6

Sarah estaba sentada en el borde de la silla. Tenía esa mirada furiosa, avergonzada e impaciente que aumentaría de intensidad mes tras mes, a medida que la ira diera paso a la desesperación cuando la llegada de la menstruación señalara un nuevo fracaso. Por supuesto, desaparecería por completo y para siempre en cuanto supiera que estaba embarazada. Yo conocía esa mirada demasiado bien. La veía constantemente. Y no solo en las caras de mis pacientes.

La expresión de Robert, por otra parte, era inescrutable. Aún no me había mirado a los ojos.

Aunque era su primera visita conmigo, Sarah y Robert Tully ya habían pasado por la marabunta de tests, exámenes médicos y citas con especialistas. A ambos se les estaba acabando la paciencia. Él quería recibir las palmaditas en la espalda de los vecinos y pasar los fines de semana hojeando folletos sobre trenes de juguete. Ella estaba deseando poner los pies en los estribos y que una buena dosis de hormonas artificiales le recorriera las venas.

—Esperábamos que nos pusiera en un programa de fecundación in vitro —dijo ella—. Sabemos que hay una lista de espera para hacer el tratamiento con la Seguridad Social, pero hemos ahorrado dinero. Queremos empezar enseguida.

Asentí.

—Por supuesto. Entiendo.

Y qué bien lo entendía: «Embarázame. No me importa cómo lo hagas. No quiero pensar siquiera en todo lo que vendrá después, las náuseas, el cansancio, el dolor de espalda, las estrías, la falta total de intimidad, y luego el dolor inimaginable. Tú solo agita tu varita médica mágica y arréglalo todo».

Me disponía a decir algo que iba a resultarles increíblemente difícil de aceptar; la paciencia y el apremio del reloj biológico no son buenos aliados.

—Hay otro procedimiento en el que me gustaría que pensaran.

—Llevamos tres años intentándolo —con algo entre un sollozo y un hipo ella se echó a llorar.

Robert me miró con odio, como si su incapacidad para concebir fuera culpa mía, mientras ofrecía a su mujer el pañuelo que ya tenía preparado en la mano.

Decidí darles un momento de intimidad. Me levanté y me acerqué a la ventana.

Mientras iba en coche a Lerwick esa mañana me había sorprendido la lluvia; el cielo había estado encapotado y bajo, la ciudad, oscura y húmeda.

Lerwick es una ciudad de piedra gris situada en la costa este de la isla principal, a un tiro de piedra de la isla de Bressay. Al igual que el resto de las ciudades de la isla, no destaca por su arquitectura: los edificios son sencillos y funcionales pero pocas veces bonitos. El material de construcción tradicional es el granito de la región, y los tejados son de pizarra. Los isleños prácticos suelen contentarse con las casas de dos pisos (tal vez les preocupa que el fuerte viento haga volar los tejados); solo en las partes más antiguas de la ciudad y en los alrededores del puerto se ven unos pocos edificios de tres e incluso cuatro plantas. Parecen representar una rara exhibición de ambición, o de desafío, por parte de los isleños.

La visión de un Lerwick inundado por la lluvia no contribuyó a mejorar mi estado de ánimo.

Me sorprendí conteniendo un bostezo. Había pasado mala noche. Aunque no había llegado a despertarme y a levantarme había estado inquieta, con la cabeza ocupada por la mujer que había encontrado. La había visto, la había tocado, sabía parte de lo que le había ocurrido. Era aterrador… Era natural que estuviera aterrada, y lo estaba, pero también me sentía furiosa. Porque había querido plantar campanillas de invierno sobre la tumba de Jamie en recuerdo del día en que trató de comerse algunas. Una noche salí para llamarlo y lo encontré con una florecita blanca asomándole por la boca. La viva imagen de un bailaor equino. Ya no podría plantarlas, y todo porque un cabrón había elegido nuestro terreno para enterrar su trabajo sucio. Y se habían llevado a Jamie al matadero.

Detrás de mí noté un movimiento nervioso. Sarah había dejado de llorar. Me senté de nuevo y me volví hacia ella.

