14

Agradecí a mi buena estrella tener muchas visitas esa mañana y que no fuera un trabajo que exigiera mucha concentración. Durante horas ausculté los latidos del corazón de los fetos, tomé la tensión, comprobé excesos de azúcar en la orina y examiné abdómenes en distintas fases de dilatación. Expliqué con cara seria que la humedad de las braguitas probablemente se debía a una ruptura de aguas prematura o a la incontinencia propia de final del embarazo, y me contuve y no me lancé desesperada contra una mujer que cumplía treinta y ocho semanas de su cuarto embarazo y que insistió en que le describiera con exactitud lo que se experimentaba durante una contracción de Braxton Hicks. «Bueno, dímelo tú, cariño».

En el descanso de media hora para comer me compré un sándwich en el restaurante del hospital. Como no tenía ganas para hablar de trivialidades, me lo llevé a la oficina y, sin nada inmediato en lo que ocuparme, empecé a tener flash-backs de la noche interior. Mi sándwich —de rosbif poco hecho— dejó de parecerme una buena elección. Busqué algo con lo que apartar mi mente de los órganos cubiertos de sangre y me sorprendí pensando en Kirsten Hawick, que había muerto montando a caballo no muy lejos de allí. Yo montaba desde que tenía siete años y, modestia aparte, creía hacerlo bastante bien. Pero la noticia del accidente de Kirsten me había inquietado. Hasta al mejor jinete le pueden pillar desprevenido, y los caballos son especialmente impredecibles, sobre todo en la carretera. Quería saber más. ¿Había sido culpa de ella? ¿Qué le había ocurrido al conductor de la camioneta? Encendí el ordenador y accedí a internet.

El Shetland Times no es el único periódico de las islas, pero es el que afirma tener más tirada. Averigüé fácilmente su website. Escribí en el buscador «Kirsten Hawick» y «accidentes a caballo», y pulsé. Unos segundos después leía el artículo, con fecha de agosto de 2004, sobre cómo una camioneta de reparto de un supermercado tomó demasiado deprisa una curva sin visibilidad de la B9074, y cómo el conductor había sido incapaz de frenar cuando se vio casi encima de una mujer sobre un gran caballo gris. Kirsten había sido declarada muerta en el hospital; había una nota —tierna y compasiva— del interno que la había atendido. La policía estaba considerando presentar cargos por causar muerte por conducción peligrosa.

Debía de haber otros artículos en números posteriores del periódico, pero no me interesaron. Me quedé mirando la fotografía de Kirsten que acompañaba la noticia. En el pie se decía que la había hecho su marido en una caminata reciente durante sus vacaciones. En el fondo había montañas y justo detrás de ella un lago. Llevaba botas de montaña y un canguro, y parecía muy feliz. El pelo le llegaba a la altura de la barbilla y lo tenía tan liso como el mío. La noche anterior, al mirar la foto en casa de los Hawick, Dana y yo nos habíamos dejado engañar por un vistoso recogido de novia que nos había recordado los largos tirabuzones de la mujer del depósito de cadáveres. Pero cuando Kirsten Hawick murió, llevaba el pelo corto y recto. Eso por fin me convenció. Suspiré, comprobé si tenía algún mensaje —ninguno de Dana—, salí del sistema y bajé al quirófano.

Hacia las seis estaba tan cansada que podría haber sido la protagonista de La noche de los muertos vivientes, pero la idea de irme a casa no me atraía. Me sorprendí echando mucho de menos a Duncan. Teníamos que aprovechar el fin de semana siguiente como una oportunidad para, de algún modo, volver a conectar. Tal vez podríamos coger el ferry a Unst y quedarnos en casa de sus padres un par de noches. Allí teníamos nuestro velero Laser 2 para el verano y podríamos salir a navegar; tal vez hasta podríamos participar en un par de regatas, si es que el club local estaba abierto ese fin de semana.

Dana no había telefoneado y sentí un gran alivio. Aún no sabía lo que iba a decirle, pero había decidido no hacer lo que me había pedido. Ya no creía que la mujer enterrada en mi terreno fuera Kirsten Hawick. Cualquier indagación por mi parte podría causarme problemas serios. Además, se lo había prometido a Duncan. Tendría que encontrar el modo de devolverle las radiografías dentales sin que nadie se enterara de que me las había dado. Cogí un montón de informes de comadronas que había que revisar y firmar, leí el primero y estampé mi firma debajo.

