3

El hombre menudo se adelantó y me tendió una mano huesuda. Vi rastros de eccema alrededor de la muñeca. La estreché, la noté helada y traté de no estremecerme.

—Señorita Hamilton, soy Stephen Renney. Le agradezco mucho que haya venido. Estaba explicando a los detectives que, para ser rigurosos, necesito…

Volvieron a abrirse las puertas y entró un auxiliar empujando un carrito. Todos tuvimos que apretarnos contra la pared para dejarle paso. Gifford tomó la palabra y, lejos de la tensión del quirófano, me di cuenta de que tenía esa voz grave y educada de las tierras altas que, antes de que me viniera a vivir aquí y la oyera con regularidad, me provocaba sistemáticamente un hormigueo detrás de las rodillas y una sonrisa en los labios. Una voz que no quieres que deje de hablar.

—¿Por qué no vamos un momento a tu despacho, Stephen?

El despacho de Stephen Renney era pequeño, no tenía ventanas y estaba ridículamente ordenado. De las paredes colgaban varios dibujos a pluma. Frente a su escritorio había un par de sillas de plástico naranja, demasiado cerca la una de la otra. Las señaló con la mano mientras desplazaba la mirada de la oficial Tulloch a mí, y de nuevo al inspector. Ella negó con la cabeza. Yo también me quedé de pie. Con una sonrisa tensa, Renney se sentó en su silla detrás del escritorio.

—Esto está totalmente fuera de lugar —dijo Tulloch al inspector, señalándome con un ademán.

Probablemente tenía razón, pero no me gusta que me describan como algo fuera de lugar; suele irritarme.

—La señorita Hamilton no está bajo sospecha, ¿verdad? —dijo Gifford, sonriéndome.

Me sorprendió e intrigó que llevara el pelo tan largo, era poco habitual en un hombre y menos en un cirujano. Mientras se inclinaba bajo la potente luz eléctrica que había sobre el escritorio de Stephen Renney, produjo un reflejo rubio dorado, como imaginé que le sucedería con el sol. Tenía las cejas y las pestañas del mismo color pálido, debilitando su atractivo, por lo demás convencional.

—Solo lleva seis meses aquí —continuó—. Por lo que me dice, a nuestra amiga de la habitación contigua la esperan en el Museo Británico. ¿Qué opinas tú, Andy? ¿Edad del Bronce? ¿Del Hierro? —sonreía de un modo no muy agradable mientras hablaba. Tuve el presentimiento de que Andy Dunn era incapaz de distinguir la Edad del Bronce de la del Hierro o de la Piedra, y que Gifford lo sabía.

—Bueno, en realidad… —dijo Stephen Renney en voz bastante baja, como si temiera a Gifford.

—Algo así —coincidió Dunn.

Me sorprendió lo parecidos que eran Gifford y él: corpulentos, de piel clara, dos hombres rubios bastante corrientes, y también la cantidad de isleños que tenían ese mismo aspecto. Era como si el acervo genético de las islas hubiera permanecido casi intacto desde los tiempos de las invasiones noruegas.

—No sería el primero que encuentran aquí —decía Dunn—. Las turberas son famosas por eso. Recuerdo el hallazgo de un cadáver en Manchester en los años ochenta. La policía lo identificó como una mujer supuestamente asesinada por su marido veinte años atrás. Lo llamaron y le hicieron confesar. Pero resultó que el cuerpo tenía dos mil años y era un varón.

La mirada de la oficial Tulloch iba de un hombre al otro.

—Pero si puedo… —trató de intervenir Renney.

—Una vez vimos al hombre de Tollund —dijo Gifford—. ¿Te acuerdas del viaje a Dinamarca que hicimos en sexto, Andy? Fue increíble. Era de la Edad del Hierro prerromana, pero todavía se le veía el vello incipiente en la barbilla, las arrugas de la cara, todo. Estaba perfectamente conservado. Hasta seguía teniendo el estómago lleno.

No me sorprendió en absoluto enterarme de que Gifford y Dunn habían ido juntos al instituto. Las Shetland eran pequeñas. Hacia tiempo que me había acostumbrado a que todos se conocieran.

—Exacto —replicó Dunn—. Estamos esperando a un antropólogo forense. Tal vez podamos quedárnoslo. Sería bueno para el turismo.

—Señor… —dijo Tulloch.

—La verdad, creo… —dijo Renney.

—¡Por el amor de Dios! —salté—. No es de la Edad del Hierro prerromana.

Dunn se volvió hacia mí como si acabara de acordarse de que estaba allí.

—Con el debido respeto… —empezó a decir.

—Corríjanme si estoy equivocada —interrumpí—. Pero, por lo que yo sé, las mujeres de la Edad del Hierro prerromana no se pintaban las uñas de los pies.

Dunn me miraba como si le hubiera dado una bofetada. Tulloch torció momentáneamente la boca. Gifford se puso rígido, pero no supe interpretar su expresión. Stephen Renney pareció aliviado.

—Eso era lo que intentaba decir. No se trata de un hallazgo arqueológico. De ninguna manera. La turba confunde. Tiene usted razón al decir que posee unas propiedades de conservación asombrosas, pero hay rastros de esmalte en los dedos de los pies y de las manos. Además, el trabajo dental es muy moderno.

A mi lado, oí a Gifford soltar un profundo suspiro.

—Está bien, ¿qué puedes decirnos, Stephen? —preguntó.

El doctor Renney abrió la única carpeta que había encima de su escritorio. Levantó la vista. Me pregunté si se sentía incómodo mirándonos a los cuatro a la vez, pero era un hombre tan menudo que probablemente estaba acostumbrado a eso.

—Entenderán que, dado que han traído el cuerpo hace menos de tres horas, el informe es provisional.

—Por supuesto —dijo Gifford con cierta impaciencia—. ¿Qué tenemos hasta ahora?

Vi a Dunn mirar con dureza a Gifford; técnicamente, el inspector de policía estaba al mando, pero el hospital era territorio de Gifford. Me pregunté si íbamos a ver un duelo de titanes.