—Solo tienes treinta y un años. Te queda mucho tiempo por delante para empezar a preocuparte por el reloj biológico —yo tenía treinta y tres—. No hay garantías de concebir con la fecundación in vitro. La clínica a la que te mandaría tiene un veintisiete por ciento de éxitos y, con franqueza, es probable que tus expectativas sean inferiores a la media.

—¿Por qué? —preguntó Robert.

Volví a mirar el historial, aunque sabía lo que iba a encontrar en él.

—Estamos viéndonoslas con esperma de calidad inferior y con menstruaciones muy irregulares. Las pruebas que os hicisteis en la última visita y el cuestionario que rellenasteis sobre vuestro estilo de vida apuntan varias razones que podrían explicarlo.

Los dos parecieron ponerse a la defensiva, como si esperaran con que ellos tenían la culpa. Bueno, en cierto modo la tenían.

—Siga —dijo Robert.

—Ambos andáis escasos de ciertos minerales que son útiles en la concepción. Sarah, tus niveles de zinc, selenio y magnesio son muy bajos. Además, tienes mucho aluminio en el cuerpo. Robert, tus niveles de zinc también son bajos, pero lo que más me preocupa es el alto nivel de cadmio —hice una pausa—. Es una toxina que está presente en el humo del tabaco. Fumas veinte cigarrillos al día. Y bebes alcohol casi todos los días. Tú también, Sarah.

—Mi padre fumaba cuarenta cigarrillos diarios y bebió whisky casi todos los días de su vida adulta —dijo Robert—. Tuvo cinco hijos antes de cumplir los treinta.

Estaba perdiendo a esa pareja; pero no iba a comprometer todo en lo que creía solo para infundirles falsas esperanzas. Por otra parte, cabía la posibilidad de que se quedara embarazada en el primer intento de fecundación in vitro. Era una lotería, y podía hacerles un flaco favor si los persuadía para que esperaran.

—Yo os aconsejaría que en los próximos seis meses os olvidarais de concebir y os concentrarais en poneros lo más en forma posible —vi que Robert estaba a punto de interrumpirme—. La gente sana tiene más posibilidades de concebir, Robert. Me gustaría que dejarais de fumar y de beber.

Robert sacudió la cabeza, como si mi idiotez le sacara de quicio.

—Sé que será duro —continué—, pero si queréis tener un hijo, lo intentaréis. Incluso reducir el consumo será una ayuda. También voy a recetaros suplementos para combatir las deficiencias que podáis tener, y quiero que os hagáis unos análisis de varias infecciones.

No iban a tragar. Habían acudido a mí para una sofisticada intervención médica y yo les ofrecía vitamina C.

—¿De verdad cree que eso cambiará algo? —preguntó Sarah.

Asentí.

—Sí. Está todo aquí —entregué a Sarah una hoja escrita a máquina—. Si seguís este plan, dentro de seis meses estaréis mucho más sanos que ahora y las posibilidades de que la fecundación in vitro dé resultado aumentarán considerablemente —traté de sonreír—. ¿Quién sabe? A lo mejor ni siquiera necesitáis el tratamiento.

Se levantaron con expresión hosca, como niños a los que se les niega un regalo. Me pregunté si intentarían seguir el plan o acudirían a una clínica de la Escocia continental, donde seguramente obtendrían una respuesta más comprensiva. No todo el mundo compartía mi convicción sobre la importancia de la salud y la nutrición a la hora de intentar concebir.

Al llegar a la puerta, Sarah se volvió.

—Sé que tiene buenas intenciones —dijo—, pero deseamos tanto tener un hijo…

Cuando dejó de oírse el ruido de sus pasos por el pasillo, abrí el primer cajón del escritorio y saqué una carpeta naranja. La primera hoja era el resultado de un test de esperma realizado hacía dos meses en Londres.

Número total de espermatozoides: 60 millones por ml — normal

Porcentaje de esperma vivo en una hora: 65% — normal

Nivel morfológico: 55% — normal

Niveles de anticuerpos: 22% — normal

Y así hasta el final de la página. Todo normal. En la parte superior se leía el nombre, Duncan Guthrie. Mi marido era completamente normal. Era la tercera prueba que se hacía, y los resultados de las dos anteriores habían sido prácticamente idénticos. Fuera cual fuese nuestro problema, no estaba en él.

