—Tora, ¿en qué demonios estabas pensando?
Nuestro salón estaba oscuro. El sol parecía haberse retirado y Duncan no se había molestado en encender la luz. Estaba sentado en un viejo sofá destartalado de cuero, uno de nuestros «hallazgos» de cuando, recién casados, íbamos a la caza de chollos por el mercado de Camden. De pie en el umbral, veía su perfil, no distinguía bien su cara en la penumbra.
—¿Intentabas enterrar tú sola un caballo? —continuó—. ¿Sabes lo que pesan esos animales? Podrías haberte matado.
Ya había pensado bastante en eso. Un momento de descuido, un movimiento de tierra, y podría haberme convertido en el cuerpo del hoyo. Sería yo la que yacería en la camilla de acero, la que sería palpada, medida y pesada por el bueno del doctor Renney.
—Además, es ilegal —añadió.
«Oh, dame un respiro». También lo era en Wiltshire, pero ¿cuándo había detenido eso a una Hamilton? Mamá y yo habíamos enterrado docenas de caballos a lo largo de los años. No iba a dejar de hacerlo ahora.
—Has llegado pronto —dije, señalando lo evidente.
—Andy Dunn me telefoneó. Me dijo que debía volver. ¡Cielos! ¿Has visto en qué estado han dejado el terreno?
Le di la espalda y crucé la cocina. Sopesé el hervidor de agua y lo encendí. Al lado estaba nuestra botella de Talisker. El nivel parecía haber bajado considerablemente. Pero ¿no acababa yo de volver del pub? ¿Quién era yo para sermonear?
Un movimiento a mis espaldas me sobresaltó. Duncan me había seguido hasta la cocina.
—Perdona —dijo rodeándome con los brazos—. Ha sido un golpe. No era la bienvenida que esperaba.
De pronto todo parecía más llevadero. Después de todo, se suponía que Duncan debía de estar de mi parte. Me volví y pude rodearle la cintura y apoyar la cabeza contra su pecho. Tenía la piel de la nuca caliente, húmeda, como papel recién salido del molino.
—He tratado de llamarte —dije sin convicción.
Él bajó la barbilla para apoyarla en mi cabeza. Era nuestra postura favorita, íntima, reconfortante.
—Siento lo de Jamie —dijo él.
—Lo odiabas —repliqué yo; hundí la nariz en su cuello y pensé en que una de sus mejores cualidades era que fuera mucho más alto que yo. (Una de las peores eran sus tejanos, dos tallas menos que los míos).
—Eso no es verdad.
—Sí lo es. Lo llamabas el Caballo de Hades.
—Solo porque trató de matarme varias veces.
Me eché hacia atrás para mirarlo a la cara y una vez más me sorprendió lo azules que eran sus ojos. Y el precioso contraste que creaban con su piel pálida y su pelo negro y en punta.
—¿De qué estás hablando?
—Veamos, déjame pensar. ¿Qué hay de esa vez que se asustó de unos ciclistas en Hazledown Hill, dio un giro de ciento ochenta grados en el aire, cruzó disparado la carretera frente al nuevo descapotable del párroco y huyó colina abajo mientras tú gritabas a pleno pulmón: «¡Frénalo, frena a ese cabrón!»?
—No le gustaban las bicicletas.
—A mí tampoco me entusiasman desde entonces.
Me reí, algo que me habría parecido impensable una hora antes, Nadie, en toda mi vida, ha sido capaz de hacerme reír como Duncan. Me enamoré de él por un montón de razones: esa sonrisa que parece demasiado grande para su cara; lo rápido que puede correr; su rotunda negación a tomarse a sí mismo en serio; el hecho de que cayera bien a todo el mundo y a él le cayera bien todo el mundo pero especialmente yo. Como digo, podría dar un montón de razones de por qué empezó todo, pero fue lo que me reía con él lo que me hizo continuar.
—¿Y qué hay de ese día que cruzábamos el Kennet y decidió echarse a rodar?
—Tenía calor.
—Por eso me dio un baño de agua fría. Ah, y…
—Está bien, está bien, ya me ha quedado claro.
Él me estrechó fuerte en sus brazos.
—Aun así lo siento.
—Lo sé. Gracias.
Retrocedió un poco y nos miramos. Me acarició la mejilla.
—¿Estás bien? —ya no hablaba de Jamie.
Asentí.
—Creo que sí.
—¿Quieres hablar de ello?
—No creo que pueda. Lo que le hicieron a esa mujer, Duncan… No puedo —no podía continuar, no podía hablar de lo que había visto. Pero eso no significaba que pudiera dejar de pensar en ello. No estaba segura de si alguna vez dejaría de hacerlo.
Las mujeres, a los pocos días del parto, sobre todo si es el primero, se sienten intensamente vulnerables y a menudo física y emocionalmente destrozadas. Tienen el cuerpo debilitado y sumido en la confusión por el trauma del parto y el desenfreno de las hormonas. Dar de mamar a todas horas las deja agotadas. Y a menudo se están reponiendo del shock por la abrumadora conexión que sienten con la vida diminuta que acaban de producir.