Stephen Renney carraspeó.

—Lo que tenemos son los restos de una mujer de entre veinticinco y treinta y cinco años. La turba le ha teñido la piel, pero he examinado a fondo la cara, la estructura ósea y el cráneo, y puedo decir casi con seguridad que es caucásica. También estoy todo lo seguro que se puede estar de que la muerte no se debió a causas naturales.

Bueno, eso era quedarse muy corto.

—Entonces, ¿qué la produjo? —preguntó Gifford.

Me volví hacia él para ver cómo había encajado la noticia.

El doctor Renney se aclaró la voz. Con el rabillo del ojo vi que me miraba.

—La víctima murió de una hemorragia masiva como resultado de haberle arrancado el corazón del cuerpo.

Gifford levantó bruscamente la cabeza; estaba pálido.

—¡Dios!

Los dos policías no exteriorizaron ninguna reacción. Como yo, habían visto el cadáver.

Una vez que hubo dicho lo peor, Renney pareció relajarse un poco.

—Una serie de puñaladas, unas diez o doce en total, con un instrumento muy afilado —dijo—. Diría que un instrumento quirúrgico, o quizá un cuchillo de carnicero.

—¿A través de la caja torácica? —preguntó Gifford.

Era una pregunta de cirujano. No se me ocurría ningún instrumento quirúrgico común que pudiera atravesar la caja torácica. A él tampoco, a juzgar por el modo en que había juntado las cejas.

Renney sacudió la cabeza.

—Primero abrieron la caja torácica —dijo—. Diría que la forzaron con algún tipo de instrumento contundente.

La saliva se me acumulaba en la parte posterior de la boca. La silla de plástico naranja que tenía delante empezaba a parecerme muy tentadora.

—¿Se podría haber utilizado de nuevo el corazón? —preguntó Dana Tulloch—. ¿Podrían haberla matado porque necesitaban un corazón?

La observé mientras seguía su razonamiento. Había oído hablar de cosas así: secuestros para conseguir órganos; horribles operaciones encubiertas organizadas y financiadas por gente con problemas de salud y billeteras abultadas. Esas cosas ocurrían, pero en lugares remotos con nombres de extraña sonoridad, donde la vida humana, sobre todo la de los pobres, valía muy poco. Aquí no. No en Gran Bretaña y, desde luego, no en las Shetland, el lugar más seguro donde vivir y trabajar del Reino Unido.

Antes de responder, Renney hizo una pausa y estudió un momento sus notas.

—Creo que no —dijo por fin—. La vena cava inferior fue pulcramente extirpada, al igual que las venas pulmonares. Pero el tronco pulmonar y la aorta ascendente fueron arrancadas de mala manera. Como si hubieran hecho varios intentos. No se hizo a tontas y a locas. Diría que fue obra de alguien con conocimientos rudimentarios de anatomía, pero no de un cirujano.

—Entonces estoy descartado —dijo Gifford.

Tulloch lo fulminó con la mirada. Yo me mordí el labio para que no se me escapara una carcajada. Estaba nerviosa, eso era todo; la verdad, no era cosa de reírse.

—He hecho rápidamente unos tests y en su sangre hay niveles muy altos de Propofol —continuó Renney. Miró al inspector Dunn—. Casi con toda seguridad, estaba muy anestesiada cuando lo hicieron.

—Gracias a Dios —dijo la oficial Tulloch, que seguía lanzando dagas a Gifford—. ¿Es fácil conseguir Pro…?

—Propofol —dijo Renney—. Bueno, no puede comprarse en la farmacia, pero es un agente de inducción intravenosa bastante común. Cualquiera con acceso a un hospital no tendría muchas dificultades. O alguien que trabaje en una compañía farmacéutica.

—Hoy día se puede conseguir casi de todo en el mercado negro —dijo Dunn. Miró a Tulloch—. No vayamos tras pistas falsas.

—También he visto marcas de trauma alrededor de las muñecas, los antebrazos y los tobillos —continuó Renney—. Diría que estuvo atada durante bastante tiempo antes de morir.

Renuncié a hacerme la fuerte. Di un paso y me senté. Renney me miró y sonrió. Traté de devolverle la sonrisa pero no lo logré.

—De acuerdo, ya conocemos el cómo —dijo Gifford—. ¿Alguna idea del cuándo?

Me eché hacia delante en la silla. Había estado dándole vueltas —cuando no había estado concentrada en otras cosas— durante toda la tarde. Debería decir que antes de elegir la especialidad de obstetricia barajé la idea de hacer carrera en patología y seguí un curso de formación muy rudimentario. Eso fue antes de comprender que el instante de la vida tenía un atractivo muy superior al de la muerte. «Típico de Tora —había dicho mi madre—, siempre yendo de un extremo a otro». En realidad se había sentido enormemente aliviada. Fuera como fuese, yo ahora agradecía esa formación preliminar. Tenía una idea más que aproximada del proceso de descomposición.

En primer lugar, la regla de oro: la putrefacción empieza en el momento de la muerte. Después, depende de varios elementos: la condición del cuerpo, es decir, el tamaño, el peso, si presenta heridas o trauma; su localización, bajo techo o al aire libre, en clima cálido o frío, expuesto o protegido; la presencia de animales carroñeros o insectos; si se ha enterrado o embalsamado.

Tomemos el caso de un cadáver abandonado en un bosque de un clima templado como el de las Islas Británicas. Al morir, las sustancias químicas y los enzimas del cuerpo se combinan con las bacterias para empezar a destruir el tejido.

Entre cuatro y diez días después de la muerte, el cuerpo empieza a descomponerse. Salen fluidos de las cavidades y se producen varios gases, hediondos para los humanos pero tentadores como delicatessen para los insectos. La presión del gas infla el cuerpo mientras los gusanos se abren paso como locos, propagando bacterias y rasgando el tejido.

