecano. Iba elegantemente vestido para un sábado, seguramente con la idea de ir a comer al club de golf. Era atractivo y, tal vez más importante, parecía agradable. Las muchas arrugas que tenía alrededor de los ojos sugerían que reía mucho.
—Te presento a Stephen Gair —dijo Dana.
Me volví hacia Dana, perpleja.
—El marido de Melissa —añadió innecesariamente; lo había pillado y no podía creerlo. Me señaló con un gesto—. Tora Hamilton.
Él alargó la mano.
—He oído hablar mucho de usted. ¿Cómo se encuentra?
—El señor Gair sabe que has estado trabajando toda la noche —dijo Dana—. Estábamos esperando a que te despertaras para…
Lo miró, parecía no muy segura de qué decir a continuación.
—Para ir a examinar las radiografías de mi mujer —terminó Stephen Gair.
Dana se relajó visiblemente.
—Caramba, has estado ocupada —fue cuanto logré decir.
¿Iba a ser realmente tan fácil?
Por alguna razón, sin que me diera cuenta, los tres nos habíamos vuelto a sentar. Los dos parecían estar esperando a que yo dijera algo. Miré a uno y a otro, luego me volví hacia Stephen Gair.
—¿Le ha dicho Dana…? —Dios, ¿qué le había dicho Dana? ¿Que había desenterrado a su mujer de mi campo hacía seis días?
—¿Lo resumo? —se ofreció él.
Asentí, pensando: «“¿Lo resumo?” ¿Qué forma de hablar es esa para un hombre que acaba de recibir una noticia tan devastadora?».
—El pasado domingo —empezó— encontraron un cadáver en su terreno. Mis condolencias, por cierto. Era el cadáver de una mujer joven que había sido asesinada, bastante brutalmente, tengo entendido, aunque no sé los detalles, en algún momento de principios del verano de 2005. Usted ha utilizado su cargo en el hospital para comparar los historiales dentales. Lo que ha hecho es poco ético y probablemente ilegal, pero totalmente comprensible, teniendo en cuenta lo implicada que está en el caso. Ahora cree que el historial dental del cadáver y el de mi difunta mujer, Melissa, coinciden exactamente. ¿Voy bien por ahora?
—Perfecto —dije al tiempo que me preguntaba cómo se ganaba la vida Stephen Gair.
—Solo hay un problema. Mi mujer murió en el hospital de cáncer de mama en octubre de 2004. Llevaba muerta varios meses, casi un año, cuando tuvo lugar el asesinato. De modo que el cuerpo que ha encontrado en su terreno no puede ser el de ella. ¿Qué tal lo estoy haciendo?
—A las mil maravillas —dije tomando prestada la expresión de Duncan.
Con el rabillo del ojo vi que Dana me miraba con preocupación; temía que siguiera confusa por los fármacos que me habían administrado.
—El problema es que las radiografías coinciden —dije—. Independientemente de si la búsqueda es ilegal o no, no hay confusión posible. Si estuviéramos hablando de mi mujer, querría saber por qué.
La sonrisa despareció de su cara.
—Quiero saber por qué —dijo él. Ya no parecía ni remotamente agradable.
Dana pareció percibir el problema. Se levantó.
—Vamos —dijo—. Tora, ¿estás bien para que vayamos directamente?
—Por supuesto —dije—. ¿Adónde vamos?
Nos dirigíamos al departamento odontológico del hospital. Dana me llevó en su coche y Stephen Gair nos siguió en el suyo. Tardamos diez minutos en llegar y, cuando lo hicimos, ya había tres coches en el aparcamiento. No me sorprendió lo más mínimo reconocer el BMW plateado de Gifford y el todoterreno negro del inspector Dunn. Una mirada a Dana me bastó para saber que ella también lo había previsto. Stephen Gair bajó del coche, nos miró y echó a andar hacia la entrada.
—No es de fiar —dije.
—Es el socio mayoritario del bufete de abogados más importante de Lerwick.
—Bueno, allá vamos —ninguna de las dos nos movimos—. ¿Crees que ha sido Gair el que ha dado el soplo a la pasma?
—¿Qué ves en la tele? Y no, debe de haber sido el dentista McDouglas. Durante la próxima hora, tal vez quieras reprimir ese sentido del humor de colegiala tan tuyo.
