13

—Tor, yo encontré el anillo.

—¿Cómo? ¿Que hiciste qué?

Eran las siete cuarenta y cinco de la mañana siguiente; llegaba tarde y conducía demasiado deprisa. Duncan me había llamado para decirme que tenía otra reunión programada, una muy importante, y que no estaría de vuelta hasta el sábado por la noche, y que si tenía algún inconveniente. Parecía tan emocionado y animado con el posible trato que no pude contarle lo que había ocurrido la noche anterior. No quise estropear una gran oportunidad para él. No me pasaría nada por pasar otra noche sola, me dije. Además, podía dormir en el hospital.

De modo que solo le expliqué lo que había ocurrido el día anterior, cosas que me habían parecido importantes en ese momento: que había encontrado el anillo en la bota, que había comprobado los distintos registros civiles, y que había ido a casa de los Hawick y al cementerio. Hablaba deprisa, rezando para que no notara lo asustada que seguía estando, e incluso mencioné la búsqueda ilegal que iba a hacer de los historiales dentales. Él me escuchó con paciencia hasta que acabé y luego dejó caer la bomba.

—Lo encontré yo —dijo—, hace meses.

No podía dar crédito. El anillo se había desprendido de la suela de mi bota. Había estado enterrado en dos metros de turba junto con el cuerpo sin vida de su dueña.

—¿Dónde? ¿Cómo? —logré decir.

—En el campo del fondo. El pasado noviembre, creo, antes de que vinieras, Estaba echando cemento para poner la valla y lo vi en un montón de tierra. Tuve que desenterrarlo.

—Pero… ¡no me dijiste nada!

—No le di muchas vueltas. No estaba seguro de qué era. Estaba sucio y quería acabar con la valla. Lo tiré a la caja de herramientas y me olvidé de él.

De pronto todo tenía sentido: el anillo había estado en la caja de herramientas de Duncan. Se me había caído al suelo al buscar algo para cortar el alambre que rodeaba la pata de Charles y lo había encontrado poco después en la escalera. Había estado cerca de mi bota; aún más importante, nunca había estado en la tumba. La valla que Duncan había levantado alrededor del campo del fondo se encontraba a unos cien metros colina abajo de donde yo había querido enterrar a Jamie. Al final, el anillo era una pista falsa.

—Pero ¿cómo llegó hasta allí? —aunque fuera una pista falsa, algo seguía sin cuadrar.

—Buena pregunta. Eso aceptando que fuera realmente el anillo de boda de la mujer que murió… ¿Kirsten, se llamaba? ¿Es posible que no lo fuera? ¿Se lee bien la inscripción?

—No mucho —no había estado totalmente segura acerca de las iniciales. Solo estaba clara la fecha y, según había averiguado, aquel día se habían celebrado varias bodas.

—Tor, no vas a comprobar los historiales dentales, ¿verdad? Sera una pérdida de tiempo. Además, es muy poco profesional, probablemente hasta sea ilegal. No te impliques más.

Duncan no suele decirme lo que debo hacer. Cuando lo hace, casi siempre estoy de acuerdo con él.

—No, por supuesto que no. Tienes razón —lo creía de verdad. Había ido demasiado lejos.

—Buena chica. Hasta mañana. Te quiero.

Hacía mucho que no me lo decía. Cuando estaba a punto de responder, colgó.

Me encontraba en las afueras de Lerwick y aceleré hasta llegar al hospital. Miré el reloj del salpicadero. Llegaba diez minutos tarde. Aparqué, bajé del coche e hice una mueca de dolor. Se me ocurrió que podía haber pillado una gripe de verano; me dolía todo el cuerpo, me sentía como con resaca, aunque no había bebido nada la noche anterior, y como si no hubiera dormido en una semana. Y encima iba a llegar diez minutos tarde y a recibir una bronca de Kenn Gifford.

Me esperaba en mi despacho, mirando por la ventana, ya vestido para el quirófano y con el pelo recogido en una coleta.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó, volviéndose.

—He tenido mejores días —respondí.

Debía de tener mal aspecto, pero Gifford tampoco tenía muy buena cara. Sus estrechos ojos parecían más entrecerrados que nunca y las ojeras se habían hecho más profundas.

—Siento llegar tarde —dije—. Duncan me ha llamado mientras venía para aquí y eso me ha retrasado un poco.

Le expliqué a Gifford que Duncan había encontrado el anillo. Cuando terminé, él asintió.

—Llamaré a Joss Hawick. Es casi seguro que no es el anillo de su mujer, pero si quiere seguir adelante con el asunto, puede llamar a la comisaría para identificarlo. Si fuera de ella, estaríamos ante un robo, y un robo particularmente desagradable, por cierto; significaría que alguien está robando objetos del depósito de cadáveres. Siento todo lo que está ocurriendo, Tora. Con tantas distracciones no puede ser fácil adaptarse. ¿Quieres un café?

—Gracias —dije.