A los cincuenta días, la mayor parte de la carne ha desaparecido, el cuerpo se ha secado y el ácido butírico le da olor a queso. Las partes en contacto con el suelo fermentan y enmohecen. Los escarabajos reemplazan a los gusanos como depredador principal, y por último llega la mosca y termina con los restos de carne húmeda.

Un año después de la muerte, el cuerpo habrá llegado a la fase de descomposición seca, con solo huesos y pelo. El pelo también terminará desapareciendo, devorado por las polillas y las bacterias, y dejará el cráneo al descubierto.

Es un ejemplo. Un cadáver congelado en hielo alpino, que no haya estado expuesto al sol ni se haya visto afectado por un movimiento glaciar, podría permanecer cientos de años en perfecto estado. Mientras que otro colocado en un panteón elevado durante un verano de Nueva Orleans habría desaparecido casi por completo en menos de tres meses.

Y luego está la turba.

—Sí, exacto —dijo Stephen Renney—. ¿Cuándo murió? ¿Cuándo la enterraron? Las preguntas del millón de dólares, supongo.

Detrás de mí oí una inhalación brusca y sentí una punzada de compasión hacia la oficial. Stephen Renney parecía estar disfrutando demasiado. No me gustó, y supuse que a ella tampoco.

—Unas preguntas muy interesantes, porque el proceso normal de la descomposición se desbarata cuando introduces la turba en la ecuación. Verán, en un pantano de turba típico, sobre todo en los de estas islas, se da la combinación de temperatura fría, ausencia de oxigeno (que, como sabemos, es esencial para el crecimiento de las bacterias) y las propiedades antibióticas de los materiales orgánicos, incluidos los ácidos húmicos, del agua de turbera.

—No estoy seguro de seguirlo, señor Renney —dijo la oficial Tulloch—. ¿De qué modo hacen más lenta la descomposición los materiales orgánicos?

Renney le sonrió radiante.

—Bueno, pongamos por ejemplo el musgo de esfagno. Cuando la bacteria putrefactiva segrega enzimas digestivos, el esfagno reacciona con los enzimas y los inmoviliza en la turba. El proceso se detiene de forma brusca.

—Estás muy bien informado, Stephen —dijo Gifford.

Juro que vi ruborizarse a Stephen.

—Bueno, me dedico un poco a la arqueología en mi tiempo libre. Soy una especie de Indiana Jones aficionado. Es una de las razones por las que acepté este empleo. La riqueza de los yacimientos de estas islas es…, bueno, por lo que sea, he tenido que aprender bastante de la naturaleza de las turberas. Leí mucho sobre la cuestión cuando llegué aquí. Cada vez que hay una excavación, me ofrezco voluntario.

Me arriesgué a mirar de reojo a la oficial Tulloch para ver cómo se había tomado la comparación del poquita cosa de Stephen Renney con Harrison Ford. No vi rastro de humor en su cara.

—Estoy seguro de que la señorita Hamilton me corregirá si me equivoco —dijo el inspector Dunn, haciéndome dar un respingo—, pero el esmalte de uñas se utilizó durante la mayor parte del siglo pasado. Esa mujer ¿podría llevar décadas allí abajo?

Tulloch lanzó una mirada a su jefe y entre sus cejas se formaron tres pequeñas arrugas.

—Bueno, no, no lo creo —dijo Renney, como si se disculpara—. Verá, aunque el tejido blando puede conservarse muy bien en las turberas ácidas, no ocurre lo mismo con los huesos y la dentadura. En una turbera, el componente inorgánico del hueso, la hidroxiapatita, se disuelve con los ácidos húmicos. Lo que queda es el colágeno óseo, que se encoge y deforma el contorno original del hueso. Asimismo, las uñas de las manos y los pies —me miró—, aunque se conservan, pueden separarse del cuerpo. He tomado muestras del hueso y examinado la dentadura de nuestro cadáver, y puedo decir con cierta seguridad que no hay indicios de ese proceso. Las uñas están intactas. Basándome solo en eso diría que no puede llevar enterrada más de una década, probablemente menos de cinco años.

—Parece que, después de todo, podría ser sospechosa, señorita Hamilton —dijo Gifford arrastrando las palabras a mis espaldas. Decidí pasar por alto el comentario. Renney lo miró alarmado.

—No, no lo creo, la verdad —volvió a bajar la vista y manoseó sus notas—. Hay algo más que debo decirles. Mientras traían el cuerpo he buscado en internet el pueblo donde se encuentra la casa de la señorita Hamilton. Creo que se llama Tresta.

Esperó confirmación. Asentí.

—Bien. Quería saber si había habido algún hallazgo en los pantanos de la zona. Por si les interesa, no ha habido ninguno. Pero he averiguado algo muy interesante.

Esperó a que reaccionáramos. Me pregunté quién de nosotros lo haría. Yo no tenía ningunas ganas de hablar.

—¿Qué? —preguntó Gifford, impaciente.

—En enero de 2005 hubo una gran tormenta en esa región. Vientos huracanados y tres mareas muy altas. Las defensas contra las marcas se vieron desbordadas y toda la zona quedó inundada durante varios días. Hubo que evacuar a los habitantes y murieron docenas de cabezas de ganado.

Asentí. A Duncan y a mí nos hablaron de ello cuando compramos la casa. Lo describieron como un suceso que tenía lugar cada millar de años, y no permitimos que nos preocupara.

—¿Qué relación puede tener con esto? —pregunté.

—Cuando se inunda un pantano —respondió Renney—, sea por el agua del mar, sea por lluvias intensas, las propiedades de conservación del tejido disminuyen. El tejido blando, la carne y los órganos internos empiezan a deteriorarse, y tiene lugar la esqueletonización. Si nuestro cadáver hubiera estado enterrado cuando estalló la tormenta, se encontraría en mucho peor estado.

—Dos años y medio —murmuró Gifford—. Empezamos a restringir el campo de búsqueda.

—Eso habrá que confirmarlo —dijo Dunn.