—Tiene razón, sargento.
Seguimos sin movernos.
—¿Qué problema hay entre tú y el inspector? —pregunté.
Vi que se le ensombrecía la cara y me pregunté si me había excedido.
—¿Qué quieres decir?
Ya no podía volver atrás.
—No confías en él, ¿verdad?
Preparándome para una de sus invectivas, me sorprendió verla reflexionar.
—Lo hacía —dijo por fin—. Nos llevábamos muy bien cuando llegué aquí. Pero estos días no es el mismo —se interrumpió, como preocupada por haber hablado demasiado.
—Das mucha información cuando crees que nadie te está mirando —aventuré—. En el depósito de cadáveres, el primer día, no te quedaste satisfecha; corriste riesgos cuando fuimos a ver a Joss Hawick. Y la otra noche en mi casa te dejó fuera de la lista de invitados. No os habéis puesto de acuerdo sobre si la víctima era de aquí o no.
Asintió.
—No ha hecho nada específico de lo que pueda quejarme. Solo parece que desde el principio el instinto nos lleva en direcciones opuestas —las dos observamos cómo Stephen Gair abría la puerta del edificio y entraba—. Deberíamos ir.
Bajamos del coche. Yo seguía llevando el traje de quirófano del día anterior y no me había duchado ni peinado ni cepillado los dientes en veinticuatro horas. Gifford estaba a punto de verme hecha un asco y no podía hacer nada por evitarlo.
—La verdad está ahí dentro, agente Tulloch —dije mientras nos dirigíamos hacia las puertas de vaivén.
Ella me dijo con la mirada que lo dejara estar cuando las puertas automáticas se abrieron para nosotras y las cruzamos.
—Esto es muy incómodo para mí —dijo el doctor McDouglas, lo que me pareció un poco irónico viniendo de un dentista—. Se ha comportado de un modo inaceptable, señorita Hamilton. Puede que las cosas se hagan de otro modo en su tierra, pero le aseguro que en Escocia…
—Deje que me disculpe por… —interrumpió Gifford.
—No, no es necesario —esta vez hablé yo. Me volví hacia Gifford—. Con todo respeto, señor Gifford, puedo disculparme yo misma —una frase fantástica. Se todo lo grosera que quieras, ponle un «con todo respeto» delante, y saldrás impune. Me volví hacia el dentista McDouglas, un tipo alto, delgado y arrogante, que me cayó mal en cuanto lo vi. Iba a volver a hacerlo—. Y, con todo el debido respeto hacia usted, doctor McDouglas, mi comportamiento no es nuestra principal preocupación en estos momentos. Si cree que he obrado mal, puede presentar una queja formal y el señor Gifford, aquí presente, se asegurará de ocuparse de ella de acuerdo con los procedimientos de las autoridades sanitarias.
Gifford me puso una mano en el brazo, pero yo no iba a pasar por ello, estaba lanzada.
—Por otra parte, si no me equivoco, salpicará tanta mierda que cualquier queja que presente contra mí se perderá en la histeria colectiva.
—Me ofenden profundamente sus groserías —espetó a mis espaldas el arrancadientes presbiteriano.
—Y a mí me ofende profundamente desenterrar cadáveres mutilados. ¿Podemos empezar, por favor?
—Aquí no va a empezar nada. No sin la debida autoridad.
—Estoy de acuerdo —dijo Andy Dunn.
Señalé a Stephen Gair.
—Ahí tiene la autoridad que necesita. Está dispuesto a retirar las radiografías de su mujer para examinarlas. Al menos eso es lo que ha dicho antes de venir aquí. ¿Ha cambiado de opinión, señor Gair?
Mientras lo decía, con el corazón en un puño, supe que Gair no iba a respaldarnos. Nunca había tenido ninguna intención de examinar los historiales de forma oficial. Nos había seguido el rollo para hacernos confesar todo lo que habíamos estado tramando, frente a personas capaces de hacernos doblegar. Stephen Gair nos había vendido a Dana y a mí, y habíamos caído.
—No, no he cambiado de opinión —dijo él.
Bien, tal vez no estaba analizando bien la situación. Decidí callarme un rato.
—Creo que nos ayudaría saber de qué se trata —dijo Gifford—. ¿Quién tiene las radiografías?
