9

Al llegar a su coche, Dana se detuvo. Se quedó mirando la cerradura de la puerta del conductor, pero no trató de abrirla. La observé unos segundos, y me sentí ridícula. Parecía haberse olvidado de que yo estaba allí.

—Ejem —dije de manera teatral.

Ella levantó la mirada.

—Perdona —apretó el botón del llavero y el vehículo emitió un alegre pitido—. Pasaré más tarde por tu casa. De camino a la comisaría.

—¿No vas a ir ahora?

Ella frunció el entrecejo, como si mi curiosidad estuviera fuera de lugar y le pareciera impertinente. Puede que ese día hubiéramos hecho una tregua, pero lo que iba a hacer era asunto suyo y era evidente que me estaba entrometiendo.

—Voy a visitar a los Hawick —dijo—. Creo que el anillo podría ser una pista falsa. Quiero descartarlo cuanto antes.

—¿Quieres compañía? —me aventuré a preguntar; no esperaba ni por un segundo que me dijera que sí.

Ella volvió a fruncir el entrecejo, luego asintió.

—Sí, por favor —dijo—. Te lo agradecería.

Fuimos en su coche. Había dos familias Hawick. La primera vivía justo en la carretera principal A970, en las afueras de Lerwick. Una mirada a Kathleen Hawick nos bastó para saber que podíamos tacharla de la lista. Tenía unos cincuenta años, era robusta y llevaba un anillo de oro gastado, apenas visible bajo pliegues de carne, que dudo que se le cayera después de muerta. Cuando le dimos las gracias y nos marchamos, volvió alegremente al programa concurso que se oía dentro de la casa.

Los otros Hawick vivían en Scalloway, la antigua capital de las Shetland, una ciudad mucho más pequeña situada a unos diez kilómetros al oeste de Lerwick. Había pocos coches en la carretera y en unos quince minutos llegamos.

Dana detuvo el coche y sacó el ordenador. Tecleó unos segundos y no tardamos en tener ante nosotras un mapa de Scalloway.

—Eres muy hábil con este chisme —dije mientras ella me lo ponía en el regazo y arrancaba de nuevo—. Al final a la izquierda. ¿Qué ha sido del cuaderno y el lápiz?

—Siguen siendo las armas preferidas en la comisaría de Lerwick.

—La segunda a la derecha —dije.

Redujo la velocidad y nos metimos en la calle donde vivía J. Hawick. Se extendía a lo largo de la costa en el lado sur de la ciudad. La casa tenía amplias vistas, pero estaba poco protegida de los elementos, y en cuanto bajamos del coche, el viento sopló contra nosotras como una carga de caballería. Esperamos en el umbral, las dos con el pelo encrespado y revuelto. El señor Hawick, cuando abrió, debió de pensar que habían ido a visitarle dos sirenas desmelenadas.

Por su constitución y el color de su pelo, deduje que Joss Hawick tenía treinta años largos, pero su cara aparentaba una década más por lo menos. Tenía todo el aspecto de alguien que hace tiempo que sufre insomnio o estrés. La camisa de trabajo blanca que llevaba estaba algo grisácea y no particularmente bien planchada.

Dana siguió el procedimiento rutinario de enseñar la placa de identificación y presentarnos a ella y a mí. Hawick pareció ligeramente interesado y nada preocupado, como un hombre al que no le queda nada que perder.

—¿Qué puedo hacer por ustedes? —preguntó. Era escocés, pero no de las islas. Del sur, pensé. Dundee, o tal vez Edimburgo.

Dana explicó lo del anillo con la inscripción. Antes de que hubiera terminado siquiera de hablar, él sacudió la cabeza.

—Lo siento, oficial, pero ha hecho el viaje en balde. Y ahora, si me disculpan… —se dispuso a retirarse; la puerta empezó a cerrarse ante nosotras.

Dana no iba a permitirlo.

—Es importante, señor. ¿Está seguro de que su mujer no ha perdido ningún anillo? ¿Podría preguntárselo?

—Oficial, mi mujer está muerta.

Dana parpadeó, pero yo no estaba ni remotamente sorprendida. La cara demacrada e inexpresiva de Joss Hawick es común en los familiares de un difunto. Ese hombre había pasado por un proceso de duelo que aún no había acabado.