—Por supuesto, por supuesto —dijo Renney—. También he echado un vistazo al contenido del estómago. Comió un par de horas antes de morir. Hay rastros de carne y queso, y posibles restos de cereales, tal vez pan integral. Y algo más que he tardado en identificar.

Hizo una pausa; nadie habló, pero esta vez debió de bastarle tener toda nuestra atención.

—Estoy bastante seguro de que eran semillas de fresas. No encontré ninguna fruta, se digieren muy deprisa, pero estoy casi seguro de que lo eran. Lo que indica que murió a principios de verano.

—Ahora se pueden comprar fresas todo el año —dije.

—Exacto —replicó Renney; parecía encantado—. Pero esas semillas eran extrañamente pequeñas. Menos de la cuarta parte de una semilla normal. Lo que apunta… —me miraba. Le sostuve estúpidamente la mirada sin tener ni idea de adónde quería ir a parar.

—Que eran fresas silvestres —dijo Gifford en voz baja.

—Exacto —volvió a decir Renney—. Pequeñas fresas silvestres. Se encuentran por todas partes en estas islas, pero la temporada es muy corta. Menos de cuatro semanas.

—De finales de junio a principios de julio —dijo Gifford.

—De principios del verano de 2005 —dije, pensando que había juzgado mal a Stephen Renney. Era prepotente e irritante, pero aun así muy inteligente.

—O principios del verano de 2006 —dijo la oficial Tulloch—. Podría llevar allí un año.

—Sí, es posible. La clave estará en el proceso de coloración. La materia no se tiñe inmediatamente cuando está rodeada de turba; tarda un tiempo. Sin embargo, nuestro cadáver está completamente coloreado, lo que significa que los ácidos tuvieron tiempo de penetrar el lino y teñir la carne. La duración del proceso es crucial. Me propongo ponerme a ello esta misma tarde.

—Gracias —dijo Tulloch, y sonó sincera.

Fresas silvestres. Se me ocurrían cosas peores para una última comida. La mujer había comido fresas silvestres y unas pocas horas después alguien le había arrancado el corazón. Empecé a sentir náuseas. Mi curiosidad macabra había quedado satisfecha, quería irme. Por desgracia todavía tenía que hacer mi papel.

—¿Qué quiere de mí, doctor Renney? —pregunté.

—Stephen —corrigió él—. Necesito comprobar algo con usted. Algo de su competencia.

—¿Estaba embarazada? —se apresuró a preguntar Tulloch.

Stephen negó con la cabeza.

—No, eso lo habría visto por mí mismo. Un feto en el útero, por diminuto que sea, es inconfundible. —Pareció esperar a que yo hablara.

—¿Qué tamaño tiene? —pregunté.

—Unos quince centímetros de diámetro.

Asentí.

—Probablemente necesitaré examinarlo para estar segura, pero es posible… —me volví hacia el inspector Dunn.

—¿Qué? —dijo él, mirándonos a Stephen Renney y a mí.

—Nuestra víctima había dado a luz —dijo Renney—. Lo que no sé decir, y espero que la señorita Hamilton me ayude, es cuánto tiempo antes de la muerte.

—El útero se hincha durante el embarazo —expliqué— y empieza a contraerse de nuevo inmediatamente después del parto. Suele durar entre una y tres semanas. En general, cuanto más joven y sana es la mujer, más rápido es el proceso. Si todavía se percibe una hinchazón, significa que dio a luz un par de semanas antes de su muerte.

—¿Da su autorización para que la señorita Hamilton examine el cuerpo? —preguntó Stephen.

La oficial Tulloch miró a su jefe. Él consultó el reloj y miró a Gifford.

—¿Vendrá el comisario Harris a ocuparse del caso? —preguntó Gifford.

Andy Dunn frunció el entrecejo y asintió.

—Dentro de un par de días.

Evidentemente, yo no tenía ni idea de quién era el comisario Harris, pero di por supuesto que era un pez gordo del interior. Por la rapidez con que se habían presentado poco antes en mi casa, supuse que el inspector Dunn y la oficial Tulloch eran de las islas e iban a ser relevados en breve. Dada la escasez de crímenes serios que tenían lugar en las Shetland, eso debía de ser muy frustrante para ellos; me bastó mirar la cara de Tulloch para saber que no me equivocaba. De Dunn no estaba tan segura. Parecía preocupado.

—No se pierde nada con saberlo —dijo Gifford—. ¿Estás de acuerdo en hacerlo, Tora?

Nunca en toda mi vida había estado menos de acuerdo en algo.

Asentí.

—Por supuesto. Empecemos.

Los cinco nos cambiamos y lavamos; cada uno era testigo de cómo los demás cumplían las normas. Nos pusimos guantes, mascarillas y gorros, y entramos detrás de Stephen Renney en la sala de exploración. Duró quince minutos y en todo momento tuve la absurda sensación de que el tiempo se acababa; de que debía darme prisa y terminar antes de que los mayores llegaran y pusieran fin a nuestros juegos.

Estaba tumbada en una camilla de acero, en el centro de una habitación revestida de azulejos. Parecía una estatua, una bonita estatua marrón; o una talla de bronce que ha perdido algo de lustre. Me sorprendí a mí misma al dirigirme directamente hacia su cabeza.

«Era guapa», pensé, aunque era difícil estar seguro. Sus facciones eran pequeñas y delicadas, rayando en perfectas. Pero la belleza es mucho más que perfección en las facciones; la particular mezcla de color, luz y calor que da belleza a una cara está totalmente ausente en un cadáver.

Tenía el pelo muy largo; tan largo que colgaba por los lados de la camilla. Estaba enrollado en largas espirales; era la clase de pelo con el que yo había soñado de pequeña. Empezó a costarme mirarle la cara y pasé al cuerpo.

Si bien había asistido a autopsias en el pasado —una parte esencial de las prácticas—, nunca había visto a la víctima de un asesinato. Pero aunque lo hubiera hecho, creo que nada me habría preparado para el horror que estaba contemplando.