Debajo estaban mis resultados: FSH, LH, niveles de estrógeno y progesterona, todo dentro de la normalidad. Mis hormonas funcionaban perfectamente y, por lo que podía detectar en un torpe autoexamen, todo parecía en su sitio.

Los Tully habían sido mis últimos pacientes del día, pero al cabo de veinte minutos tenía que hacer la ronda de las habitaciones. Inmediatamente después debía dirigirme en coche al norte y coger un ferry a la isla de Yell para hacer mi visita mensual. Me recibiría la comadrona de la isla y examinaría a las ocho mujeres embarazadas que había allí.

Me levanté y volví a acercarme a la ventana de la oficina. El aparcamiento estaba justo debajo. Sin pensar, me descubrí buscando el BMW plateado de Gifford. «Olvídalo —había dicho—; deja que la policía haga su trabajo». Tenía razón, por supuesto. Pero todavía disponía de dieciocho minutos.

Sentada de nuevo ante mi escritorio, accedí a la intranet del hospital. Pulsé sobre varios iconos, reflexione un momento e insistí en otros más. Para ser la intranet de un hospital era sorprendentemente fácil navegar por ella. No tardé nada en tener ante mí la información que buscaba: una lista de todas las criaturas nacidas en las islas desde que habían informatizado los archivos.

Stephen Renney creía que la mujer que había encontrado en mi terreno llevaba muerta dos años, lo que significaba que el bebé había nacido en algún momento de 2005. Si tenía razón acerca de las semillas de fresa, el parto debía de haber tenido lugar en verano. Marqué la sección entre marzo y agosto, pulsé la tecla de imprimir, y recogí cinco folios A4 impresos que extendí sobre el escritorio.

Si la mujer era de las islas, y si su parto había sido supervisado médicamente, mi amiga del terreno era uno de los nombres que tenía ante mí. Era cuestión de revisar la lista y comprobar si todas esas mujeres seguían vivas.

En un año normal, en las islas Shetland se producen entre 200 y 250 partos, y 2005 había sido bastante típico, con 227. De estos, 140 habían nacido entre marzo y agosto. Me volví hacia la pantalla y abrí varios archivos individuales; buscaba una mujer caucásica de entre veinticinco y treinta y cinco años. Casi todos los archivos que abría encajaban con la descripción. Había unas pocas madres adolescentes, una o dos mujeres mayores que podían descartarse, dos indias y una china. Pero las demás seguirían siendo posibles candidatas hasta que la paciente labor de alguien como la oficial Tulloch demostrara lo contrario.

Me pregunté cómo lo estaría llevando. Esa mañana, antes de salir de casa vi durante unos pocos minutos las noticias de Escocia por la televisión. No mencionaron mi hallazgo. En las Shetland son frecuentes las quejas de que lo que pasa en las islas no se considera lo bastante importante para salir en las noticias nacionales. Yo siempre había creído que la razón era ante todo económica, más que ninguna otra cosa; enviar un equipo de televisión a las islas debía de ser caro. Aun así, cualquiera hubiera pensado que se esforzarían un poco más con un asesinato.

Miré la lista: 140 mujeres, 140 bebés.

Empezaba a divagar, como suele ocurrir cuando la mente se topa con una pared de ladrillo y no sabe cómo rodearla. De pronto recordé el comentario de Duncan de que había más bebés en adopción en las islas que en otras partes del Reino Unido. Me pregunté lo deprisa que podría comprobarse ese dato. ¿Qué tipología de madre da un hijo en adopción? Casi invariablemente las jóvenes y solteras.

Salí de la intranet del hospital, accedí a internet y tecleé en un buscador: «Oficina de Registro General de Escocia». El sitio web apareció de inmediato y pedí el informe anual más reciente. La Tabla 3.3 ofrecía detalles de los nacimientos extramatrimoniales en Escocia, junto con la edad de la madre. No se me da muy bien la estadística, pero incluso para mí estaba bastante claro. Los índices de embarazo en adolescentes eran bastante bajos en las islas. De hecho, en el año que estaba mirando habían sido casi un 40% inferiores a los del resto de Escocia. El exceso de bebés que había mencionado Duncan no provenía de las madres adolescentes.