—Lo siento mucho —hablé por primera vez—. ¿Ha fallecido hace poco?

—Hará tres años este verano.

Más de lo que había imaginado; ese hombre no había aceptado la pérdida.

—¿Llevaban mucho tiempo casados?

Noté que Dana se movía impaciente a mi lado. No hice caso.

—Solo dos años —dijo él—. El viernes pasado habría sido nuestro aniversario.

Pensé rápidamente. Era miércoles 9 de mayo. El viernes, cinco días atrás, había sido 4. Pero el año no coincidía. La mujer de ese hombre había muerto en 2004, no en 2005. Gracias a la inundación marina, Stephen Renney tenía la certeza de que nuestra víctima no llevaba más de dos años enterrada, y el equipo de Inverness lo había corroborado.

—Señor Hawick —esta vez fue Dana la que habló—, en la inscripción del anillo pone 4 de mayo de 2002. ¿Se casaron ese día?

Nos miró furioso. Estábamos abriendo heridas que ni siquiera habían empezado a cicatrizar.

—¿De qué se trata? —exigió saber.

Estábamos en la sala de estar. El interior de la casa, de colores vivos y decorado a la moda, seguía pareciendo el de una pareja joven y acomodada, pero olía a cerrado, como huelen las casas de la gente mayor o a veces incluso la gente mayor. En la repisa de la chimenea había un dedo de polvo, al igual que en el alféizar de la ventana. Él nos ofreció algo de beber, nosotras declinamos la invitación, y él salió para prepararse algo. Mirando alrededor, me fijé en dos vasos sucios en el suelo, junto al extremo del sofá amarillo en el que yo estaba sentada y en un cenicero lleno de colillas. La alfombra que cubría casi todo el suelo de madera hacía tiempo que no veía un aspirador.

En la repisa de la chimenea había varios animales de peltre y una gran fotografía con el marco también de peltre. Un Joss Hawick más joven, más feliz, sonreía radiante a la cámara. A su lado, con un velo blanco flotando alrededor de la cabeza, estaba su mujer. Kirsten Hawick había sido alta y atractiva; el pelo, largo y pelirrojo, le caía en tirabuzones casi hasta la cintura. Lancé una mirada a Dana. Ella ya había visto la foto. Me miró ceñuda, con una orden escrita en la cara: ¡Estate callada!

Hawick volvió y se sentó en un sillón, frente a nosotras. En la mano tenía un whisky doble que no parecía diluido en agua. Me di cuenta de que me temblaban las manos. Las escondí debajo del trasero encantada de que Dana llevara la conversación. Me moría por mirar de nuevo la fotografía, pero sabía que era lo peor que podía hacer.

—Siento mucho su pérdida —empezó a decir.

Se volvió hacia mí y me alarmé.

—¿Por qué está usted aquí? ¿Ha venido a decirme que el hospital se equivocó?

Dana respondió rápidamente, como si temiera perder el control de la situación.

—La señorita Hamilton solo lleva seis meses trabajando en el hospital. No sabe nada de la muerte de su mujer. ¿Puedo hacerle unas preguntas?

Él asintió. Y bebió.

—¿Podría darnos el nombre de soltera de su mujer?

—Georgeson —dijo—. Kirsten Georgeson —volvió a beber. Más que un sorbo.

Miré de nuevo a Dana. Su expresión no delataba nada, pero tenía que haber advertido que los nombres coincidían. KG y JH. La fecha también. Me obligué a mirar la alfombra, temía que la cara me traicionara. Había visto suficientes películas policíacas para saber que el primer sospechoso en un caso de asesinato siempre es el consorte. Lo que había tomado por dolor en la cara de Joss Hawick podría ser culpabilidad, por no hablar de miedo a ser descubierto. Dana y yo podíamos estar solas en la casa de un asesino. Miré de nuevo a Dana. Si estaba tan preocupada como yo, no se le notaba.

Todavía quedaba por resolver la discrepancia del año. La mujer de mi terreno había muerto en algún momento durante 2005. Hawick afirmaba que su mujer había muerto en 2004.

