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No estoy segura de en qué momento de la noche empecé a sospechar que había alguien más en la habitación. Hacia las dos de la madrugada, supongo, porque es cuando estoy profundamente dormida y me cuesta más despertarme. Después de diez años de hacer guardias de noche, aprendes a conocer el ritmo de tu sueño.

De modo que ahí estaba yo, a eso de las dos de la madrugada, sola, porque no estaba previsto que Duncan llegara antes del sábado por la mañana, recobrando la conciencia y con el temor persistente de que las cosas no estaban como debían estar. Porque alguien había entrado en mi dormitorio.

No puedo explicar cómo lo supe. Cuando sueles dormir acompañado, desarrollas un sentido hacia la intimidad del otro y, al despertarte, una docena de cosas diferentes te recuerdan en un instante que tu pareja sigue allí: el olor de su piel, el ruido de su respiración, el calor de su cuerpo. Te vuelves a dormir sereno: no estás solo y la persona que tienes a tu lado te resulta familiar y tranquilizadora.

Ahí no había tranquilidad ni familiaridad. La presencia que advertí distaba de ser el agradable calor que desprende un marido dormido; era algo ajeno, molesto, depredador.

Estaba acurrucada en la cama, como siempre, tapada hasta el cuello, y, como una niña que se esconde del Coco, me sentí protegida por el edredón; pensé que si me quedaba inmóvil y fingía dormir, tal vez, solo tal vez todo iría bien, y quienquiera que estuviera conmigo en la habitación (bastante cerca ya, lo notaba) se desvanecería en el reino de los sueños olvidados. Mi lado soñoliento solo quería volver a sumergirse en el sopor y aprovechar la oportunidad.

Al mismo tiempo, la parte que trataba desesperadamente de despertarse del todo sabía que aquello no eran solo terrores nocturnos, esas cosas que pasan a veces cuando duermes solo. No era el crujido de las tablas del suelo o el sonido del viento en los cubos de basura de la casa de al lado. Para empezar, no oía nada: el viento había dejado de soplar, el calentador del agua por fin se había apagado, y hasta los pájaros nocturnos —a menudo tan locuaces en las Shetland— se habían tomado un descanso. Silencio absoluto. Un silencio profundo, oscuro, impenetrable.

Me preparé para moverme, levantarme de golpe, sobresaltar a quien fuera que estuviera allí y darme así la oportunidad de defenderme. Pero descubrí que no tenía valor. Me quedé donde estaba, totalmente expuesta a la amenaza e incapaz de mover un músculo. Ni siquiera podía abrir los ojos. No estoy segura de cuánto tiempo pasó; me pareció una eternidad, pero probablemente solo fueron un par de minutos. Luego, un ligero movimiento de aire me rozó la mejilla, la atmósfera en la habitación cambió y me encontré sentada en la cama.

La habitación estaba oscura, mucho más oscura de lo normal. En las Shetland la luz casi nunca desaparece del todo durante el verano, pero esa noche era de las más oscuras que recuerdo. Miré alrededor, luchando por discernir algo entre las sombras más profundas. No había nadie ni nada en la habitación que no debiera estar ahí. Excepto el olor.

Estaba respirando demasiado deprisa: bocanadas cortas rápidas, aterrorizadas, y me obligué a serenarme y a inhalar por la nariz, a asegurarme de que no me lo estaba imaginando. Como un experto en perfumes que prueba una nueva fragancia, olfateé el aire a mi alrededor: sudor, muy débil pero inconfundible; y un ligerísimo rastro de humo de cigarrillo, no el olor de un fumador, sino el de alguien que tal vez había atravesado rápidamente una habitación llena de humo; y algo más, todavía más débil, algo que me hizo pensar en el armario lleno de especias de mi madre: canela tal vez, o jengibre. Era un olor que podías percibir veinte veces el mismo día y no pensar en nada: al cruzarte con alguien por un pasillo, al subir a un tren, al estrechar la mano de un desconocido. El olor normal y corriente de un hombre normal y corriente.

¿Qué demonios hacía en mi habitación en mitad de la noche?

Fue entonces cuando noté algo extraño. La puerta del dormitorio estaba ligeramente entreabierta. Aunque pueda parecer extraño, soy incapaz de dormir con las puertas abiertas. La que da al pasillo, la que comunica con nuestro cuarto de baño, hasta las de los armarios tienen que estar cerradas. Duncan se ríe de mí, hasta yo me río, pero antes de dormir siempre cierro sin falta todas las puertas.

Me quedé inmóvil en la cama y agucé el oído como nunca lo había hecho. Nada. En mi mesilla de noche había un teléfono, y estaba bastante segura de que la policía, Dana al menos, acudiría enseguida. Pero ¿qué iba a denunciar exactamente? ¿Un olor? ¿Una puerta que no estaba debidamente cerrada?