El doctor Renney había practicado una incisión en forma de horca en el abdomen para examinar los órganos internos y la había cosido burdamente dejando una herida fea y desfigurante. Los daños en la zona del pecho eran aún más extensos, pero el doctor Renney no era el responsable. Se trataba de una herida profunda entre los senos, ligeramente ovalada y de cinco centímetros de longitud, donde supuse que habían introducido un instrumento contundente. Traté de imaginar la fuerza necesaria para infligir tal golpe y me alegré de que el doctor Renney nos hubiera hablado del Propofol. Un corte vertical se extendía a partir de la herida en ambas direcciones, llegando cerca del cuello y bajando casi hasta la cintura, donde la forzada apertura de la caja torácica había rasgado la piel. Tuve una visión fugaz de unas manos rojas de sangre hundiéndose en ella, y de unos nudillos grandes y cubiertos de cicatrices, blancos por la tensión, mientras las costillas empezaban a crujir bajo la fuerza. Tragué saliva.

Cuando encontré el cuerpo, la caja torácica no estaba del todo cerrada. Había visto parte de los daños infligidos en el interior y la ausencia del órgano que faltaba. Me inclinaba a estar de acuerdo con Renney. Un corazón arrancado de ese modo no podría utilizarse de nuevo.

En la habitación se había hecho el silencio. Me di cuenta de que todos esperaban.

—Aquí está —dijo Renney a mi espalda.

Sostenía un disco metálico. Lo llevó al banco de trabajo que se extendía a lo largo de tres paredes de la habitación y yo lo seguí. Tulloch se colocó a mi izquierda. Gifford se quedó un poco atrás; oía su respiración en mi oído derecho. Dunn se mantuvo a cierta distancia.

Preparándome para lo peor, cogí el útero. Era más pesado y más grande de lo que cabía esperar en una mujer de su tamaño. Lo puse en la balanza. Cincuenta y tres gramos. El doctor Renney me ofreció una regla. Medí la longitud y el ancho de la parte más amplia, el nivel superior. Ya había una incisión; la abrí. La cavidad era extensa, y las capas musculares eran más gruesas y mejor definidas que las que presentaría una mujer que nunca hubiera pasado por un embarazo completo. Todo el procedimiento duró tres minutos. Cuando estuve segura me volví hacia Stephen Renney.

—Sí —dije—. Dio a luz entre siete y diez días antes de morir. Es difícil ser más preciso.

—¿Puede examinar los pechos? —preguntó él, sonriendo lleno de satisfacción por haber tenido razón.

Me tragué mi irritación. Ese era su trabajo; como es natural, quería ser concienzudo.

Me acerqué de nuevo a la camilla. Nuestra víctima era delgada, pero yo ya sabía lo que buscaba. Alrededor de la cintura vi carnes propias de la gordura del embarazo. Tenía el abdomen flácido y los senos demasiado grandes para un cuerpo tan menudo. Me acerqué más y deslicé una mano por el derecho; el izquierdo presentaba muchos daños. Los conductos lactíferos estaban hinchados, y los pezones habían aumentado de tamaño y se habían cuarteado en varias partes.

Asentí.

—Dio el pecho —dije. Noté que me temblaba la voz, pero no me importó. No podía mirar a los demás—. ¿Hemos terminado?

Renney vaciló.

—Bueno, me preguntaba si… —miró el cadáver.

Ah, no. No iba a examinar la vagina de esa mujer. Sabía qué encontraría.

—Tal vez deberíamos dejárselo a los demás —dije.

Él hizo una pausa.

—Hay algo más que los agentes deberían ver. ¿Me ayuda a darle la vuelta?

Gifford me miró a los ojos.

—Yo lo haré —dijo, adelantándose.

Se acercó a la cabecera de la camilla y deslizó las manos por debajo de los hombros de la mujer.

Stephen Renney, que la sostenía por la cadera, contó:

—Tres, dos, uno, vamos allá.

La levantaron y le dieron la vuelta.

Vimos la delgada espalda, los pecosos hombros, las largas y esbeltas piernas, las redondas nalgas. Nadie habló. Los dos policías se acercaron más a la camilla y…, no pude evitarlo, yo también lo hice.

—¿Qué demonios son? —preguntó Gifford por fin.

En la espalda de la víctima había grabados unos símbolos, tres en total: el primero entre los omóplatos, el segundo de un lado a otro de la cintura, y el tercero en la parte inferior de la espalda. Los tres símbolos eran angulares, hechos con líneas totalmente rectas; los dos primeros eran verticalmente simétricos, el tercero no. El situado entre los omóplatos me recordó un poco el símbolo cristiano del pez:

El segundo, a lo largo de la cintura, consistía en dos triángulos colocados de lado con los ápices tocándose; como un niño dibujaría una pajarita con la cuerda de una cometa:

El tercero era solo un par de líneas rectas; la más larga se extendía en diagonal por encima de la cadera derecha, hasta la ranura de las nalgas, y la segunda también la recorría en diagonal:

Cada uno de los símbolos medía unos quince centímetros en su dimensión más larga.

—Heridas muy poco profundas —dijo Renney, el único de nosotros que no se había quedado paralizado por lo que veía—. Dolorosas pero no peligrosas para su vida. Hechas con un cuchillo muy afilado. De nuevo estoy pensando en un bisturí.

Miró a Gifford. Yo también lo miré. Gifford seguía contemplando la espalda de la mujer.

—¿Mientras estaba viva? —preguntó Tulloch.

Renney asintió.

—Ya lo creo. Sangraron un poco y luego tuvieron tiempo de cerrarse en parte. Diría que un par de días antes de que muriera.

—Lo que explicaría la necesidad de atarla —concluyó Dunn.

Tulloch bajó la vista, luego miró el techo con los puños cerrados.

—Pero ¿qué son? —volvió a preguntar Gifford.

—Runas —dije yo.

Todos se volvieron hacia mí. Gifford entornó sus hundidos ojos y ladeó la cabeza, como diciendo: «¿Puedes repetirlo?».

