8

Diez minutos después había llamado al veterinario y en el brazo solo sentía un dolor sordo. Me senté en la valla y observé a Charles cojear; sabía que no podía hacer nada más por él, pero era reacia a dejarlo solo. Encontré los dos alicates y utilicé los más fuertes para arrancar varios trozos de alambre roto de los postes de la valla. Los recogí y los llevé detrás de la casa.

Al infierno el cabrón manipulador y paternalista de Gifford. Sabía exactamente lo que se proponía. Me había topado antes con esa misma táctica, la primera vez en el patio del colegio de primaría. Sally Carter me había llevado aparte y me había dicho que no le caía bien a ninguna niña de la clase. Creían que era una estirada, una mandona y una sabelotodo. Pero no debía preocuparme, porque a ella le parecía simpática y había salido en mi defensa. Todavía hoy recuerdo la desconcertante mezcla de sentimientos que me invadieron en ese momento: tristeza ante mi recién descubierta impopularidad; una especie de gratitud patética por tener al menos una amiga; cólera hacia dicha amiga por decirme todo eso y estropearme el día; y, por debajo de todo, la sospecha de que no podía ser una gran amiga si era capaz de hacer que me sintiera tan mal. Con los años había conocido a otras Sally Carter y había aprendido a reconocer ese arte crudo y sumamente efectivo de colocarse en situación de superioridad.

Llevé los alicates a casa. Duncan era quisquilloso con sus herramientas y veía con malos ojos que las utilizara.

Naturalmente, reconocer la táctica no era lo mismo que saber lidiar con ella. Podía rechazarla (y a menudo sentía la tentación de hacerlo) como un aborrecible juego de poder. Por otra parte, siempre he sabido que no soy popular. No tengo el don de hablar de cosas triviales y me siento incómoda en los grupos grandes; sé que no soy de sonrisa fácil y bordo bastante bien los comentarios inconvenientes y las bromas inoportunas. Casi siempre trato en vano de ser diferente; pero a veces solo quiero gritar a los que me rodean que no sean críos. Soy una médico muy competente; trabajo mucho, no cometo crímenes y nunca he realizado un acto perverso ni deshonroso conscientemente. Soy buena persona, pero debido a mi falta de encanto personal estoy condenada a ganarme la antipatía de los que me rodean. Pues al infierno todos.

En el tercer escalón había un anillo de oro.

Me quedé mirándolo. Era ancho, con una especie de dibujo grabado alrededor del perímetro superior e inferior. «Gifford», pensé inmediatamente, pero él no había salido de la cocina en todo el tiempo que había estado allí. Además, hacía mucho que nadie había llevado ese anillo; estaba cubierto de barro seco.

Me incliné para recogerlo. Cayó parte del barro, un fragmento considerable con una hendidura clara en un lado. Me senté y me quité una de las botas. Las botas Hunter tienen un dibujo muy particular en la suela y el trozo de barro que había caído parecía coincidir con él. El anillo debía de haber pasado los últimos días pegado a la suela de mi bota. Al subir la escalera corriendo hacía un rato, o, más probablemente, cuando me caí al bajar, se había desprendido.

Sentí una oleada de pánico. Llevaba esas botas cuando encontré el cadáver el pasado domingo, pero me las quité antes de entrar en la casa para coger un cuchillo. El equipo forense de la policía se llevó las zapatillas de deporte que me puse tras quitarme las botas, pero me había olvidado por completo de estas. Había entorpecido seriamente una investigación importante.

Era el anillo de ella. Eso era lo que habían estado buscando en nuestro terreno la otra noche.

Me quede sentada, pensando detenidamente. No quería que ese anillo estuviera relacionado de ningún modo con la mujer que encontré en mi campo. Por una parte, me parecía muy perturbador haber estado paseándome con una joya pegada a la suela de mi zapato. Por otra, si alguien había estado buscando el anillo, entonces, indiscutiblemente, quienquiera que la había matado seguía en las islas.