Volví a la lista de los bebés de 2005. ¿Cómo podía reducirla? Si la teoría de la oficial Tulloch de que el cadáver era una mujer de Lerwick era correcta —sobre la base de que ningún asesino sensato trasladaría un cadáver por mar solo para enterrarlo en mi terreno—, nuestra amiga debía de haberse puesto de parto allí mismo, en el hospital Franklin Stone.

Por desgracia, eso no ayudaba gran cosa. La mayoría de los habitantes de las Shetland viven en la isla principal, por lo que casi todos los partos tienen lugar en ese hospital. Mientras revisaba la lista, vi que de vez en cuando aparecía alguna de las islas más pequeñas: Yell, Unst, Bressay, Fair Isle, Tronal, Unst de nuevo, Papa Stour. Eran muy pocas para que el hecho de descartarlas cambiara algo.

¿Tronal? Esa era nueva para mí. Todas las demás islas las conocía. En todas había centros médicos, comadronas residentes y un consultorio prenatal que dirigía una servidora. Pero nunca había oído hablar de Tronal. Sin embargo, todos los años había varios partos en esa isla. Conté. Tronal aparecía cuatro veces. Eso probablemente significaba entre seis y ocho nacimientos al año, más que en algunas de las islas más pequeñas. Tomé nota mentalmente para informarme sobre Tronal lo antes posible.

Me obligué a volver a concentrarme en la tarea que tenía entre manos y estudié de nuevo la lista. Se especificaba el nombre y la edad de la madre; la fecha, la hora y el lugar del nacimiento; el sexo, el peso y el estado del bebé (por ejemplo, «vivo» o «mortinato»). Y algo más. Al final de una entrada se leían las siglas «KT». Traté de pensar en alguna enfermedad o condición obstétrica que pudiera abreviarse así, pero no se me ocurrió ninguna. Revisé la lista de arriba abajo. Ahí estaba de nuevo, al final de una entrada que registraba el nacimiento de un niño en mayo en Yell. Y otra vez: un parto en casa en Lerwick en julio.

Consulté el reloj. Se me había acabado el tiempo. Estaba recogiendo mis bártulos cuando alguien llamó a la puerta.

—Sí, ¡hola! —grité.

La puerta se abrió, levanté la vista y vi a la Tulloch. Llevaba un traje pantalón de una tela suave color gris pizarra. Ni una arruga a la vista.

—Buenos días —dijo. Me miró de arriba abajo y consiguió que me sintiera mugrienta, al menos desfasada dos temporadas de moda y grandota como un caballo percherón al lado de una yegua árabe de concurso—. ¿Tiene un momento? —añadió, esperando aún en el umbral.

—Tengo que hacer la ronda de las habitaciones —dije—. Pero supongo que puedo llegar diez minutos tarde.

Ella arqueó las cejas. Yo empezaba a odiar que lo hiciera.

—Está en el contrato —continué—. Crea la impresión de que estamos ocupados y somos importantes; y a los pacientes les da un sentido de la proporción, con lo que se evita que se vuelvan demasiado exigentes.

Ella no sonrió.

—Tengo entendido que hoy se marcharán de mi terreno —dije.

—Sí, eso es lo que he entendido yo también —se acercó a mi escritorio. Cogió la lista.

Me acerqué con la intención de quitársela de las manos aunque pareciera infantil.

—He venido a pedirle esto —dijo.

Alargué una mano.

—No puedo darle información de los pacientes. Le ruego que me la devuelva.

Me miró, dejó los papeles sobre el escritorio, se llevó las manos a la espalda y siguió leyéndolos. Yo hice ademán de cogerlos, pero ella alzó una mano para detenerme.

—Por lo que veo, la mayoría de los datos son de registro público. Podría obtenerlos en otra parte. Pero me ha parecido más rápido acudir a usted. Pensé que tal vez querría colaborar.