—Kenn —dijo Andy Dunn—, esto no es…
—Las tengo yo —dijo Dana, pasando por alto a su jefe.
Sacó del bolso la carpeta que yo le había devuelto esa mañana. Extrajo la radiografía panorámica tomada en el depósito de cadáveres y a continuación la media docena de tomas más pequeñas y superpuestas, las que eran sin duda alguna de Melissa, que había impreso de la intranet la noche anterior.
—¿Qué te parece, Richard? —preguntó Gifford.
Richard McDouglas examinó las radiografías sobre su escritorio y todos los demás hicimos lo propio. De vez en cuando le escudriñaba la cara, el ceño fruncido por la concentración, el labio curvado en una mueca; pero era inescrutable. Me aventuré a volverme hacia Dana, pero tenía la mirada perdida. No quise mirar a nadie más.
Al cabo de unos minutos, McDouglas sacudió la cabeza.
—No lo veo claro —dijo.
Se oyeron suspiros de alivio alrededor de la mesa.
¡Por el amor de Dios!
—Doctor McDouglas —me apresuré a decir antes de que nadie tuviera oportunidad de abrir la boca—, ¿tendría la amabilidad de mirar el segundo molar del cuadrante superior izquierdo? —miré a Gifford, luego a Dunn, pero ninguno de los dos habló—. Mire primero la radiografía panorámica, por favor.
Así lo hizo.
—¿Diría que ese molar tiene una corona?
Asintió.
—Creo que sí.
—Ahora mire el mismo diente en sus propias radiografías —le puse la radiografía pertinente en las manos—. ¿Tiene una corona ese diente?
Volvió a asentir, pero no habló.
—Ahora, por favor, mire el cuadrante superior derecho. ¿Está de acuerdo en que falta un molar?
—Es difícil decirlo. Podría ser uno de los premolares.
—Como usted diga —puse otra radiografía ante él. Su expresión de rechazo era todo un poema. Yo estaba mostrando una actitud irrazonablemente agresiva, pero todo tenía un límite—. Este es el cuadrante correspondiente de las radiografías de la señora Gair. ¿Falta el molar o premolar?
Contó los dientes.
—Sí.
Gifford se inclinó. Andy Dunn y él se miraron. Yo estaba a punto de jugar mi baza maestra.
—Doctor McDouglas, ¿podría examinar la raíz de este diente? —señalé un diente de la radiografía panorámica—. Creo que es el segundo premolar, ¿es así?
Asintió.
—La raíz tiene una curvatura muy particular. ¿Diría que es mesial o distal?
Fingió examinarla, pero la respuesta era obvia.
—La curvatura es distal.
—¿Y esta? —señalé el mismo diente en la radiografía de Melissa.
Bajó la vista.
—La señorita Hamilton tiene razón —dijo por fin—. Hay suficientes similitudes para justificar una investigación como es debido.
Stephen Gair señaló la panorámica, luego miró a Gifford.
—¿Está diciendo que es mi mujer? ¿Que mi mujer está en su depósito de cadáveres? ¿Qué diablos está haciendo allí?
—Bien, ya basta —Andy Dunn tenía la voz potente y el aire de autoridad adecuados cuando era necesario—. Vamos a ir a la comisaría. Señor Gair, acompáñenos, por favor. Usted también, doctor McDouglas.
En ese momento sonó mi localizador. Me disculpé y salí al pasillo para hacer una llamada. Una de mis pacientes estaba cerca del final de la segunda fase de los dolores de parto y el niño daba muestras de agitación. La comadrona creía que podía ser necesario realizar una cesárea de emergencia. Volví y expliqué lo que ocurría.
—Te echaré una mano —dijo Gifford—. Ya hablaremos, Andy.
Andy Dunn abrió la boca, pero Gifford fue demasiado rápido. Abrió la puerta y me hizo salir antes de que nadie pudiera protestar. Vi la expresión de Dana; parecía sorprendida y no del todo satisfecha, pero no pude evitar tener la sensación de que nos separaban a propósito.
