Veinticinco minutos más tarde me había cambiado y lavado, y me encaminaba al quirófano número dos cuando me detuvo un interno.
—¿Qué pasa?
—No tenemos sangre —respondió el joven escocés—. No les queda AB negativo.
Me quedé mirándolo. ¿Qué más iba a torcerse aquel día?
—Me tomas el pelo —logré decir.
No bromeaba.
—Es un grupo poco común. Hace dos días hubo un accidente de tráfico. Tenemos una unidad, eso es todo.
—Pues consigue más, por Dios —aparte de todo lo que había pasado ya, estaba nerviosísima ante la intervención que me esperaba. Me temo que no sé mostrarme educada en tales circunstancias.
—No soy idiota. Ya la hemos pedido. Pero de momento el helicóptero no puede salir. El viento es demasiado fuerte.
Lo miré furiosa y entré bruscamente en el quirófano en el preciso momento en que un hombre corpulento con una bata de algodón del azul de las fuerzas armadas hacía la última incisión en el útero de Janet.
—Succión —dijo. Cogió un tubo de la enfermera ayudante y lo insertó para drenar el fluido amniótico.
A pesar de la mascarilla y del gorro del uniforme de quirófano, enseguida vi que Kenn Gifford era excepcionalmente atractivo; no guapo, sino más bien todo lo contrario, pero imponente de todos modos. Por encima de la mascarilla se veía una piel clara, de esas que dejan ver las venas de debajo y parecen permanentemente rosadas a partir de cierta edad. Aún no había alcanzado esa edad, pero en el quirófano hacía calor y estaba sofocado. Tenía los ojos pequeños y hundidos, casi no se veían a cierta distancia, y eran de un color indeterminado incluso de cerca. No eran azules o marrones o verdes o color avellana. Oscuros más que claros, tal vez el gris fuera el color que mejor los describía, pero como no los había visto, pensé que ese era su color. Debajo de ellos, profundas ojeras en forma de media luna.
Al verme, retrocedió un paso con las manos a la altura del hombro y me indicó con la cabeza que me acercara. Habían colocado una pantalla para ahorrar a Janet y a su marido los aspectos más sangrientos de la operación. Bajé la mirada, decidida a no pensar en nada más que en el trabajo que teníamos entre manos; sin duda no en Gifford, que estaba demasiado cerca, justo detrás de mi hombro izquierdo.
—Necesitaré aplicar presión en el fondo uterino —dije, y Gifford rodeó a la paciente hasta situarse frente a mí.
Repasando mentalmente la habitual lista de comprobaciones, verifiqué la posición del bebé, la colocación del cordón umbilical. Deslicé una mano por debajo del hombro del bebé y empujé con suavidad. Gifford empezó a presionar el abdomen de Janet mientras yo rodeaba con la otra mano el trasero del niño. Había desplazado la mano que tenía debajo del hombro del niño hacia arriba, hasta alcanzar la cabeza y el cuello, y con delicadeza, obligándome a ir despacio, saqué el pequeño cuerpo cubierto de moco y manchado de sangre, fuera de su madre y a una vida nueva. Experimenté ese instante de emoción pura, una mezcla de triunfo, euforia y tristeza que hace que me arda la cara, me lloren los ojos y me tiemble la voz. Pasó rápidamente Tal vez un día deje de sentirlo; tal vez llegue a acostumbrarme a traer una nueva vida a este mundo y deje de afectarme. Espero que no.
El bebé empezó a berrear, y me permití sonreír y relajarme un segundo antes de entregárselo a Gifford, que me observaba con mucha atención. Luego me volví hacia Janet para terminar y cortar el cordón.
—¿Qué es? ¿Está bien? —se oyó detrás de la pantalla.
Gifford llevó el bebé a los Kennedy, y les concedió unos momentos para que lo vieran y lo abrazaran antes de empezar a pesarlo y hacerle pruebas. Mi tarea era atender a la madre.
Sobre la camilla de pediatra, Gifford cantaba cifras que la comadrona anotaba en un gráfico.
—Dos, dos, dos, uno, dos.
Estaban realizando el test de Apgar, un examen diseñado para evaluar la salud y el estado físico del bebé. El pequeño Kennedy había sacado un nueve; repetirían la prueba dos veces más, pero yo ya no necesitaba más resultados. Sabía que estaba perfectamente.
No podía decir lo mismo de la madre. Había perdido mucha sangre, más de la que éramos capaces de reemplazar, y seguía desangrándose. Inmediatamente después del parto, la anestesista le había dado Syntocinon, el fármaco que se administraba rutinariamente para impedir la hemorragia posparto. En la mayoría de los casos surtía efecto; solo en contadas ocasiones no lo hacía. Esa iba a ser una. Retiré la placenta y llamé a mi jefe.
—Señor Gifford.
Cruzó la sala hasta mí y nos apartamos un poco de los Kennedy.
—¿Cuánta sangre calcula que ha perdido? —pregunté; miraba a mi izquierda, con los ojos a la altura de su hombro.
—Un par de unidades, tal vez más.
—Tenemos exactamente una unidad.
Maldijo entre dientes.
—Sigue sangrando —añadí—. No puede perder más.
Se acercó a Janet y la miró. Luego me miró a mí y asintió. Rodeamos la pantalla y nos detuvimos frente a los Kennedy. John sostenía en brazos a su hijo, la alegría se reflejaba en cada músculo de su cara. Su mujer, en cambio, no tenía muy buen aspecto.
—Janet, ¿puedes oírme?
