—He visto su tumba, Dana. No es posible.
Estábamos sentadas en la cocina, con las puertas cerradas con llave y las persianas bajadas. Me notaba cansada y tenía la desagradable sensación de estar siendo arrastrada de nuevo hacia algo que había dejado atrás encantada hacía media hora. Bebíamos café fuerte y humeante. Le había ofrecido vino tinto, pero Dana lo había rechazado. «Necesitamos pensar», dijo. El plural me asustó. De pronto éramos cómplices, trabajábamos contra las claras instrucciones de nuestros superiores. Podía decirse que estábamos siendo imprudentes, que seguramente nos disponíamos a hacer un daño considerable, y que sin duda nos encontraríamos en un gran apuro cuando —no si— nos descubrieran.
También le había ofrecido algo de comer, pero me había mirado distraída. No estaba segura de si era un sí o un no. Yo tenía hambre y sabía que había jamón en la nevera y pan fresco en la panera.
—Todo es posible. Solo que no veo cómo lo hicieron.
—¿Quiénes son exactamente «ellos»? Estás hablando de mi jefe. Un miembro del Real Colegio de Cirujanos, por el amor de Dios. Había otras personas presentes en la habitación cuando desconectaron las máquinas. Kirsten Hawick murió. Y lo hizo casi un año antes que nuestra víctima.
Dana chasqueó con la lengua.
—Sí, sí… Ya he oído todo eso. Pero…, digámoslo así: encontraste un anillo de boda en el mismo lugar donde encontraste un cadáver; la inscripción de dentro nos revela que pertenece a una mujer muerta, una tal señora Hawick, cuya edad y grupo étnico coinciden con los de nuestra víctima, y que, a juzgar por las fotos de la boda, tiene un gran parecido físico con ella. Y te dicen que solo son coincidencias. ¿Te parece probable?
Ni remotamente, esa era la respuesta sincera. Pero las pruebas de que Kirsten estaba muerta eran bastante convincentes. Me levanté. No iba a dejar de prepararme un sándwich en mi propia casa solo porque me sentía intimidada. Saqué el jamón, la mantequilla y el pan.
—Me he sentido muy estúpida —dije—. Dios sabe lo que habrán pensado de mí cuando me han visto arrancando hierbajos en su tumba.
—¿No te parece extraño que los dos te siguieran hasta el cementerio? ¿Cómo sabían que estabas allí? ¿Y por qué se molestaron en ir? —Dana se detuvo, reflexionó un segundo y añadió—: ¿Sueno a paranoica?
La miré por encima del hombro.
—Totalmente.
—Gracias —he de reconocer que sonrió.
—De nada —me incliné de nuevo y busqué la mayonesa en el fondo de la nevera. Cuando me erguí, Dana volvía a estar seria.
—Hay algo que quiero que hagas —dijo. Justo cuando creía que estaba a salvo.
—¿Qué?
Introdujo una mano en su cartera y sacó una delgada carpeta de cartón verde. Del interior extrajo una película transparente en blanco y negro.
—Es una radiografía de la dentadura de nuestro cadáver. Mi equipo ha estado comparándola con las de las mujeres de la lista. Hasta ahora no ha coincidido con ninguna, pero, como es lógico, no tenemos acceso a todos los historiales.
Llevé la comida a la mesa y fui a coger cubiertos.
—¿Qué quieres que haga?
—He llorado y suplicado, pero el inspector se niega a pedir a Joss Hawick el historial dental de su mujer para compararlo.
No veía muy claro adónde quería ir a parar.
—¿Y?
—Tú podrías buscarlo.
Sentada de nuevo a la mesa, empecé a untar la mantequilla en el pan. Sacudí la cabeza.
—La mayoría de los dentistas tienen consulta privada. Nadie puede acceder a sus archivos. Aunque supiéramos quién era el dentista de Kirsten, no me dejaría consultar su historial sin una autorización de Joss Hawick.
—Tora, estás pensando en Inglaterra. Aquí las cosas son diferentes. La mayoría de la gente va al dentista de la Seguridad Social. Además, hace un año se puso en marcha un programa informático piloto. Todos los historiales dentales de las islas se informatizaron y es posible acceder a ellos desde una base central.
—Sigo sin ver…
—En tu hospital hay una unidad dental. El historial de Kirsten estará en el sistema informático del hospital. Tú puedes acceder a él.
Probablemente tenía razón.
—No soy dentista —dije con poca convicción.
—Has estudiado anatomía. Sabes interpretar una radiografía. Tienes más posibilidades de saber si coincide que yo.
Una cosa era seguir una corazonada y otra muy distinta pedir a alguien a quien casi no conocías que llevara a cabo una investigación ilegal. ¿Qué me estaba ocultando?
—¿Lo harás? —preguntó.
No lo sabía.
—Si no coinciden, el anillo es una pista falsa y no perderemos más tiempo.
Sin duda valía la pena intentarlo, para pasar página. Demostraría a Dana que el cadáver no era de Kirsten y pondría fin al asunto.
—De acuerdo, lo haré mañana —señalé la comida—. Sírvete.
Dana pasó del jamón y cogió una rebanada de pan con mantequilla.
Yo, por mi parte, ya no tenía hambre.