Una vez fuera, Gifford se adelantó e hice lo posible por seguirlo. Era difícil caminar a su ritmo mientras cruzábamos el aparcamiento y subíamos el sendero adoquinado que conducía a la puerta principal del hospital, de modo que caminé más deprisa de lo que mis fuerzas me permitían mientras me preguntaba cuándo abriría él la boca para restregarme en la cara los problemas que había causado.
Eran tantas las palabras que me bullían en la cabeza que no estaba segura de si sería capaz de hacerlas salir en el orden adecuado una vez que empezara. Quería acusarlo, exigirle una explicación, justificarme. Al mismo tiempo estaba resuelta a no hacer el ridículo con un parloteo incoherente. Tenía que ser él quien hablara primero y me ofreciera alguna explicación, y estaba decidida a esperar.
Él seguía sin haber dicho una palabra cuando entramos en el hospital, torcimos a la izquierda y, pasando por la sala de urgencias, seguimos hacia la unidad de maternidad. Al llegar a la escalera, giró y empezó a subir.
—Creía que ibas a echarme una mano —dije. Me di cuenta de que hablaba como una esposa quejica, pero no me importó. Tenía la razón moral de mi parte y no iba a ceder.
Gifford estaba ya en el cuarto escalón, pero se paró y se giró. La luz de la ventana de la escalera brillaba detrás de él y no pude ver su expresión.
—¿Necesitas ayuda? —preguntó.
Me sentí estúpida de inmediato. Por supuesto que no necesitaba ayuda. Pero tampoco iba a permitir que me hiciera el vacío. Por el pasillo se acercaban dos enfermeras y un portero. Su conversación cesó en cuanto percibieron la evidente tensión que había entre nosotros.
—Has dicho que ibas a acompañarme —no me molesté en bajar la voz.
Kenn también había advertido a los demás.
—Necesitaba salir de allí —dijo—. Tengo cosas que hacer.
Se volvió y siguió subiendo la escalera. Me quedé allí, observándolo.
—La necesitan en maternidad, señorita Hamilton —añadió con firmeza—. Venga a verme cuando termine.
Los tres miembros del personal pasaron por mi lado cuando empecé a subir la escalera detrás de él. Uno de ellos, una enfermera a la que conocía poco, no se molestó en ocultar su mirada intrigada y sonrió a medias. Creía que estaba en apuros y no le importaba lo más mínimo.
No podía seguir a Gifford por la escalera y exigirle una explicación delante de la mitad del hospital. Además, tenía razón, me necesitaban en maternidad. Me volví y bajé de nuevo; me detuve solo para lavarme las manos y recogerme el pelo, y entré en la sala de partos.
Había dos comadronas; una de mediana edad, de las islas, que llevaba veinte años haciendo su trabajo y no disimulaba el hecho de que me consideraba superflua. La otra era una estudiante en prácticas, una chica de unos veinticinco años cuyo nombre no recordaba.
La futura madre era Maura Lennon, de treinta y cinco años y a punto de dar a luz a su primer hijo. Estaba tumbada en la cama con los ojos muy abiertos, la cara pálida y brillante de sudor. Temblaba con una violencia que no me gustó. Su marido, sentado a su lado, mirando nervioso la máquina que monitorizaba los latidos del niño. Al acercarme, Maura gimió; Jenny, la comadrona de más edad, le ayudaba a incorporarse.
—Vamos, Maura, puja ahora, con todas tus fuerzas.
Maura arrugó la cara y empujo mientras yo sustituía a Jenny al pie de la cama. Se veía la cabeza del bebe, pero no había visos de que fuera a salir en los próximos minutos. Y eso era lo que debía hacer. Maura estaba exhausta; el dolor se había vuelto excesivo para ella. Pujó, pero con pocas fuerzas, y, cuando la contracción terminó, ella cayó de espaldas con un gemido. Miré el monitor. Los latidos del bebé se habían ralentizado de forma considerable.
—¿Cuánto tiempo lleva así? —pregunté.
—Unos diez minutos —respondió Jenny—. No le hemos dado nada para el dolor aparte de gas y aire. No quiere que corte, ni tampoco fórceps ni cesárea.
Miré hacia el escritorio. Encima estaba el plan de parto de Maura. Lo cogí y lo hojeé. Unas cuatro páginas mecanografiadas con letra apretada. Me pregunté si lo había leído alguien además de la futura madre. Yo no iba a hacerlo, desde luego.