De pronto estaba nerviosa. Me levanté y escuché a ver si oía algún ruido en la casa, como si alguien pudiera estar espiándome en ese momento. Luego volví a entrar en la cocina y cerré la puerta trasera. Me planteé incluso cerrarla con llave. En lugar de eso, fui al fregadero y lo llené con dos dedos de agua tibia. Dejé caer el anillo en ella, esperé unos segundos y lo froté entre las palmas de las manos. Lo sequé con papel de cocina y lo sostuve bajo la luz. Sin pensar, me lo puse en el dedo corazón de la mano izquierda. No pasó del nudillo; había sido hecho para dedos delgados.

El cuerpo que había visto en la camilla del depósito de cadáveres era de una mujer delgada. ¿Estaba mirando su anillo? Al cortar el sudario de lino, toda mi atención se había concentrado en la horrible herida del pecho. Si se hubiera caído un anillo de su mano izquierda, habría podido pisarlo sin darme cuenta.

Bueno, fuera o no su anillo, tenía que informar inmediatamente a la Tulloch. Naturalmente, se pondría furiosa conmigo. No solo había sido irresponsable al llevarme una prueba crucial del lugar del crimen y retrasar su descubrimiento varios días, además había limpiado el barro que la rodeaba. Había pisoteado una prueba forense.

Dejé el anillo en la encimera de la cocina y me acerqué al teléfono. Cuando empecé a marcar, el sol que entraba por la ventana hizo destellar el anillo. Devolví el auricular a su sitio y cogí el anillo. Dentro había una inscripción.

«Demasiado fácil —pensé—, es demasiado fácil». Volví a mirar hacia la puerta. Esta vez fui y la cerré con llave, luego sostuve el anillo bajo la luz. No era fácil leerla, estaba escrita con esa letra bonita pero prácticamente indescifrable que creo que se llama itálica. El hecho de que hubiera estado tanto tiempo enterrada en turba no ayudaba.

La primera letra era una J, la segunda una H o tal vez una N. Luego una K seguida de lo que podría haber sido una C o una G. Por último, cuatro cifras: un cuatro, un cinco, un cero y un dos. Si eran las iniciales de los novios y la fecha de la boda, y si —este un gran «si»— el anillo había sido de mi amiga, entonces lo habíamos conseguido. La habíamos identificado.

Me volví hacia el teléfono. «¡Acércate, vamos!», me vociferó. Le di la espalda y busqué la guía telefónica. Había veinte oficinas de registro civil en las Shetland. Marqué el número de la oficina de Lerwick. Respondieron inmediatamente. Respiré hondo —el corazón me latía con fuerza en el pecho, sentía un ridículo e inexplicable sentimiento de culpa—, y entonces le dije a la mujer mi nombre y mi cargo en el hospital. Como siempre, funcionó; se mostró interesada, hasta solícita.

—Hemos encontrado una joya —expliqué—. Creo que podría ayudarme a localizar a su dueño.

—Por supuesto, ¿qué podemos hacer por usted, señorita Hamilton?

—Creo que es una alianza. Tiene una inscripción que parece una fecha de boda seguida de unas iniciales. Ustedes llevan un registro de las bodas, ¿verdad?

—De todas las celebradas en Lerwick, sí. ¿Tuvo lugar en la ciudad?

—No estoy segura, creo que sí. Pero no tengo el nombre. ¿Es posible hacer una búsqueda en sus archivos a partir de una fecha?

—Bueno, podría buscar todas las bodas que se celebraron ese día en particular y comprobar si las iniciales coinciden.

¿De verdad iba a ser tan sencillo?

—¿Puedo hacerlo yo misma? ¿Puede una simple ciudadana consultar sus archivos?

—Por supuesto. Normalmente cobramos diez libras por hora, pero estoy segura de que en su caso podríamos… —dejó el ofrecimiento suspendido en el aire.

—¿Es necesario pedir hora?

—No, venga sin más. El horario es de diez a una y de dos a cuatro.

Miré el reloj. Esperaba al veterinario en cualquier momento, pero no tenía nada más que hacer ese día que no pudiera esperar.

Sabía que debería entregar el anillo a la oficial Tulloch y dejar que ella lo investigara.

—Gracias —dije—. Pasaré a mediodía.

Dos horas más tarde llegué al registro civil de Lerwick. El veterinario había pasado por casa. Charles se recuperaría; estaría cojo un par de días, pero quedaría como nuevo. La noticia había disminuido, un poco, mi cólera hacia Gifford. Tal vez había mermado mi frágil confianza profesional, pero al menos había salvado a mi caballo.