Él se acercó a la cafetera de la esquina y sirvió dos tazas.

—¿Tienes alguna clase de llave maestra? —pregunté.

Se volvió con una taza humeante en cada mano y arqueó las cejas.

—Ayer cerré el despacho con llave, pero has logrado entrar y preparar el desayuno. ¿Estás horneando también cruasanes?

—Iré encantado a la panadería. El señor Stephenson lleva tres meses esperando ese bypass y estoy seguro de que no se morirá por esperar otra media hora. Pero no. Tener una llave maestra y utilizarla sería poco profesional, ¿no te parece? A menos que seas el empleado de la limpieza. Como el que estaba aquí cuando he llegado, el que me ha dejado entrar y preparar café. Me ha parecido que lo necesitarías. —Me ofreció la taza.

El calor en las manos me pareció reconfortante, como un abrazo de un viejo amigo. Él estaba muy cerca de mí y yo no me aparté.

—El inspector Dunn ha pasado hace un rato por aquí —dijo—. Quería que Stephen Renney confirmara que el corazón no era humano.

—Y… —le urgí, aunque estaba bastante segura de que la noche anterior no me había equivocado.

Gifford señaló las dos butacas de la esquina. Me indicó por señas que me sentara y así lo hice.

—De un cerdo —dijo—. Andy tiene a su gente registrando todas las carnicerías de las islas. Si alguien ha comprado un corazón en los últimos días, pronto lo sabremos.

—¿Sigue con la teoría de la broma macabra?

Kenn asintió.

—Creo que tiene razón, ¿tú no? Suponiendo que el asesino sigue estando aquí, ¿por qué iba a correr semejante riesgo? Anoche podrías haberlo visto.

«Entonces en estos momentos estaría muerta».

—Andy está haciendo lo posible por no sacar a la luz los detalles —continuó Gifford—, pero este es un lugar pequeño. Todo acaba sabiéndose. Habrá gente que sepa que tú encontraste el cuerpo, que le habían arrancado el corazón y lo que había tenido en la barriga. Las bromas así no son de muy buen gusto, pero por aquí hay gente rara.

—Y yo no soy Miss Popular.

—Ay, eso no lo sé —se levantó—. Necesitas un sitio donde dormir esta noche. Te ofrecería mi habitación de invitados, pero no sé cómo le sentaría a Duncan.

De pronto no podía mirarlo.

—¿Ha hecho muchos avances el inspector Dunn en la investigación del asesinato? —en parte lo pregunté porque estaba segura de que la policía local habría sido más comunicativa con uno de los suyos de lo que lo había sido conmigo, pero también porque la situación pedía un cambio de tema.

—Han descartado que la víctima fuera de aquí —dijo—. No coincide con ninguna mujer de la lista. Andy tiene un equipo examinando listas similares en el resto del Reino Unido. Cuando encuentren alguna coincidencia utilizarán los historiales dentales para confirmar la identidad.

Los historiales dentales que en ese momento estaban en mi maletín. Debí de poner cara de culpabilidad, pero si él lo notó no lo exteriorizó.

—No es excitante ni glamuroso, pero es un buen trabajo policial y tarde o temprano dará resultados.

—Eso crees tú, pero… —me interrumpí. Kenn conocía a Dunn desde el colegio, a mí solo desde hacía unos días. ¿Con quién iba a estar su lealtad?

—Pero ¿qué? —insistió él.

—Es que parece…, a veces creo… —me interrumpí de nuevo. Kenn me miraba, a la espera de que continuara. No iba a caer en la trampa—. No parece estar tomándoselo muy en serio. Primero el cuerpo era un hallazgo arqueológico, luego la víctima no era de aquí, y lo de anoche fue una broma macabra. Es como si quisiera restarle importancia todo el tiempo, hacer que parezca menos grave de lo que es.

Kenn me miraba ceñudo, pero no podría decir si no me creía y estaba enfadado o, al contrario, si me creía y se había alarmado.

—Dana Tulloch también lo cree —continué—. No me ha dicho nada, es demasiado profesional para eso, pero a veces intuyo lo que piensa.

Suspiró.

—Tora, hay algo que debes saber sobre la oficial Tulloch.

—¿Qué?

—Seguramente estoy violando toda clase de confidencialidad profesional, pero, bueno, Andy Dunn y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo.

—Lo sé. Todos os conocéis.

Sonrió.

—No es la primera vez que Dana tiene el cargo de oficial. También lo tuvo en Dundee. Y en Manchester. En ningún sitio le fue bien, y estuvo de acuerdo con los dos traslados. Tengo la impresión de que esta es su última oportunidad en el cuerpo.

Me quedé asombrada.

—Pero si es muy… competente.

—Sí, es bastante brillante. Un coeficiente intelectual fuera de serie. Es una de las razones por las que ha aguantado tanto. Pero hay otros problemas.