—Runas vikingas —expliqué—. Encontré unas iguales en el sótano de la casa, talladas en piedra. Mi suegro las identificó. Sabe mucho de la historia de la región.

—¿Sabe lo que significan? —preguntó Tulloch.

—No tengo ni idea —confesé—. Solo que son una especie de escritura antigua que trajeron los noruegos. Una vez que sabes lo que estás buscando, las ves a menudo por las islas.

—¿Sabría decirnos su suegro lo que significan? —preguntó Tulloch.

Asentí.

—Es muy probable. Le daré su número de teléfono.

—Fascinante —dijo Gifford, aparentemente incapaz de apartar sus ojos de la mujer.

Me quité los guantes y fui la primera en salir de la habitación. Tulloch me siguió.

—¿Y ahora qué? —preguntó Kenn Gifford mientras los cuatro recorríamos de nuevo el pasillo hacia la entrada del hospital.

—Empezaremos por comprobar la lista de personas desaparecidas —explicó Dunn—. Mandaremos examinar el esmalte de uñas, para averiguar la marca, tal vez el lote y dónde se vendió. Haremos lo mismo con el lino en que estaba envuelta.

—Con el ADN, los historiales dentales y lo que sabemos de su embarazo, no debería ser difícil averiguar quién es —replicó Tulloch—. Por suerte, aquí trabajamos con una población bastante pequeña.

—Pero podría no ser de las islas —dijo el inspector Dunn—. Tal vez solo las consideraron el vertedero ideal para deshacerse de un cadáver. Entonces, quizá no lleguemos a saber quién era.

Se me revolvió el estómago y me di cuenta de lo totalmente inaceptable que era esa posibilidad. Para mí el caso no se cerraría hasta saber quién era esa mujer y cómo demonios había llegado a mi terreno.

—Con el debido respeto, señor, estoy segura de que era de aquí —dijo Tulloch, con la sorpresa reflejada en la cara—. ¿Por qué vendría alguien hasta aquí para enterrar un cadáver cuando entre nosotros y la costa más próxima hay kilómetros de océano? ¿Por qué no tirarla sencillamente al mar?

Se me ocurrió que, si yo hubiera asesinado a alguien, eso es lo que habría hecho. Las islas Shetland tienen una costa de 1450 kilómetros aproximadamente, pero la masa terrestre solo es de 1468 kilómetros cuadrados; una proporción muy poco habitual. Ningún lugar en las islas queda a más de ocho kilómetros de la costa, y nada es más fácil que acceder a un barco. Un cadáver pesado arrojado por la borda a un par de kilómetros de distancia tendría muchas menos posibilidades de ser descubierto que uno enterrado en un campo.

En ese momento mi localizador y el de Gifford sonaron a la vez. La sangre de Janet Kennedy había llegado. Los dos agentes nos dieron las gracias y se despidieron para dirigirse al aeropuerto a recibir al equipo de la zona continental.

Una hora más tarde, todo había ido bien y volvía a estar en mi despacho tratando de juntar fuerzas para irme a casa. Estaba de pie junto a la ventana, contemplando cómo se apagaba el día a medida que llegaban bancos de nubes procedentes del mar. Me veía reflejada débilmente en el cristal. Normalmente me cambio antes de ir a casa, pero seguía con los pantalones de quirófano y una de las camisetas ceñidas que siempre me pongo para operar. Sentía un dolor muscular intenso, casi punzante, entre los omoplatos, y traté de masajeármelos con una mano.

Dos manos calientes y grandes cayeron sobre mis hombros. En lugar de asustarme, me relajé y dejé que las mías se deslizaran debajo de ellas.

—Estira los brazos hacia arriba todo lo que puedas —me ordenó una voz que me resultó familiar.

Hice lo que se me decía. Gifford me presionó los hombros con un movimiento rotatorio hacia atrás y hacia abajo. Era casi doloroso. En realidad era muy doloroso. Me entraron ganas de protestar, tanto por lo indecoroso como por la incomodidad física. Pero no dije nada.

—Ahora hacia los lados —dijo él.

Estiré los brazos tal como me indicó. Me rodeó el cuello con las manos y empujó hacia arriba. Yo quería quejarme, pero no podía hablar. Luego me lo dobló una sola vez hacia la derecha y me soltó.

Me di rápidamente la vuelta. El dolor había desaparecido, notaba un hormigueo en los hombros y me sentía genial, como si hubiera dormido doce horas.

—¿Cómo lo haces? —estaba descalza y él se alzaba sobre mí. Retrocedí un paso y choqué con fuerza contra el alfeizar de la ventana.

Él sonrió.

—Soy médico. ¿Una copa?

Noté que me ponía colorada. Sintiéndome de pronto insegura de mí misma, miré el reloj; las siete menos cuarto.

—Tengo que decirte varias cosas —añadió Gifford—, y los próximos días voy a estar muy liado. Además, parece que necesitas una.

—En eso no te equivocas —me puse el abrigo y los zapatos, y salí detrás de él. Mientras cerraba el despacho con llave, me pregunté cómo se las había arreglado para abrir la puerta y cruzar el suelo enmoquetado sin que lo oyera. Y, pensándolo mejor, ¿cómo no lo había visto reflejado en la ventana? Debía de estar totalmente absorta en mis pensamientos.

Veinte minutos después nos habíamos sentado junto a la cristalera de la taberna de Weisdale. La vista del voe era gris: mar gris, cielo gris, colinas grises. De espaldas a ella, miré la chimenea. En Londres habría flores en los parques, las calles empezarían a estar llenas de turistas, los pubs habrían desempolvado las mesas de jardín. En las Shetland la primavera llega tarde y malhumorada, como una adolescente a la que obligan a ir a misa.

—Había oído que no bebías —dijo Gifford mientras dejaba una gran copa de vino tinto delante de mí.