Antes de salir de casa telefoneé a la oficial Tulloch y le dejé un breve mensaje en el buzón de voz; le decía que había encontrado algo que podía estar relacionado con el asesinato y que pasaría por la comisaría de camino a la ciudad. No especifiqué qué era. Puse el anillo en una bolsa esterilizada y la metí, junto con una breve nota, en un sobre marrón grande. Cuando pasé por la comisaría, Dana aún no había vuelto, de modo que dejé el sobre dirigido a ella en la recepción. Me sentí como si acabara de encender unos fuegos artificiales; necesitaba apartarme.

Marion, la mujer con la que había hablado por teléfono, me condujo a una pantalla de ordenador. Consulté el reloj. Las doce y media. Disponía de media hora antes de que la oficina cerrara para comer. Saqué un post-it de mi bolso y comprobé por segunda vez la fecha que había escrito antes de entregar el anillo: 4-5-02. 4 de mayo de 2002. Busqué el año y me desplacé hacia abajo, hasta detenerme en las bodas del mes de mayo. Era un mes popular para pasar por la vicaría. Ese mayo en particular había habido cuatro sábados y varias bodas en cada uno. Busqué el día 4 en la lista e inmediatamente localicé una posibilidad: Kyle Griffiths se casó con Janet Hammond en la iglesia de Saint Margaret. Apunté los nombres y luego examiné el resto de la lista. No había nada más.

—¿Has encontrado algo?

No pude evitar dar un respingo, pero respiré hondo y me prohibí poner cara de culpabilidad, disculparme o hablar atropelladamente. Me volví.

Dana Tulloch iba impecablemente vestida, como siempre, con pantalones negros, una camisa roja sencilla y una chaqueta de tela escocesa negra, roja y blanca de aspecto caro. Me sorprendí preguntándome cómo se las arreglaba para vestir tan bien con el sueldo de policía.

—Vas muy elegante —dije sin pensar.

Me miró sorprendida y acercó una silla. Le enseñé lo que había apuntado. Ella asintió.

—Lo comprobaré —dijo—. ¿Algo más?

Sacudí la cabeza. Metió una mano en el bolso y sacó la bolsa de plástico que yo había dejado poco antes en la comisaría. Dentro brillaba el anillo. Había retirado la nota.

—¿Cuándo lo has encontrado? —preguntó, mirando el anillo, no a mí.

—Esta mañana —dije—. Tarde.

Asintió.

—¿Estás segura de que salió de la misma tierra?

—No —respondí—. Pero estoy muy segura de que no he vuelto a ponerme esas botas desde el domingo.

—Deberías haberlas entregado a la UAC.

No recordaba qué era la UAC, pero sabía que estaba en un apuro.

—Se me olvidó —dije sinceramente—. Estaba traumatizada.

—Lo has lavado —su tono de voz me dio a entender que se rendía.

—No he lavado las botas —ofrecí.

Ella sacudió la cabeza.

—Dista mucho de ser lo ideal.

Detrás de ella, Marion se hizo notar. Quería cerrar para irse a comer. Bajé la voz.

—Estoy segura de que la mujer a la que arrancaron el corazón te daría la razón.

Dana suspiró y se recostó en la silla.

—La verdad, no deberías estar aquí.

La miré a los ojos.

—¿Qué puedo decir? La desenterré yo. Tengo interés.

—Lo sé. Pero deberías dejarnos hacer nuestro trabajo —apartó los ojos y se miró las uñas. Por supuesto, las llevaba perfectamente arregladas. Luego se levantó—. He hablado con tu suegro —continuó—. Dice que el libro que tengo es lo mejor que puedo encontrar. Que lamenta no poder ayudarme más.

Yo también me levanté.

—Hay ocho oficinas de registro civil más al sur —dije.

Me miró.

—¿Y?

—No tengo planes para el resto del día.

Ella negó con la cabeza.

—No es buena idea.

Algo en su tono vacilante me dio a entender que no estaba todo perdido. Le enseñé la hoja que había arrancado de la guía telefónica.