—¿Puedo preguntarle cómo y dónde murió? —dijo Dana, sin apartar ni por un momento los ojos de Hawick.

Él volvió a mirarme.

—En el hospital —dijo—. En su hospital —hizo que sonara como una acusación—. Sufrió un accidente montando a caballo. El caballo se estrelló contra una camioneta a un par de kilómetros al norte de aquí. Seguía viva cuando la llevaron al hospital, pero tenía daños cerebrales serios y el cuello roto. Tres días después la desconectaron de las máquinas.

—¿Quién la atendió? —pregunté.

—No recuerdo su nombre —respondió él—. Pero dijo que era el interno de más antigüedad. Explicó que no tenía ninguna posibilidad de recuperarse. ¿Va a decirme que se equivocó?

—No, no —me apresuré a responder—. Nada de eso. Pero debo hacerle otra pregunta, y siento de veras remover su dolor. ¿Su mujer dio a luz poco antes de morir?

Hawick dio un respingo.

—No —dijo—. Habíamos previsto tener hijos, pero Kirsten era buena jinete. Quería competir en campeonatos unos años antes de dejarlo.

Joss Hawick se mostró muy convincente. Pero sin duda sabía que podíamos comprobar su declaración en cuestión de minutos.

Dana se levantó. Era un momento crucial. Yo hice lo propio.

—Tora —dijo, señalando la puerta.

Salí rápidamente al pasillo y traté de abrir la puerta de la calle, casi esperando que estuviera cerrada con llave. Se abrió y me quedé allí, dejando entrar en la casa el viento procedente del voe, para asegurarme de que Dana me seguía.

—Hay algo que me tiene confundido —dijo él mientras Dana y yo estábamos en el umbral, ella aparentemente tranquila, yo lista para saltar en cualquier momento.

—¿Qué?

—Ha dicho que han encontrado un anillo. ¿Puedo verlo?

Dana sabía mentir.

—Lo siento, el anillo está en la comisaría. Pero si el de su mujer ha desaparecido, puedo traérselo para que lo identifique. La inscripción que lleva facilitará las cosas.

Hawick sacudió la cabeza.

—Eso es lo que yo trataba de decirles. No puede ser el de Kirsten.

—¿Por qué no?

—Tenía una inscripción dentro, pero yo sabía que le apretaba y no quise quitárselo a la fuerza. Pedí que la enterraran con él.

No pude contenerme.

—¿Dónde? —pregunté—. ¿Dónde está enterrada?

Él parecía sorprendido y un poco disgustado, como si le pareciera una pregunta de mal gusto. Y lo era…, pero, por Dios, estaba justificada.

—En la iglesia de Saint Magnus —dijo él—. Donde nos casamos.

—Deberíamos haber venido en dos coches —dijo Dana—. Maldita sea.

Puso en marcha el motor y condujo quinientos metros por la carretera hasta que dejamos de ver la casa. Revolví en el bolso buscando el móvil. Al cabo de unos minutos esperábamos un taxi. Dana sacó un cuaderno y empezó a apuntar algo.

—Está mintiendo —dije.

—Lo sé —siguió escribiendo. Miré la hoja. Había apuntado: «Kirsten Hawick, Georgeson de soltera. Murió en el verano de 2004. De un golpe en la cabeza. En el Franklin Stone Hospital. La atendió el interno de más antigüedad».

—Es ella —dije.

—Es posible.

—Has visto la foto. ¿Cuántas mujeres tienen el pelo tan largo? Tiene que serlo —no podía callarme.

—Tranquilízate, Tora. Era una fotografía pequeña. No podemos estar seguras —escribió algo más. Un número—. Este es el número de mi móvil —dijo. Arrancó la página y me la dio—. Ve al hospital lo antes posible y comprueba estos datos. No hables con nadie. Iré allí en cuanto me llames.

Asentí.

—¿Estarás bien? —pregunté.

—Por supuesto. Me quedaré aquí, en el coche, para vigilar.

—¿Puedes pedir refuerzos por radio?

Ella sonrió. Yo había hablado como en las películas de policías.

—En cuanto tenga noticias tuyas. No diremos nada hasta que estemos seguras.

