—¡Vamos, corre! —grité a Henry, apremiándolo para que rotara aún más deprisa.
Me puse de pie sobre los estribos y me incliné hacia delante, haciendo equilibrios sobre su cuello mientras Henry galopaba a lo largo de la orilla.
Mi lugar favorito para montar a caballo en las Shetland era una playa en forma de media luna donde unos acantilados rosas cubiertos de matas de hierba se alzaban como los lados de un cuenco alrededor de una bahía de un azul turquesa intenso. A galope tendido, con la espuma de las olas nublándome la visión, todo lo que veía era color: la hierba verde esmeralda, el agua azul turquesa, la arena rosa y el delicado azul claro del océano a lo lejos. En estas islas las flores a veces parecen superfluas.
En las Shetland nunca deja de soplar el viento; pero esa mañana parecía contentarse con suspirar su presencia y el mar estaba plano salvo por las pequeñas burbujas de la espuma blanca que cubría la orilla.
Hice dar media vuelta a Henry y regresamos al paso a través del oleaje. Los dos jadeábamos. El agradable vacío de mi mente desapareció y la realidad regresó a ella de golpe.
El jueves solía ser mi día libre. Se suponía que debía quedarme cerca del teléfono y atender cualquier emergencia, pero por lo demás podía relajarme. Ya me habría gustado. Estaba pasando por lo que Duncan llamaba un período de tensiones. Me costaba conciliar el sueño por la noche y me despertaba demasiado temprano por la mañana, y luego estaba todo el día agotada. La mayor parte del tiempo apretaba los dientes y cerraba los puños sin darme cuenta. Tenía un dolor de cabeza permanente que casi no me dejaba ni pensar y me pasaba las veinticuatro horas del día atiborrada de aspirinas y paracetamol.
¿Cuál era el problema?
Bueno, para empezar, a Duncan le preocupaba algo que no quería contarme. Apenas nos comunicábamos, salvo en la cama, si esa clase de comunicación no verbal podía tenerse en cuenta. Su nuevo negocio le estaba ocasionando más quebraderos de cabeza de lo que había esperado y trabajaba tantas horas como yo, pero seis o incluso siete días a la semana. Las dos veces que yo había mencionado el tema hijos, había hecho una mueca y se había apresurado a cambiar de asunto. No había vuelto a hablar de adopción. Esa mañana se había ido a Londres tres días para reunirse con unos clientes, y era casi un alivio tener la casa unos días para mí sola y no tener que fingir que todo iba bien.
En segundo lugar, mi rendimiento en el trabajo no era bueno. Aún no había cometido ningún error, todos los niños habían nacido sin complicaciones y estaban bien. El otro día, con la ayuda de mi equipo había salvado probablemente la vida de Janet Kennedy. Pero no bastaba. Por alguna razón me sentía torpe e incómoda en el quirófano y en la sala de partos. Estaba casi segura de que no le caía bien a nadie del equipo médico ni a ninguno de los pacientes. Y la culpa era mía. No lograba relajarme y mostrarme natural. O bien estaba rígida y fría, o me esforzaba demasiado en aparentar lo contrario, haciendo bromas inapropiadas y recibiendo miradas glaciales en respuesta.
Tercero, me moría por saber qué estaba ocurriendo con la investigación del asesinato. El día siguiente a la visita de la oficial Tulloch, un inspector de Inverness me interrogó de nuevo. No hizo más que repetir las preguntas que Tulloch ya me había formulado, y, para mi sorpresa, incluso asintió con aire de entendido cuando le repetí la teoría del inspector Dunn de que la mujer asesinada no era isleña. Desde entonces me había enterado por Duncan de que la mayoría de los integrantes del equipo de la Escocia continental se habían ido y que Dunn y Tulloch volvían a llevar el caso. Duncan me dijo que Dunn no solía tener su base en las Shetland sino en Wick, en el interior.
Había pensado en llamar a Dana Tulloch, pero no tenía ganas de recibir la consiguiente bronca. En los últimos días había procurado ver las noticias de la noche, pero no había averiguado nada. La prensa y la televisión de las Shetland habían dado cierta cobertura del tema, pero mucho menos de la que esperaba. Ningún periodista había intentado entrevistarme. Nadie del hospital se había molestado en preguntarme nada, aunque estaba segura de haber recibido alguna que otra mirada recelosa. A ninguno de nuestros vecinos le había dado por indagar amistosamente.