—De aquí voy a ir a Walls y luego a Tingwall. Espero haber acabado a eso de las cinco, y seguramente me apetecerá tomar algo en el Douglas Arms. Mañana volveré a trabajar y ya no estaré disponible para actuar como tu ayudante personal sin sueldo. Yo que tú me aprovecharía.

Salí de la oficina preguntándome si intentaría detenerme, no muy segura de si podía hacerlo, y sintiendo una perversa satisfacción ante la perspectiva de hacer algo que sabía que la policía y mi jefe, sobre todo mi jefe, desaprobarían.

Eran las cinco y cuarto cuando volví a Lerwick. Entré en el mal iluminado Douglas Arms y vi a Dana sentada sola a una mesa, en uno de los rincones más oscuros, mirando la pantalla de su portátil. Pedí una copa y me senté a su lado.

—¿Vienes mucho por aquí? —pregunté.

Ella levantó la vista y frunció el entrecejo.

—¿Tienes algo? —preguntó, parecía muy cabreada. Justo cuando creía que la reina de hielo empezaba a derretirse.

Abrí mi cuaderno.

—Dos posibilidades más —dije—. Una tal Kirsten Georgeson, de veintiséis años, casada con Joss Hawick en la iglesia Saint Magnus de Lerwick. Y un tal Karl Gevvon casado con Julie Howard, de veinticinco años. Boda civil. Las dos mujeres tienen la edad adecuada.

Sin preguntar, arrancó la hoja.

—¿Y tú?

—Tres distritos y ninguna coincidencia —dijo ella—. También he comprobado la pareja que has encontrado esta mañana. Janet Hammond está divorciada, y está vivita y coleando en Aberdeen.

—Bueno, me alegro por ella.

—Sí. Creo que podríamos estar perdiendo el tiempo.

—¿Por qué?

Movió el ratón encima de la mesa y apareció una nueva pantalla: la lista de partos que le había dado hacía tres días.

—Nuestro equipo casi ha terminado de comprobarla —dijo.

Me acerqué más; la pantalla era ridículamente pequeña y, si no te colocabas en el ángulo adecuado, prácticamente ilegible.

—Ya.

—Hemos localizado a todas las que son de la edad y el grupo étnico adecuados. Al final, parece que no era una mujer de aquí.

Pensé en ello un momento.

—Eso deja abiertas todas las posibilidades.

—Sí.

Ahora entendía por qué parecía enfadada. Se había demostrado que su jefe tenía razón y ella se había equivocado.

Penetró una ráfaga de aire frío cuando se abrió la puerta y entró un grupo de trabajadores de una de las plataformas petrolíferas. El nivel de ruido del pub aumentó. Un par de ellos nos miraron y desvié rápidamente la vista. Dana ni siquiera los vio.

—¿Qué sabes de Tronal? —preguntó.

Tuve que reflexionar unos segundos. Según la lista, habían nacido varios bebés en Tronal en el año 2005. Había pensado en preguntarle a Gifford sobre eso.

—Es una isla —dije—. Cuatro de las mujeres de la lista dieron a luz allí.

Dana asintió.

—A dos de ellas aún no hemos podido localizarlas. De modo que ayer el inspector Dunn y yo fuimos allí. Queda a un kilómetro de la costa de Unst. Es propiedad privada. Enviaron un bote para recogernos.

—¿Hay algún centro médico? —pregunté.

—Una clínica de maternidad privada de lo más moderno; la gestiona una fundación benéfica que está asociada con la agencia de adopción local —dijo Dana; parecía disfrutar con mi cara de perplejidad—. Ofrecen, y cito textualmente, «una solución adecuada a los embarazos desafortunados e inoportunos».

—Un momento… pero ¿de dónde salen esas mujeres?

Meneó la cabeza.

—De todo el Reino Unido, incluso del extranjero. Como es típico, son mujeres jóvenes de carrera que aún no están preparadas para atarse.

—¿Y esa clase de mujeres no se limitan a abortar?

—Tronal también se ocupa de eso. Pero, según ellos, para algunas abortar supone un problema ético, incluso hoy día. Aunque no lo dijeron, supongo que parte de sus clientas provienen de los países católicos cercanos.

Yo seguía asimilando la idea de que existiera un centro de maternidad del que no sabía nada.

—¿Quién se encarga de la atención obstétrica?