Hay buenos motivos de por qué las madres recientes parecen y actúan como zombis, por qué estallan en lágrimas a la mínima, por qué creen tan a menudo que la vida ya siempre les vendrá grande. Tomar a una mujer en semejante estado, inmovilizarla y rajarla era el acto de crueldad más indescriptible que podía imaginar.
Él me calmó y volvió a estrecharme en sus brazos. Nos quedamos ahí de pie sin hablar durante lo que pareció una eternidad. Luego, casi por costumbre, le acaricié con un dedo el pelo de la nuca. Se lo habían cortado hacía poco y lo llevaba muy corto. Era suave como la seda.
Él se estremeció. Bueno, llevaba fuera cuatro días.
—La policía querrá hablar contigo —dije irguiéndome. Tenía hambre y necesitaba darme un baño.
Duncan dejó caer los brazos.
—Ya lo han hecho —se acercó a la nevera y la abrió. Se agachó para mirar dentro, más esperanzado que expectante.
—¿Cuándo? —pregunté.
—Por teléfono —dijo—. Dunn ha dicho que no necesitarían volver a molestarme. Es casi seguro que enterraron a la mujer antes de que nosotros llegáramos aquí.
—Me han preguntado por los anteriores dueños.
—Sí, lo sé. Les he dicho que mañana les dejaría las escrituras en la comisaría —Duncan volvió a ponerse de pie. Tenía en la mano un plato con los restos de un pollo—. Tor, debemos intentar olvidarlo.
En menos de dos horas me habían dicho dos veces esas palabras. Olvida que esta tarde has desenterrado detrás de tu casa un cadáver sin corazón y sin su bebé recién nacido.
—Dunc, están excavando en el terreno. Están buscando más cuerpos. No sé tú, pero a mí me será un poco difícil hacer ver que no lo veo.
Duncan sacudió la cabeza, como hacen los padres afectuosos cuando un hijo se ha sobreexcitado por algo. Estaba preparando una ensalada y no me gustó cómo cortaba un pimiento rojo con el cuchillo.
—No hay más cuerpos, y antes de mañana por la noche habrán terminado.
—¿Cómo pueden saberlo?
—Tienen instrumentos para averiguarlo. No me preguntes cómo funcionan exactamente. Probablemente tú lo entiendas mejor que yo. Al parecer la carne descompuesta despide calor, y esos aparatos lo captan. Como los detectores de metal.
Solo que los cuerpos de ahí fuera estaban enterrados en la turba. No se estaban descomponiendo.
—Creía que iban a levantar todo el terreno.
—Parece que no. Los prodigios de la tecnología moderna. Ya han hecho un rastreo y no han encontrado nada. Ni siquiera un conejo muerto. Mañana harán otro, para mayor seguridad, y luego se irán. ¿Quieres beber algo?
Llené una jarra de agua del grifo y eché cubitos de hielo del congelador. Una ventaja de vivir en las Shetland era que ahorrábamos un dineral en agua embotellada. Ah, y el salmón ahumado era excelente. Aparte de eso, me estaba costando adaptarme.
—Eso no es lo que me ha dado a entender la oficial Tulloch. Ella creía que iba a llevarles tiempo.
—Sí, bueno, me da la sensación de que la oficial tiende a entusiasmarse demasiado. Está impaciente por destacar aun a costa de hacer saltar unas cuantas liebres por el camino.
Esa no era la impresión que me había causado Dana Tulloch. Al contrario, me pareció que era una persona que jugaba con las cartas pegadas al pecho.
—Al parecer, ha bastado una llamada de teléfono para que te compincharas con el inspector Dunn.
—Bueno, nos conocemos desde hace tiempo.
Debería haberlo imaginado. Me molestó un poco que Duncan, que no había participado en el hallazgo del cadáver, hubiera recibido bastante más información que yo solo por el hecho de ser isleño.
Nos sentamos. Unté unas rebanadas de pan con mantequilla mientras Duncan se servía una generosa ración de pollo frío. Parte de la carne seguía estando rosa y se había formado gelatina alrededor. Al verlo, las náuseas que había estado combatiendo durante la autopsia volvieron a aflorar. Genial, después de casi quince años practicando la medicina estaba volviéndome aprensiva. Me serví ensalada y un trozo de queso.
—¿Había periodistas cuando llegaste a casa? —pregunté.
Cuando yo llegué, poco antes de las nueve, solo estaba un agente de vigilancia. Me había mentalizado para soportar el acoso de los periodistas y tuve una grata sorpresa. Duncan sacudió la cabeza.
—No. Dunn está tratando de que todo esto no salga a la luz, al parecer presionado por su superior. Creen que podría ser perjudicial para los negocios porque la temporada turística acaba de empezar.
—Dios mío, otra vez no. Gifford acaba de soltarme el mismo rollo. Es malo para la imagen del hospital. Creo que deberíais ordenar vuestras prioridades. No estamos en la república popular de las Shetland. No tenéis que dar cuentas a nadie en el mundo exterior.