Bueno, algo de razón tenía. Dejando a un lado la antipatía que me inspiraba, se suponía que ambas estábamos en el mismo bando. De todos modos, cogí la lista. Nos quedamos de pie, mirándonos. Era mucho más baja que yo, pero no me pareció que mi estatura pudiera intimidarla.

—¿Cuántas? —preguntó ella.

—Ciento cuarenta.

—¿Todas mujeres caucásicas sanas entre veinte y treinta años?

—La mayoría.

—No es mucho. Lo hacemos continuamente. No debería llevarnos más que unos días. Pero si me obliga a acudir a otra parte o a pedir un mandato judicial, desperdiciaría un día más.

—Debería consultarlo antes de…

—Tora —utilizó por primera vez mi nombre de pila—. Llevo diez años en el cuerpo de policía, casi todos ellos en ciudades de la Escocia continental. Pero nada podía haberme preparado para lo que vimos en la camilla del depósito de cadáveres. Quiero volver a mi despacho y pedir a mi equipo que telefonee a esas mujeres para comprobar si están vivas y cuidando de sus bebés de dos años. Y quiero hacerlo ya.

Le entregué la lista. Al cogerla, algo en su cara logró suavizarse.

—Puedes descartar a las que les practicaron una cesárea —me pregunté por qué no lo había pensado antes—. No tenía ninguna cicatriz. Bueno, no de esa clase.

—¿Algo más?

Sacudí la cabeza.

—De momento no. ¿Han terminado ya los forenses de Inverness?

Ella no respondió y yo miré la lista de forma elocuente.

—Casi —dijo—. Hemos hablado también con expertos sobre el impacto de la turba en material orgánico como el lino. El doctor Renney dijo que había muerto entre la primavera y el verano de 2005. Esta lista es importante.

Me dio las gracias y se dirigió hacia la puerta. Se volvió y preguntó:

—¿Puedo pasar más tarde por tu casa? Necesito ver tus runas.

Contuve una sonrisa y asentí. Le dije que estaría en casa a eso de las seis, y se fue.

Estaba apagando el ordenador cuando vi que tenía un nuevo e-mail. Era de Kenn Gifford.

A todo el personal:

A propósito de la investigación de asesinato que ha puesto en marcha el Departamento de la Policía del Norte, se recuerda a todo el personal que no debe ofrecer entrevistas a la prensa ni a la policía, ni facilitar información del hospital sin mi autorización.

En palabras del bardo inmortal: «Oh, mierda».

La ronda por las habitaciones terminó enseguida; recogí el abrigo y pedí un sándwich en la cafetería. Cuando me dirigía hacia el ascensor, noté que tenía a alguien detrás y me volví. Era Kenn Gifford. Me saludó con la cabeza, pero no habló. Llegó el ascensor y entramos. Las puertas se cerraron. Él siguió sin decir nada.

Me he dado cuenta de que algunas personas son capaces de guardar silencio en compañía de alguien con toda naturalidad, sin dar muestras de la menor incomodidad. Gifford era una de ellas. Mientras el ascensor bajaba, ni siquiera me miró, se limitó a clavar la vista en los botones de la pared, como absorto en sus pensamientos. Era uno de los ascensores grandes, diseñado para camillas, pero estábamos los dos solos. En los lugares cerrados yo me pongo nerviosa aun cuando estoy con otra persona. Necesito entablar conversación incluso con un completo desconocido. Con tres personas no hay problema, dejo que los demás hablen, pero cuando estoy sola con alguien más, tengo que decir algo; esa es probablemente la razón por la que escogí ese momento para confesar.

—Esta mañana he dado a la oficial Tulloch cierta información. Antes de recibir tu e-mail.

Él no se volvió.

—Lo sé. Procura no volver a hacerlo. ¿Sufres muchos dolores de cabeza?

Genial. Ya estábamos otra vez.

—Unos cuantos —admití—. Era la lista de los partos que han tenido lugar en las islas. Las mujeres que dieron a luz entre la primavera y el verano de 2005. Ella dijo que eran datos de registro público —en cuanto lo dije me arrepentí. Parecía que me estaba justificando.

Él se volvió hacia mí.

—¿Lo hiciste por eso?