Ella se volvió y nos miró.
—Janet, estás perdiendo mucha sangre. La droga que te hemos dado para detener la hemorragia no ha surtido efecto y estás cada vez más débil. Vamos a tener que hacer una histerectomía.
Ella abrió mucho los ojos, asustada.
—¿Ahora? —preguntó su marido; se puso pálido.
Asentí.
—Sí, ahora. Cuanto antes.
Miró a Gifford.
—¿Está de acuerdo?
—Sí —dijo Gifford—. Creo que si no lo hacemos su mujer morirá.
Demasiado directo, incluso para mí, pero no pude contradecirlo.
Los Kennedy se miraron. Luego John volvió a dirigirse a Gifford.
—¿Podría hacerlo usted?
—No —dijo él—. La señorita Hamilton lo hará mucho mejor que yo.
Eso lo dudaba, pero aquel no era lugar para discutir. Miré a la anestesista. Ella asintió, lista ya para administrar la anestesia general que iba a hacer falta para la intervención. Llegó una enfermera con el formulario de autorización, y John Kennedy salió con su hijo del quirófano. Cerré brevemente los ojos, respiré hondo y me puse manos a la obra.
Dos horas más tarde Janet Kennedy estaba débil pero estable, el viento se había calmado y la sangre que necesitábamos con urgencia estaba en camino. Probablemente se pondría bien. El niño, a quien ya habían puesto el nombre de Tamary, estaba perfectamente, y John dormitaba en la silla junto a la cama de su mujer. Yo me había duchado y cambiado, pero sentí la necesidad de quedarme en el hospital hasta que llegara la sangre. Llamé a casa para comprobar si había mensajes, pero Duncan no había llamado. No tenía ni idea de si la policía seguía allí o no.
Gifford había permanecido en el quirófano durante toda la histerectomía. Por mucho que hubiera fingido una confianza absoluta al hablar con los Kennedy, no había apartado sus bonitos ojos de mí durante toda la operación. Solo había hablado una vez, un atinado: «Compruebe las pinzas de presión, señorita Hamilton», en un momento en que me había distraído. Cuando la operación terminó, salió del quirófano sin decir una palabra; por lo menos confió en que podría terminar yo sola.
No sabía si se había quedado satisfecho o no conmigo. Todo había ido bastante bien, pero no había habido nada espectacular, nada brillante en lo que había hecho. Había parecido lo que era: una especialista recién cualificada y muy nerviosa, desesperada por no meter la pata.
Y me enfadé con él. Debería haber dicho algo, hasta una crítica habría sido preferible a que se marchara sin más. Tal vez yo no había estado brillante, pero lo había hecho bien, y estaba cansada, un poco llorosa y deseosa de recibir una palabra de aliento y una palmadita en la espalda. Esta constante necesidad de aprobación es una faceta de mí misma que no me gusta. Cuando era más joven supuse que desaparecería con los años; que el aplomo llegaría con la experiencia y la madurez. Pero empiezo a tener mis dudas y a preguntarme si no necesitaré siempre el reconocimiento de los demás.
Estaba de pie junto a la ventana de mi despacho, contemplando el movimiento de personas y coches en el aparcamiento de abajo, cuando sonó el teléfono. Di un respingo y me acerqué corriendo al escritorio, pensé que la sangre había llegado antes de lo previsto.
—Señorita Hamilton, soy Stephen Renney.
—Hola —dije para ganar tiempo, mientras me decía: «Renney, Renney, debería conocer ese nombre».
—Me han dicho que ha venido para una urgencia. Si no está muy ocupada, hay algo en lo que podría ayudarme. ¿Hay alguna posibilidad de que baje un momento?
—Por supuesto —dije—. ¿Quiere que lleve algo?
—No, no, solo su experiencia. Llámelo orgullo profesional, incluso jactancia profesional, si lo prefiere, pero quiero presentar un informe completo cuando lleguen los gerifaltes. Tengo una sospecha que podría ser importante y no quiero que mañana un par de listos de la zona continental me la restrieguen por la cara como un gran descubrimiento.
No tenía ni idea de qué me estaba hablando, pero había oído aquello antes. Los isleños eran tan reacios a que los consideraran inferiores a sus homólogos del continente, que creaban una atmósfera de competencia superior, incluso de logros mejores que los esperados. A veces eso entorpecía el trabajo; a veces lo «suficientemente bueno» era realmente cuanto se necesitaba. Cuando estaba de mal humor y algún interno de malas pulgas me lo hacía pasar mal, llamaba a aquello el Resentimiento Colectivo de las Shetland.
—Ya voy —dije—. ¿En qué habitación está?
—La ciento tres —respondió él.
Una habitación de la planta baja. Colgué y salí del despacho. Recorrí el pasillo, bajé la escalera, y dejé atrás radiología, pediatría y urgencias. Recorrí el pasillo leyendo los números de las habitaciones al pasar. No lograba dar con la habitación 103 y no tenía ni idea de cuál era la especialidad de Stephen Renney. Por fin localicé el número y abrí la puerta.
Al otro lado, bloqueando por completo la entrada, estaban el inspector jefe Dunn, la oficial Tulloch y Kenn Gifford, todavía con el uniforme del quirófano pero sin la mascarilla ni el gorro. También había un hombre menudo con gafas y pelo ralo a quien había visto antes. Supuse que era Stephen Renney y, sintiéndome como una completa idiota, recordé por fin que era el patólogo suplente del hospital.
La habitación 103 era el depósito de cadáveres.