Duncan había dejado de comer. Me miraba, pero no creo que siguiera escuchándome.
—¿Qué? —dije.
—Gifford —respondió. El brillo de sus ojos se había apagado.
—Mi nuevo jefe. Ha vuelto. Acabo de conocerlo —no me pareció una buena idea mencionar la copa que nos habíamos tomado.
Duncan se levantó, vació su vaso de agua pura de las Shetland en el fregadero y se sirvió un dedo de la botella de Talisker. Bebió mirando por la ventana, de espaldas a mí.
—No puedo evitar pensar que hay algún problema —dije.
Duncan no contestó.
—¿Hay algo que debería saber? —volví a intentarlo.
Duncan murmuró una parrafada que incluía más de una palabrota y la frase «debería haberlo imaginado». A diferencia de mi, no decía muchos tacos. A esas alturas yo estaba de lo más intrigada.
Se volvió.
—Voy a darme un baño —dijo mientras salía de la habitación.
Me obligué a esperar diez minutos antes de seguirlo. Me paseé por el salón. Teníamos una estantería con pocos libros. No leo mucho. Duncan dice a todo el que le escucha que yo no leería una novela que no estuviera escrita por alguien llamado Francis (Dick o Claire, a escoger). Él lee algo más, pero no exactamente clásicos. Sin embargo, había heredado la biblioteca de su abuelo y en los estantes más altos había unos cuantos volúmenes de Dickens, Trollope, Austen y Hawthorne. Eché un vistazo. Nada de Walter Scott.
Encendí el televisor justo cuando empezaba el último informativo. Si hubiera esperado tener cierto protagonismo, me habría llevado un chasco. La última noticia fue un parte de veinte segundos sobre el descubrimiento de un cadáver en un pantano de turba a varios kilómetros de Lerwick. No especificaron su localización ni mostraron tomas de nuestra casa. En lugar de ello, el inspector Andy Dunn, de pie frente a la comisaría de Lerwick, dijo lo mínimo que podía decirse con palabras. Pero terminó con un comentario sobre la posibilidad de que se tratara de un hallazgo arqueológico; di por sentado que la grabación había tenido lugar antes que nuestro encuentro con Stephen Renney. Era un claro intento de restar importancia al caso, pero supuse que sabía lo que hacía.
Cuando me pareció que había dejado pasar suficiente tiempo, subí la escalera. Duncan estaba tumbado en la bañera con los ojos cerrados. La había llenado tanto que el agua se colaba por el orificio superior de desagüe. Sabía por experiencia que estaría a una temperatura de casi cuarenta grados. Duncan y yo nunca nos bañábamos juntos. Hacía un año, antes de los recuentos de esperma, me pregunté si los baños calientes de Duncan eran la causa de nuestro problema para concebir. El efecto del agua caliente sobre el esperma es bien conocido, y le aconsejé que sumergiera los testículos en agua helada cinco minutos al día. Él me miró directamente a los ojos y me dijo: «¿Cómo?». Yo seguía pensando en ello. Tal vez algún día inventara un instrumento para sumergir cómodamente los genitales masculinos en agua fría. Los índices de fertilidad subirían vertiginosamente en Occidente y yo me haría millonaria.
Me apoyé en el lavabo. Duncan no dio muestras de saber que estaba allí.
—No puedes dejarlo así, ¿sabes? Tengo que trabajar con ese hombre. Probablemente cuenta con que los invitemos a cenar, a él y a su mujer, en los próximos meses.
—Gifford no está casado.
Sentí una punzada de algo parecido a alivio mezclado con alarma. ¿Había lanzado una directa? Y si lo había hecho, ¿se había dado cuenta Duncan?
—¿Qué problema hay? —volví a preguntar.
Duncan abrió los ojos pero no me miró.
—Íbamos juntos al colegio. No me caía bien. La antipatía era mutua.
—¿Es de Unst?
Duncan sacudió la cabeza.
—No, estoy hablando de la secundaria.
Eso tenía algo más de sentido. En las Shetland, los niños de las islas más remotas acudían al instituto de Lerwick, fuera en régimen de internado entre semana, fuera quedándose alojados con unos parientes.
—¿Es eso? —pregunté.
Duncan se sentó. Me miró de arriba abajo.
—¿Vas a meterte?
Me incliné para sumergir la mano en el agua y la saqué rápidamente.
—No —dije.
Duncan cogió la esponja de lufa y me la ofreció. Parecía una especie de invitación erótica. Si la cogía, haríamos el amor. Si no, sería como si lo rechazara y tendría que soportar caras largas los próximos días. Reflexioné un segundo. La regla tenía que llegarme cualquier día, pero nunca estaba segura de estas cosas. Merecía la pena intentarlo. Cogí la esponja. Duncan se inclinó hacia el grifo, mostrándome su fuerte y tersa espalda.
—Preferiría que mi sierva estuviera desnuda.
Con una mano, empecé a frotarle la espalda suavemente arriba y abajo con la esponja. Con la otra, me desabroché los botones de la blusa.