Por Dios, ¿de qué color eran sus ojos? ¿Plata oscura?

—No. Le di la información porque quería ayudar.

Se acercó más.

—Eso me parecía. ¿Qué dijimos anoche?

Eso me irritó. Era mi jefe, no mi padre.

—Hummm, hablamos de Ivanhoe, de navegación…

La puerta del ascensor se abrió.

—… del maltrato infantil en las Orcadas y de las dificultades de las madres para lavarse los pechos —continué, bastante más alto de lo necesario, mientras salíamos. Los dos internos que ocuparon nuestro lugar nos miraron intrigados, primero a mí y luego a él.

Yo también me arriesgué a mirarlo. Sonreía.

—Estás absurdamente tensa en el quirófano —dijo—. ¿Has probado con el yoga? ¿El taichi?

Estuve a punto de replicar que cuando no le tenía a él echándome el aliento en la nuca no me ponía tan tensa, pero no me pareció una buena idea. Tampoco era del todo cierto. Tenía razón, estaba tensa en el quirófano, pero que me lo dijera él, por mucho que fuera mi jefe, me pareció paternalista. Además, tenía la sensación de que se reía de mí.

—¿Por qué os caéis mal mi marido y tú?

Su sonrisa no desapareció.

—¿No le caigo bien? Pobre Duncan.

Me sostuvo la puerta abierta y salí, aliviada de tener que ir a otra parte.

Mi visita a la clínica de Yell se alargó y encontré cola en el ferry de vuelta. Cuando por fin llegué a casa, varias horas más tarde, el deportivo de Dana Tulloch estaba aparcado delante. Me había olvidado por completo de ella. Miré el reloj. Si había sido puntual, llevaba casi tres horas esperando. ¡Mecachis! Después de una grosería de esa magnitud iba a tener que estar simpática. Bajé del coche al mismo tiempo que ella bajaba del suyo.

—Lo siento muchísimo —dije—. Debería haberte llamado. ¿Has estado aquí todo este tiempo?

—Por supuesto que no —respondió ella—. Al ver que no llegabas, he hecho unas llamadas. He vuelto hace diez minutos.

Estaba muerta de hambre y desesperada por tomar un café, pero no podía hacerla esperar más. Entró detrás de mí y fuimos directamente al sótano, al que se accedía por una escalera de ocho escalones que arrancaba de la cocina.

—Santo cielo —dijo cuando llegamos abajo y encendí la única y claramente insuficiente bombilla—. Jamás imaginaste que pudiera haber todo esto debajo de tu casa, ¿no? —sacó del bolso una linterna, se adelantó e iluminó alrededor.

El sótano es probablemente lo más interesante de nuestra propiedad. Para empezar, tiene más años que la casa. En algunas partes se ven restos de los daños de un incendio, de modo que cabe suponer que la casa original fue derruida hace tiempo. También es mucho más grande que la casa, lo que indica que el edificio anterior debió de ser considerablemente más suntuoso. Dividido en habitaciones de techo bajo, a las que se accede a través de arcos de piedra, parece una versión reducida de las tenebrosas bodegas de un château francés. Conduje a Dana a la sala más grande y me detuve frente a la pared que miraba al norte.

—¿Una chimenea? —preguntó ella—. ¿En un sótano?

A nosotros también nos había chocado. Una chimenea que funcionaba perfectamente; tenía la base de piedra y un cañón de humo que comunicaba con el conducto del tejado. Por encima de la chimenea había un dintel de piedra y era en él donde habían tallado las runas. Cinco símbolos, de los cuales no reconocía ninguno.

—Todas son diferentes —dijo, hablando más bien consigo misma. Sacó varias fotos con una pequeña cámara digital.

—¿Has telefoneado a mi suegro? —pregunté.

Sacudió la cabeza.

—De momento no ha sido necesario —respondió—. He encontrado un libro.

Terminó de sacar fotos y se volvió hacia el arco de piedra que conducía al resto del sótano.

—¿Te importa si echo un vistazo? —preguntó.

—Como si estuvieras en tu casa —dije—. ¿Te importa si me preparo algo de comer?