«Si no estás cerca de la respuesta, ¿por qué alguien trata de asustarte?».

Me detuve con el bolígrafo en el aire y bajé la mirada. El maletín estaba junto al escritorio. Introduje una mano en él y saqué la carpeta.

Se lo había prometido a Duncan.

Volví a guardar la carpeta y cerré el maletín. Lo de la noche anterior había sido una broma, una broma morbosa, nada más. Gifford tenía razón. En las comunidades pequeñas las noticias se propagaban como un incendio forestal. En el restaurante, a la hora de comer, alguien había murmurado a mi espalda: «Ten corazón, Nigel». Había oído risitas y pasos, y a alguien que había recibido un codazo en las costillas. Yo había fingido no enterarme, pero sabía que mis aventuras eran del dominio público y que había más de uno que se divertía a mi costa. Volví a inclinarme sobre los informes.

«Alguien entró en tu dormitorio. Te observó mientras dormías. ¡Una especie de broma!».

Garabateé mi nombre en un tercer y un cuarto informe. No puedo decir con seguridad si los leí.

«Entraron en tu casa sin romper ninguna ventana ni forzar ninguna puerta. ¿Te parece una bromita corriente?».

Dejé el bolígrafo y volví a mirar mi maletín.

«¿Qué pierdes por descartar a Kirsten de una vez por todas?».

Saqué la radiografía de la carpeta de cartón y la puse sobre papel blanco, en mi escritorio. Oí un ruido fuera, alguien que pasaba por el pasillo. Me levanté para cerrar la puerta con llave y descubrí que el llavero del despacho no estaba en mi bolso. No era la primera vez que me lo dejaba en casa, así que, sin darle importancia, cogí el juego de recambio del cajón del escritorio. Cuando me senté de nuevo, examiné la radiografía. Era lo que se llamaba una radiografía panorámica, mostraba todos los dientes de la boca.

Treinta y dos dientes constituyen la dentición permanente, y una de las primeras normas al estudiar una radiografía dental es contarlos. Había treinta y uno: quince superiores, dieciséis inferiores y solo dos molares en el cuadrante superior derecho en lugar de los tres habituales. En el cuadrante superior izquierdo parecía haber una corona; también distinguí una raíz malformada por encima de uno de los premolares del cuadrante superior derecho. A diferencia de todas las demás raíces, esta tenía una curvatura distal particular. La mayoría de los dientes eran regulares, pero en el lado derecho inferior parecía haber un espacio considerable entre el primer y el segundo premolar. No era lo bastante grande para afirmar que faltaba un diente, solo un espacio que apenas se notaría al sonreír. Varios de los dientes posteriores tenían empastes. No era dentista, pero estaba bastante segura de que sería capaz de comparar de forma inteligente esa radiografía con cualquier otra que guardara relación.

Sonó el teléfono. Era la secretaria que compartíamos varios médicos; tenía una llamada en espera de Dana Tulloch. Le pedí que le dijera que estaba en el quirófano y que la llamaría después.

Miré una vez más hacia la puerta aun sabiendo que estaba cerrada con llave, entré en la intranet del hospital y traté de acceder a Odontología. Y me topé con el primer obstáculo. Como especialista tengo prácticamente acceso a todo el sitio, pero este departamento te pedía educadamente una contraseña. Pensé en llamar al departamento de informática del hospital, pero estaba segura de que todas las peticiones de información pasaban por Gifford. Me levanté y fui hasta la ventana. Su BMW seguía en el aparcamiento. Cogí una carpeta del armario y metí en ella la radiografía. Luego salí del despacho.

La recién abierta unidad dental de la Seguridad Social está en un edificio separado del hospital, a pocos minutos andando. Yo seguía vestida con la ropa de quirófano y me aseguré de que la chapa con mi identificación, por encima del bolsillo derecho del pecho, se viera bien. Buscaba a una enfermera que no fuera especialmente espabilada ni curiosa.