Llegó el taxi y me fui en él.

Quince minutos después la llamé al móvil. Respondió al primer toque.

—Soy yo —dije—. ¿Puedes hablar?

—Adelante.

Respiré hondo.

—Todo lo que ha dicho es verdad.

Silencio. Me pareció oír silbar el viento alrededor de Scalloway Voe.

—¿Ahora qué? —pregunté.

Ella reflexionó un momento.

—Necesito pasar por la comisaría —dijo—. Vete a casa. Luego iré a verte.

Eran pasadas las ocho de la noche y en el Franklin Stone seguía habiendo movimiento. Esperaba no cruzarme con nadie conocido al salir del edificio. Estaba muy alterada y no sabía mentir ni en las mejores condiciones.

Kirsten Hawick tenía que ser la mujer que había desenterrado en el campo. La muerte no la había cambiado mucho. Esa piel blanca y delicada, con la tez salpicada de pecas, tan típica únicamente en las mujeres escocesas, se había vuelto marrón con la turba, pero la cara seguía siendo totalmente ovalada, como la que había visto en la fotografía.

Aun así, acababa de revisar su historial clínico. Ingresó, en efecto, el 18 de agosto de 2004 (casi un año antes de cuando se suponía que había sido asesinada la mujer de la turba), con un trauma severo en la cabeza y múltiples fracturas en la parte superior de la espina dorsal. La declararon muerta a las 7.16 de la tarde y dos días después la enterraron. Hasta le habían practicado la autopsia.

Me detuve en el mostrador de recepción. A las seis de la tarde un portero de noche reemplaza a la recepcionista. Estaba leyendo un periódico con una taza de café medio vacía en la mano.

—¡Hola! —dije, con mucha más alegría de la que sentía.

Él levantó la mirada, no pensó gran cosa de lo que vio y volvió a concentrarse en el periódico.

—¿Tiene por casualidad un callejero que pueda prestarme?

Él sacudió la cabeza y siguió leyendo.

Busqué en el bolso, encontré mi placa y la puse cuidadosamente encima del periódico. Volvió a levantar la mirada.

—Un mapa —dije—. En la recepción tiene que haber uno o usted no podría hacer bien su trabajo. Si no tiene ninguno, presentaré una queja en su nombre, a través de los canales formales, de que no está equipado como es debido.

Me miró con odio. Luego se levantó, se acercó a un archivo del fondo y buscó dentro. Tardó treinta segundos. Volvió con un mapa y lo desplegó.

—¿Qué está buscando?

—La iglesia de Saint Magnus.

Con el dedo manchado de tabaco señaló un lugar en el mapa.

Miré con atención, tratando de memorizar dónde estaba. No quedaba lejos del hospital.

—Gracias —dije.

Él lo empujó hacia mí.

—Quédeselo —ofreció.

—No, gracias —dije—. Alguien más podría necesitarlo.

Me volví y salí, satisfecha de haber hecho otro amigo en el hospital.

Me alegré de que todavía hubiera luz cuando llegué a Saint Magnus. Tuve que aparcar en la carretera principal y recorrer la calle estrecha y corta, y no estoy segura de si habría tenido el coraje de hacerlo de noche. Todo estaba desierto. Por encima de mí se elevaban edificios altos de granito. Convertidos en oficinas, de noche estaban vacíos, pero tuve la sensación de que había una docena de ventanas desde las que podían observarme.

Frente a la iglesia había una casa vieja con un jardín tapiado. A lo largo del camino adoquinado de entrada crecían unos árboles que jamás había visto. Parecían alguna clase de sauce, pero no tenían nada que ver con los árboles esbeltos y gráciles que bordean los ríos ingleses. Ninguno medía más de tres metros y medio, ni tenía un tronco central. Gruesas ramas nudosas salían del suelo y se retorcían y entrelazaban en lo alto. Aún no habían empezado a brotar las hojas, y las ramas desnudas me recordaron un bosque encantado de un cuento de hadas espeluznante.