Ella negó con la cabeza y se volvió. Subí la escalera. En el secundo escalón grité:

—Eh, oficial, si encuentras algo… orgánico, no me lo digas esta noche. ¡Estoy hecha polvo!

No respondió. Yo ya sospechaba que me consideraba infantil.

Cuando apareció diez minutos después, yo estaba devorando una ración de pasta con crema de leche y jamón dulce hecha en el microondas. Señalé la silla de enfrente.

—Te he preparado una taza de té —suponía que tampoco había cenado, así que había dejado unas galletas en la mesa. Quería que me hablara de las runas.

Ella miró las galletas y acto seguido el reloj; titubeó un segundo antes de sentarse. Cogió la taza y la sostuvo contra el pecho mientras se comía una galleta en dos bocados. Yo seguí comiendo en silencio. La táctica funcionó; ella habló primero.

—¿Qué sabes de la historia de esta casa?

Me encogí de hombros.

—Muy poco. Mi marido se ocupó de la compra. No me interesó mucho el tema.

—¿Cuándo volverá?

Volví a encogerme de hombros.

—Últimamente nunca lo sé.

Se le ensombreció la cara.

—Podemos llamarlo —añadí en un intento tardío de mostrarme solícita.

Ella sacudió la cabeza.

—Pero me gustaría volver mañana con un equipo. El parecido entre las runas de esta casa y las grabadas en el cadáver encontrado en la finca no puede ser una coincidencia.

—Supongo que no —dije, no muy segura de adónde quería ir a parar, pero sin gustarme nada las implicaciones—. ¿Quieres decir que probablemente la mataron en esta casa? ¿En el sótano?

Esta vez le tocó a ella encogerse de hombros.

—Tenemos que averiguar a quién ha pertenecido esta casa.

—Creía que Duncan había llevado las escrituras a la comisaría esta mañana.

—Y lo ha hecho. Pero no pone gran cosa. Aquí había una especie de iglesia o edificio religioso, pero estuvo en ruinas durante años, hasta que lo demolieron para levantar esta casa. En el documento aparecía el nombre de unos fideicomisarios, pero al parecer la mayoría están muertos.

—¿Muertos?

Ella sacudió la cabeza.

—De viejos. Nada relevante.

Terminé de cenar. Había matado el gusanillo, pero seguía sin estar satisfecha; no había sido precisamente una comida relajada. Me levanté y metí el plato y los cubiertos en el lavavajillas.

—¿Qué hay de las runas?

Ella me miró, mordió otra galleta y pareció tomar una decisión. Se inclinó y sacó del bolso la máquina de fotos, una libreta y un pequeño libro encuadernado en cuero azul. En la cubierta había unos signos rúnicos en tinta dorada, y, aunque lo dejó boca abajo, alcancé a leer el título: Runas y escritura vikinga. La letra era demasiado pequeña para distinguir el nombre del autor.

—¿Dices que el padre de tu marido es un entendido en el tema? —preguntó.

Asentí.

—Ya lo creo. Dudo que haya alguien que sepa más que él de la historia de estas islas.

Ella volvió el libro hacia mí para que yo lo viera. En el reverso de la cubierta había veinticinco runas fotografiadas; cada una era un símbolo sencillo, casi angular. Todas tenían nombres descriptivos, como Interrupción, Estancamiento, Salida, pero cuando Richard, mi suegro, se había referido a ellas, había utilizado los nombres vikingos.

—No lo entiendo —dijo ella—. Solo hay veinticinco. Cada una parece tener un significado propio. ¿Cómo pueden formar una especie de alfabeto y crear palabras? No hay suficientes caracteres.

Empecé a hojear el libro.

—Creo que es un poco como el alfabeto chino —expliqué—. Cada carácter tiene un significado fundamental y varios subsignificados. Cuando utilizas dos o más juntos, cada uno de ellos afecta a los demás, y esa combinación crea un significado exclusivo, algo así como una palabra. ¿Tiene algún sentido?

—Sí —dijo ella—. Pero creo que hay cerca de dos mil caracteres chinos.

—Puedo que los vikingos no hablaran mucho.

Ella abrió la libreta y la volvió hacia mí. En la página que tenía delante había una reproducción de las tres runas que habíamos visto en el depósito de cadáveres el día anterior.