De pie junto a la cama, le aparté el pelo de la frente. Era la primera vez que tocaba así a una paciente.
—¿Cómo te encuentras, Maura?
Gimió y desvió la mirada. Una pregunta estúpida. Le cogí la mano.
—¿Cuánto tiempo llevas de parto?
—Quince horas —respondió Jenny en nombre de Maura—. Se lo provocaron anoche. A las cuarenta dos y semanas —eso último sonaba ligeramente acusador. Nadie quería que un embarazo durara cuarenta y dos semanas, y yo menos que nadie. A esas alturas la placenta empieza a deteriorarse, a veces gravemente, y el porcentaje de mortinatos aumenta drásticamente. Había visto a Maura hacía una semana y se había negado con rotundidad a que le provocara el parto. Había dejado que cumpliera las cuarenta y dos semanas completas debido a su insistencia pero en contra de lo que me decía el instinto.
Se sacudió hacia arriba para tener otra contracción. Jenny y la estudiante le gritaron que tuviera coraje mientras yo observaba el monitor.
—¿Quién es el interno de guardia? —pregunté a la estudiante.
—Davee Renald —respondió.
—Pídele que venga, por favor.
Salió corriendo.
La contracción se acabó y me bastó ver la cara de Jenny para saber que no había habido ningún avance en el otro extremo.
Cogí la mano libre de Maura y la apreté.
—Maura, mírame —dije, obligándola a hacer contacto visual. Tenía los ojos vidriosos, pero me sostuvo la mirada—. Está siendo un parto insólitamente doloroso, y hasta ahora lo has hecho extraordinariamente bien —y era cierto. Las inducciones siempre eran más intensas y pocas mujeres lograban aguantar sin una epidural—. Pero ahora tienes que dejar que te ayudemos.
Vi en el monitor que se acercaba otra contracción. Se me acababa el tiempo.
—Voy inyectarte una anestesia local y a intentarlo con el fórceps. Si no funciona, iremos al quirófano para hacerte una cesárea de emergencia. ¿Estás de acuerdo?
Me miró y soltó un gallito al hablar.
—¿Puede darme un minuto para pensarlo?
Sacudí la cabeza mientras el interno y una enfermera entraban corriendo. En un hospital más grande, un pediatra habría asistido un parto de fórceps, pero allí teníamos que contentarnos con el médico que estuviera de guardia. Jenny susurró algo a la estudiante y esta volvió a salir para avisar a los del quirófano.
—No, Maura —dije—. No tenemos ni un minuto que perder. Tu bebé tiene que nacer ya.
Ella no respondió y deduje por su silencio que estaba conforme. Me senté. Jenny tenía todos los instrumentos preparados y, sin que nadie me lo pidiera, empecé a levantar las piernas de Maura con los estribos. Le puse la inyección de anestesia en el perineo e hice un pequeño corte para abrir la salida vaginal. Inserté los fórceps y esperé la siguiente contracción. Mientras Maura pujaba, tiré con mucha suavidad. La cabeza salió más.
—Ahora descansa, descansa —ordene—. La próxima es la grande.
Ella pujó de nuevo y tiré. Ya casi estábamos… la cabeza ya había salido. Aflojé el fórceps, se los di a Jenny, y… ¡mierda! Un par de centímetros de membrana gris. El cordón umbilical se había enrollado alrededor del cuello del bebé y yo había estado a punto de pasarlo por alto. Introduje un dedo por debajo y lo aparte con suavidad por encima de la cabeza. Cuando tendí las manos hacia los hombros, Maura pujó por última vez y salieron por sí solos, seguidos del resto del bebé. Entregué el cuerpo sólido, resbaladizo e increíblemente hermoso a Jenny, que lo cogió para llevárselo a sus padres. Luego se oyó un sollozo y por un momento creí que había sido yo. Me sobrepuse, me sequé los ojos con la manga y retiré la placenta. La estudiante en prácticas (Grace, por fin me acordé de que se llamaba Grace) me ayudó a coser y a lavar a la paciente. Tenía los ojos brillantes, pero era rápida y pulcra en todo lo que hacía. Sería una buena comadrona.
Sobre la mesa del pediatra, el interno había terminado sus comprobaciones.
—Todo está bien —dijo devolviéndole el bebé a Maura.