Sentada a una mesa en el restaurante del hospital con otros miembros del personal, me sentí increíblemente desilusionada al comprobar que los temas de conversación iban de las competiciones deportivas del colegio a la subida de precio de los autobuses y las obras en la A970. Por Dios, quise gritar, hace cuatro días desenterramos un cadáver a menos de quince kilómetros de aquí. En estos momentos está en el depósito de cadáveres. ¿Es que a nadie le importa? No lo hice, por supuesto. Pero me pregunté si la amenaza indirecta que Gifford me hizo aquella noche en el pub había corrido por todo el hospital: no hables del asesinato que ha tenido lugar entre nosotros, porque perjudicará la salud económica y social de los isleños; no hables de ello y se olvidará.
Por último, estaba Kenn Gifford.
Hacía apenas cuatro días que lo conocía, y durante esos cuatro días lo había tenido mucho más presente que cualquier otro tema. Hasta el punto de comprar Ivanhoe, de Walter Scott, y leerlo de un tirón, absorbiendo con avidez todas las descripciones del personaje al que decía que me parecía y descubriéndome absurdamente halagada por las referencias a «estatura superior», «cutis de exquisita finura» y «cabello abundante de un color entre castaño y rubio».
Llevaba cinco años casada, y Gifford no era el primer hombre que me había parecido atractivo en ese tiempo. También había conocido a algunos que me habían encontrado… interesante. Pero nunca había habido ningún problema. Veréis, tengo un test sencillo. Me pregunto: Tora, por simpático y agradable a la vista que sea, ¿puede competir realmente con Duncan? La respuesta siempre ha sido la misma: por nada del mundo. Pero con Gifford la respuesta no era tan clara.
En total, tenía un montón de cosas en que pensar.
Henry, percibiendo tal vez mi estado de ánimo, empezó a saltar en la orilla. Entonces un arao pasó volando muy cerca y Henry se asustó y volvió a meterse en el agua. Había corrido muchas veces entre las olas, por no hablar de ríos, corrientes y estanques, y no había motivos para que sentir el agua alrededor de los cascos le inquietara, pero por alguna razón así fue. Empezó a corcovear y a dar patadas, daba vueltas y se sumergía cada vez más. Corría peligro de resbalar y yo de caerme de la silla, de modo que tiré con fuerza de las riendas y le hice parar en seco.
—¡Ya vale! —gruñí al tiempo que tiraba de las riendas para que diera media vuelta y saliera del agua.
Él dio un paso de lado y retrocedió aún más.
Un poco preocupada, lo golpeé con los talones y lamenté no haber cogido la fusta. Le levanté la cabeza y volví a clavarle los talones. Salió disparado en el preciso momento en que vi a alguien de pie en lo alto del acantilado, observándonos.
«Gifford», fue mi primer pensamiento, pero era imposible saberlo con seguridad. Los acantilados quedaban al este, el sol seguía bajo y el hombre era poco más que una sombra que bloqueaba una pequeña porción de la temprana luz de la mañana. Era alto y ancho de espaldas, y el pelo, largo y suelto, destellaba como el oro. El sol me hería la vista; desvié los ojos un segundo y los entrecerré para protegerlos del brillo. Cuando volví a abrirlos, el hombre había desaparecido.
Apremié a Henry para que se alejara de las olas y avanzara con paso enérgico a lo largo de la playa. Estaba a cinco kilómetros de casa y todavía tenía que sacar a pasear a Charles.
Charles no estaba en condiciones de que lo montara.
Echando de menos a Henry y sin Jamie para que lo calmara, se había dejado llevar por el pánico y había saltado por encima de la valla al campo contiguo, pero había tropezado en el suelo irregular y se había caído en el arroyo que corre por nuestro terreno. Eso, por sí solo, no habría sido demasiado malo, pero al resbalar arrancó un viejo alambre de espino y se le enrolló en la pata trasera izquierda. El menos prudente de mis caballos estaba varado en un arroyo con varias púas de espino clavadas en la carne. No era de extrañar que estuviera tan agitado. Tenía los ojos en blanco y el pelo gris empapado en sudor.
Le quité los arreos a Henry lo más deprisa que pude y lo instigué para que entrara en el campo. Cuando oyó a Charles, se acercó corriendo a la valla y empezó a llamarlo. Los caballos gimen de una forma particular cuando están heridos o asustados. Por fortuna, es un sonido que no oyes a menudo, porque te atraviesa el corazón como lo harían los gritos de un niño aterrorizado. Los gemidos de Charles aumentaron de volumen, y empezó a forcejear y a dar coces.