Se sentó, hundió los dedos en el pelo y se lo recogió hacia arriba y hacia atrás, lejos de la cara. Cuando lo dejó caer de nuevo, casi le rozó los hombros. Lo llevaba escalado y sin flequillo, un corte que a veces ves en hombres que aún no han superado del todo la fase de rebelión juvenil. En un miembro del Real Colegio de Médicos parecía ridículamente fuera de lugar y me pregunté qué trataba de demostrar.

—No bebía —respondí al tiempo que cogía la copa—. O sea, no bebo. No mucho. Normalmente no.

La verdad era que antes bebía tanto como cualquiera, más que mucha gente, pero eso fue hasta que Duncan y yo quisimos tener familia. Entonces me propuse renunciar al alcohol y traté de convencer a Duncan para que siguiera mi ejemplo. Pero en los últimos tiempos mi determinación era cada vez más débil. Es fácil convencerte de que una copita no puede hacerte daño. Y, antes de que te des cuenta, la copa se ha convertido en media botella y otro folículo en desarrollo se ve seriamente en peligro. A veces desearía no saber tanto del funcionamiento del cuerpo.

—Hoy creo que tienes una buena excusa —dijo Gifford—. ¿Has leído Ivanhoe de Walter Scott?

Sacudí la cabeza. Los clásicos nunca habían sido lo mío. Me había peleado sin éxito con Casa desolada, de Dickens, cuando estudiaba literatura en bachillerato. Después de eso me había concentrado en las ciencias.

Gifford cogió su copa, un excelente whisky de malta. Al menos eso es lo que me pareció, pero también podría haber sido zumo de manzana. Mientras estaba distraído en algo, me permití examinarlo. Tenía una cara ovalada en la que el rasgo dominante era la nariz, larga y ancha pero totalmente recta y regular. La boca era generosa y bastante bien trazada, de labios gruesos y curvados en un arco de Cupido perfecto; casi podría decirse que era femenina, aunque demasiado ancha para caber en la cara de una mujer. Esa noche se había instalado en ella una media sonrisa, y de los bordes de la nariz a las comisuras de los labios aparecieron profundos surcos. No era guapo desde ningún punto de vista. No podía competir ni de lejos con Duncan. Pero aun así, tenía algo.

Se volvió hacia mí.

—Ha sido horrible —dijo—. ¿Estás bien?

Me había descolocado.

—Hummm, ¿te refieres a encontrar el cadáver, a que me arrastraran al depósito de cadáveres o a no haber leído Ivanhoe? —pregunté.

A nuestro alrededor el ambiente se había ido animando; sobre todo hombres, sobre todo jóvenes: trabajadores petroleros sin familia, buscando más compañía que alcohol.

Gifford se rio. Tenía los dientes grandes y blancos pero irregulares, y los incisivos sobresalían ligeramente.

—Me recuerdas a uno de los personajes —dijo—. ¿Qué tal te estás adaptando?

—Bien, gracias. Todo el mundo ha sido muy amable —no era verdad, pero no parecía el momento adecuado para quejarse—. He visto la película —añadí.

—Han hecho varias. Ese yate está en agua poco profunda.

Miraba por encima de mi hombro a través de la cristalera. Me volví. Un Westerly de diez metros de eslora pasaba cerca de la orilla. Se escoraba mucho; si el capitán no tenía cuidado, terminaría rozando el casco con el fondo.

—Ha izado demasiado la mayor —dije—. ¿Te refieres al personaje que interpreta Elizabeth Taylor?

—Estás pensando en Rebecca. No, me refiero a la otra, a Rowena la sajona.

—Ah —esperaba que se explicara.

No lo hizo. En el voe, el Westerly hizo un viraje forzoso y se alejó rápidamente en un ángulo obtuso con respecto a su curso inicial. Luego alguien a bordo soltó la driza y la vela mayor se desplomó. El foque empezó a sacudirse y un movimiento repentino en el agua detrás de la popa nos indicó que el motor se había puesto en marcha. El barco estaba bajo control y se dirigía a un atracadero, pero se había salvado por los pelos.

—Siempre les pasa lo mismo —dijo Gifford con aire satisfecho—. El viento los aleja demasiado de la costa oeste —se volvió hacia mí—. Has tenido toda una experiencia.

—No te lo discuto.

—Pero ya ha terminado.

—Díselo al ejército que está excavando mi terreno.

Él sonrió, enseñó de nuevo sus prominentes incisivos. Me estaba poniendo increíblemente nerviosa. No era solo su tamaño, yo también soy alta y siempre he procurado rodearme de hombres corpulentos. Había algo en él que estaba demasiado presente.

—Reconozco mi error. Pero terminarán pronto —bebió—. ¿Qué te llevó a hacerte médico obstetra?

Cuando conocí mejor a Kenn Gifford, descubrí que su cerebro funciona el doble de rápido que el de la mayoría de las personas. Pasa mentalmente de un tema a otro a una velocidad absurda, como un pájaro que vuela de flor en flor; y habla al mismo ritmo. Me acostumbré a ello al cabo de un tiempo, pero en ese primer encuentro, sobre todo en mi estado nervioso, me resultó desconcertante. No logré relajarme. Aunque, si lo pienso, creo que nunca estaba relajada cuando Kenn andaba cerca.

—Pensé que en ese campo necesitaban más mujeres —dije dando otro sorbo. Estaba bebiendo demasiado deprisa.

—Qué horriblemente predecible. No me vas a soltar ese tópico de que las mujeres son más sensibles y comprensivas, ¿verdad?

—No, iba a utilizar el de que son menos arrogantes, menos autoritarias y menos dadas a pontificar con aire dictatorial sobre sentimientos que nunca experimentarán en carne propia.

—Tú nunca has tenido un hijo. ¿Qué te hace tan diferente?

Me obligué a dejar la copa.

—De acuerdo, te diré lo que fue. En mi tercer año leí un libro de un tipo llamado Tailor o Tyler, una autoridad en obstetricia de uno de los hospitales de Manchester.

—Creo que sé de quién hablas. Sigue.

—Había en él muchas tonterías, especialmente sobre los problemas que experimentan las mujeres durante el embarazo debido a su pequeño cerebro y su incapacidad para cuidar de sí mismas.