—Tienen un obstetra residente, un tal señor Mortensen. Miembro de… ¿cómo lo llaman?, el Real Colegio.

Asentí, pero distaba de estar contenta. ¿Un miembro del Real Colegio de Obstetricia y Ginecología? ¿Para menos de una docena de partos al año?

—Me pareció un buen hombre —continuó Dana—. Tiene a su cargo a dos comadronas tituladas.

—¿Qué pasa con los bebés? —pregunté; pensé que tal vez yo ya lo sabía, que Duncan debía de referirse a Tronal cuando hablamos de adoptar un hijo la otra noche.

—A la mayoría los adoptan aquí, en las islas —respondió Dana, confirmando mi sospecha.

—¿Y crees que la mujer de mi terreno podría haber sido una de las mujeres de Tronal? ¿Una madre que a la hora de dar el niño cambió de opinión?

—Es posible. Las únicas mujeres de la lista que quedan por comprobar dieron a luz allí.

Me quedé callada, preguntándome acerca de Tronal. ¿Por qué nadie me había hablado de ese lugar? Enseguida me di cuenta de que Dana estaba hablándome y tuve que pedirle que repitiera lo que había dicho.

—¿Qué significa KT?

—¿Perdón?

—KT. Supongo que es una abreviación. Aparece siete veces en tu lista. ¿Qué significa?

También me había olvidado de eso. Empezaba a darme cuenta de que, a pesar de mi entusiasmo, no tenía madera de detective.

—No lo sé —tuve que confesar—. Lo comprobaré mañana.

Ella volvió a guardar silencio. Me levanté para ir al lavabo.

Cuando regresé, estaba a kilómetros de distancia, tan absorta en sus pensamientos que no creo que se diera cuenta de que me había sentado a su lado. Volvía a tener la mirada fija en la pantalla del ordenador, en lo que parecía un directorio telefónico on line.

—¿Qué pasa? —pregunté.

Levantó la vista, sobresaltada; luego miró de nuevo la pantalla.

—He estado tratando de localizar a las dos mujeres que has encontrado hoy, las que se casaron el 4 de mayo de 2002. Julie Howard es ahora Julie Gevvons. Si sigue viva —cambió varias veces de pantalla y se detuvo un segundo—. Hay unos Gevvons en la ciudad. Me pilla de camino a la comisaría. ¿Quieres venir a comprobar lo sana que está la señora Gevvons?

—Por supuesto.

Diez minutos después nos detuvimos frente a una casa adosada en un moderno y agradable callejón sin salida, de esas que ves por todo el Reino Unido, construidas pensando en primeros compradores y parejas jóvenes. Siempre las veo como lugares felices y llenos de esperanza, regalos de boda y planes de futuro. A mis ojos eso las hace acogedoras y tristes al mismo tiempo. En el jardín delantero había un pequeño triciclo volcado.

Dana llamó a la puerta. Me quedé un poco retirada. Nos abrió una joven que parecía embarazada de cinco meses. Agarrado a su pierna había un niño de unos dos años con pijama lila que jugó con nosotras a esconder la cabeza. En mi interior se liberó cierta tensión y me sorprendí sonriendo al niño.

—¿Señora Gevvons? —Dana le mostró su placa.

La mujer pareció sorprendida, luego alarmada.

—Sí —dijo nerviosa, desplazando la mirada de Dana a mí.

—Siento molestarla tan tarde, pero hemos encontrado un anillo de boda con iniciales que coinciden con las suyas y las de su marido. ¿Han perdido un anillo con una inscripción? —mientras Dana hablaba, miré la mano izquierda de Julie Gevvons. No llevaba anillo, pero creí saber la razón.

La señora Gevvons se miró la mano.

—Creo que no —dijo—. Hace semanas que no lo llevo. Tengo las manos hinchadas —pareció titubear.

—¿Podría comprobarlo? —preguntó Dana.

La señora Gevvons entró de nuevo en la casa, llevándose consigo al niño. Cerró la puerta.

Dana y yo esperamos fuera. Al cabo de un par de minutos, Julie Gevvons volvió. En la mano tenía un delgado anillo de oro no muy distinto del mío. Cuando nos marchamos, vi cómo trataba de deslizárselo a través del nudillo hinchado del dedo corazón.