Me obligué a levantarme de la cama mientras trataba de recordar qué se supone que uno debe hacer en semejante situación. ¿Hacer ruido o guardar silencio? ¿Coger el teléfono y fingir que llamas a la policía? Me acerqué a la puerta y la abrí con suavidad. En el pasillo no había nadie. Daba a cuatro puertas más: tres dormitorios y el cuarto de baño principal. En el piso de abajo se oyó crujir una tabla de madera.

Volví corriendo a mi habitación, abrí la puerta del armario y busqué en el estante superior. Palpé lo que buscaba y lo cogí. Comprobé el seguro y la sostuve frente a mí, como había visto hacer a la gente en la televisión. Luego crucé la habitación, salí al pasillo y me detuve en lo alto de la escalera. En las manos tenía un arma para sacrificar caballos de forma humanitaria, un tosco e ineficaz trasto de hierro y cobre de hacía cincuenta años. Había pertenecido a mi abuelo y había sido diseñada para sacrificar a los caballos heridos o muy viejos incrustándoles un proyectil de hierro de cinco centímetros justo en el cerebro. Duncan me había suplicado que me deshiciera de ella. Yo siempre me había resistido, y en ese momento me alegré. Era totalmente inútil a menos que tuvieras el blanco tan cerca que pudieras rozarlo pero eso la mayoría de la gente no lo sabía. Tener un arma, aunque fuera esa, me infundió el coraje necesario para bajar.

La puerta de la calle se hallaba al pie de la escalera. Comprobé rápidamente que seguía cerrada. Abrí de un empujón la puerta del comedor y miré alrededor. Nada a la vista. La sala de estar, en el otro extremo del pasillo, era una habitación mucho más amplia; tres sofás grandes, detrás de los cuales se podía esconder alguien. Di un paso. Y otro.

Del pasillo llegó el estrépito de algo haciéndose añicos, pasos corriendo, una puerta que se abría. Salí rápidamente de la habitación, entré en la cocina y encendí la luz. Un gran jarrón de cristal que había dejado demasiado cerca del borde de la encimera se había roto al caer al suelo de pizarra. La puerta trasera estaba abierta de par en par y el aire frío de la noche se abría paso en la habitación. Corrí a cerrarla, y eché la llave y los dos cerrojos.

Mientras me acercaba al teléfono, me fijé en que la puerta que daba al sótano también estaba abierta y la luz encendida. En tres pasos estuve en lo alto de la escalera.

No tenía ninguna intención de bajar al sótano. Aquella parte de la casa ya era bastante espeluznante aun en las mejores condiciones. Pero al pie de la escalera había algo; algo que no debería estar allí.

Era un objeto envuelto en tela y tenía el tamaño de un pomelo. Yo seguía estando a cierta distancia y la luz del sótano era demasiado tenue para verlo claramente. Pero estaba bastante segura de que la tela era de lino color marfil y envolvía algo rojo escarlata.

El cerebro me ordenaba que llamara a la policía, que, fuera lo que fuese ese objeto, ellos se ocuparían de él. Pero un pie y luego el otro me llevaron abajo. Solo había ocho escalones y enseguida estuve lo bastante cerca para tocarlo. Me agaché.

La tela estaba húmeda. Rezumaba un líquido rojo que se extendía por el suelo de piedra del sótano. El envoltorio de tela estaba frío y olía a algo que… no me esperaba en absoluto. Lo cogí y desenvolví el lino. Parte de lo que había dentro cayó al suelo. El resto se quedó en mis manos.

Estaba mirando un puñado de fresas.

No eran silvestres —no era la temporada—, de modo que eran fresas comunes, de las que encuentras en los supermercados y en las fruterías de todo el país. La mayoría estaban aplastadas, de ahí el líquido rojo que rezumaba a través del lino y el olor dulzón a verano. Arrodillada a la débil luz del sótano, me dije que debía de estar como un cencerro para haberme asustado tanto por eso, Sin miedo ya, pero furiosa, recogí las fresas que se habían caído y subí la escalera hasta la cocina con el arma bajo un brazo. Cuando llegué arriba, cerré la puerta detrás de mí y me acerqué al teléfono.

Me quedé inmóvil, incluso dejé de respirar. La cocina empezó a volverse oscura a mi alrededor, pero no podía apartar los ojos de lo que tenía delante. Durante un par de segundos creí que había perdido la razón. Lo que estaba mirando era inconcebible. Acababa de estar en esa habitación hacía apenas unos minutos, era imposible que no hubiera visto… eso en la mesa de la cocina.

Las fresas cayeron al suelo y el arma estuvo a punto de seguirlas pero logré evitarlo. Me volví, casi tropezando, y agarré el teléfono. Luego salí corriendo de la habitación, crucé el pasillo y me metí en el cuarto de baño del piso de abajo. Cerré la puerta de golpe, eché ridículamente el cerrojo y me desplomé en el suelo. Apoye la espalda en la puerta, apreté los pies contra la pared de enfrente y, combatiendo las náuseas, telefoneé a la policía.