—¿Cómo cuáles? —no me gustaba ese asunto. El día anterior me sentí a gusto con Dana, incluso empezó a caerme bien. No me gustaba estar hablando a su espalda.

—No recuerdo mucho de psicología, pero diría que da muestras de sufrir un trastorno compulsivo obsesivo. Creo que tuvo problemas alimentarios en el pasado, tal vez no los haya superado, porque está muy delgada. Y tiene una obsesión compulsiva por el orden, la organización y el aspecto físico. De todos es sabido que coge una auténtica rabieta cuando en su mesa alguien cambia una grapadora de sitio.

—Es ordenada —recorrí con la mirada el despacho; estaba hecha una pocilga, como siempre—. Dios mío, ojalá todos tuviéramos ese problema.

—Fíjate en cómo se viste. ¿La has visto alguna vez menos que impecable? ¿Cómo puede permitirse vestirse así con su sueldo? ¿Y qué me dices del coche que tiene? No solo es un Mercedes, es que parece recién salido del salón de exposición. Los coches de todos los policías que he conocido parecen el vertedero municipal. Las alfombrillas no se ven a causa de las colillas, los restos de comida para llevar y los envoltorios de chocolatinas. Y te estoy hablando de los más refinados. Al suyo le pasa todos los días la aspiradora.

—¿Qué quieres decir?

Se acercó a la ventana.

—Se sabe que tiene deudas importantes —dijo a las gaviotas. Luego se volvió de nuevo hacia mí—. No puede parar de gastar. Un dinero que no tiene. Y es incapaz de trabajar en equipo. Siempre se anda con misterios. Dunn se sube por las paredes, y eso la hace muy poco popular entre sus colegas. Si alguien cuestiona sus métodos ella responde que el problema es de ellos; que hay alguna clase de conspiración para acabar con ella.

Recordé cómo se había comportado la noche anterior, trabajando conmigo en lugar de con cualquiera de sus colegas, sin comunicarles lo que se proponía hacer. Me había parecido extraño; ahora tenía más sentido. Y eso fue antes de sus acusaciones contra Gifford y Dunn, y de que me convenciera para que llevara a cabo una investigación ilegal de información confidencial. Genial, ¡mi nueva mejor amiga era un bicho raro!

—En mi opinión, Dana Tulloch necesita ayuda profesional —dijo Gifford—. Tú, por tu parte, debes aceptar lo ocurrido y pasar página.

—Eso ya me lo habías dicho.

—Y vale la pena que te lo repita. Este caso podría no resolverse nunca.

Lo miré y sacudí la cabeza.

—Pregunta a cualquier policía —continuó él—. Las posibilidades de resolver un asesinato siempre son mayores en las primeras veinticuatro horas. Cada día que pasa, el rastro se enfría. Estas pistas tienen dos años, y nuestra amiga del depósito de cadáveres no es ninguna de las mujeres de la lista de desaparecidas ni ninguna de las que dieron a luz en las islas aquel año. Casi seguro que no era de aquí.

Tenía razón, por supuesto. Al final los mayores siempre tienen razón. Consultó el reloj.

—Ya son casi las nueve. ¿Tienes consulta esta mañana?

Asentí. Me esperaba una mañana atareada. Diez citas, seguidas de dos cesáreas programadas para la tarde, y dar de alta a Janet y a Tamary Kennedy.

—Será mejor que yo también me vaya. El señor Stephenson estará preguntándose dónde me he metido.

Estaba en el umbral cuando lo llamé.

—Kenn, ¿sabes qué quiere decir KT?

Se volvió.

—¿Perdona?

—KT. Lo encontré en el sistema, al lado de los partos del verano de 2005.

Cayó en la cuenta.

—Ah, sí, yo también me lo pregunté. Son las siglas en inglés de Trauma Keloide.

—¿Qué?

—Es un término acuñado aquí. No puedes haberlo oído antes. Espera, deja que piense…

Se apoyó contra el marco, mirando el techo. Lo observé. El término «keloide» alude a una sobrerreacción en un tejido de piel fibrosa que a veces se produce tras una cirugía o herida. Puede dar lugar a una cicatriz gruesa o marcada.

—Hace tiempo hicieron un estudio —dijo Gifford al cabo de unos segundos—. Lo dirigió uno de nuestros licenciados. Yo estaba fuera y reconozco que no lo leí, por eso no puedo ser muy preciso. Ya me acuerdo. Es una condición genética que resulta en una cicatriz severa tras la ruptura del perineo en el parto. Cuando llega el siguiente hijo puede causar problemas. De ahí que se hable de trauma keloide.

—Parece que es algo a lo que debería prestarle atención —dije, aliviada de que al menos pudiera tachar un misterio de la lista.

—Trataré de buscarte información sobre ello —se volvió hacia la puerta y se detuvo para mirar por encima del hombro—. A Duncan no le caigo bien porque le robé la novia —me sonrió; una prolongación de los labios delgada y sin alegría—. Más de una vez.