Sabía que no podría liberarlo sin unos alicates, de modo que di media vuelta y eché a correr hacia la casa. Llevaba unas botas Hunter verdes muy viejas y estaban cubiertas de barro cuarteado de la última vez que me las había puesto, el día del entierro interrumpido de Jamie. El barro seco se desprendió sobre la alfombra cuando subí corriendo la escalera hasta la habitación de huéspedes donde Duncan guardaba las herramientas. Encontré unos alicates corrientes, además cogí otros más resistentes, para mayor seguridad, y volví a bajar corriendo. Me faltaban cuatro escalones para llegar abajo cuando me resbalé, me caí al suelo y me golpeé seriamente el coxis. Me dolió, pero me obligué a levantarme y a moverme.
Al salir, encontré a Charles y a Henry provocándose mutuamente, y a Henry preparándose para saltar la valla y reunirse con Charles en el arroyo. Tenía que atarlo, pero no podía perder tiempo buscando un ronzal. A Charles le sangraba la pata. Aunque lograra sacarlo del arroyo —y en su estado parecía cada vez más improbable—, seguramente se había lastimado la pata de forma irreparable. No podía perder otro caballo en dos semanas.
Obligándome a moverme despacio, me acerqué a Charles. El arroyo es estrecho; en algunos tramos apenas se ve bajo los juncos y la hierba larga. En verano no lleva mucha agua, pero el cauce es profundo. Charles movía las patas delanteras en el intento de tomar impulso y salir, pero con la pata trasera inmovilizada era imposible. Además, cada vez que lo intentaba consumía energía, su pánico aumentaba y las púas de espino se le clavaban aún más en la carne. Nunca me había encontrado en una situación ni remotamente parecida, y por una vez me vi tentada de echar la cabeza hacia atrás y gritar socorro. Pero sabía que nadie acudiría.
Me detuve fuera del alcance de los cascos de Charles y traté de calmarlo. Si dejaba que le tocara la cabeza, tendría una oportunidad.
—Tranquilo, tranquilo, vamos, tranquilo —alargué una mano hacia él.
Él levantó la cabeza hacia arriba y hacia mí, y trató de alcanzarme con los dientes. Luego dio media vuelta y de nuevo intentó darse impulso y salir. Lo conocía desde que Charles tenía dos años; había llegado a la granja de mi madre para la doma y yo era la única persona que lo montaba con regularidad, pero el dolor y el miedo me habían convertido en su enemigo. Bajé la mirada. Tenía la pata trasera izquierda totalmente inmovilizada y un par o tres de trozos de alambre parecían sujetarlo a la valla. Si me dejaba acercarme a él, podría cortar el alambre, lo que le permitiría salir de la zanja.
Bajé de un salto al lecho del arroyo. Charles me miró furioso y giró en redondo para enfrentarse a mí. Una patada de un caballo grande puede causarte heridas graves, si no te mata, pero si no me acercaba a él no podría hacer nada por ayudarlo. Hablando con suavidad, deseando que mi voz sonara serena, avancé unos pasos. Él jadeaba ruidosamente y tenía los ojos en blanco. Si saltaba, podría inmovilizarme bajo sus poderosas patas delanteras; si caía, me aplastaría. Todo parecía imposible y por un momento me vi tentada a renunciar y llamar al veterinario. Pero sabía que las posibilidades de que llegara a tiempo eran pocas, y si quería salvar a Charles, tenía que liberarlo del alambre de espino cuanto antes.
Di otro paso mientras Charles retrocedía haciendo precarios equilibrios sobre sus patas traseras, atrapadas. Cayó hacia delante, y yo avancé antes de que tuviera oportunidad de recuperarse. Ya no le hablaba, no me salía la voz. Acuclillada en la zanja, traté de no pensar en la media tonelada de músculo y hueso que se elevaba sobre mí mientras cerraba los alicates alrededor del primer alambre grueso. Se partió en dos y Charles escogió ese momento para estirar las dos patas traseras. Tenía restos de alambre clavados en el espolón y gimió de dolor. Volvió a retroceder y esa vez vi que esas patas traseras asesinas estaban justo encima de mí y bajaban a toda velocidad. ¡Tenía que apartarme!
—Quédate donde estás —ordenó una voz.
Me quedé inmóvil.
Por encima de mí vi el cielo azul claro, las nubes blancas y suaves, y la perspectiva inminente de una muerte violenta.