Abrí de un empujón las puertas dobles y puse mi mejor sonrisa. La recepcionista levantó la vista. En su chapa se leía SHIRLEY. Ni me devolvió la sonrisa ni pareció alegrarse mucho de tener visita.

—¡Hola! No nos conocemos. Soy Tora Hamilton —le enseñé la chapa y esperé hasta asegurarme de que la había leído—. Obstetricia —añadí innecesariamente. Luego la miré con lo que esperé que pareciera un interés educado—. ¿También eres nueva?

Asintió.

—Solo llevo tres meses —respondió con acento de las Shetland.

De momento todo iba bien.

Me incliné, tratando de adoptar una actitud confidencial y amistosa.

—Verás, tengo un problema un poco delicado.

De pronto pareció interesada.

—Mi predecesor ha dejado el despacho en un estado algo caótico y estoy tratando de poner un poco de orden. Acabo de encontrar lo que parece ser un historial dental, pero no hay ninguna indicación de a quién pertenece. No quiero meter en un lío al doctor Malean ahora que acaba de jubilarse y todo eso, pero no debería haberlo dejado por ahí, ¿no? Es confidencial.

Ella asintió.

—Desde luego.

—El caso es que tengo una idea de a quién podría pertenecer. Si pudiera averiguarlo, te lo daría a ti, tú volverías a archivarlo y problema resuelto.

—¿No pone un nombre en la radiografía?

Traté de dar la impresión de que eso no se me había ocurrido y saqué la radiografía. En la base había un código que reconocí como el del depósito de cadáveres, pero estaba segura de que Shirley no lo había visto nunca.

—¿De quién cree que puede ser? —preguntó.

—De Kirsten Hawick. Es una paciente suya.

—El problema es que estamos a punto de cerrar. ¿Puede volver por la mañana y hablar con el doctor McDouglas?

Sacudí la cabeza con aire compungido.

—Estaré todo el día en el quirófano —dije, lo que era una gran mentira. El único lugar donde pensaba estar al día siguiente era en la cama, aunque aún no había decidido exactamente en cuál—. Supongo que tendremos que hacerlo de forma oficial. Cuánto papeleo, Dios mío. Me temo que para ti también. Bueno, que lo pases bien esta noche. Supongo que tendrás planes.

Empecé a darme la vuelta.

—Puede consultar usted misma los archivos, ¿sabe? Si tiene ordenador, claro.

Me volví.

—Lo sé, pero aún no he conseguido todas las contraseñas. He estado demasiado ocupada poniéndome al día de todo. He llamado al departamento de informática antes de venir, pero ya deben de haberse ido a casa.

—No me sorprendería —dijo con aire comprensivo. Luego pareció tener una gran idea—: ¿Eso es todo lo que necesita, la contraseña?

Traté de parecer confusa.

—Supongo. ¿La sabes?

—Claro —respondió ella, y garabateo algo en un papel.

Me obligue a no arrancárselo de las manos y espere a que me lo diera. Leí lo que había escrito y la miré buscando confirmación. Ella me sonrió.

—La película favorita del doctor McDouglas.

—Y la mía —afirmé sin mentir del todo.

Le di las gracias y me marché.

De nuevo en mi oficina, aún no sabía si estaba aterrada por lo que había hecho o encantada con mi astucia. Shirley probablemente le comentaría a su jefe lo que había pasado. Aunque no llegara a oídos de Gifford, era posible que tuviera que responder a ciertas preguntas pertinentes y difíciles del doctor McDouglas.

¿Quería realmente seguir adelante? Hasta el momento no había hecho nada malo. Era cierto que había mentido a una inferior para que me diera información que no debía tener, pero aún no la había utilizado. Todavía podía decir que lo había pensado mejor y seguramente saldría impune.

En mi pantalla seguía viéndose la página inicial de Odontología. Tecleé «Terminator» y esperé. De pronto estaba dentro. Encontré los historiales de los pacientes e introduje el nombre de Kirsten Hawick.

No había nada.

Sentí un gran alivio. Y una pequeña pero creciente frustración.