—Bien, estas son las runas de Separación, Penetración y Restricción —continuó—, las que estaban inscritas en el cuerpo de la víctima. ¿Qué nos están diciendo?

Mi mirada se desplazó de la libreta al libro. En la siguiente página volvían a reproducirse las runas, esta vez con sus nombres vikingos. El símbolo con forma de pez se llamaba Othila y significaba Separación; el que parecía una pajarita era Dagaz, que quería decir Penetración, y la runa con forma de espada en diagonal era Nauthiz, Restricción. Levanté la vista. Ella me observaba con atención.

—¿Qué hay de los subsignificados? —pregunté.

—Adelante —me animó.

En la página opuesta se enumeraban los significados menores de cada runa. Othila también quería decir Propiedad o Posesiones heredadas, Patria y Hogar; Dagaz significaba Día, Luz divina, Prosperidad y Fecundidad; Nauthiz significaba Necesidad, Indigencia, Causa del Dolor Humano, Lecciones, Privación.

—¿Separación de un órgano interno importante del resto del cuerpo? —propuse, no del todo en serio. Ella asintió, alentándome. Bajé la vista hacia el libro—. Penetración… hummm, ¿penetrar el pecho para llegar al corazón? Y Restricción…, bueno, la tuvieron atada, ¿no? Las marcas en los tobillos y en las muñecas… Y seguro que sufrió privaciones… —me callé y la miré.

—¿Te convence? —me preguntó.

Sacudí la cabeza.

—No —dije—. Me parecen chorradas.

—¿Como garabatos sin sentido? —apuntó ella.

—Una forma mucho más elegante de expresarlo —coincidí—. ¿Qué hay de los de abajo?

Ella apretó un botón de la cámara y me enseñó la fotografía que había tomado hacía diez minutos. A lo largo del dintel había grabados cinco símbolos.

—Una flecha que señala hacia arriba —dije.

Dana fue a la última página del libro.

Teiwaz —dijo—, que significa Guerrero y Victoria en la batalla.

La miré. Las dos hicimos una mueca de confusión.

—La de al lado parece una efe inclinada —me eché hacia delante y la señalé en la página—. ¿Qué pone?

Ansuz —leyó ella—, que significa Señales, Dios y Boca del Río.

—Nuestro tercer símbolo de la noche es un relámpago.

Sowelu. El Todo, el Sol —levantó la vista de nuevo.

—Solo son… más garabatos sin sentido —dije.

—Lo parece, desde luego —coincidió ella—. ¿Qué hay de las dos últimas?

—Tenemos una mesa volcada llamada Perth, que significa… ¡Aah!

—¿Qué?

—Iniciación.

Ella frunció el entrecejo.

—Siempre me inquieta oír esa palabra.

—Sé a qué te refieres. Y, por último, una hache torcida, llamada Hagalaz, que significa Interrupción y Fuerzas Naturales.

—Guerrero, Señales, Todo, Iniciación e Interrupción —resumió Dana.

Levanté las manos.

—Sin sentido…

—Chorradas —concluyó ella. Y sonrió. Una sonrisa muy bonita.

Me eché a reír.

—Tendrás que hablar con el padre de Duncan. Puede que sea una cuestión de contexto.

—¿Quién necesita hablar con mi padre? —preguntó una voz desde el umbral.

Duncan había entrado sin hacer ruido. Se quedó ahí de pie, mirándonos sonriente, y se me encogió el estómago, como siempre que lo veía en presencia de una mujer guapa que no era yo. Ellas tenían una forma de adoptar una actitud determinada: se sonrojaban, les brillaban los ojos, inclinaban el cuerpo instintivamente hacia él. Me preparé para ver a Dana responder de ese modo, pero, para mi sorpresa, no lo hizo. Dana, esa noche, me ofreció la insólita experiencia de ver a mi atractivo marido y a una mujer igual de atractiva juntos, y no sentir celos. Intercambiaron unas palabras de cortesía y ella se marchó, no sin antes asegurarse de que él no sabía de runas más que yo. No prometió que seguiríamos en contacto.