Charles dejó caer las patas delanteras en la orilla y sollozó. Lo sé, nunca habéis oído sollozar a un caballo y os cuesta imaginarlo, pero creedme, eso es lo que hizo. Un brazo bronceado y cubierto de pecas y fino vello dorado rodeó el cuello del animal, y dos manos enormes lo agarraron por las crines hasta que dejó de moverse. Era imposible. Ningún hombre es lo bastante fuerte para sujetar a un caballo asustado sin unas riendas o un ronzal, pero Gifford lo consiguió.
Tumbada, medio dentro medio fuera de la zanja, incapaz de mover un músculo, observé cómo Gifford acariciaba las crines de Charles. Apretó la cabeza contra su morro y le oí susurrar palabras que no entendí. Gaélico, posiblemente, o algún dialecto desconocido de las Shetland. Charles temblaba, todavía visiblemente asustado pero por lo demás inmóvil. Esa era mi oportunidad. Si me movía deprisa, podría cortar el resto del alambre. Tenía que hacerlo ya, Gifford no podría seguir sujetándolo mucho más tiempo. Sin embargo, debía de hallarme en estado de shock porque seguí sin moverme.
—Tienes los alicates detrás de la cabeza, a tu izquierda —dijo Gifford sin dejar de abrazar al caballo. Con la mano izquierda seguía sujetando las crines mientras con la derecha le acariciaba el cuello con un movimiento firme, rápido y breve. Había algo hipnótico en él—. Cógelos.
Me volví. Tumbada boca abajo, cogí los alicates y tomé impulso para acercarme más a la pata trasera de Charles. El caballo se estremeció y Gifford reanudó su salmodia en gaélico. Alejando de mi mente lo que podía caerme encima en cualquier momento, partiéndome la espalda y como mínimo dejándome tullida, alargué las manos, cerré los alicates alrededor del alambre más cercano y lo corté. Sin pararme a pensar, hice lo mismo con el segundo. Se partió con un sonido agudo que pareció resonar por todo el voe.
—Sal de ahí —dijo Gifford.
Rodé por el suelo hasta que me pareció que estaba fuera de peligro.
Miré atrás y vi que Gifford había sacado a Charles de la zanja y se esforzaba por sujetarlo. Libre de la dolorosa tenaza, Charles solo quería saltar, pero Gifford no iba a permitírselo. Siguió agarrándolo por el cuello, sacudido en una y otra dirección por la fuerza superior del animal, pero sin dejar ni un momento de murmurarle algo al oído. Al cabo de unos minutos, Charles admitió su derrota. Se inclinó, daba la impresión de que se apoyaba en Gifford.
Fue sencillamente increíble. Había oído hablar de personas que tienen un don misterioso para calmar a los animales. Había visto la película El hombre que susurraba a los caballos y había llegado a leer la mitad del libro, pero nunca en mi vida había visto nada igual.
—Tora, ¿puedes venir? —dijo Gifford; sonó entre exasperado y divertido.
Me puse en pie con dificultad y busqué los alicates que había dejado caer al salir de la zanja. No los veía por ninguna parte pero cerca estaba el otro par, más pequeño. Lo cogí, levanté la vista hacia Gifford y, nerviosa, pues no estaba segura de cuánto iba a durar el hechizo, me acerqué a Charles. Me ofreció la pata tranquilo, como un día normal en el herrero.
Con cuidado, muy despacio, corté el alambre que le envolvía la pata. Lo corté en cinco puntos y cayó al suelo. Lo recogí, retrocedí, y Gifford soltó al animal. Charles retrocedió, corcoveó, y se dirigió trotando hacia la valla, donde Henry había observado con creciente impaciencia todo el incidente. Al cabo de unos pocos pasos dejó de trotar y siguió andando. Cojeaba, pero podía apoyar el peso en la pata herida. Confié en que después de todo no fuera demasiado grave.
—¿Cómo lo has hecho? —pregunté, sin apartar los ojos de Charles—. No me dejaba acercarme.
—Estabas más asustada que él —replicó Gifford—. Y él lo ha notado y se ha asustado aún más. A mí no me daba miedo y no iba a permitirle ninguna tontería.
Eso tenía sentido. Los caballos funcionan en manada, siguen sin dudarlo a un líder fuerte, equino o humano. A los caballos les gusta saber quién manda.
—Y he utilizado algo de hipnosis. Solo para calmarlo.
Eso era absurdo. Me volví hacia él.
—Los animales son muy susceptibles a la hipnosis —añadió—. Sobre todo los caballos y los perros.
—Me tomas el pelo —dije, aunque no estaba segura. Él parecía hablar totalmente en serio.