Reflexioné un momento. Kirsten no llevaba casada mucho tiempo cuando murió. Tal vez no había llegado a cambiar de nombre en todos sus historiales. Introduje «Kirsten Georgeson» y ahí estaban todos los datos: la edad, la dirección, una breve ficha médica, el registro de las visitas, las facturas de los tratamientos que no cubría la Seguridad Social. Y las radiografías.

Compararlas no fue tan fácil como había esperado, ya que el formato era diferente. La radiografía tomada durante la autopsia era de un extremo a otro de la boca. Las realizadas durante las visitas, en cambio, eran de distintas secciones. Había que comparar seis radiografías pequeñas con una grande. Empecé por el extremo superior izquierdo, la sección que supuse que sería más fácil de examinar. Buscaba una corona. Nada.

A continuación probé con el extremo inferior derecho y busqué un pequeño hueco. Traté de contar los dientes. Era complicado debido a que los dientes se superponían en más de una película, pero en realidad ya no importaba. Estaba todo lo segura que podía estarlo, sin un dentista a mi lado, de que la radiografía realizada en la autopsia no coincidía con el historial dental de Kirsten Hawick. Ya lo sabía, por supuesto, pero ahora hasta Dana aceptaría la derrota. No era Kirsten.

Me disponía a salir del sitio cuando me paré a pensar; Dana me había dicho que la mayoría de los dentistas de las Shetland trabajaban para la Seguridad Social. Si eso era cierto, los pacientes podían acudir a cualquiera de las distintas consultas desperdigadas por las islas, pero sus historiales estarían en esa única base de datos central, accesible a una servidora gracias a una contraseña bastante extrema que probablemente cambiaría en cuanto la jerarquía descubriría que había estado fisgoneando. Esa era mi única oportunidad.

«Que no vas a aprovechar. Has hecho lo que le habías propuesto y has demostrado que el cuerpo enterrado en la turba no era el de Kirsten; ahora es asunto de la policía».

Pero los historiales dentales, como el resto de los historiales médicos, son confidenciales. Ni siquiera la policía que trabajaba en una investigación de asesinato podía acceder a ellos de forma automática. Se necesitaba como mínimo una orden judicial y, por lo que tenía entendido, no había intención de solicitarla. Era una oportunidad casi única. Nadie del cuerpo de policía podía hacer lo que estaba haciendo yo en esos momentos. Pero la gran pregunta era si tal búsqueda podía siquiera hacerse. ¿Cuántos historiales dentales tendría que consultar?

«¡No, esa no es la gran pregunta, Tora! La gran pregunta es: ¿por qué no recoges tus bártulos y buscas una habitación donde pasar la noche?».

Entré en internet y busqué el censo de Escocia. Sabía que la población de las Shetland estaba en torno a los 25 000 habitantes, incluidos los trabajadores inmigrantes de los campos petrolíferos, pero no tenía ni idea de cuántas mujeres había de edades comprendidas entre veinticinco y treinta y cinco años. Lo cual, podríais argüir, era poco profesional para una obstetra residente, puesto que ese era el principal grupo de pacientes al que debía atender. Según el censo de Escocia de 2004, que era el más reciente de los disponibles, en las islas había 2558 mujeres entre veinte y treinta y cuatro años, una cifra imposible de investigar.

«Bien, asunto resuelto, vamos a descansar».

¿Podía reducirse? No todo el mundo acude al dentista. Recordé que había leído en alguna parte que cerca de la mitad de la población descuidaba su dentadura. Eso reduciría la cifra a 1200. Y mi amiga había recibido un tratamiento. Si era isleña y paciente de la Seguridad Social, su historial estaría allí, a la espera de que yo lo encontrara.

«No es isleña. La investigación del inspector Dunn ha excluido a todas las mujeres desaparecidas de la isla. Tú y Dana estabais equivocadas».

No me gusta equivocarme. Volví a la base de datos de Odontología y me pregunté si podía ordenar los datos. Apreté el botón de búsqueda e introduje los criterios que me interesaban: mujeres residentes en la isla, de edad comprendida entre dieciséis y treinta y cuatro años. Me habría gustado especificar más la franja de edad, pero el sistema no me lo permitía. Acto seguido tenía ante mí una lista de nombres. La recorrí hasta el final: 1700 pacientes. Seguía siendo una búsqueda imposible. Me levanté y me acerqué a la cafetera.