No había un camino fácil que llevara al pequeño cementerio amurallado. Supuse que las visitas oficiales accedían a él a través de la iglesia. Auné coraje durante unos segundos y luego salté el muro. Ninguna de las lápidas cercanas era posterior al siglo XIX, de modo que seguí el estrecho sendero cubierto de vegetación que conducía al fondo. La esquina trasera izquierda parecía prometedora. Había tramos de suelo libres, las lápidas estaban mejor cuidadas y en una tumba había hasta un túmulo y restos de flores.

Tardé cinco minutos en localizarla. En una gran lápida rectangular de granito oscuro y brillante se leía:

KIRSTEN HAWICK

1975-2004

Esposa muy amada

Habían aplanado el montículo y plantado bulbos en él. Algunos de los narcisos estaban en flor; otros se habían secado, y los pétalos estaban marchitos y anaranjados. Hacía falta podarlos, atarlos en pulcros ramilletes y reemplazarlos por plantas de verano, pero me dio la impresión de que Joss Hawick no debía de ir allí muy a menudo. Supongo que la relación que cada uno tiene con la tumba de un ser querido es muy personal. Algunas personas parecen necesitar estar en estrecho contacto con los difuntos y pueden pasarse horas de pie o sentados junto a una tumba. A otras, en cambio, imagino que una tumba les recuerda el deprimente proceso físico de la putrefacción que tiene lugar bajo sus pies.

Me arrodillé y, como no se me ocurrió nada más que hacer, me puse a atar los tallos. Cuando terminé, la tumba estaba más aseada, aparte de las malas hierbas —después de todo lo que había llovido salían como setas—, pero yo tenía las manos hechas un asco.

—Conmovedor —dijo una voz.

Me di rápidamente la vuelta: había dos hombres detrás de mí. Dos hombres altos. Tenían el sol poniente justo a su espalda y por un momento no estuve segura de quiénes eran. El corazón me dio un vuelco cuando los reconocí. Me levanté, decidida a hacerles frente, y bajé la mirada hacia la tumba.

—Bueno, ¿quién creéis que está aquí debajo? —pregunté.

Andy Dunn me miró como si fuera una niña difícil en la que ha invertido mucho tiempo y energía, y que ha vuelto a decepcionarle.

—Kirsten Hawick está enterrada ahí —dijo—. Joss Hawick está muy afectado. Probablemente presentará una queja formal.

Bueno, tal vez yo no sea la persona más perspicaz del mundo, pero reconozco una estupidez cuando la oigo.

—No se me ocurre por qué habría de hacerla —repliqué—. Se le ha tratado con mucho tacto y la visita ha sido totalmente legal. Había muchas posibilidades de que el anillo, que yo encontré, en mi terreno, fuera de su mujer.

—¿Qué tal está el caballo? —preguntó Gifford, interrumpiendo con éxito el hilo de mis pensamientos. Dios mío, ¿había ocurrido esa mañana?

—Por favor, Kenn —dijo Dunn con tono cansino.

Decidí pasar por alto a Gifford. O al menos intentarlo. Miré directamente a Andy Dunn.

—He visto una foto de ella esta tarde y es la misma mujer. ¿Cómo se explica si no que el anillo, con la misma fecha de boda y las mismas iniciales, estuviera en mi terreno, en el hoyo en el que la encontré? Por el amor de Dios…

—Tara —era de nuevo Gifford—, solo has visto dos veces el cadáver. La primera estaba cubierto de turba y tú te encontrabas, comprensiblemente, en estado de shock. La segunda estaba en una camilla de autopsia y, con franqueza, no creo que te fijaras mucho en su cara.

Miré a Gifford. Tenía los ojos más grandes y brillantes que lo que recordaba. Por primera vez esa tarde empecé a tener mis dudas.

—Muchas mujeres de las islas tienen ese aspecto —dijo él—. El pelo rojo, la piel clara y las facciones pequeñas son rasgos típicamente escoceses. Yo conocía a Kirsten Hawick, la habría reconocido. Para empezar, era casi de tu estatura. Unos doce centímetros más que el cadáver que encontramos.

Sacudí la cabeza, pero lo que decía era verosímil.

Alargó una mano, la puso en mi hombro, y siguió hablando en voz baja, como si quisiera que Dunn no lo oyera.