—Tienes razón, te estoy tomando el pelo. Ahora, analgésicos y una inyección antitetánica. Y puede que algún antibiótico.
—Llamaré al veterinario —observé cómo Charles y Henry chocaban los morros por encima de la valla.
—Estoy hablando de ti —dijo Gifford al tiempo que con una mano me recorría el brazo hasta el hombro.
El dolor fue tan agudo como sorprendente; o Charles me había golpeado con la pata sin que yo me diera cuenta, o había tropezado con una piedra afilada. Me volví hacia Gifford y, oh, mierda, el dolor desapareció bajo una oleada de lujuria tan inesperada que quise correr a refugiarme. Juro que él había crecido un palmo desde la última vez que lo había visto, y con tejanos y camiseta era evidente que no se había vestido para ir a trabajar. Estaba cubierto de sudor.
—Entremos —dijo—. Veré qué tengo en el maletín.
El coche de Gifford estaba aparcado en nuestro jardín, y cuando pasamos por su lado sacó el maletín del maletero. Una vez en la cocina, me quité el casco y me senté a la mesa, totalmente consciente de que el desayuno seguía sin recoger, y que tenía la cara colorada y sudorosa, y el pelo sucio. Probablemente tampoco olía muy bien. Gifford abrió el grifo y dejó correr el agua hasta que se elevó vaho.
—Puedo llevarte al hospital, donde estarás debidamente vigilada, o darte mi palabra de que no voy a portarme indecorosamente.
Estoy segura de que me puse roja, pero ya lo estaba tanto que no pudo darse cuenta. Me desabroché la camisa —una vieja de Duncan— y me arremangué. Mantuve la camisa cerrada, no tanto por pudor, si soy sincera, sino porque el sujetador que llevaba no era el de encaje blanco que habría escogido para la ocasión.
Gifford empezó a lavarme el brazo y volví la cabeza para ver los desperfectos. El antebrazo había empezado a amoratarse. Tenía un rasguño feo que sangraba, pero no creí que fuera muy profundo. No recordaba cómo me lo había hecho, pero desde que la adrenalina había dejado de recorrerme me dolía muchísimo.
Gifford me vendó la herida y me puso la vacuna antitetánica. Cuando terminó, me ofreció dos pequeñas pastillas blancas. Eran analgésicos, más fuertes que los que puedes comprar sin receta, y los recibí agradecida.
Consultó el reloj.
—Tengo que operar dentro de veinte minutos —empezó a recoger sus cosas.
—¿Qué hacías aquí?
Se rio.
—Gracias, señor Gifford, por salvarme la vida, por no hablar de la de mi caballo, y por ofrecerme primeros auxilios altamente eficientes —cerró el maletín—. Iba a llamar al veterinario de tu parte, pero creo que ya no me molestaré.
—Mis malos modos se deben al shock. ¿Por qué estás aquí?
—Quería hablar contigo fuera del hospital.
Y ahí estaba mi corazón latiendo de nuevo a toda velocidad. Supe sencillamente que me esperaban malas noticias.
—¿Sí?
—Ha habido quejas.
—¿Sobre mí?
Asintió.
—¿De quién?
—¿Importa eso?
—A mí sí.
—Les dije que estaba muy impresionado con lo que había visto hasta ahora, que estás haciendo un buen trabajo y que tengo intención de mantenerte en el equipo. Pero que estás en un entorno nuevo, que las cosas todavía te resultan extrañas y que deben darte tiempo.
—Gracias —dije, pero no me sentí mejor. Tener un amigo no basta cuando todos los demás te odian.
—De nada —cerró el maletín y lo cogió.
—¿Por qué me lo has dicho?
—Porque es necesario que lo sepas. Tú también tienes que poner de tu parte. Tus aptitudes técnicas son incuestionables, pero no sabes tratar a la gente.
Eso me cabreó y mucho. Probablemente porque sabía que era verdad. Me levanté.
—Si tienes algún problema con mi manera de trabajar, eres libre de tomar medidas. No hace falta que te lo diga.
Gifford no pareció ni remotamente intimidado.
—Vamos, no te lo tomes así. Podemos hacerlo según las reglas, si quieres. Llevará mucho tiempo, algo de lo que ninguno de los dos andamos muy sobrados, y el resultado final no será muy distinto, salvo por un montón de papeleo potencialmente perjudicial en tu expediente. Hasta mañana.
Se volvió y desapareció, dejándome sola con un brazo muy dolorido y la autoestima por los suelos.