«Vamos, cerebro agotado, piensa». Mil setecientas mujeres de entre dieciséis y treinta y cuatro años. Había bastantes posibilidades de que la mujer de la turba fuera una de ellas. Si pudiera… ¡Por supuesto! Volví corriendo al escritorio y examiné los criterios de búsqueda. ¡Sí! Ahí estaba: la fecha de la última visita. Mi amiga llevaba muerta desde principios de 2005; solo tenía que descartar a todas las mujeres que habían ido a la consulta a partir de esa fecha. Tecleé el 1 de septiembre de 2005 —supuse que esa fecha dejaba un margen de error bastante amplio—, e inicié la búsqueda. Me llevó unos segundos… y la lista se redujo a 63 mujeres.

Era una búsqueda manejable, aunque larga. Para estar totalmente segura me llevaría cinco minutos por paciente, y ya eran las siete y media y estaba hecha polvo. Por otra parte, era mi única oportunidad. A la mañana siguiente mi piratería informática no autorizada habría sido descubierta y abortada…

«probablemente junto con tu empleo»

… y debía hacer lo posible para que hubiera valido la pena.

En el cajón de mi escritorio, bajo el rótulo de VARIOS, había una copia de la lista que había dado a Dana a principios de la semana: la lista de las mujeres que habían dado a luz en las islas entre la primavera y el verano de 2005. Empecé a comparar las dos listas; buscaba a una mujer que hubiera dado a luz ese verano y, al mismo tiempo, hubiera dejado de sentir la necesidad de hacerse revisiones dentales regulares. Tardé bastante, ya que las listas estaban ordenadas por fechas en lugar de alfabéticamente, pero treinta minutos y dos tazas de café después estaba bastante segura de que no había coincidencias.

Llegada a este punto me sentía agotada. No había realmente forma de resolver el tema del parto. Esa mujer había dado a luz, y cualquier mujer que hubiera dado a luz en las islas en aquel verano tenía que estar en mi lista. Debía de haber ido a un dentista privado. Por desgracia, tenía que quedarme hasta las dos de la madrugada y revisar los sesenta y tres historiales, si no nunca lo sabría con seguridad.

Sonó el teléfono. Era el fin: Gifford pidiéndome que fuera a su despacho. Pensé en no contestar, pero sabía que iría a buscarme.

—¿Diga?

—Soy Dana. ¿Estás bien?

—Me encuentro bien, solo estoy cansada.

—Acabo de tener una bronca de campeonato con mi jefe. No puedo creer que nadie me llamara anoche. Debiste de asustarte mucho.

—Bastante —confesé—. Me sorprendió no verte.

—Se supone que estoy a cargo de esta dichosa investigación. ¿Puedes creer cuál es la excusa oficial? No me llamaron porque no había un vínculo directo con el caso. El incidente de anoche solo fue una broma de alguien.

Lógicamente, debería haberme preocupado el hecho de que Dana se tomara los acontecimientos de la noche anterior tan en serio como me lo había hecho yo. Sin embargo, me tranquilizó. Supongo que, puestos a escoger, la mayoría de nosotros preferimos estar en peligro a tener delirios.

—Entonces ¿no te tragas esa teoría? —pregunté.

—¿Te burlas de mí? ¿Qué estás haciendo ahora?

Le expliqué que había pedido a la enfermera la contraseña y que había revisado los historiales de Kirsten Hawick. Si se quedó decepcionada, no lo demostró. Luego le conté mis planes de examinar el resto.

—¿Cuántos más te quedan por mirar? —preguntó.

—Sesenta y tres —dije.

—Iré a ayudarte. No me gusta que estés ahí sola.

Me levanté y miré por la ventana. El coche de Gifford seguía aparcado abajo.

—No, llamarás mucho la atención. Estaré bien. Hay mucha gente por aquí. Te llamaré en cuanto termine.

—Gracias, Tora. De verdad. Mira, deja que te dé la dirección y el número de teléfono de casa. Ven a la hora que sea.

Garabateé los detalles y colgué. Estaba sola y, a pesar de mis mejores intenciones y del consejo bienintencionado de los más prudentes que yo, abrí el primer juego de radiografías.