Gifford sonreía.

—Sí, yo mismo escribí un artículo una vez con esos argumentos.

Lo pasé por alto.

—Pero lo que realmente pudo conmigo fue su máxima de que las madres debían lavarse los pechos antes y después de dar de mamar.

Gifford se echó hacia atrás en su silla, divertido.

—Y eso es un problema porque…

—¿Sabes lo difícil que es lavarte los pechos? —con el rabillo del ojo vi que alguien nos miraba. Había alzado la voz, como hago siempre que discurseo—. Las madres primerizas pueden dar de mamar diez o más veces en veinticuatro horas. Según eso, diez veces al día tendrán que desnudarse de cintura para arriba, inclinarse sobre el lavabo lleno de agua tibia, frotarse bien, apretar los dientes cuando les escueza el jabón en los pezones agrietados, secarse y volver a vestirse. Y todo eso mientras el bebé está berreando de hambre. ¡Ese tipo no sabe de qué habla!

—Es evidente —Gifford recorrió la habitación con la mirada. Ya eran varias las personas que nos escuchaban.

—Y me dije: «No me importa lo brillante que sea este hombre desde el punto de vista técnico, no debería tratar con mujeres estresadas y vulnerables».

—Estoy totalmente de acuerdo. Haré que borren el lavado de pechos de los protocolos posnatales.

—Gracias —dije; me di cuenta de que empezaba a sonreír.

—Todas las personas con las que he hablado parecen muy impresionadas contigo —dijo él, inclinándose más.

—Gracias —repetí.

Eso era nuevo, pero de todos modos resultaba agradable oírlo.

—Es una lástima que tengas que desviarte de rumbo tan pronto.

Se me borró la sonrisa de la cara.

—¿Qué quieres decir?

—Encontrar un cadáver como ese perturbaría a cualquiera. ¿Necesitas tomarte unos días? ¿Ir a ver a tus padres, quizá?

Ni siquiera se me había pasado por la cabeza tomarme tiempo libre.

—No. ¿Por qué iba a hacerlo?

—Estás traumatizada. Lo llevas bien, pero tienes que estarlo. Necesitas sacarlo.

—Lo sé. Lo haré.

—Si necesitas hablar de ello es mejor que lo hagas lejos de las islas. En realidad, será mucho mejor si no lo haces.

—¿Mejor para quién? —pregunté, comprendiendo por fin la verdadera razón de nuestra íntima conversación en el pub.

Gifford se recostó de nuevo y cerró los ojos. Durante unos segundos no se movió, incluso empecé a preguntarme si se había quedado dormido. Mientras lo observaba, su boca, y no su nariz, se convirtió en el rasgo más prominente de su cara. Casi se convirtió en una boca bonita. Me sorprendí imaginando que acercaba un dedo y recorría con delicadeza la línea de su boca.

Él se irguió, sobresaltándome, y miró alrededor. Nuestro público había vuelto a concentrarse en sus propias conversaciones, pero bajó la voz de todos modos.

—Tora, piensa en lo que vimos allí. No es un asesinato corriente. Si quieres matar a alguien, le rajas la garganta o le aprietas una almohada contra la cara. O incluso le vuelas la tapa de los sesos con una pistola. No haces lo que le hicieron a esa pobre chica. Yo no soy policía, pero todo el asunto me parece una especie de asesinato ceremonial extraño.

—¿Algo relacionado con un culto? —pregunté, recordando cómo me había burlado de la brujería con Dana Tulloch.

—¿Quién sabe? No me corresponde a mí hacer hipótesis. ¿Recuerdas el escándalo de maltrato infantil que hubo hace unos años en las Orcadas?

Asentí.

—Vagamente. Satanismo y demás.

—¡Satanismo y chorradas! Nunca encontraron ninguna prueba. Pero irrumpieron en las casas al amanecer y separaron a los niños, que lloraban a lágrima viva, de sus padres. ¿Tienes alguna idea del impacto que tuvo todo eso en las islas y los isleños? ¿O del impacto que sigue teniendo? He visto lo que ocurre en las islas remotas cuando se desatan los rumores y la histeria. No quiero que se repita lo mismo aquí.

Me puse rígida. Dejé la copa en la mesa.

—¿Es eso lo que realmente importa ahora mismo?

Gifford se inclinó hacia mí hasta que pude oler el alcohol en su aliento.

—Sí —dijo—. El cadáver de mujer que está en manos del doctor Renney no es asunto nuestro. Dejemos que la policía haga su trabajo. Andy Dunn no tiene un pelo de tonto, y la oficial Tulloch es lo más brillante que he visto en el cuerpo de policía en mucho tiempo. Por otra parte, mi trabajo y el tuyo es asegurarnos de que el hospital continúa funcionando con normalidad y que el pánico no se expanda absurdamente en estas islas.

Vi los primeros pelos de barba incipiente en su barbilla. La mayoría eran rubios, pero también había algunos pelirrojos y grises. Me obligué a mirarlo de nuevo a los ojos, pero no me resultaba cómodo sostenerle la mirada; era demasiado penetrante. Tenía los ojos de un verde aceituna intenso.

—Has tenido una experiencia horrible, pero necesito que la olvides. ¿Te ves capaz?

—Por supuesto —respondí; no tenía elección. A fin de cuentas era mi jefe, y no me pareció que fuera una petición. Pero sabía que no iba a ser fácil.

Él se recostó y sentí cierto alivio, aunque ni siquiera me había rozado.

—Tora —dijo—. Un nombre poco corriente. Suena a isleño, pero no puedo decir que lo haya oído antes.

—Me bautizaron Thora —confesé la verdad por primera vez en años—. Como la actriz Thora Hird. Cuando tuve valor suficiente, quité la hache.

—Lo más macabro que he visto nunca —dijo él—. Me pregunto qué hicieron con el corazón.

Yo también me recosté.

—Lo más macabro que he visto nunca —murmuré—. Me pregunto qué hicieron con el bebé.