—Dos médicos, una enfermera y su marido estuvieron presentes cuando se desconectaron las máquinas. Kirsten Hawick murió en nuestro hospital.

No iba a rendirme tan fácilmente.

—Entonces robaron el cadáver. Probablemente del depósito de cadáveres del hospital. Alguien lo robó porque quería el corazón.

Me miraron como si me hubiera vuelto loca.

—No me preguntéis por qué lo querían, pero robaron el cadáver, le arrancaron el corazón y lo arrojaron a mi terreno.

—La mujer de tu terreno acababa de tener un bebé. Kirsten Hawick nunca estuvo embarazada.

Bueno, tenía que admitir que en eso me había pillado. Además, según el doctor Renney, habían extraído el corazón mientras la víctima seguía con vida, no una vez muerta.

—Y las fechas no encajan —añadió Dunn, imitando el tono suave de Gifford—. He consultado a Stephen Renney y al equipo forense de Inverness. Han examinado detenidamente el cadáver y han llevado a cabo toda clase de pruebas en la turba que lo rodeaba. La mujer de su campo no podía estar muerta desde 2004.

Miré hacia la tumba.

—Hay una forma de saberlo con seguridad.

Eso al menos fue una sacudida para el irritante autocontrol de Dunn. Se puso colorado y me miró furioso.

—Ni se le ocurra. No vamos a empezar a exhumar tumbas. ¿Tiene alguna idea del dolor que eso causa? A toda la comunidad, no solo a la familia afectada.

Gifford levantó la mano del hombro y la deslizó por mi brazo, el dolorido. Lo asió con suavidad y tuve que apretar los dientes para no encogerme de dolor.

—Esto es exactamente lo que me temía. Es comprensible, Tara, pero todo este asunto se ha convertido en demasiado personal. Quiero que vuelvas a considerar lo de tomarte un tiempo libre.

Al menos de momento no iba a despedirme. Pero yo no pensaba tomarme tiempo libre. Había varios partos difíciles en camino y el hospital me necesitaba. Negué con la cabeza.

—De acuerdo —miró a Andy Dunn, como diciendo: «He hecho lo que he podido. ¿Ves lo que tengo que aguantar?».

Tal vez tenía razón, tal vez necesitaba distanciarme un poco del asunto. Olvidarme del asesinato, concentrarme en el trabajo y dejar que la policía hiciera el suyo.

—Tienes consulta por la mañana, ¿verdad? —dijo Gifford.

Asentí.

—Me gustaría verte antes. ¿Podrías estar a las ocho?

Asentí de nuevo; me sentía como una adolescente delincuente cuyos padres han sido demasiado comprensivos.

Gifford me sonrió. Me rodeó los hombros con un brazo y me condujo con suavidad por el sendero.

—Vamos, te acompañaré al coche.

Andy Dunn nos siguió en silencio por el sendero hasta la verja del cementerio.

Mientras me marchaba, los vi a los dos por el retrovisor, de pie en la carretera, observándome.

Cuando llegué a casa, había una figura oscura acurrucada en el umbral. Grité cuando se acercó a mí.

—Tranquila, soy yo.

Dana se colocó bajo la luz. El cuerpo tarda en conectar con la mente en tales ocasiones. Aunque sabía que no debía preocuparme, tenía los nervios a flor de piel, como si me hubieran sometido a un millar de pequeños electrochoques. Miré alrededor.

—¿Dónde está tu coche?

—Abajo, en la carretera.

La miré como atontada.

—¿Por qué? —logré decir.

—No quiero que nadie lo vea aparcado fuera de tu casa. Quedamos en que nos encontraríamos aquí, ¿recuerdas?

—Sí, pero… es evidente que esta tarde no has visto a tu inspector jefe.

—Por supuesto que lo he visto. ¿Por qué? ¿Tú también lo has visto?

Asentí.

—Me ha sorprendido en el cementerio de Saint Magnus. En la tumba de Kirsten.

Arqueó las cejas de golpe.

—¿Eso ha sido ahora?

—Me lo ha explicado todo. Él y Kenn Gifford.

Me miró con una mezcla de diversión y compasión en su cara.

—¿Y te lo has tragado? Tara Hamilton, no eres la mujer que yo pensaba.